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 Este artículo hace un bosquejo sobre la presencia de la mujer en la Escuela de Bellas Artes de San Alejandro. Plantel destinado sólo a hombres, con los años y el trabajo de uno de sus directores, Miguel Melero, comenzó a graduar féminas como pintoras y escultoras que echaron por tierra el mito de la inferioridad femenina para incursionar en las artes plásticas. Aquí se podrá conocer la ejecutoria de meritorias artistas como Adriana Billini, Marta Valdés, Juana Borrero y otras.

Aunque tuvieron que transcurrir más de 60 años desde su fundación, la Academia de San Alejandro en La Habana fue una de las primeras escuelas de Bellas Artes en admitir la matricula de mujeres.

La estrategia que presenta la enseñanza del arte en un momento y lugar dados, puede y debe considerarse un factor importante para el análisis del estatus de que goza la actividad artística en cualesquiera de sus ramas, como también para la evaluación de la eficiencia y calidad del proyecto social en la que ella se inscribe o actúa, incluido el dato de la oportunidad a la incorporación social de la mujer.
Según la relación apuntada entre el arte y la enseñanza artística, esta última específicamente dada en su expresión institucional: la Academia, y específicamente efiriéndonos a las Artes Plásticas y a Cuba, puede decirse que el reconocimiento ocial de esta actividad, más específicamente de la pintura, ocurre en la misma medida en que los representantes de la Corona española en la Isla toman conciencia de su importancia como mecanismo de representación de un poder que, caracterizado por el despotismo, intentaba introducir las ideas de la Ilustración como modelo cultural e ideoestético capaz de desarrollar en materia técnica y científica a este dominio de ultramar, proyecto que si bien tuvo destacados promotores entre los españoles, como don Luis de las Casas y el obispo de Espada y Landa, también encontró entre los cubanos un medio fértil y propicio para llevar adelante tales ideas, debido al concurso de ilustres pensadores, filósofos, economistas y científicos como don Francisco Arango y Parreño y don Tomás Romay, entre otros fundadores y promotores de la Real Sociedad Económica de Amigos del País en 1793 y sus proyectos.
Consecuente con sus propósitos de ilustración y desarrollo, y con las aspiraciones de los criollos que pugnaban por ubicarse en planos jerarquizados dentro de la estructura del poder colonial, fue esta Sociedad la que fundó, en 1818, una escuela gratuita de dibujo y pintura, con el tiempo denominada Academia de San Alejandro en honor a Alejandro Ramírez, quien fuera superintendente general y director de la referida Sociedad, «por debérsele su fundación y progresos», tal como reza en el Reglamento de a Academia correspondiente al año 1848 y a través del cual se le nombra oficialmente de esta manera.
Parte de este plan ilustrado se revela en el Acta de la Junta Ordinaria de la Sociedad del 17 de noviembre de 1817, cuando se analizó y aprobó la creación de esta escuela, toda vez que los allí reunidos reconocían la utilidad de la misma y de emprender una acción que permitiera salir del «atraso a que están sometidas en nuestro país las artes y oficios». Para ello contarían con la asignación de un presupuesto mínimo, y con los servicios, por un salario fijo, de un pintor neoclásico francés, Juan Bautista Vermay, radicado en La Habana alrededor del año 1815, y que, habiendo presentado credenciales como discípulo de Jacques-Louis David, impartía clases particulares de dibujo y pintura, como era usual en esa época, máxime ante la nexistencia de una academia oficial.
En los documentos de la Real Sociedad se registran detalles de toda índole acerca de los preparativos y organización de la escuela, pero quizás lo más llamativo es la revelación de ciertas motivaciones o intenciones que subyacen en esta ilustrada fundación, tal como aparecen en la mencionada acta.1
Es fácil observar que la necesidad de la fundación de esta Academia está ligada a una restricción de las oportunidades. Además del presupuesto clasista discriminatorio de padres conocidos, de buena educación y costumbres), se expresaba claramente otro superobjetivo, igualmente excluyente, esta vez de contenido racial, justificado por el temor al negro que en número creciente se contaba dentro de los censos de población  que constituían una amenaza al orden blanco colonial. Además de los «enormes males» que habían traído a nuestra sociedad, habían «alejado de las artes a nuestra población blanca», según afirmaba uno de los más importantes pensadores reformistas de la época.
En dos palabras: se trataba, por un lado, de una lucha de poderes dada a través del arte y, por otro lado, de «blanquear» a la pintura. Excluir a los pobres, a los negros y mestizos, era eliminar oficialmente a aquellos pintores populares, autodidactas e ingenuos, que andaban por toda La Habana ofreciendo sus servicios y que «embadurnaron sus muros de la forma más alegre»2 ; eliminar aquellos «mamarrachos» de aliento barroco y abrir las puertas al «buen gusto»  que traían los racionales modelos del neoclasicismo, significaba dignificar el oficio. Para respaldar esta cruzada, nada mejor que comenzar a poner orden a través de la Academia que se fundaba.
UNA PUERTA DE ESCAPE
Esta actitud excluyente nos pone sobre aviso para el caso de la mujer. Sin embargo, en las actas de la Sociedad Patriótica que tratan sobre la concepción inicial de esta Academia, no se especifica una negativa respecto a la admisión de alumnas. Parece ser que este tema no requería interés o consideración alguna dentro de este proyecto en proceso. Quizás la exclusión estaba implícita. Y no es que el tema de la mujer asociado a estos planes de ilustración estuviera totalmente ausente, pues en las propias actas se registran importantes reconocimientos a escuelas para niñas por sus buenos resultados. Sin embargo, la ausencia verificada en materia de artes y oficios, permite considerar que la mujer en estos menesteres era, más que discriminada, ignorada.
Y no era de extrañar, pues si la propia actividad artística era subvalorada por encontrarse en manos de pobres y de negros o mestizos, era totalmente inconcebible incluir en ella a la mujer, para la cual la sociedad reservaba un lugar de suprema pureza y lealtad hogareña, racial y clasista.
Paulatinamente, en el transcurso del siglo XIX, y liderada por la Academia, se produjo un cambio positivo sobre el valor simbólico del arte, en su reconocimiento social y, consecuente con ello, del artista, que será considerado cada vez menos artesano. Pero lo cierto es que, aun cuando se hubiera logrado el objetivo de dar dignidad al oficio,3  tuvieron que transcurrir más de 60 años desde la fundación de la Academia para que fueran admitidas las primeras mujeres que cursarían estudios de Bellas Artes en la misma. Puesto que esta escuela habanera fue la primera escuela de su tipo en la Isla, puede afirmarse que aquéllas fueron las primeras mujeres en cursar
estudios académicos en Cuba.
No obstante este dato de supremo interés, y a pesar de que se suele afirmar que «la historia de la pintura en Cuba es la historia de San Alejandro»,4  no podemos ignorar que fuera de la enseñanza formal o académica oficial, e incluso antes que ésta, existieron mujeres que se acercaron y vincularon a la práctica de las Bellas Artes, particularmente de la pintura. Ellas fueron nuestras primeras estudiantes informales.
ESTUDIANTES INFORMALES
Desde finales del siglo XVIII encontramos datos de mujeres que se iniciaron en la pintura a través de clases que, incluso a domicilio, impartían algunos artistas sin ocupación, éxito ni clientela en Europa y que, como muchos, venían a probar fortuna en estas tierras, a vivir aventuras o a escapar de alguna deuda o molesto tropiezo de cualquier otra índole. Entre estos profesores hubo, no obstante, verdaderos artistas que ejercieron la docencia en San Alejandro y hasta ocuparon su dirección, como fue el caso del propio Vermay o de sus compatriotas Guillermo Colson y Federico Miahle.
En las publicaciones periódicas que se inician en La Habana a partir de la introducción de la imprenta en 1723, aparecen los primeros anuncios de profesores de pintura. Llama la atención que en 1804, en un número del Papel Periódico de la Havana, publicación emblemática de nuestra cultura, fundada en 1790, se anunciara como pintor y retratista en miniatura un tal Pedro Juan Meause, quien «ayudado por su mujer y su hija daba clases de pintura a niños y niñas».5  No sabemos en qué consistía la colaboración de su esposa e hija, pero lo que sí es evidente es que en su anuncio están abiertas las expectativas a las niñas. También se menciona, entre otras, la academia de niñas de doña Juana Pelet, donde James Gay Sawkins fue profesor de dibujo. Este inglés también se anunció como retratista al óleo y en miniatura, y no sólo en La Habana, sino también en Santiago de Cuba, segunda ciudad en importancia de la Isla, que intenta reproducir, aunque fuera en menor escala, las características de la capital, y, por supuesto, también en lo concerniente a la práctica de las Bellas Artes y su enseñanza. Asimismo nos encontramos a un tal D.C. Falossi, «dispuesto a recibir todas comisiones no sólo de retratos al óleo y miniatura (…) dará lecciones de dibujo y pintura en casas particulares».6
Fue a esta vía no formal a la que acudieron las mujeres, de cualquier edad aunque mayoritariamente blancas y de buena familia, es decir, con recursos financieros, para poder encauzar y educar sus habilidades en la pintura y, particularmente, en el arte de la miniatura, muy practicado y difundido en Europa y que llegara a nuestro país a través de los artistas extranjeros a los que hemos aludido, en buena medida franceses escapados de la Revolución de Haití de 1804, entre otros acontecimientos que provocaron el éxodo, desde otras tierras del Caribe hacia territorio cubano, tanto de las plantaciones cafetaleras como de sus artistas. Ejemplo de ello fue, en Santiago de Cuba, la aparición del francés J. Fourcade, que en 1844 inauguró una academia de dibujo y de quien se afirma fue el iniciador de Baldomera Fuentes (1807-1877), destacada paisajista al creyón y a la acuarela, así como miniaturista en marfil. Ella es, a juicio de un notable crítico e historiador del arte cubano, José Veigas, «la primera mujer que se destaca en el arte pictórico en Cuba».7
