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 En el eterno «baúl kafkiano» –citado por Lezama Lima– guarda Chinolope miles de negativos con las fotografías hechas a sus contemporáneos. Muchos de los retratados no las han visto, pero todos ansiamos que esas imágenes se conserven hasta que decida imprimirlas para regocijo de la memoria visual cubana.
En los retratos de este artista siempre hay un sentimiento de fondo, como si la inefable dimensión del ser hubiera irrumpido por la pequeña ventana de tiempo que delimitó la velocidad del obturador de su cámara.


No hay genio sin un grano de locura.
Aristóteles




El ángel se asomó a un arco carpanel y, aunque su presencia fue fugaz, Chinolope creyó haber atrapado el reflejo iridiscente de sus alas.
—¿No habrás visto un zunzuncito?— le pregunté con sorna, que enseguida se trocó en estupor al comprobar el tremendo gasto de material fotográfico. Había tirado no menos de diez rollos de diapositivas en color a una única imagen: aquel extraño vitral al contraluz de la tarde habanera.
Intenté simular que estaba muy enfadado, apretándome bien fuerte las sienes y chasqueando la lengua, pero no logré impresionarlo: al entrever mi gesto de contrariedad, recogió sus bártulos en un santiamén y me espetó con su peculiar ecolalia:
—La fotografía es una oportunidad de tiempo y lugar... de tiempo y lugar... de tiempo y lugar... —hasta desaparecer como un gato montés y no regresar sino pasados los años a la sede de la revista Opus Habana.
Hacía tiempo que Chinolope tenía esa idea peregrina metida en la cabeza, y la fuente —todo hace indicar— era un manuscrito inédito de José Lezama Lima. Con el título de Vicisitudes de la luz, pareciera haber sido un ensayo sobre la percepción de la luminosidad en La Habana, su incidencia sobre el hábitat de la gente y la gama cromática en los pintores de la vanguardia: Lam, Víctor Manuel, Amelia...
Eso era lo que yo intuía de lo que me explicaba Chinolope, quien había tenido en su poder ese texto desconocido y había memorizado fragmentos, perdiendo unos y otros, tanto los papeles como los recuerdos. De modo que, cuando abordaba el tema, yo asumía sanamente que bien podía estar parodiando —por no decir fantaseando— el artículo de marras.
Según su relato, en ese trabajo Lezama apelaba a los vitrales como filtros sensitivos que reaccionan a los estados de ánimos del día. Y es que tales vidrierías —especulaba— no sólo dejan pasar la luz sino que, al igual que el cristalino y el iris en el ojo humano, reajustan de manera imperceptible su forma y tamaño en respuesta a los estímulos del paisaje.
Así, en vez de refractar mecánicamente, los mediopuntos traslucen la posibilidad del «azar concurrente» en forma de señales calidoscópicas que —aparentando ser aleatorias— se repiten siempre en algún momento de la jornada, mientras que por la teoría de las probabilidades pudieran pasar miles de años para obtener esas mismas figuras polícromas sobre una superficie.
—Óyeme, genio... —me repetía una y otra vez el fotógrafo, congratulándome con este epíteto, señal de que insistía en conseguir algo—: Si lo imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinidad, (1) la prueba fáctica sería entonces la configuración de un ángel virtual en cualquier arco de zaguán en un instante preciso del día.
—¿No te parece que hay algo absurdo en lo que dices? —le preguntaba yo de la manera más seria posible.
—Recuerda, genio —me respondía impostando la voz al final de cada frase, como si él mismo fuera José Lezama Lima—: Sólo lo absurdo podrá vencer la otredad, ya que en la actualidad los derivados causales se igualan lo mismo con el acto que con el germen...(2)
Abrumado de oírle, un día consentí que retratara cuantos vitrales quisiera para reproducirlos en Opus Habana, y esa decisión —interpretada por Chinolope a su manera— generó la causa del ya mencionado disgusto.

