Sobreilustrando las páginas de antiguos libros científicos, así como con sus pinturas e instalaciones, este joven artista ha creado un mundo inefable donde todo es posible: desde la obtención del homúnculo hasta el diseño del perpetuum mobile.
Sentimientos, sensaciones, conciencia, espíritu, alma... son temas recurrentes en la obra de Carlos Guzmán, aún en su faceta más fantástica, como cuando crea esos silenciosos seres alados que le preguntan al capitán Nemo: «y tú, ¿de dónde vienes?».

 Ni surrealista ni expresionista ni neohistoricista ni posmedieval, el arte de Carlos Guzmán pareciera responder a una seria problemática ontológica: aquella de imaginarse el funcionamiento de la mente humana a un nivel mucho más profundo que los sentimientos conscientes.
Al menos eso yo advertía en «Ánima» (2000) y, especialmente, en «Sobre nuestras cabezas bandadas de pájaros migratorios» (2002), series en las que ese artista graduado de San Alejandro se valía de antiguos manuales de botánica y de zoología para sugerir la búsqueda de algo complejo y primigenio: ¿acaso el sustrato emocional de todo ser viviente?
Aprovechando los recursos gráficos de la ilustración científica –el uso de los cortes para mostrar detalles o funciones internas–, Guzmán reciclaba esquemas, croquis... que complementaba con figuraciones suyas del Homo sapiens, hechas a plumilla e iluminadas con colores que recordaban los manuscritos miniados.
Peces, flores, insectos, pájaros, pegasos…, entre otros entes de su creación, fluían del cerebro humano como si éste fuera una especie de máquina generadora de imágenes que, aparentemente inconexas, engranan –no obstante– unas con otras hasta el infinito.
Como resultado, aquellas amarillentas páginas de libros de texto positivistas –mezcladas y/o yuxtapuestas a manera de collages– se convertían en las extrañas ilustraciones de una suerte de Tratado de Antropología fantástica, aún por escribir, cuyos capítulos podrían recrear desprejuicidamente la existencia del homúnculo o el triunfo de la frenología como teoría funcional.(1)
Fue por la primera de esas dos series arriba mencionadas que conocí a Carlos Guzmán y, desde entonces, he seguido su desempeño desde este observatorio de las artes plásticas contemporáneas cubanas que es la revista Opus Habana.(2)
En cuanto a sus obras anteriores, pude conocerlas gracias a una multimedia sobre el artista, también en sí una pieza de arte, que arroja claves sobre su quehacer hasta 2002, incluidos sus gustos musicales, además de recoger las principales reseñas críticas a sus exposiciones.
Así, en un artículo más que ilustrador,(3) Elvia Diéguez calificaba a Guzmán de ermitaño, orate y mago, epítetos que le permitían situarlo con respecto a sus herencias asimiladas (Antonia Eiriz y Ángel Acosta León) y definir su estilo como «expresionista» –desde lo formal al contenido, y viceversa–, relacionándolo  con dos fuertes experiencias del joven creador: su trabajo en el Hospital Psiquiátrico de La Habana y su viaje a través del desierto mexicano.
Con respecto a esa última vivencia, otro texto –del también pintor Alejandro Campos– me resultaría esclarecedor para mi presunción de que toda obra de Guzmán es siempre un viaje iniciático en búsqueda de la sensación de ser, de las emociones y sentimientos que hacen posible que existamos, incluido el «subterráneo bajo la mente consciente», al decir del neurólogo y filósofo portugués Antonio R. Damasio.(4)
«Según me comentara él mismo días atrás –escribe Campos refiriéndose a Guzmán–, en el desierto el ego se diluye en ese fluir de energías y espiritualidad vedado al pensamiento positivista en el que nos hemos formado. Como consecuencia de ello y a falta de otro medio mejor, las imágenes situadas más allá de la vigilia, es decir de la ensoñación y el desatino, son quienes mejor pudieron ayudarle al concretar la representación de ese no-estar-en-sí, propio de la ruptura momentánea con su historia personal».(5)
No he conversado con Guzmán sobre ésta u otra experiencia suya; apenas hemos cruzado palabras de rigor en las inauguraciones de sus muestras, por lo general repletas de un público heterogéneo que les confiere un tono de fiesta y espectáculo: entre sonido de ballenas,(6) pasan vasitos de ron con tropicola, mientras uno se debate entre mirar sus enormes lienzos con destellos áureos o atisbarle el trasero a tantas bellas muchachas vestidas en una onda new age...