Existe otra opinión no tan favorecedora, que estima que Baldomera entra en la historia gracias a su hermano, el reconocido músico Laureano Fuentes, quien en su libro sobre las artes en Santiago de Cuba, dedica un fragmento a las artes plásticas con el propósito de mencionar a su hermana y propiciar su reconocimiento. Si por extremas ambas opiniones pudieran ser discutibles, no caben dudas acerca de la significación de la labor de esta mujer al fundar su propia escuela, establecida en forma independiente en 1854, cinco años antes que la primera academia oficial de pintura de esa ciudad, lo que significó lanzarse al espacio público de la competencia a los 47 años de edad en un terreno hasta ese momento exclusivamente masculino.
Ya había otras escuelas dirigidas por señoras, pero ésa es la primera especializada en la enseñanza del dibujo artístico. Podemos estimar éste como un dato curioso y excepcional, pero nos revela el empuje y las aspiraciones de un sector de la sociedad que se muestra inconforme con su impuesto alejamiento del arte y llega, como Baldomera, a tomar propias iniciativas. Cuando observamos la escasa obra que de esta artista ha llegado hasta nosotros, exclusivamente miniaturas, el análisis puede volver a constatar la perspectiva disminuida en que era juzgada y colocada por la mirada masculina dominante.
Tengamos en cuenta la escala diminuta de 9,5 x 9,5 cm, el espacio, el ámbito familiar de sus logros artísticos, en donde por cierto aparece su autorretrato firmado «por mí», que nos hace pensar más que todo en una necesidad de autoafirmación como mujer, persona y artista.
No obstante, en la dedicación prácticamente exclusiva a la miniatura, se ha observado como una reducción o limitación de la mujer pintora a este género,clasificable dentro de las artes menores, aunque hayan sido muy estimadas en Europa (recuérdense las Dulces Horas del duque de Berry o las que luego formaron parte del atuendo rococó y hasta del neoclásico), y practicado igualmente por artistas hombres, también en Cuba, tal como se percibe en los anuncios de prensa que hemos referido.
Pero si tenemos en cuenta las circunstancias en que se inscribe la mujer en el transcurso del siglo XIX cubano, y dentro de los afanes iluministas de una burguesía criolla en desarrollo, podemos concordar con Whitney Chadwick en que aquella práctica formaba parte del ideal de feminidad que expone y refleja un estatus burgués en ascenso, el cual implicaba una subestimación hacia la capacidad de la mujer para entenderse con retos o artes mayores:
«El ideal de feminidad producido por actividades como el bordado y el dibujo contribuyó directamente a la consolidación de una identidad burguesa en la cual las mujeres tenían el placer de cultivar logros artísticos (…). Las actividades artísticas de un creciente número de mujeres amateurs trabajando en medios como el bordado, el pastel y la acuarela, y ejecutando trabajos altamente detallistas, confirmaban los puntos de vista de iluminismo de que las mujeres tienen un intelecto diferente e inferior al de los hombres, que ellas carecen de la capacidad para el razonamiento abstracto y la creatividad, pero que están mejor dotadas para el trabajo de detalles».8
UNA INICIATIVA HISTÓRICA
Dentro de la enseñanza formal, específicamente iniciada por la Academia de San Alejandro, tendrían que pasar poco más de 60 años desde su fundación, en 1818, para que en sus registros de matrícula aparecieran consignadas las primeras alumnas. Esto ocurrió en el curso 1879-1880, cuando era su director el pintor Miguel Melero, el primer cubano en ocupar tan distinguido e influyente cargo.9
Se respiraba cierto aire de tregua que había traído el recién firmado Pacto del Zanjón, mediante el cual se ponía fin, por el momento, a las hostilidades entre las tropas del ejército español y los cubanos mambises que luchaban por la independencia.
Ese cierto clima de distensión permitió, aunque no sin discusión, que la Academia de San Alejandro contara, por primera vez, con un director cubano. Cumpliendo el Reglamento, se celebró un concurso de oposición, y Melero, con su Rapto de Dejanira (ejemplo de «pintura académica, sin época ni país», como la calificara el crítico de arte Guy Pérez), a pesar de la protesta de algunos peninsulares y hasta con la intervención del capitán general, logró finalmente obtener la plaza.
Su actuación como director en los siguientes 30 años hasta su muerte, ocurrida en 1907, demuestra que, al pretender el cargo, Melero traía consigo algunos propósitos que iban más allá de ser otro director o el primer cubano en serlo. Fue un profesor dedicado a su cátedra de colorido y un director con ideas nuevas que, a pesar de no ser de orden estético, constituyeron importantes pasos de avance en la enseñanza de las artes plásticas. Fueron tres sus iniciativas: la primera, establecer la clase con modelo vivo, pues hasta el momento el dibujo —con sus modelados y sus claroscuros— sólo se enseñaba copiando las estatuas de yeso traídas de la Real Academia de San Fernando de Madrid para estos fines, en su mayoría reproducciones de importantes obras de la Antigüedad grecolatina; la segunda iniciativa consistió en proceder a la instalación de alumbrado de gas para evitar que los alumnos acudieran a las clases con sus velas e estearina, pero que debió además propiciar una mejor iluminación para trabajar los ejercicios, entre otras posibles ventajas, y la tercera iniciativa fue permitir a las mujeres el ingreso a esta Academia, con lo que quedaría establecida la enseñanza oficial del
dibujo, la pintura y la escultura para ambos sexos.
Esta última fue la más trascendental de sus iniciativas. En esto concordamos todos los historiadores del arte cubano y otros analistas, como Sebastián Gelabert, discípulo primeramente y después amigo personal del pintor, quien opina que fue esa decisión «la que lo pone en plano superior como impulsor de nuestra cultura, la que señala época y que mejor muestra el espíritu progresista que poseía a este artista (...) revolución inusitada, que pareció entonces un verdadero atrevimiento».10
Revolución inusitada… verdadero atrevimiento… Gelabert nos explica a continuación sus argumentos: «¿Por qué? Pues porque esta enseñanza no estaba establecida en ninguna otra parte, se la consideraba pecaminosa. Melero en este sentido fue un precursor; él, adelantándose a su tiempo y ansioso de difundir el arte, abrió las puertas de la Escuela a las mujeres cuando ni aún en París, gran centro del arte mundial, se les había dado paso. Allí se consiguió, con dificultad, diez u once años más tarde (...)».
Que Gelabert haya tomado la referencia de París sirve para resaltar el mérito de Melero, a pesar de que sobre tal dato histórico caiga una sospecha si tenemos en cuenta que ya había transcurrido la experiencia del siglo XVIII, eminentemente femenino, y habían alcanzado notoriedad mujeres artistas, lo cual no es signo de formación a través de una institución formal o academia, como Louise Vigée-Lebrun (1755-1842), retratista y miembro de la Real Academia Francesa, que ganó fama entre la nobleza europea y llegó a realizar cerca de ochocientas telas; o como Angelika Kaufmann (1741-1807), pintora suiza radicada posteriormente en Londres, en donde fue discípula del muy destacado retratista inglés Joshua Reynolds y llegó a ser miembro fundador de la Royal Academy of Arts.
Podríamos citar también a la veneciana Rosalba Carriera (1675-1757), sobresaliente pintora al pastel que alcanzó gran éxito con sus retratos en varias ciudades europeas, al punto de que fundó un taller propio con suficientes ayudantes que le permitieran satisfacer sus numerosos encargos. Formó parte, además, del exquisito círculo de artistas entre los que se encontraba Watteau, y su éxito en París fue oficialmente reconocido en octubre de 1720 cuando fue admitida en la Real Academia. Cabe mencionar aquí que la Carriera se inició decorando cajitas de rapé y pintando retratos en miniatura sobre objetos de marfil, tal como hizo nuestra Baldomera Fuentes y muchas otras mujeres cubanas que trabajaban estos cuadritos «anónimos» dentro de sus hogares.
Pero Gelabert, sabedor quizás de este margen de duda, afirma conservar recortes de periódicos de aquel tiempo y de aquel acontecimiento parisino, «con el informe, el decreto, los comentarios y las protestas que el mismo produjo». Y relata que los hombres no querían a las mujeres en la Academia, ni siquiera en aulas separadas, así que «fue a la fuerza que se concedió ese derecho a las mujeres en Francia », lo que apunta para destacar la diferencia de que «entre nosotros no hubo protestas ni dificultades; sino al contrario: agrado y satisfacción».
No obstante, también en San Alejandro hubo su toma de medidas con respecto a la coincidencia de hombres y mujeres bajo un mismo techo académico, y tal como observa otro de los historiadores de San Alejandro: «A partir de ese momento las clases se dividieron en: “para señoritas” y “para caballeros”», y señala que en el periódico El Almendares del 7 de octubre de 1882 se informa sobre la creación de una «sala especial» en el propio plantel para acoger a un grupo de 30 señoritas.11  No puede escapar la observación de que ante otra de las iniciativas de Melero, la de utilizar modelos vivos, en las clases de las señoritas esto no funcionaba de la misma manera que para los caballeros; ni siquiera años después, cuando se hicieron los talleres colectivos, se permitía la presencia de las muchachas cuando de un modelo masculino se trataba.
Todavía habría que verificar la certeza de esta primicia cubana, que con tanta convicción establece Gelabert, con otras referencias más cercanas que París desde el punto de vista histórico y cultural, como lo fue la Academia de San Fernando, en Madrid, fundada por el rey Felipe V en 1744, la cual funcionó como rectora de la cubana San Alejandro. En su reseña histórica se refiere que «en 1816 fue Director un Infante de la Real Familia, ejerciendo una influencia muy poderosa. Muy pronto se crearon nuevos estudios y se extendió la enseñanza del dibujo y del adorno a las niñas y jóvenes bajo los auspicios de la Reina Doña Isabel de Braganza, merced de los Estatutos que su esposo, Felipe VII, aprobó por Real Cédula de 8 de mayo de 1819».12
Pero independientemente de que nuestra Academia haya sido o no la primera en admitir mujeres en su matrícula, sí podemos afirmar que no caben dudas de que figura entre las primeras, lo cual es de reconocer positivamente si consideramos que éramos entonces una colonia española, y, además, una pequeña isla sin grandes riquezas; pero más que esto es importante el hecho mismo de que haya sucedido, y, sobre todo, que fuera, como afirma Gelabert, motivo de «agrado y satisfacción».