Fue Lezama Lima quien prologó Temporada en el ingenio, el reportaje gráfico de Chinolope que un desdén editorial malogró luego de haber esperado casi dos décadas para ser publicado.(3) Nunca un texto ha respetado tanto la agonía creativa del fotógrafo que, inmerso en un proceso que lo trasciende, se debate en capturar su esencia mediante la fijación artificial y momentánea de algunas de sus secuencias.
Según Chinolope, el tema del obrero azucarero se lo encargó ni más ni menos que Ernesto Che Guevara, quien ante la reticencia del artista por lo que consideraba un asunto manido, le reprendió con un axioma inolvidable:
—Toda obra creadora, si es verdaderamente revolucionaria, rompe con el panfleto y el cliché.
Es posible que Lezama haya empezado a escribir su ensayo introductorio desde el mismo momento en que Chinolope le hizo partícipe de la alta responsabilidad que había contraído en víspera de la compleja tarea que se le avecinaba.
Definido por el autor de Paradiso como «suma de paradojas, juglar chino-japonés que exhuma sin abrumarnos el patronímico Lope», Guillermo Fernando López Junqué (4) acató a pie juntillas las instrucciones de su paradigma intelectual: asumir que se zambullía en una suerte de Hades cubano y, si lograba evocar el espíritu de Arthur Rimbaud, vencería el desafío artístico con que le habían conminado.
No sin cierta cuota de picardía, desde su sillón en Trocadero 162, el gran poeta debió imaginar a su pupilo en la sala de máquinas del central como un saltimbanqui mareado por el fuerte olor a cachaza, dando tumbos entre lengüetazos de fuego, chorros de vapor y calderas hirvientes. Hay ruidos, vibraciones y lo que es peor: tan poca luz, que difícilmente saque una foto que valga la pena.
Pero su «cámara, fulgurante ojo de buey, capta que las máquinas están entre las manos que soplan y la tierra que devuelve», escribe Lezama en tiempo presente como si lo estuviese amparando de cerca. Y es que ese ojo —preconiza— «tiene como la temperatura de la permanencia de las situaciones, es un amuleto para el azar concurrente y un ojo que penetra como una gota y devuelve como un espejo universal».
Con su redundante estilo de bucles metafóricos, el ensayista reproduce la experiencia visceral de sumergirse en ese «genésico espacio oscuro», muy consciente de que «a pocos les está concedido dar un paso en esas minas secretas, donde las transformaciones [de la caña] se cumplen en el sueño originario de las cavernas, donde Polifemo probó por primera vez al vino y quiso destruir al hombre (...)»
Por eso debió sentir alivio cuando Chinolope regresó a salvo como Odiseo y —con su proverbial sencillez de ser Nadie— le enseñó las fotos más hermosas que hubiese visto nunca sobre la gestación del «corpúsculo mágico». Regocijado, al concluir su prólogo, Lezama no dudó en considerar ese resultado fotográfico, «oh, sorpresa de las sorpresas (...) cuidadosa continuidad de nuestros grabadores» del siglo XIX.
Temporada en el ingenio nunca ha sido reeditado y, al intentar reproducir en esta revista algunas de sus imágenes, sucedió que los negativos estaban tan frágiles que parecían alas de mariposa. Quizás porque —sin que el Che ni Lezama sospecharan nada— Chinolope debió arreglárselas para forzarlos químicamente y así poder entresacar, casi de puro milagro, los granos de haluro de plata de entre la oscuridad de las tinieblas.