Nunca olvidaré a Trini Alert con sus camarógrafos a cuestas, reportando para la TV, subida en uno de los artefactos davincianos de la exposición «Abracadabra», ¿o era «La invasión de los hombres máquina»?(7)
Cualquiera que hubiera sido, lo cierto es que, pasado el festejo, días después yo aprovechaba para internarme en el Salón Blanco del Convento de San Francisco de Asís y, en la más estricta soledad, contemplar las obras de Guzmán.
Tal vez fuera el influjo de los monjes franciscanos, otrora habitantes de ese recinto, pero lo cierto es que mi fruición estética se trastocaba en reflexiones contradictorias sobre los lienzos expuestos: ¿Hasta qué punto era una argucia el uso llamativo de los oros y otros colores calientes?; ¿por qué esa iconografía me parecía, por instantes, dotada de un aura sacra que, inmediatamente, se desvanecía en algo más impreciso... en algo, digamos, sublime?
¿Sublime? He ahí quizás la palabra: «belleza que provoca una emoción noble». Esos cuadros de Guzmán trasmitían cierto afán de nobleza, de purificación espiritual, expresada a través de una pléyade de misteriosos seres dedicados a no sé qué rituales: transfusiones, infiltraciones.... o algo así como si destilaran sus almas en alambiques de una tecnología desconocida al estilo de la máquina del tiempo.
Seres con ojos de libélula, sombreros de alas de murciélago y cosmética de polvo de mariposas... seres alados, en fin, que sólo sabían susurrar: «¿De dónde vienes?».
El Salón Blanco del Convento de San Francisco es muy amplio, de ahí que cupieran también los ya mencionados artefactos, que, más que una apropiación de los proyectos de Leonardo Da Vinci, parecían armatostes inútiles cuya intención autopoética yo no alcanzaba a percibir.
De un momento a otro, Guzmán había sacado a la luz esas instalaciones, y a mí lo único que se me ocurría era que buscaba representar los intentos descabellados de un esquizofrénico para violar la Segunda Ley de la Termodinámica, una triste serie de perpetua mobilia... Si al menos movieran sus hélices gracias a un muelle trucado...(8) Otra cosa eran sus cuadros: «¿De dónde vienes?, ¿de dónde vienes?...», alzaban sus voces aquellas criaturas de ensueño, flotando en el acrílico como deidades de Botticelli que nos conminaran a entrar en lo profundo del lienzo y sumarnos a sus ceremonias... Pero una aprehensión indescriptible me impedía embelasarme al escrutarlas.
Ahora ya puedo explicar por qué: sin saberlo, fuera real o imaginaria, yo había intuido una situación de peligro. Algún estímulo había activado la señal de aviso: ¿fue aquel chasquido como si la puerta del Salón Blanco me hubiera acerrojado con un dispositivo automático, o la impresión repentina de que uno de esos seres etéreos levitaba a mis espaldas emitiendo zumbidos?...
«Cuidado... cuidado...», empezó a alertarme suavemente mi virtud de preservación: «Sí, es cierto, mucho aleteo, pero fíjate bien: también hay miraditas escurridizas, caras taimadas, movimientos sinuosos, manos atadas... ¡gestos de dolor!»
La presión debió disparárseme por lo menos hasta 150/100 y una corriente de cierto amperaje me erizó la nuca al encenderse la mala idea, la imagen espúrea: «¿No será que esos seres liban la psyche de los espectadores, pero no sólo su mente, sino también el aliento y la sangre, de acuerdo con el triple significado que daban a esa palabra los antiguos sabios griegos?»