 
 Original del registro de matrícula en el que aparece el nombre de Marta Valdés.

La pesquisa sobre las primeras mujeres admitidas en la Academia de San Alejandro nos lleva al registro de matrícula del curso 1879-1880, iniciado y firmado por el propio Melero, donde da indicaciones al secretario para proceder al llenado del libro. En la primera hoja aparece registrado, con el número 11, el nombre de Marta Valdés, natural de La Habana y residente en la misma ciudad. Ella es nuestra primera estudiante oficialmente admitida en nuestra primera academia.
Ahora bien, el por qué Miguel Melero tomó la iniciativa de admitir mujeres en la matrícula de la Academia, constituye una interesante pregunta. Podríamos conjeturar que estaba al tanto de esa suerte de ofensiva femenil que hemos apuntado antes, cuando «sin decretos ni otras formalidades oficiales, sino sólo por la voluntad de Melero, se matricularon algunas señoritas»; pero más razonable, profundo y estratégico que este clima, es lo que nos aporta otra vez Gelabert, el amigo del entusiasta director, cuando explica el lugar que éste le otorga a la mujer en su afán promocional de las Bellas Artes en Cuba, a partir del papel que le corresponde a la Academia que ahora él debe dirigir:
«Las madres que acompañaban a sus hijas, para no estar ociosas, se pusieron a dibujar también, y así Melero vio cumplido su propósito de que las mujeres se interesaran por el Arte, medio que él consideraba el mejor para la difusión del mismo, por entender que llevando el gusto y la inclinación de la mujer a su cultivo, el Arte se posesionaba del hogar, medio el más seguro para su propagación. Pensaba que las entonces jovencitas llegarían a ser madres que inculcarían a sus hijos sus aficiones y sentimientos; y de ahí nuestro progreso artístico».
La mujer, en su función educativa dentro del hogar, como madre y esposa, convertida en medio para la difusión, el aprecio y la práctica de las Bellas Artes, pero no precisamente concebida para que fuera ella artista, no para que tuviera la oportunidad de formarse para el ejercicio profesional del arte y que pudiera, codo con codo con sus colegas masculinos, exponer y triunfar en buena lid, sin condescendencias por su sexo.
Ahora bien, nos queda por abordar una cuestión acerca de la autoría de la feliz iniciativa: ¿fue Melero quien espontáneamente convocó a las mujeres a estudiar Bellas Artes en la Academia?
Es cierto que no hubo decretos, ni en el libro de matrícula, ni en el discurso de apertura del curso escolar que habitualmente pronunciaba el director se hacía referencia a una nueva disposición de admitir mujeres. Pero sí hubo un trámite oficial, sencillo y expedito, pero trámite al fin, que nos indica, como era de suponer, que la autonomía de Melero para tomar decisiones como director tenía sus límites. Sobre este asunto se ha expresado que, el 21 de julio de 1879, este último «informó a las autoridades su disposición favorable a permitir el ingreso como alumna, de la Srta. Marta Valdés».13  Y cuando nos dirigimos al libro de correspondencia (entradas y salidas desde octubre de 1863 a diciembre de 1902) que se archiva en la Academia, nos encontramos con las referencias siguientes:
«Julio 21: El Director informando al Gobernador General sobre la alumna Srta. Dña. Marta Valdés.
»Julio 29: El Gobernador General accediendo a la admisión de la Srta. Dña. Marta Valdés como alumna de esta Escuela».
Por una parte, Melero tuvo la obligación de informar su favorable disposición, lo cual no es una decisión, sobre todo porque para hacerse verdaderamente efectiva, tenía que recibir la aprobación de sus superiores, lo cual no era de extrañar, pues todo lo que concernía a la Academia, desde su plan docente hasta su orden interno, pasaba por la aprobación del capitán general o alguno de sus delegados. No olvidemos que ésta es una Academia oficial del gobierno colonial, constituida según sus fines e intereses. Esta relación de subordinación queda confirmada con la notificación de la respuesta del 29 de junio donde el gobernador general accede a la admisión de la alumna.
¿Habrá tenido que hacer Melero una notificación cada vez que se le presentara una mujer aspirante, como ocurrió ese mismo curso con María Luisa Cacho Negrete y con Elisa Visino Rolthal? No aparece registrado ningún otro trámite similar al de Marta Valdés, por lo que conjeturamos que ésta sentó suficiente precedencia para que en lo adelante se continuara con la admisión de mujeres a la Academia.
Por lo tanto, podemos convenir en que se trató de una iniciativa compartida entre Marta Valdés, que se presentó, y Melero, que se inclinó a favor de su admisión. El hecho, que fue noticia en el periódico El Almendares, propició que, tal como reconoce Gelabert, las señoritas matriculadas «pronto llegaron a alcanzar un número considerable». Similar observación se recoge en la referencia que hace el secretario sobre el discurso de apertura del curso escolar 1882-1883 pronunciado por Melero.14
Teniendo en cuenta esta afirmación, parece ser que rápidamente ha variado el valor o la función doméstica con que Gelabert interpretaba el gesto inicial del osado director, al contarse ya con la mujer para el engrandecimiento del arte del país. No parece casual que en el acto inaugural del referido curso, en la entrega de premios a los alumnos más destacados del curso anterior, entre tantos y tan acostumbrados nombres masculinos, se escuchara, por primera vez, el nombre de una mujer.
CUANTITATIVO Y CUALITATIVO