 A pesar del tono esotérico que puede intuirse en la referencia lezamiana sobre que Chinolope «lleva un largo cayado del que pende un ojo de buey», esta frase admite un correlato más racional: el experimento realizado por el alemán Cristóbal Scheiner a principios del siglo XVII para confirmar la idea de su coterráneo Juan Kepler sobre que el ojo funciona de modo semejante a una cámara oscura.(5)
Scheiner peló literalmente un ojo de buey hasta quitarle toda la corteza blanca de su parte posterior, de modo que quedase sólo la delgada membrana de la retina. A continuación, cerró herméticamente el cuarto en que estaba para que únicamente pasara un mínimo rayo de luz a través del agujerito que había horadado en la madera de una de las ventanas.
Tras colocar allí el ojo de la bestia, como si estuviese mirando hacia afuera, comprobó felizmente lo que ya presumía: achicado, pero inconfundible, el paisaje exterior era visible en el pedazo de retina que había dejado al descubierto, sólo que virado de cabeza. Tal vez eso mismo, con erudición juguetona, es lo que deja entrever Lezama cuando dice: «un ojo [de buey] que penetra como una gota y devuelve como un espejo universal», al referirse poéticamente a la cámara fotográfica según su principio elemental de funcionamento.
Lo que sí no cabe dudas es la paciencia bovina que tuvo el Maestro para dejarse retratar por Chinolope cuando éste se empeñó en hacerlo con una cámara estenopeica diseñada por él mismo a partir de una elemental caja de tabacos. Semejante artilugio exige probar de modo artesanal hasta lograr la relación exacta entre el orificio milimétrico por donde penetra la luz, la distancia en que se coloca la película en el lado opuesto y el tiempo de exposición de la imagen.
Suspendido entre volutas de humo, en esas fotos inigualables, Lezama mira con resignación hacia el supuesto objetivo como si estuviera a merced del tabaco consumiéndose en su diestra en una larga ceniza y ese soplo de luz capaz de transmitir por el aire su voluminosidad de buda hasta albergarla en la caja de puros.
Era tanta su curiosidad por esa daguerrotipia casera que, viendo a Chinolope trastear frenéticamente en el interior de la camarita oscura, solía interrogarle como a un verdadero alquimista. Hasta que una vez este émulo cubano de Joseph Nicéphore Niépce y Jacques Mandé Daguerre dio una respuesta tan ingeniosa que Lezama no pudo aguantar la carcajada:
—Imagínese, Maestro —explicó Chinolope, que ya sudaba la gota gorda—, es como encontrar la fórmula de la piedra filosofal, el homúnculo o el cuerno del unicornio que quepa por esta ranurita.

Gracias a ese talante rayano en la picaresca, nuestro fotógrafo supo granjearse el cariño de otra personalidad sin par: Julio Cortázar. Y si el intelectual argentino contribuyó como nadie a que la obra de Lezama Lima fuera justipreciada universalmente, a Chinolope debemos la secuencia gráfica que testimonia cuánta admiración mutua se profesaban ambos escritores. Al respecto, escribió el mismo Cortázar:
«Volví una y otra vez a Cuba, y en cada ocasión el sombrío pero tan cálido salón de la vieja casa de Lezama albergó muchas horas de charla, de tabaco y de amistad. Ya entonces la salud de Lezama distaba de ser buena, pero siempre estaba dispuesto a darse una vuelta por la Habana Vieja, y en alguna foto tomada por Chinolope, un fotógrafo delirante que adoraba a Lezama y nos seguía con su ojo de cíclope por todas partes, se nos ve frente a la hermosa Catedral que de pronto se animaba en la palabra de Lezama para mostrarme uno a uno sus secretos, su magia, en la que todo se mezclaba, la Notre Dame de Víctor Hugo, las abadías cistercienses y la fiebre del barroco americano, en un concilio prodigioso de santos, filósofos, místicos y alquimistas (...)»(6)
He tenido el raro privilegio de haber visto esas fotos en sus negativos originales, además de publicar algunas inéditas en Opus Habana (No. 1, 1996). Reproducidas en fotolitos, una docena de ellas se expusieron a fines de 1996 en la Sala Transitoria del Museo de la Ciudad bajo el título genérico de La mirada fluida. Inaugurada por el Historiador de la Ciudad, esa exposición sacaba por primera vez a la luz imágenes que habían sido tomadas casi treinta años antes, y significó el retorno de Chinolope a la vida cultural luego de un largo tiempo sumido en el olvido.
