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 Sus artefactos y máquinas parecen salidos de los proyectos de Da Vinci, pero en cada entrevista Guzmán reconoce que, al hacerlos, piensa «en los hermanos Lumière y en Melier con su viaje a la Luna».
Para Carlos Guzmán pintar es un acto de fuerza mayor, un torbellino indetenible que se vuelca sobre la tela, el papel o la cartulina, y se trastoca en acabados dibujos y pinturas... y hasta en artefactos tridimensionales.

 Mi encuentro con la obra de Guzmán ocurrió una tranquila tarde del año 2001. Hice un poco de tiempo para llegarme a la galería La Acacia –fuera de todos los elogios, lobbys y formalidades de un acto de inauguración–, donde se exponía, en una de sus salas, la muestra «Nemo y la Ballena Rosa». Allí, bajo la estela de luz de las linternas, en la oscura y silenciosa profundidad de sus cuadros, me fue develado, tras un universo de objetos y personajes inspirados –algunos– en Verne, el eterno soñador que habita en Carlos Guzmán (La Habana, 1970).
Pero a él lo conocí meses después en la apertura de su muestra «Abracadabra» (2002). Del constreñido espacio de La Acacia saltó a la grandilocuencia del Salón Blanco del Convento de San Francisco de Asís; y con igual destreza supo manejarse entre las grandes dimensiones que le exigía esta última sala y los medianos formatos exhibidos en el primer recinto. Entre las inmensas y sobrecogedoras telas, los ingeniosos armatostes y la gente, estaba Carlos, sumido en una mezcla de euforia y timidez que me dejaron una agradable impresión. De ahí en lo adelante no le perdí ni pie ni pisada al artista.
Desde muy temprano comenzó su flirteo con el arte, una pasión a la que se entrega a diario. «Para mí, pintar siempre ha sido una necesidad, no recuerdo ningún momento en que haya dejado de hacerlo».
No es difícil sorprenderlo bolígrafo en mano, más perdido entre los vertiginosos trazos y caprichosas formas que entre los giros de un diálogo cualquiera. Y no es desdén. Es que para Guzmán pintar es un acto de fuerza mayor, un torbellino indetenible que se vuelca sobre la tela, el papel o la cartulina, y se trastoca en acabados dibujos y pinturas.
«No tengo preferencias en relación con estas dos manifestaciones. He tratado de llevarlas a la par, experimento en cuanto a técnica e incluso he incorporado elementos o soluciones plásticas de la pintura al dibujo, y viceversa. Ambas me sirven como escenario para expresar las vivencias o el comportamiento de la sociedad o el mío propio. El dibujo me gusta por la rapidez y seguridad con que se debe trabajar y pensar. En la pintura sin embargo me atrapa el misterio que supone experimentar con técnicas de otras expresiones como el grabado y hasta el propio dibujo, además de la utilización de texturas».
Temas como la incomunicación y la soledad se tornan recurrentes en su obra y están presentes desde que en 1989, recién graduado de la Academia de San Alejandro, inicia un trabajo en el Hospital Psiquiátrico de La Habana. Allí toma de las vivencias de los enfermos mentales, y refleja en sus siguientes piezas el aislamiento y la desesperación de quien queda atrapado en una realidad incomprensible para el resto, desvalido y desarmado. Esta intensa y desgarradora experiencia marca buena parte de su ulterior quehacer. Allí reconoce la necesidad y la importancia de conocerse a sí mismo. «Creo  que si aprendiéramos a conocernos sin ir tan aprisa, si recordáramos nuestra verdadera naturaleza e instintos, seríamos mejores».
Precisamente en esta voluntad radica el punto de partida de su viaje a México y su encuentro con la mística cultura de chamanes y hechiceros. «El desierto mexicano me llevó a reconocerme, adaptarme al medio más hostil, a sobrevivir, a encontrar un camino hacia lo astral, para alcanzar un crecimiento espiritual. De las sensaciones sólo te puedo decir que fueron inexplicables. Hay que vivirlo. Hay una ruptura en relación con mi manera de pintar a partir de esa experiencia, un cambio formal, y pienso, una mayor fuerza conceptual».
Sus piezas son reflejo de su fascinación por el ser humano, por ese aliento indagador, de constante descubrimiento, una fuerza capaz de afrontar los mayores desafíos, un espíritu ancestral empeñado en explorar, encontrar respuestas y trascender. «Del ser humano lo que más me atrae es su inconformidad».
Pero también el tiempo es tema que lo acecha. En su particular modo de decir, la dimensión temporal pierde sus límites y la escena se descontextualiza, cruzándose con unas y otras referencias a momentos dispares de la historia de arte donde escudriña permanente inspiración. «Muchas veces me siento muy cercano a Brueguel, pero al mismo tiempo puedo estar pensando en Marcel Duchamp. Hay quien dice que mi trabajo tiene que ver con el Renacimiento, que los artefactos o máquinas parecen salidos de los proyectos de Da Vinci. Pero lo cierto es que en esos momentos pienso en los hermanos Lumière y en Melier con su viaje a la Luna».
De igual modo se reconoce deudor de artistas imprescindibles en el devenir de la plástica cubana. «De pequeño me fascinó la pintura de Acosta León, sus juguetes gigantescos llenos de muelles, cuerdas, resortes y ruedas dentadas. También la fuerza de Antonia Eiriz y el misterio o dolor en Fidelio Ponce».
Su vocación de investigador, inventor y constructor de artefactos ha propiciado ciertos giros en la concepción de las máquinas de su obra. Si antes constituían indumentarias de diferente carácter utilizadas por los hombres, más tarde significaron parte indisoluble de nuestros cuerpos y continuidad de nuestras piernas, brazos, y a veces, de sus cabezas, como extensión de aquellos saberes heredados desde los primeros tiempos de la civilización. Pero los armatostes de Guzmán se han salido de cartulinas y telas para cobrar vida en la tridimensionalidad del espacio donde no es difícil hallar desde una nave para volar, un artefacto para soñar, o una máquina del tiempo. «Me encantaría hacer grandes aparatos móviles», confiesa el artista.
Alos 34 años, vive agradecido de su experiencia en el desierto, de su hija y de la pintura.
En el amplio mosaico del arte contemporáneo cubano, donde conviven generaciones diversas y tendencias y líneas conceptuales dispares, se inserta la obra de Carlos Guzmán, una obra vasta y dialogante, que no escapa de las exigencias del mercado internacional, pero que se alza con voz muy propia, una obra que ahonda en el mundo interior de cada uno de nosotros.
«Son amplios los derroteros del arte cubano contemporáneo y creo que la obra de autor es uno de los caminos mas válidos para insertarse dentro de este movimiento (...). Aunque uno siempre pueda estar pendiente a las exigencias de los diferentes mercados, he tratado de ser consecuente con mi obra, respetarla y respetarme».