Hemos tomado una muestra de lo que sucedió en San Alejandro diez años después de aquella primera vez en que tres mujeres ingresaron en sus talleres, que abarca la matrícula registrada desde el curso 1890-91 hasta el fin del siglo XIX, es decir, hasta el curso 1899-1900. Como eran varias las asignaturas por las que optaban los estudiantes, según sus intereses, tomamos la matrícula de la asignatura Dibujo Elemental, puesto que ésta era conocimiento básico en todos los cursos, y con ella pudimos obtener el comportamiento porcentual de la presencia de la mujer como estudiante de artes plásticas respecto a la matrícula general durante ese decenio.
Podría parecer que el resultado: un 33,5% de presencia femenina, es un bajo porcentaje, pero si lo comparamos con la matrícula inicial de tres mujeres ocurrida apenas diez años antes, lo que en materia de procesos de enseñanza es un período sumamente corto, y que se está hablando de más de 1 000 alumnas, con un promedio de más de 100 matriculadas anualmente, podemos considerar que estas cifras denotan un nivel estimable de aspiraciones que había logrado romper las barreras sexistas y las limitaciones impuestas.
Otro aspecto importante a considerar es el de las mujeres graduadas, pues no basta con medir las aspiraciones en una etapa formativa como estudiante oficial de una Academia, sino también cómo éstas se concretan en una culminación de estudios y, luego, en un ejercicio profesional. Sin embargo, para esta segunda estadística de graduadas nos enfrentamos a un escollo insalvable, y es que según la organización de esta enseñanza en el siglo XIX, no existía una planificación que concibiera un diseño de asignaturas específicas a cursar para obtener créditos u otro tipo de certificación que, una vez cumplidos o acumulados, pudiera considerarse como culminación de estudios y otorgarse una calificación de graduado.
El gobernador de la Isla aprobaba el cuadro de asignaturas que debían enseñarse en esa escuela en cada curso, pudiendo variar las materias según los profesores disponibles u otras circunstancias ajenas a una planificación general del proceso de enseñanza-aprendizaje. Los estudiantes eran aceptados no por sus dotes artísticas, sino por cumplir los requisitos establecidos en el Reglamento vigente, los cuales continuaban prescribiendo la condición racial y clasista establecida desde su génesis, sin alterar tampoco lo relacionado con la admisión de las mujeres, aun cuando ya se había ésta iniciado en forma regular.
Por lo tanto no contamos con graduados registrados según el modo convencional que conocemos hasta que por un decreto presidencial, dictado ya en la República, se procede a oficializar con el estatus de graduados de la Academia a todos aquellos que hubieran cursado y aprobado las asignaturas y niveles estimados suficientes para otorgar tal categoría; y esto se realiza con efecto retroactivo, por lo que entre estas oficializaciones nos encontramos a los graduados del siglo XIX y, dentro de ellos, a nuestras primeras graduadas.
Analizando los registros, podemos observar que existió una diferencia notable entre el ingreso y el egreso de mujeres, aunque, como hemos dicho, el dato puede no ser totalmente fidedigno, pues se trata de registros realizados a posteriori, y posiblemente muchos de los estudiantes que podrían ser consignados como graduados, tanto mujeres como hombres, pudieron no haber realizado el trámite correspondiente por no mostrarse interesados en ello, o por haber emigrado del país. En el caso de las mujeres podrían pesar, además, otras razones: compromisos familiares, matrimonio, maternidad, o los consabidos prejuicios sexistas que afloraran a la hora del ejercicio profesional.
Quede aclarado con ello que no sólo no es posible medir los índices de retención y de egreso por falta de los datos necesarios y ciertos, sino que, aunque pudiéramos
contar con éstos, tampoco constituirían indicadores de calidad o de rendimiento académico. Prueba de ello es el expediente de una de las tres primeras mujeres matriculadas: la habanera Elisa Visino Rolthal.
Elisa fue sin dudas una estudiante sumamente destacada. Sus calificaciones así lo atestiguan, desde su primer curso, evaluado como «notablemente aprovechado», y durante todos los años en que se mantuvo vinculada a esta escuela. La vemos figurar en los actos de otorgamientos de premios junto a condiscípulos que luego han sido reconocidos artistas como Miguel Angel Melero y José Arburu Morell. En su segundo curso en la Academia, ella obtiene calificaciones de bueno y sobresaliente, y alcanza un premio; en el siguiente curso obtiene medalla de oro, y en el siguiente recibe la medalla de oro de primera clase, la más alta distinción académica establecida, y así hasta sus últimas calificaciones, registradas en el curso 1885-86, en que, tras aprobarlo con su correspondiente premio, solicita a la secretaría de la Academia una certificación de los estudios cursados, la cual fue expedida «habiendo terminado sus estudios hasta la conclusión del curso», el 9 de agosto de 1886.
Obviamente, esta solicitud manifiesta un interés por parte de la Visino de presentar credenciales para un posible ejercicio de la profesión, como artista o quizás como profesora de dibujo y pintura. Pero nada sabemos acerca de lo que ocurrió en lo adelante con Elisa. Probablemente haya emigrado, pero lo cierto es que aquella copia del certificado expedido por el secretario Antonio de Herrera y el director Miguel Melero, que encontramos en su expediente, es la última noticia que tenemos de la prometedora trayectoria de esta mujer que puede haber sido nuestra primera graduada, y nuestra primera pintora formada a través de una academia oficial.
 Pero no podemos dar fe de ello, por lo que el lugar le corresponde a la primera graduada registrada oficialmente: Adriana Billini Gantreau. Nacida en Santo Domingo, República Dominicana, el 11 de marzo de 1865, vino muy joven a residir en Cuba, adoptó la nacionalidad cubana y permaneció aquí hasta su muerte, ocurrida el 18 de enero de 1946 a la edad de 81 años. Aparece registrada con el número 229 de la hoja de matrícula correspondiente al curso elemental de 1881-1882, y por sus calificaciones se advierte que fue una estudiante distinguida, hasta que dio por concluida su preparación en el curso 1893-94, habiendo obtenido durante sus estudios
destacadas calificaciones y varios premios, según consta en la certificación de estudios que, a solicitud de la interesada, expidió el secretario de la Academia.
En este caso, sí podemos seguir el rastro, pues Adriana, además de pintora, se desarrolló en el ejercicio de la docencia, en el que llegó a ser una muy reconocida pedagoga. Tengamos en cuenta que en 1899 fundó su propia escuela, la Academia de dibujo y pintura El Salvador, para la que creó un método de enseñanza que obtuvo buenos resultados y reconocimiento, al punto de que fue extendido hacia otras enseñanzas como la de Escuela Normal de Verano para la formación de maestros, lo cual ocurre en 1905; poco después, en 1907, es nombrada Maestra de Dibujo Elemental en la Academia de San Alejandro, con lo que se convierte en la primera mujer que ingresa en ese prestigioso, hermético y varonil claustro. A su cargo quedó un grupo de señoritas; es decir, a la ya habitual separación por sexo de los estudiantes, se le añade ahora también la designación de una profesora para dar clases a mujeres y no a hombres.
Para la Billini el camino no resultó tan fácil; entrar al claustro de San Alejandro fue importante, pero sostenerse y ser respetada y reconocida, ya no sólo como artista o pedagoga, sino como mujer en el ejercicio de esta profesión, era otra batalla que todavía tenía que ganar. De ésta nos da cuenta, sobre todo, un documento encontrado en su expediente. Se trata de una carta que dirigió la maestra, el 17 de junio de 1910, apenas transcurridos tres años de su nombramiento, al secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, de la cual amerita extraer el siguiente fragmento que se explica por sí mismo:
«3ro.- Que con objeto de evitar dudas y dificultades, me interesa y entiendo que conviene también a todos, el que se determine de una manera expresa, cuál es mi situación legal en la susodicha Academia; pues mientras yo considero que mis deberes y por consiguiente mis facultades, son los mismos que los de los otros Maestros, parece que hay quien entiende que no formo parte oficialmente del cuerpo de profesores y que por mi condición de mujer o por otros motivos que no alcanzo a comprender, estoy sujeta a lo que pudiéramos llamar capitis-deminutio. - 4to. Que como acabo de manifestar, es mi opinión que tanto en obligaciones como en facultades, debo estar equiparada a los demás profesores, porque desde el momento en que como ello, tengo a mi cargo la enseñanza de un grupo de alumnos, no cabe sostener que mi situación haya de ser inferior a la de los otros Maestros».
Adriana llegó a ser Profesora Titular, miembro fundador del Club Cubano de Bellas Artes y vocal de su Junta Directiva. Abrió el muy importante camino a las mujeres en el claustro de San Alejandro, que pronto hizo gala de una «numerosa mayoría femenil que, en la enseñanza oficial al menos, domina nuestra pintura novicia».15
Podría considerarse que el magisterio se convirtió en un refugio donde ejercer sin los avatares del trabajo del artista sometido a tantas y tan complejas circunstancias y mecanismos artísticos y extra-artísticos, donde en ocasiones no basta el talento; pero este criterio puede funcionar para ambos sexos, y no podemos tampoco pensar que el magisterio es el lugar idóneo para la mujer por carecer del suficiente talento para imponerse y trascender como artista. La actuación de nuestras mujeres artistas demuestra lo contrario.
RENUNCIAR AL PATRÓN MASCULINO
Renunciar al patrón masculino que ha dominado durante casi todo el tiempo la crítica de arte, que a veces ve la obra de la mujer con ojos condescendientes o que, sencillamente, no la ve, se observa en el reclamo que hace Adelaida de Juan cuando dice que «es de justicia primordial refutar la mentira de que no ha habido grandes mujeres artistas (…) o que algunas hayan sido de segunda categoría».16  La autora nos remite a las escasas menciones que desde los tiempos de Boccacio o, de Vasari se hicieron sobre mujeres pintoras que ganaron celebridad, como la Sotonisba Anguisola o Berthe Morisot y Mary Cassat en el siglo XIX, y a los temas más favorecidos por las artistas, o más exactamente, los temas que socialmente les eran aceptados y permitidos, reveladores de la posición reservada a la mujer en la sociedad y, por consiguiente, en el arte.
Y aunque este reconocimiento sea tardío, como también afirma, nunca es tarde para un acto de reivindicación, sobre todo cuando además de nuestra observación desprejuiciada sobre el presente, en nuestras pesquisas sobre el pasado encontramos figuras que merecían, desde hace mucho y por razones esencialmente artísticas y no sexistas, colocarse en la galería de los legitimados, y, a veces, no sólo al lado de la obra de los artistas varones, sino por encima.
La búsqueda de nuestras mujeres artistas del siglo XIX que transitaron por San Alejandro, con un paso efímero o prolongado, graduadas o no (según los términos ya explicados), a partir de la crítica o la reseña, o la mención en los estudios de sus contemporáneos, nos ofrece un panorama similar al que caracteriza el hecho en general: escasas menciones, parquedad en los datos biográficos, unas pocas reproducciones, documentos incompletos. Y si de la obra se trata, aun cuando hayan logrado abandonar el subvalorado mundo de las miniaturas para enfrentar el reto del formato grande de una pintura al óleo, las vemos transitar por los temas ya sabidos del retrato, el paisaje, las escenas maternales, de interiores domésticos, y hasta de animales afectivos.
Todavía en la crítica posterior, a la hora de evaluar estos trabajos, y a pesar de que se le otorgue un reconocimiento, notamos cierta indulgencia, una actitud afectuosa o protectora y, generalmente, dentro del marco específico de las mujeres pintoras, y no de la pintura en general, como si se hubiera definido una categoría aparte para las mujeres dentro del arte, otro patrón estético para juzgar su obra.
Esto parece razonable, dado su ingreso tardío a este mundo y por los prejuicios que se ciernen sobre ellas, pero, en ocasiones, las valoraciones tienden a encasillarlas, como se deduce de este elogio a Elvira Martínez: «se anunciaba ya la amorosa intérprete del pensil tropical, la delicada pintora de flores y de frutas que hoy ocupa el eminente rango entre nuestras mujeres artistas».
O los comentarios evaluativos llegan a ser tan superfluos como las propias pinturas de gatos que, con gran aprecio del público parisino, hiciera Rita Matilde de la Pezuela: «Atrapó la altanera gracia felina, unido a un fino sentido de observación para captar el movimiento y el sentimiento que dan personalidad a sus modelos y que imparten a sus obras un delicioso encanto».
Pero contrastando con este carácter, tanto de la crítica como del arte que se juzga, nos encontramos la obra de una muchacha que, en los pocos años de su breve vida, llevó «contra la pared a nuestra crítica pictórica», según manifestó el artista e historiador Jorge Rigol, y diera al mundo el cuadro Los Pilluelos que, a juicio del gran literato José Lezama Lima, es «la única pintura genial del siglo XIX cubano». Llamémosle, tal como la calificó el propio Rigol: «el caso Juana Borrero».17
EL CASO JUANA BORRERO
 Más conocida como poeta que como pintora, Juana Borrero (1877-1896) fue y continúa siendo un caso excepcional de extraordinario y precoz talento para ambas manifestaciones artísticas, aunque según una voz tan autorizada como la de la poetisa Fina García Marruz, su obra pictórica fue «tanto o más importante que la poética», opinión que parece ya advertirse en la reseña que de ella hace el poeta decimonónico ubano Julián del Casal cuando alude a «su genio pictórico, a la vez que poético», observación en la que enfatiza Rigol.
Quizás el hecho de que una buena parte de sus pinturas y dibujos se dispersaran entre los hogares de familiares o de sus amistades de Cuba o de Nueva York, por donde Juana transitó en dos ocasiones, o que hayan sido destruidos por las autoridades españolas cuando con su padre, comprometido en la lucha por la independencia de Cuba, tuvo que emigrar a Cayo Hueso, haya contribuido a una menor difusión, consideración y estudio, a pesar de que lo conservado resulta suficiente para dar muestras de su talento. Pudiera también estimarse que tampoco deben haber sido muchos estos trabajos dada su muerte prematura a los 19 años de edad, aunque su precocidad la sitúa ya a los 12 años de edad realizando sus primeras y destacadas pinturas, u ornamentando artísticamente su correspondencia.
Juana fue estudiante de la Academia de San Alejandro, a la cual ingresó en el curso 1887-1888, tal como consta en el folio 178 del Libro de Actas correspondientes a los cursos del 1863-64 al 1891-92. La asignatura matriculada fue Dibujo Elemental, y obtuvo calificación de Bueno. No hubo otra matrícula; no fue una de nuestras retendidas «graduadas». Podríamos por ello decir que su obra fue hecha predominantemente a base de talento, lo cual es cierto en buena medida, pero no podemos establecer que fue autodidacta. Tuvo maestros que la enseñaron y guiaron, a pesar de que se intenta presentar lo contrario, sobre todo a partir de la repetida anécdota en la que Casal relata el primer encuentro de la niña con el excelente artista académico y profesor Armando Menocal, recién regresado de Europa en 1889, y a quien el padre de Juana le encomienda hacerse cargo de sus estudios en la materia.
Casal narra que cuando el maestro procede a explicarle a la niña, de apenas 12 años de edad, algunos que otros principios o leyes de la pintura, ella le pidió que no le explicara teorías: «pinte un poco en esa tela y así lo entenderé mejor». Cierto es que a esa edad los niños suelen aprender más imitando que asimilando teorías, las cuales, la mayoría de las veces, les resultan tediosas e incomprensibles; también podríamos considerar que en Juana se da esa premura de quien intuye que tiene poco tiempo en la vida para hacer su obra. Pero el colofón de la anécdota quizás sea lo más revelador de la precocidad de aquel talento, y es que al segundo día «la discípula sorprende al maestro con un boceto incomparable».