—Como Lezama, yo también he fatigado la espera... —suele decir entre la decena de frases que definen su credo existencial y a las que recurre como si fueran proverbios, algunas lezamianas, otras martianas y otras de su propia cosecha: «Sólo lo difícil es estimulante»... «Todo azar es en realidad concurrente»... «Confirmar es crear»... «El Pasado es la intuición del Presente»...
—Si ser Hombre es ya sumamente difícil, imagínate ser Artista...—asevera cáusticamente cuando alguien trata de adularlo de manera sospechosa. Remiso a las loas insulsas, suele desconfiar de la retórica falsamente erudita y para alertarme solía levantar una sola ceja en un gesto irrepetible de prosapia asiática.
Pero otras veces, cuando su corazón se lo dicta, Chinolope es como un niño que se entrega a manos llenas, capaz de legar su tesoro más preciado: esas antiguas fotos inéditas que cada cierto tiempo nos gotea como si las hubiera logrado rescatar de su cerebro, a través de la retina, mediante un proceso de revelado mágico.
En el eterno «baúl kafkiano» —que a ratos citaba Lezama— guarda Chinolope miles y miles de negativos con las fotografías hechas por él de sus contemporáneos.
Muchos de los retratados no las han visto, pero todos ansiamos que esas imágenes se conserven —aunque sea en estado latente— hasta que decida imprimirlas para regocijo de la memoria visual cubana.
Y es que obviando la nitidez de los rasgos físicos, este artista ha logrado captar el gesto sutil que revela la identidad emocional de sus elegidos. Por eso en sus retratos siempre hay un sentimiento de fondo, como si la inefable dimensión del ser hubiera irrumpido por la pequeña ventana de tiempo que delimitó la velocidad del obturador de su cámara.
¿Cuántas cámaras fotográficas han pasado por las manos de Chinolope: cien, doscientas... mil? Nunca lo sabremos. Cada vez que visitaba Cuba, Cortázar le traía una Contax de regalo aun cuando supiera que ésa también la iba a perder, quizás porque «el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le pone insidiosa (...)»(7)
Tal parece como si para recrear la historia de Roberto Michel —el franco-chileno traductor y fotógrafo aficionado de «Las babas del diablo»—, el formidable narrador argentino se hubiese inspirado en las maneras de su amigo cubano, en esa capacidad poco común que tiene Chinolope para estar mirando el paisaje y, de pronto, reparar en la escena que habrá de detener el tiempo por un instante.
He disfrutado de algunos de esos momentos. A mi lado, Chinolope observa la realidad circundante, como si tratara de descifrar los enlaces invisibles que la rigen. Y de pronto, descodifica uno de esos enlaces: el temblor de una paloma, por ejemplo, mientras el aparcamiento soterrado que sepultaba la Plaza Vieja era destruido a golpe de martillo neumático.
Suavemente, con ademán felino, desenfunda la cámara fotográfica (creo que era una Leica la que llevaba entonces, metida dentro de un calcetín negro), encuadra en un santiamén y chas-chas-chas: aprieta con frenesí el disparador y la palanca de avance hasta lograr una secuencia de fotogramas. Se vira entonces hacia mí, seguro de que ha atrapado «el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial», al decir del propio Cortázar.(8)
Y tras notar mi expresión intrigada, Chinolope sonríe y me explica paternalmente:
—M’ijo, es el símbolo de la restauración de la Habana Vieja, pues aunque la paloma tiemble, se resiste a escapar, ya que la demolición de ese hormigón monstruoso conllevará que resurja el espacio genuino para que todas puedan volar libremente.(9)

Casi todo de lo poco que sé sobre percepción de las artes visuales y, concretamente, sobre fotografía, se lo debo —además de a los profesores Jorge Bermúdez y Peroga (10) —a Chinolope. Ninguna conferencia, ningún libro, pudiera haberme procurado ese fértil contacto con la imagen gráfica como el sentarme junto a este último y comentar las obras de los grandes fotógrafos de todos los tiempos: Alfred Stieglitz, Paul Strand, Man Ray, Walker Evans, Robert Doiesnau, Henri Cartier-Bresson...
