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 El incendio del almacén de la ferretería Isasi y Cía, ocurrido el 17 de mayo de 1890, es considerado por varios periodistas e historiadores como uno de los siniestros más destructivos de La Habana del siglo XIX. Uno de los riesgos que enfrenta toda ciudad en expansión es el fuego, muchas veces hijo de la negligencia y el descuido. La Habana no fue una excepción. Eso lo demuestran los incendios que tuvo que enfrentar en su etapa decimonónica.
Para muchos habaneros de la época el siniestro que redujo a escombros el almacén del señor Juan Isasi, en la esquina de las calles Mercaderes y Lamparilla, fue el incendio de mayor trascendencia en la historia habanera desde su fundación; sobre todo, por la cantidad de víctimas que provocó.
 
Dicen los que han vivido de cerca un incendio que resulta desalentador el vigor con que el fuego lo mastica todo a su paso. Cualquier material le sirve de soporte para crecer y expandirse. Si no se trabaja con urgencia, lo que fue una gran estructura se convierte rápidamente en un montón de cenizas y restos humeantes.
Pocos eventos provocan tan profundo desasosiego en el espíritu humano como ver consumirse algo por la fuerza del fuego. Ya sean casas de familia, negocios u obras públicas. Esa es la razón por la que los incendios son tan desagradablemente famosos; el horror los guarda en la memoria como una huella chamuscada de quemante recordación.
Para muchos habaneros de la época, me refiero a 1890, el siniestro que redujo a escombros el almacén del señor Juan Isasi, en la esquina de las calles Mercaderes y Lamparilla, fue el incendio de mayor trascendencia en la historia habanera desde su fundación; sobre todo, por la cantidad de víctimas que provocó.
Varios fueron los periodistas que, imbuidos también del sentir general, apostillaron en sus trabajos reporteriles sobre el particular que aquella muestra de duelo popular había sido la más grande de toda la historia de la ciudad. No obstante, existieron otros incendios que dejaron su huella para la posteridad.
Desde la fundación de la ciudad de San Cristóbal de La Habana, en su asentamiento actual, aquel 16 de noviembre de 1519, los incendios se hicieron presentes en la nueva comunidad. Junto a las construcciones de piedras marinas y de cantería, las viviendas levantadas a base de madera y guano fueron pasto para las llamas, sobre todo por el uso del fogón de leña y los mechones para alumbrarse en las noches. Eso sin contar los caprichos de la naturaleza que reservaba rayos entre las repetidas tormentas del trópico.
En los anales históricos, varios incendios preocuparon a los habaneros. Uno de los más célebres de los años primigenios fue el que consumió la ya capital de la colonia española, por ser residencia del Gobernador, en 1555 provocado por la devastadora mano del corsario francés Jacques de Sores. Después de asaltar y permanecer con sus huestes, abandonadas al pillaje, en la urbe por espacio de un mes, los franceses decidieron quemar todo lo que quedaba en pie y no podían trasladar a sus barcos. En 1622 un incendio atacó cinco manzanas de la calle de Molinillo, destruyendo 96 casas y una legua de árboles de la zona boscosa aledaña a la ciudad. Otro en 1788 incineró 27 edificios del poblado ultramarino de Regla.
Años después, entre pequeñas escaramuzas y alarmas, otro incendio capitalizó la atención. Fue el 25 de abril de 1802, en los barrios de Jesús María y Guadalupe. Este siniestro dejó sin hogar a muchas familias y decidió a los miembros del Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio a aprobar la creación de poblaciones en zonas extramuros. Setenta y un años después, o sea en 1873, otro incendio abrasó la Plaza del Vapor, en el Mercado Tacón, destruyéndolo casi por completo.
Así, llegó el 17 de mayo de 1890, con toda su carga trágica. Aunque son varias las versiones transmitidas por la prensa, coinciden en que el fuego fue descubierto casualmente por el sereno del barrio. La alarma atravesó la ciudad y enseguida los bomberos acudieron al llamado. Entre la vorágine de sofocar el incendio, todo parecía ser sólo un almacén de ferretería en llamas, aunque el peligro de los proyectiles de revólver y fusil disparados por el calor revestía el trabajo de un desacostumbrado riesgo. Hubo un momento en que la fuerza de las llamas se intensificó, obligando a los bomberos a redoblar su esfuerzo y exigirle más a las bombas de agua.
Un sobreviviente de la explosión narró a la prensa detalles del siniestro*:
«Llegué junto a la bomba Colón, destacada en Mercaderes. El ambiente estaba cargado de humo y olores irritantes. La gente tenía una expresión trágica en los rostros. Crucé hacia Lamparilla y reparé en Andrés Zencoviech, hacia San Ignacio, junto a la bomba ``Virgen de los Desamparados`` desplegando a sus bomberos ``municipales``.
»Al pie del muro, Conill dirigía el rescate. Le hice una seña y asintió con la cabeza. Entré en el almacén, dejando atrás a un bombero municipal empeñado en derribar una puerta a hachazos… una aspiración asmática antecedía cada sacudida. Era imposible ver claro; era como entrar al infierno. Me cubrí los ojos con el antebrazo y el humo quemaba mi nariz. Las botas de fieltro ardían por dentro y el capote arreciaba el calor. Costaba trabajo respirar; el humo, con un olor químico, avanzaba proceloso por los resquicios de la chaqueta. Paco Ordóñez trataba de orientar un pitón hacia el entrepiso, abrazado por una llamarada gigantesca que amenazaba con bajar por la pared posterior, encima de lo que se asemejaba a un pequeño depósito, empotrado en la esquina.
»El pitonero derecho, auxiliado por los ``mangueras``, trataba de unir el surtidor con el hilo del pitón izquierdo, pero el agua parecía evaporarse antes de atacar las lengüetas. Sonaron algunos disparos, el novato que estaba a mi lado  miró intrigado hacia arriba. A gritos le mostré los cartuchos de fusilería que se disparaban por el calor en los anaqueles superiores. Sentí que el sudor me bañaba bajo la capa. El bombero del Cuerpo Municipal logró talar una hoja de la puerta y la gran llamarada tomó fuerzas con un repunte luminoso que, bramando, reptó por la pared hacia todas direcciones. Los proyectiles silbaban sobre mis hombros. Unos tablones se fueron abajo y el rebote del agua a presión lleno mi rostro. Un pitón perdió el equilibrio y gimió tras la caída; saltando casi a ciegas  le mantuve la posición.
»Increíblemente, mermó la intensidad del agua. Intenté hacer una onda con la manguera, pero nada mejoró. Ordoñez me miró con zozobra por un segundo. Conill, ya adentro,  me ordenó reanudar el servicio de agua a como diera lugar. Varios disparos cruzaron sobre nosotros y Crespo cayó apretándose el cuello. Lo subí en andas y, a tientas, traté de salir. Mis botas chocaban con metales y tablones tiznados. Bajo unos hierros, la manguera del pitón derecho hacía un doblez. Sin bajar a Luisito, me incliné, con los ojos ardientes, y liberé la tubería de lona. Alcancé a escuchar la exclamación de júbilo al reanudarse la presión. Adrián Solís, Cadaval y García, de los municipales, simulaban espectros encharolados. Dejando el pitón en manos de Posada, Pereira se lanzó en ayuda de un herido, que después supe era el joven Miguel Calcines.