Hasta aquí el relato del poeta. Pero hay otros relatos alrededor de esta historia que añaden que Menocal, ante el boceto, respondió: «no tengo nada esencial que enseñarte». Nos puede parecer exagerada esta parte, sobre todo porque posterior a este encuentro, el artista continuó siendo el maestro de Juana, y según otros testimonios, bajo la dirección de Menocal ella además organizó su cultura, tuvo acceso a los clásicos españoles e italianos, y fue ampliando sus conocimientos formales.18
Continúa narrando Casal, que aquella primera muestra de su talento era «una cabeza de viejo, preparada en rojo, donde se encontraban trazos soberbios », la cual varios años más tarde fue exhibida públicamente, junto a otras obras de la artista, por lo que se pudiera pensar que Juana gozó, a pesar de que se trataba todavía de un trabajo de principiante, de un temprano reconocimiento. Pero no fue exactamente así, a juzgar por lo que el propio Casal comenta y de lo que se lamenta:
«Los periódicos no se han ocupado de sus producciones, más que en el folletín o en la sección de gacetillas, sitios destinados a decir lo que no compromete, lo que no tiene importancia, lo que dura un solo día, lo que sirve para llenar renglones».
Sin embargo, Fina García Marruz opina que por esta época Juana «ya ha sido saludada por la crítica de su tiempo. Su retrato aparece en El Fígaro, pincel en mano, ante un cuadro enorme, con su aire de mariposa pequeña de grandes alas oscuras». Y si esta mención no deja de ser importante, tratándose de una muchacha desconocida e inexperta en estas artes, tampoco podemos colegir que estaba ante su consagración.
La historia de la formación de Juana Borrero es una síntesis de lo que fue la historia de la itinerante y oscilante formación de la mujer como artista de la plástica en el siglo XIX cubano. Primero estuvo bajo la orientación de una maestra particular, Dolores Desvernine, vecina de Puentes Grandes, con la que calculamos que en 1882, es decir, a los cinco años, debió haber recibido «clases seguramente ingenuas», tal como lo recoge Fina a partir del relato que le hace Dulce María Borrero, hermana de la pintora. Después fue cuando Juana ingresa en la Academia de San Alejandro, donde fue alumna de los maestros Luis Mendoza y Antonio Herrera. Sólo quedó registrado un curso, el de 1887 al 1888. Al año siguiente fue su encuentro con Armando Menocal, por entonces profesor de San Alejandro, con el que da continuación a sus estudios por la misma vía no formal, aunque, en cierto modo, y por ser discípula de Menocal, era como una extensión de la Academia.
Fue este maestro quien le transmitió las reglas de la técnica, el empleo del claroscuro; la adiestró en el color, a apreciar su significación e importancia a través de las obras de arte, según nos refiere Loló de la Torriente, quien también figura entre sus «descubridores». Esta suerte de biógrafos de Juana apuntan otras influencias importantes, como fue la del pintor Valentín Sanz-Carta, uno de los iniciadores de la corriente romántica en nuestro país y que de manera particular trabajó la intensidad y los efectos de la luz en nuestro paisaje tropical, aun cuando no pueda calificarse de impresionista.
Y valga esta observación a propósito de una tendencia observada en las pinturas de paisaje de Juana, donde la luminosidad tiende a asumir o desempeñar un papel protagónico o expresivo por encima de lo representado, lo que ha conducido a considerar que la artista se anticipó, entre nosotros, al impresionismo.
Aunque no podemos olvidar el magistral dominio académico de la luz por Menocal, como quiera que el trabajo con este recurso fue una de las virtudes y aportes de Sanz-Carta a nuestra pintura, y la biografía de Juana recoge su contacto como discípula con este último pintor de «pincelada rápida y flotante y fiel anatomía del paisaje barnizado por la luz», al decir de su hermana Dulce María, podemos estimar que a partir de sus enseñanzas desarrolló aquella «cegadora luz» que encontró Casal en uno de sus paisajes, y se convirtiera en ese rasgo que en cierto modo la hizo peculiar y la diferenció respecto a la academia que dominaba nuestra plástica.
A esta tendencia contribuyó, sin dudas, su conocimiento posterior de réplicas, y al vez algunos originales, de artistas europeos, como el español Fortuny, del cual se dice que fue su pintor predilecto, cuando viajó a los Estados Unidos en 1891 y 1893. Nuevamente veremos a Juana dando continuidad a sus estudios en Washington, ahora durante seis meses, mediante clases no formales guiadas, hasta donde se sabe, por James W.A. McDonald, pintor y escultor impresionista.
Fue por aquellos años en que aprendía técnicas, más no necesariamente estilos, en que Casal, admirando su genuino talento, le dedica la hermosa pero igualmente justa crónica a propósito de la exhibición de sus trabajos en el Salón Pola, en 1893. Después de esto, no disponemos de otras noticias acerca de su formación como artista, aunque sí de su labor pictórica. A pesar de que es mucho lo perdido, tal como expresa Fina cuando tuvo acceso a varios trabajos desconocidos de la pintora proporcionados por Mercedes, una de sus hermanas, y que todavía se lamentaba porque no había visto uno sólo de sus paisajes, tenemos la posibilidad hoy día de admirar dos obras, diferentes pero igualmente tocadas por su fina sensibilidad y su honda perceptibilidad. Se trata del óleo Niñas, para el cual posó esta hermana, lleno de frescura y de belleza a lo Botticelli, uno de sus pintores predilectos, y la más trascendente de sus obras conocidas, Los pilluelos, también conocida por Los negritos, pintada en la playa de San Pablo, en Cayo Hueso, Estados Unidos, en 1896, el mismo año de su muerte.
Si sólo se hubiera conservado este cuadro de Juana Borrero, esta «instantánea de tres sonrisas indescifrables que eternamente nos interrogan desde su pícara, patética, rrasada pobreza»,19  bastaría para afirmarla como pintora y para derrumbar sin discusión el mito sobre el talento disminuido de la mujer dentro de las grandes artes.
En el libro a cargo de Esteban Valderrama, director de la Academia de San Alejandro en 1954, destinado a recoger la historia de la pintura y la escultura en Cuba, se registran algunos nombres de estudiantes mujeres que luego fueron profesoras de esa institución o que desarrollaron una destacada obra como artistas; lamentablemente a Juana Borrero no se la menciona, pero sí aparecen reseñadas Adriana Billini, por su notable contribución a la enseñanza y de la cual se reproducen algunas obras; la retratista María Ariza, aunque su formación tuvo lugar más bien en Europa; la acuarelista Luisa Fernández Morell; Concepción Ferrant, de gran temperamento y «considerada como la pintora más fuerte de nuestras mujeres», observación que parece identificar calidad con fortaleza, y Carmen Loredo López. La relación continúa, pero ya adentrándose de lleno en el siglo XX. Podíamos agregar algunos nombres más siguiendo otras pistas, como el de Elvira Martínez y Concepción Mercier, pintoras de paisajes, o Isabel Chappotín, nuestra primera escultora.
A pesar de que esta relación es sumamente pequeña, podemos congratularnos por el hecho de que la presencia de la mujer en este predio académico, por aquellos tiempos legitimador por excelencia, denota que ya resultaba demasiado evidente la importancia que había alcanzado la mujer en la labor artística y pedagógica, lo que obligaba a un merecido reconocimiento, aunque todavía, verdaderamente, no se pueda cantar victoria.
Su efecto multiplicador se constata en las estables y crecientes matrículas de alumnas en esta y otras academias del país que fueron surgiendo durante el siglo XX, al crecer las expectativas profesionales en la misma medida en que se rompían las barreras sexistas, y mujeres pintoras y escultoras pasaban a ser paradigmas artísticos que reclamaban el derecho y la posibilidad de una continuidad.