Cada domingo yo visitaba su modestísima casa y comía con él y su esposa Esperanza, quien seguía nuestra conversación mientras preparaba los alimentos, limitándose a intervenir juiciosamente cuando subíamos demasiado el tono de voz o la plática alcanzaba ribetes surrealistas.
Solía suceder que Chinolope se ponía a reproducir una partida de ajedrez de Capablanca y Alekhine, después de haber estado nosotros discutiendo largo rato sobre qué es lo más importante en la fotografía: el sentido de la forma o la luz. Yo, por mi parte, tomaba al azar cualquiera de los libros fabulosos que acumula por doquier y me ponía a leer los subrayados en sus páginas. A veces —en las obras de Miguel de Unamuno, por ejemplo—, Chinolope había señalado tantas frases con lápiz rojo, que era como leerse el libro entero. Así, pasaba fácilmente una hora; él jugando ajedrez contra sí mismo, como esa famosa foto de Cartier-Bresson en que un ya viejo Marcel Duchamp se enfrenta a un contrincante fantasma.(11) Sólo se oía la emisora CMBF, cuyo repertorio de música clásica Chinolope parece saberse de memoria, pues —casi en forma automática— reconocía cada obra emitida, sin errar. Y al preguntarle en una de ésas cuál era su obertura [sinfónica] favorita, ensimismado, me respondió:
—El gambito de dama.
Fue esa apertura [ajedrecística] la que le planteó a Robert Fischer durante aquella simultánea gigante que se celebró en 1966 en La Habana como colofón de la Olimpiada Mundial de Ajedrez. La partida terminó en tablas y, al estrecharle la mano, dice Chinolope que el famoso ajedrecista estadounidense le preguntó: «¿Es usted profesional o aficionado?».
Al responderle que lo segundo, Fischer le miró fijamente a la cara y le dijo:
—Quédese como aficionado para que disfrute más el juego.
No ya como ajedrecista, sino como fotógrafo, Chinolope parece haber seguido ese consejo inusitado, pues teniendo grandes dotes para una y otra actividad, las ha ejercido con semejante sentimiento de libre albedrío, de irreverencia lúdica, que le hacen ser posiblemente el más aficionado de los fotógrafos profesionales cubanos, o el más profesional de todos los fotógrafos aficionados del mundo.
Sus teorizaciones sobre qué es la fotografía, impregnadas de un existencialismo unamuniano y alguna que otra galimatía, revelan su angustia cognitiva al tratar de definir lo que ya es para él una profesión de fe: «La fotografía... como la araña para mantener el equilibrio del espíritu en la materia... que puede transfigurarse por instantes... donde la muerte se retira sin ser notada en el líquido ojo...»
Chinolope es un autodidacta que ha estudiado el Arte mediante un método propio que —dada la lucidez de sus aseveraciones— implica la certeza de poseer unas agudas intuición y percepción subjetiva. Así, para plantearme su deseo de retratar los vitrales habaneros, antes de revelarme el secreto sobre el texto perdido de Lezama, evocó al impresionista Claude Monet y sus representaciones de la Catedral de Ruán según el tiempo del día, la hora, las estaciones, la luz...
—A veces el pintor sentía que no podía lograrlo... ¿Cómo expresar la vibración luminosa, la energía de los fotones sobre la fachada de la iglesia, mediante pigmentos opacos dispuestos sobre el lienzo? ¿Te imaginas, genio?