Así mismo: se me congeló la sangre, perdí el aliento y aunque debí gritar, no logré oírme porque estaba atrapado en una «Zona de silencio»... En ese momento, hijos míos, después de quedar paralizado por el miedo, si no puedes correr, sucede que te desmayas, o te orinas, o te defecas, o rompes a llorar... Salvo que derroches coraje.
Pero entonces sucedió lo verdaderamente sublime: por arte de magia-ficción, las hélices de aquellas máquinas inmensas comenzaron a girar a diez, cien, mil, un sinfín de revoluciones por segundo, chisporreteando cada vez más mariposas blancas, rojas, verdes, azules, amarillas... que salían despedidas contra los cuadros y se metían dentro de mi ropa, provocándome un inevitable cosquilleo... Y todavía resulta que, hasta el otro día, llegaban revoloteando algunas para la portada de este número de Opus Habana.
Exhalé un suspiro de alivio, mientras reía con ganas al comprenderlo todo: ¡Son juguetes!... Esos armatostes inútiles son juguetes gigantes... de ese niño que todavía quiere ser... que es... Carlos Guzmán.




(1) Tópico de la alquimia, el homúnculo ha sido extrapolado al campo de la neuropsicología para explicar la sensación del ser. En su libro La sensación de lo que ocurre (Editorial Debate, Barcelona, 2001, p. 196), Antonio R. Damasio critica esa tendencia con estas palabras: «esa personilla que todo lo sabía nos proporcionaba el conocimiento pero luego se enfrentaba a la dificultad de quién le proporcionaba el suyo. ¿Quién le daba su conocimiento? Pues bien, claro, otra personilla. A su vez la segunda personilla necesitaría una tercera personilla en su interior que sería su conocedor. La cadena sería inacabable y este posponer la dificultad, una argucia conocida como regresión infinita, descartaba efectivamente la solución del homúnculo». Por otra parte, una piadosa revalorización de Franz Joseph Gall y ese «extraño movimiento del siglo XIX llamado frenología» es la que hace el también neurólogo Joseph Le Doux en El cerebro emocional (Editorial Planeta S. A, Barcelona, p. 82) cuando dice: «Lo irónico fue que la teoría de Gall sobre la localización de las funciones al final venció, aunque no tal como él la había propuesto. Posteriormente se descubrió que las diferentes facultades o funciones se encuentran en zonas distintas del cerebro, afirmación que actualmente es un hecho aceptado».
(2) En Opus Habana (Vol. 4, No. 2, 2000, «Breviario», p. 2) se publicó por primera vez algo sobre Guzmán: una reseña de la muestra «El ángel del hogar», exhibida en la Sala Transitoria del Museo de la Ciudad.
(3) Publicado en la revista Artecubano (No. 2, 2001).
(4) Damasio ha escrito antes El error de Descartes (Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996). En 2002 dio a la luz Looking for Spinoza, pero no he tenido noticias de su traducción castellana.
(5) Por su calidad, este artículo de Campos se reproduce a continuación.
(6) En la exposición «Nemo y la ballena rosada», celebrada en la Galería La Acacia, Proyecto Génesis, 2001.
(7) Trini Alert: «La invasión de los hombres máquinas», en Opus Habana, Vol. 6, No. 3, 2002, en «Breviario», p.12.
(8) Tengo que agradecerle a mi buen amigo monseñor Carlos Manuel de Céspedes el haber podido pluralizar en latín y que, al comentarle cuán semejante resulta en idioma ruso, me respondiera cariñosamente con esta broma: «Ah, sí, el ruso es el perpetuum mobile de las declinaciones». Precisamente, gracias a un autor soviético, Yakov Isidorovich Perelman (1882-42), y a su aún no superado libro para niños Física Recreativa (Editorial Mir, Moscú, 1969), conocí de los fraudes con muellecitos de reloj para simular esa máquina que sólo podría moverse eternamente «por la gracia de Dios».

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