Notas
  1.- En el Acta de la Junta Ordinaria de la Sociedad Económica de Amigos del País del 17 de noviembre de 1817, en la que se refiere a la próxima fundación de la escuela gratuita de dibujo y pintura, la cual tendrá lugar el 12 de enero de 1818 en un local del Convento de San Agustín, en La Habana, se dice: «Consideró la Junta que luego que se allanen estos embarazos está en la necesidad de formar un Reglamento para esta escuela, en el cual se prescriba su régimen interior, y se precaven todos los inconvenientes que pudieran arribar de la libre admisión de los alumnos, los cuales deberán ser siempre blancos, de padres conocidos, de buena educación y costumbres. Con este motivo ponderó el amigo Duarte el atraso a que están sometidas en nuestro país las artes y oficios, atribuyéndolo al abuso con que se ven casi exclusivamente en manos de personas de color y por consiguiente abandonados por los blancos, que se desdeñan de entrar en convivencia con ellos. Recordó una real Cédula en que se prohíbe a los negros y mulatos el ejercicio de las artes y oficios, indicó algunas medidas que debían adoptarse para establecer cierta separación entre los blancos y los negros o mulatos que los ejercen con cuyos medios indirectos se lograría abatir y sujetar en sus límites a una clase, que se la ve aspirando a nivelarse con la nuestra, con tan grave riesgo a la tranquilidad del país. Y habiéndose explicado, con bastante fervor en la materia, creyó la Junta que no eran de desechar estas ideas, y recomendó al referido amigo Duarte, la redacción de una memoria con la cual proponga los medios más convenientes, y adaptables de estimular a los blancos a ejercitarse en las artes y oficios, persuadiéndolos que no por esto, han de ser confundidos con los de color; antes bien conseguirán tener sobre ellos una superioridad más efectiva».