Y al notar que yo le oía embelesado, me propuso su experimento fotográfico en términos de física óptica y nociones de teleología lezamiana:
—Los impresionistas trataron de atrapar las infinitas variaciones de la luz sobre los objetos que la reflejan... Yo quisiera captar esas mismas vicisitudes, pero cuando la luz es refractada. En ese instante sin duración que es el tiempo de exposición de la cámara fotográfica, pudiese quedar por fin atrapada la jiribilla, el diablillo de la ubicuidad, alanceado por la luz, en el pestañeo del lince de una refracción incesante...(12)
—No entiendo nada— le insistía. Y enseguida me replicaba:
—Decía Lezama que lo importante no es entender sino percibir.
Sin embargo, opuesto a que semejante idea fuera llevada a la práctica so pena de gastar el ya escaso material fotográfico de Opus Habana, yo trataba de convencerlo de lo irracional de la propuesta mediante disquisiciones de carácter epistemológico. Antes de hacer algo —le decía— habría que estudiar los vitrales como sistemas cuyas condiciones iniciales (la incidencia de la luz solar o lunar sobre su superficie) no se conocen a la perfección. ¿Cómo predecir entonces cuáles figuras polícromas se refractarán en determinados intervalos del día? ¿Cuán sensibles —o sea, caóticos— son los vitrales a la variación de esas condiciones iniciales?
Por instantes, me parecía que —a fuerza de intelección— ya había logrado persuadir a Chinolope, pero al día siguiente volvía a retomar el tema, apoyándose en una u otra frase del autor de Imagen y posibilidad: «(...) Ligerezas, llamas, ángel de la jiribilla. Mostramos la mayor cantidad de luz que puede, hoy por hoy, mostrar un pueblo en la tierra. Luz que lleva en sí misma su vitral y su harnero. Luz que encuentra siempre su ojo de buey, para descomponerse en la potencia silenciosa de la resaca lunar (...)»(13)
—Pura metaforización —arguía yo socarronamente, dando rienda suelta a mis ínfulas racionalistas—. Decir que «todo azar es concurrente» no es más que atenerse al concepto de determinismo universal enunciado por el matemático francés Pierre-Simon Laplace en sus ensayos filosóficos sobre la teoría de las probabilidades. Otra cosa es, con perdón de Lezama, pretender que sea posible la predecibilidad universal gracias al conocimiento poético, incluida la del destino histórico de nuestro país, que es lo que este gran cubano parece insinuar en sus escritos.(14)
A Chinolope le exasperaba lo que él catalogaba como mi «falta total de imaginación», y a veces nuestras discusiones se hacían tan tensas y crípticas que el resto del colectivo de la revista comenzó a preguntarse con razón si no estaríamos locos.

Desde que yo era apenas un adolescente, conozco a Chinolope. Y cuando partí a estudiar ingeniería termofísica en la Unión Soviética, me llevé como objeto más preciado —autografiada— esa foto suya en la que Ernesto Guevara apoya su nariz en el dedo índice como si atendiera a la formulación de un problema de álgebra lineal en la pizarra: tal vez una de esas integrales que al Che le gustaba resolver para entretenerse en sus pocos momentos de descanso. O quizás, por qué no, hilvanara una de sus sorprendentes narraciones: esos relatos que demuestran su innegable sensibilidad artística como componente del humanismo esencial que lo caracterizó. (15)
Si procediera a comparar esa foto de Chinolope con la impresionante imagen de Korda que ha dado la vuelta al mundo, tendría que hacerlo con arreglo al sentimiento de tristeza que la desaparición física del Che aún provoca en sus admiradores, incluso en aquellos que —como yo— no le conocieron en vida.