 En las fotos, Oscar Conill (izquierda), jefe de la sección de la Bomba Habana del Cuerpo de Bomberos del Comercio. A la derecha,  Francisco Ordóñez del mismo destacamento. Durante el siniestro en total fallecieron 25 personas, de ellos 17 bomberos pertenecientes al Comercio, nueve del Cuerpo Municipal, 14 del Orden Público y ocho vecinos que quisieron colaborar.
»La calle no era un mejor escenario. La humareda llenaba las dos manzanas. Los curiosos se amontonaban asombrados contra las paredes. Un agente de orden público impidió que la calle mojada me hiciera resbalar. Volví a la bomba Cervantes y dejé a Luisito en el carro sanitario. Unos soldados pasaron a mis espaldas con sus largos fusiles y pude ver a un hombre maduro, con el semblante pálido bajo la cabellera cana, negando algo al inspector de policía y a un bombero de mi cuerpo. Porto cruzó frente a mí gritando: —se puede ir hasta el fondo…no hay peligro…no hay peligro— y desapareció por Lamparilla.
»Un estallido hizo brotar llamas por las puertas de Mercaderes. Me percaté de que un pitón había sido abandonado. Maquinalmente lo tomé en mis manos y me dispuse a ``enfriar`` esa sección seguido de una brigada del Ayuntamiento. No había comenzado cuando una explosión mayor estremeció el mundo, instintivamente pensé en las municiones, pero me extrañó tamaño poder. Quise avanzar, pero una segunda explosión me elevó con una fuerza titánica y me arrojó violentamente contra una pared, junto con la bomba, entre una lluvia de escombros».