  2.- Imagen muy expresiva utilizada por el distinguido crítico de arte cubano Guy Pérez Cisneros, aparecida en Características de la evolución de la Pintura en Cuba, tesis presentada a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de la Habana, Dirección General de Cultura, Ministerio de Educación, 1952, p. 45.

  3.- Este momento podría fijarse a partir de la dirección del francés Guillermo Colson, por cuanto en este período se dictó en 1848 un segundo Reglamento que orientó la enseñanza hacia procedimientos más técnicos y rigurosos. En 1843 viajan a Europa los dos primeros estudiantes de San Alejandro pensionados para cursar estudios, uno de ellos el destacado pintor J. J. Peoli, y se inicia la pinacoteca de la Academia, con os mejores trabajos de los alumnos y con dos colecciones de pintura europea.

  4.- Jorge Mañach, en su conferencia La pintura en Cuba. Biblioteca del Club Cubano de Bellas Artes, La Habana, 1925, p.16.

  5.- Citado por Guy Pérez, op. cit., p. 45.
  6.- Citado por Jorge Rigol en su libro Apuntes sobre la pintura y el grabado en Cuba. Letras Cubanas, La Habana, 1982, p. 149.

  7.- José Veigas: «Arte en Santiago de Cuba, siglo XIX», en Revolución y Cultura, no. 45, La Habana, 1975. Citado por Jorge Rigol, op. cit., p. 224.

  8.- Citado por Etna Sanz Pérez en «Limen hacia el estudio de la representación de la mujer en la pintura santiaguera», tesis presentada en opción al título de Master en Historia del Arte, Universidad de La Habana, 1999.

  9.- Hasta el nombramiento de Melero, los directores de San Alejandro fueron en su mayoría franceses, aunque también ocuparon ese cargo el italiano Hércules Morelli, el español Augusto Ferrán y el salvadoreño Francisco Cisneros.

  10.- Sebastián Gelabert y Ferrer, en su discurso Una familia de artistas: los Melero, leído el 9 de abril de 1832 en homenaje póstumo que rindiera el Círculo de Bellas Artes de La Habana a Aurelio Melero, La Habana, 1932.

  11.- Juan Sánchez: La otra historia de San Alejandro. Ediciones Extramuros, La Habana, 2004, p. 38.

  12.- Reseña histórica de San Fernando en Madrid, disponible en http://www.rabasf. insde.es

  13.- Juan Sánchez: Op. cit., p. 38.

  14.- «El Señor Director leyó un razonado discurso en el que expuso a grandes rasgos la historia de las Bellas Artes en todos los países, bajo el punto de vista de la utilidad de su estudio y la influencia que ejercen éstas en la cultura y la civilización de los pueblos, y expresando la satisfacción con que se ve el gusto por el estudio de las mismas entre las señoritas que en crecido número concurre a este plantel a adquirir los conocimientos necesarios para el engrandecimiento del arte en este país». Sesión 47 del 1ro. de octubre de 1882, folio 116 de Actas de 1863-1892, Archivo Histórico de San Alejandro.

  15.- Jorge Mañach: Op. cit.. p. 38.

  16.- Adelaida de Juan: Del silencio al grito, mujeres en las artes plásticas. Letras Cubanas, La Habana, 2002, p. 13.

  17.- Jorge Rigol: Op. cit. p. 261. De este texto, se toman las siguientes citas de Julián del Casal y de Fina García Marruz.

  18.- Loló de la Torriente: Imagen de dos tiempos. Letras Cubanas, La Habana, 1982, p. 65.

  19.- Cintio Vitier, citado por Jorge Rigol, op. cit. p. 270.

 
Hortensia Peramo Cabrera 
La autora es Master en Historia del Arte y es profesora del Instituto Superior de Arte
(ISA) de Cuba.