Con su mirada perdida en el infinito, llevando ya el peso de la decisión irrevocable, su semblante justiciero en la segunda de esas instantáneas pudiera haber inspirado la endecha de Lezama Lima: «(...) Como Anfiareo, la muerte no interrumpe sus recuerdos. La aristía, la protección en el combate, la tuvo siempre a la hora de los gritos y la arreciada del cuello, pero también la areteia, el sacrificio, el afán de holocausto (...)»(16)
En el retrato de Chinolope, la expresión entre reflexiva e iluminada —que le hace sobresalir apaciblemente del resto del grupo pero sin dejar de ser parte de él— incita a ilusionarnos con que el Che ha regresado con nosotros, tal y como imploraba Cortázar cuando escribió: «(...) Pido lo imposible, lo más inmerecido, lo que me atreví a hacer una vez cuando él vivía: pido que sea su voz la que se asome aquí, que sea su mano la que escriba estas líneas (...)»(17)
Me acompañó esa imagen durante los cinco años y medio de mi carrera en el Instituto Energético de Moscú. Y cuando un día se le ocurrió al Studsoviet (18) que yo debía quitarla de la pared por considerar que atentaba contra el orden del albergue, mi negativa fue tal que mi caso fue llevado a corte disciplinaria.
Afortunadamente no fui sancionado y sólo debí preparar un trabajo escrito sobre el Socialismo utópico para discutirlo en la clase de Comunismo científico. A cambio, el retrato del Che permaneció en mi cuarto ayudándome a despejar la duda que suscita todo dogma, sobre todo si está revestido de falsa cientificidad: ¿no sería algún estado dubitativo el que provocara la expresión de su cara en esa foto?, me preguntaba sin cesar al entrever desde entonces un asomo de perspicacia en sus ojos y nariz tocada por el índice.
Recordaba esta anécdota y una sensación de ingratitud me embargaba: Chinolope se había marchado de Opus Habana (19) y el eco de su voz me perseguía:
—La fotografía es una oportunidad de tiempo y lugar... de tiempo y lugar... de tiempo y lugar...
Como si hubiera perdido a un amigo de la infancia, me sorprendía jugando solo con la reverberación de los vitrales, buscando la clave invisible que relaciona el vuelo de las palomas con el renacimiento de la vieja ciudad en un constante fragor.
Lentamente, sin saberlo, comencé a razonar con el corazón: ¿Qué significaban unos cuantos rollos de diapositivas si había perdido sus consejos certeros, el contagio de su pasión creativa y esa risa estentórea que —en los peores momentos— me ayudó a no desistir?
Los carretes aparecieron en una gaveta, como si hubieran estado esperando un siglo. Uno a uno, los fui revisando en la mesa de luz. La misma imagen, el mismo vitral iluminado en aquel arco carpanel, como si un niño hubiera operado la cámara... Hasta que llegué a aquel fotograma.
Rápidamente, como quien presagia algo, lo digitalicé en el escáner (20) para poder observar hasta sus mínimos detalles en la pantalla de la computadora. Y allí, en una esquina del vitral, increíblemente había un ángel, o un garabato de luz, o una falla del revelado... sabe Dios.
Siempre que me veía digitalizar imágenes, observándome como a un prestidigitador, Chinolope me comentaba:
—M’ijo, si ese aparato hubiera existido en mi tiempo, tú sabes cuántas fotos yo hubiera salvado en el baúl kafkiano...
A lo que yo le respondía invariablemente:
—Genio, te hubieras dedicado al ajedrez, pues tomar fotos hubiera sido para ti demasiado fácil.
Movía entonces negativamente la cabeza y sentenciaba luego de hacer una larga pausa:
—Ninguna tecnología podrá igualar jamás la intuición que nos hace atrapar el sentimiento humano en un retrato.




(1) Chinolope se conoce de memoria frases como esta que se señala en cursiva, las cuales entresaca de disímiles textos de Lezama, en este caso de su conocida definición del «ángel de la jiribilla». («Lectura», en Imagen y posibilidad. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981, pp. 110-112)
(2) Es una cita textual de Lezama en «Cortázar: el comienzo de la otra novela», en La cantidad hechizada, pág 429.