   
 Imágenes del desastre provocado por el incendio del almacén de los Sres Isasi y Cía. 

Se hizo notoria la reacción de los habaneros y de los funcionarios del gobierno colonial. Después de sofocar el incendio, se utilizaron reos comunes de la Prisión de La Habana para las labores de escombreo. En las fotografías de la época se pueden ver, con las ropas desordenadas, los grilletes atando la cintura y los talones, y los sombreros tapando rostros negros, de profunda expresividad.
Después sobrevino el multitudinario entierro de las víctimas, las misas en las iglesias habaneras, la gente cabizbaja en las esquinas. Siete años después, se inauguró, por el propio Capitán General de la Isla, Valeriano Weyler y Nicolau, el mausoleo dedicado a los bomberos. Hasta la actualidad, es la construcción de mayor altura que atesora el Cementerio Colón, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.


 Detalles del Mausoleo dedicado a los Bomberos en la Necrópolis de Colón
Después del incendio de mayo de 1890 ocurrieron otros tres que, como se podrá ver en próximos artículos, también dejaron en entredicho la mano de la providencia en su estallido. En 1895 ocurrieron dos incendios, conocidos como de Estanillo, uno en una fábrica de cigarros y otro en un taller de carpintería. La vox populi aseguraba que habían sido intencionales por rivalidades comerciales. Ambos inmuebles terminaron destruidos por la fiereza del fuego. El taller de carpintería se mantuvo ardiendo cinco días y dos bomberos perdieron la vida tratando de sofocarlo. Los daños y perjuicios ascendieron a medio millón de pesos.
En el ocaso de 1896 otro incendio redujo a cenizas la sombrería sita en las calles Monte y Antón Recio. Este siniestro también cobró la vida de dos bomberos. El escándalo se dejó escuchar horas después cuando, tras apagar el último reducto de las llamas, se descubrió un recipiente de acetileno entre los escombros, prueba irrefutable de que el dueño provocó el incendio ante el peligro de arruinarse y no poder pagar las deudas contraídas.
Al parecer, era una práctica usual en La Habana del siglo XIX provocar el incendio de una propiedad cuyo negocio no marchara por derroteros exitosos. La burocracia de aquellos años indemnizaba al propietario y quedaba libre de pagar las deudas contraídas, mientras no se comprobara que el incendio había sido autoinfligido. Un ejemplo lo ofrece el escritor cubano Ramón Meza en su novela Don Aniceto el tendero en el que este hombre recurre a este artilugio para salvar su inversión a riesgo de su propia familia.
No obstante, la descripción que se hace de la actuación de los bomberos es la muestra irrefutable del heroísmo de éstos y de la admiración que le profesaba toda la sociedad, así como una descripción de su apariencia, su indumentaria y las tácticas de extinción que practicaban. Dice Meza:
«Sólo los bomberos del comercio, aquel grupo de disciplinados jóvenes, trabajaba en silencio, atento cada cual a lo que únicamente le tocaba hacer.
Sus cascos, sus herramientas, sus botas de hule, sus impermeables, todo nuevo, reluciente, limpio, reflejaba las rojizas claridades del incendio.
Discurrían entre la alborotada multitud, con la calma del que sabe bien lo que le corresponde ejecutar y con la dignidad del que cumple voluntariamente un deber honroso.
Su seriedad y orden contrastaban con los gestos descompasados y los gritos de que, en los primeros momentos, se valían los agentes subalternos de la policía y la tropa armada que, como si se tratara de un combate, había acudido.
Con presteza tendiéronse las mangueras a lo largo de la calle.
Y aquellos dos jóvenes arrojados que intentaban desbaratar a hachazos la ventanilla de donde salían los lamentos desgarradores de Calixto, pedían sin cesar agua».1



 Bomberos del Comercio
Notas:
*Nota de la Redacción: Los parlamentos entrecomillados —atribuidos a un supuesto bombero sobreviviente del siniestro— son una reconstrucción hecha por el autor sobre lo que pudo haber pasado en el interior del almacén, a partir de testimonios recopilados por la prensa de la época.
1 Meza, Ramón: Novelas breves, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975, p. 174.

    
MSc. Rodolfo Zamora Rielo
Redacción Opus Habana
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Fuentes:
Diarios La Discusión, La Habana Elegante, El Fígaro, Revista Cubana, Diario de la Marina, de mayo, junio y julio de 1890.
Fichero Ilustrado, de Daysi Rodríguez Fernández, La Habana, 1978.
Novelas Breves, de Ramón Meza, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1975.