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 La puesta en escena de esta famosa opereta constituyó un hermoso símbolo del presente y el futuro del teatro musical, que se pretende rescatar en el coliseo capitalino.

Puesta en escena de un clásico de la ópera en el Anfiteatro del Centro Histórico.

En la foto, uno de los mejores momentos de Maylú Hernández en su interpretación de Ana de Glavari, la protagonista de La viuda alegre. Al fondo: el cuerpo de baile de la televisión cubana. Foto: Edel Palma
El sentido del buen espectáculo predominó en la puesta en escena de la opereta La viuda alegre, en el Anfiteatro del Centro Histórico de La Habana, una oferta memorable que refrescó el fuerte verano capitalino.
Del 17 de junio al 29 de julio, sábados y domingos, permaneció en cartelera esta obra del escritor húngaro Franz Lehár, con guión y dirección artística y general de Alfonso Menéndez.
Menéndez mantuvo la fidelidad al argumento y recalcó las características del género –de asunto ligero y sensual–, en el cual el amor y los celos ceden paso a intrigas y equívocos para brindarnos momentos de inigualable encanto.
Con profesionalidad e ingenio, el también director del coliseo supo recrear el ambiente en que se desenvuelve la pieza, el contexto parisino de principios del siglo pasado, con referencias que señalan la época y sus particularidades.
Prevaleció la originalidad y la gracia en el tratamiento del libreto con el fin de acercarlo al público cubano más joven, que tuvo así la posibilidad de disfrutar la «reina de las operetas», estrenada en Viena, en 1905.
Hay que tener en cuenta las peculiaridades de esa vertiente del teatro musical –integrado por canciones y bailes intercalados con diálogos–, cercano al ámbito popular pero necesitado tanto de cierto estilo para dar un período determinado, como condiciones vocales de los intérpretes.
La viuda alegre nos planteaba el reto de un montaje al aire libre, sin escenografía ni juegos con las cortinas, pues se carece de telón de boca, en un escenario de 34,5 metros de longitud y todas las luces en forma de contraportal, es decir, sin iluminación desde arriba, explica Menéndez a Opus Habana.
Según el laureado director, otros de los desafíos eran las interpretaciones del joven elenco, que dadas las condiciones descritas de un lugar abierto –sito entre las calles Cuba y Cuarteles, frente al Malecón habanero–, se grabaron en diferentes instituciones, pero cuyos resultados muestran el serio trabajo realizado.
Esta puesta en escena de Menéndez tuvo una rigurosa preparación previa, tanto en lo musical como en lo dramático, con el fin de brindarnos un espectáculo «a modo de concierto».
Para lograrlo contó con el apoyo del cuerpo de baile del Ballet de la Televisión Cubana, el coro del Teatro Lírico Nacional y la orquesta del Gran Teatro de La Habana, dirigida por Norman Milanés.
Contribuyeron al dinamismo de las escenas las coreografías de Rom Chávez y del propio Menéndez, quienes buscaron soluciones apropiadas dentro de ese escenario inusual para tal tipo de representación. El diseño de vestuario, adecuado y funcional, estuvo a cargo de Abrahán García y Manolo Barreiro.
Ana de Glavari, la protagonista de La viuda alegre, ha sido interpretada en Cuba por artistas de la talla de Rita Montaner y las conocidas Gladys Puig, Linda Mirabal y María Eugenia Barrios, entre otras.
En primer plano: Maylú Hernández junto a José Luis Pérez (conde Danilo). Detrás, de izquierda a derecha: Rigoberto López (Camilo Rosillon), Helbert Campaña (barón Mirko Zeta) y Kelvyn Espinosa (vizconde Zancada). Foto: Edel Palma

Especial lucimiento dio Rosita Fornés al personaje a partir de 1942, con más de 500 presentaciones célebres. La gran vedette puso ahora su experiencia a disposición de los noveles artistas y se convirtió en una de las asesoras del espectáculo, junto a Gladys Puig y Pura Ortiz.
Los jóvenes intérpretes estudiaron a fondo los personajes, toda vez que hace cerca de 20 años no subía a las tablas del país la más importante y afamada obra de Lehár.
Maylú Hernández encarnó a Ana de Glavari con propiedad y elegancia, bien custodiada por José Luis Pérez (conde Danilo), impetuoso y vivaz, y Rigoberto López (Camilo Rosillon), solícito y osado. Valga mencionar también, por el apropiado desempeño, a Yani Martín (Valencienne), Helbert Campaña (barón Mirko Zeta), Kelvyn Espinosa (vizconde Zancada) y Delvis Fernández (Saint Brioche).
«Muy dúctiles son los jóvenes artistas, como esponjas; se les pueden moldear muy bien, y más cuando se trata de talentos en pleno desarrollo; todos ellos debutan en el género», precisa Menéndez.
Cobra una particular relevancia que la opereta fuera montada en el Anfiteatro de La Habana Vieja, con capacidad para mil espectadores, como parte de la labor formativa que realiza en el área la Oficina del Historiador de la Ciudad, a la cual pertenece. Precisamente entre los propósitos de la instalación figura «el incremento del acervo cultural y en la formación del público más joven, al ser escenario de atractivos programas…».
Ese trabajo comunitario asaltó la barriada, cuando entre los vecinos se escogieron los 18 extras (corifeos), quienes apoyaron gustosos el quehacer artístico profesional como una experiencia novedosa e irrepetible.
Rosita Fornés, con su inextinguible hechizo, despidió la mayoría de las funciones al interpretar dos afamadas melodías: «My Hero», de El Soldado de Chocolate, de J. Strauss, y la salida de Frou-frou, de La duquesa del Bal Tabarin, de Leo Bard.
Constituyó un hermoso símbolo del presente y el futuro del teatro musical, que se pretende rescatar en el coliseo capitalino.

Amelia Roque
Priodista de la Agencia Latinoamericana de Noticias Prensa Latina
Tomado de Opus Habana, Vol. XI, no. 1, julio-octubre de 2007, pp. 58-61.