(3) Temporada en el ingenio se publicó por la Editorial Letras Cubanas en 1987, casi quince años después de haber fallecido Lezama.
(4) Guillermo López Junqué es el verdadero nombre de Chinolope, quien nació en La Habana en 1932.
(5) Para describir este experimento me baso en el precioso libro para niños de mi amigo y gran físico cubano Ernesto Altshuler: A través de los ojos. Editorial Gente Nueva, La Habana, 1993.
(6) Testimonio incluido por Carlos Espinosa en Cercanía de Lezama. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986.
(7) En «Las babas del diablo», cuento recogido en Las armas secretas y otros relatos. Fondo Editorial Casa de las Américas, 1999, pp. 281-297.
(8) Ídem.
(9) Miles de toneladas de hormigón fueron demolidas para que esta plaza de la Habana intramuros recuperara su belleza del siglo XVIII, incluida su fuente (ver Opus Habana, No. 2, 1998).
(10) Mis profesores de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de La Habana en las especialidades de Arte y Comunicación y de Fotografía, respectivamente.
(11) En Diálogo con la fotografía (Editorial Gilí, S.A. Barcelona, 2001) de Paul Hill y Thomas Cooper, se reproduce una entrevista al fotógrafo norteamericano Man Ray, en la que éste afirma, tal vez refiriéndose a esta misma foto: «Hay una instantánea tomada por Cartier-Bresson, en la que estoy con Duchamp, poco antes de que muriera. Estábamos sentados aquí, jugando al ajedrez (...)» (p. 24).
(12) Esta frase en cursiva ha sido extraída de «Incesante temporalidad», uno de los artículos de Lezama reunidos en Tratados en La Habana. Universidad Central de Las Villas, Departamento de Relaciones Culturales, Las Villas, 1958, pp. 204-206.
(13) Sacado de «Lectura», en Imagen y posibilidad, ob.cit., p. 108.
(14) Semejante afirmación sólo debe tomarse como un desatino, pues nada más ajeno a mí que tratar de abordar la poética lezamiana desde una perspectiva crítica en torno a la teoría del caos aplicada a la literatura. A desentrañar las confusiones que traen el uso de la terminología científica (los conceptos de determinismo y predecibilidad, por ejemplo) y las extrapolaciones abusivas de las ciencias exactas a las humanas como parte del relativismo posmoderno, está dedicado el contundente título Imposturas intelectuales (Ediciones Paidós Ibérica S.A, 1999) de Alan Sokal y Jean Bricmont, profesores de Física en las universidades de Nueva York y de Lovaina, respectivamente.
(15) En Opus Habana (No. 4, 1997) se publicó La duda, un cuento hasta ese momento inédito que el Che escribió durante su estancia en el Congo (1965) como jefe de las tropas cubanas que, de modo transitorio, se integraron a las luchas de liberación en el continente africano.
(16) Pequeño fragmento de «Ernesto Guevara, comandante nuestro» (reproducido nuevamente, treinta años después, en revista Casa de las Américas, No. 206, enero-marzo de 1997).
(17)
Con el título de «Mensaje al hermano», Cortázar publicó su lamento por la muerte del Che también en la revista Casa de las Américas, junto a las palabras de otros importantes intelectuales.
(18) El Soviet de Estudiantes (Studsoviet) era dirigido sólo por soviéticos que cursaban los años superiores.
(19) Chinolope y yo compartimos la responsabilidad de editores generales de Opus Habana en los números 3 y 4 correspondientes a 1997.
(20) Préstamo léxico que adopta la forma y el significado de scanner, término en inglés con que se nombra el equipo capaz de registrar (to scan) una imagen electrónicamente y almacenarla en la memoria de una computadora. Utiliza un principio análogo al de las cámaras fotográficas digitales.