En la obra de William Hernández Silva (Perico, Matanzas,1971), «la concupiscencia de manifestaciones, géneros, temáticas, estilos, provoca la interacción de códigos disímiles y hasta la tirantez entre figuras y fondos que pugnan por robarse protagonismo y que sólo puede ser salvada por un excelente dominio de la técnica».
«A lo mejor lo que hago ahora parece lo suficientemente medievalesco como para estar en sintonía con ese concepto; sin embargo, quiero conservar la libertad de poder ir hacia otros estilos».

(...) y desde ese otro tiempo donde todo accede a la condición de figura, donde todo vale como signo y no como tema descripción, intentan una obra que pueda parecer ajena o antagónica a su tiempo o su historia circundan¬tes, y que sin embargo los incluye, los explica, y en último término los orienta hacia una trascendencia en cuyo término está esperando el hombre.

Julio Cortázar


Pintor es el sustantivo que prefiere para definirse; sin embargo, el crítico Rafael Acosta de Arriba escribió de él: «excelente dibujante, a mi juicio su don mayor…», y un premio internacional de grabado, La Joven Estampa, lo llevo directamente al vórtice de la plástica cubana contemporánea.
 William Hernández Silva (Perico, Matanzas,1971) toma un trozo de madera, lo más sencillo, lo que puede estar al alcance de la mano –la paleta de un pupitre, por ejemplo– y la convierte en un taco para xilografía, la imprime, crea un collage con ella, lo ilumina y luego lo instala.
Sobre el fondo casi expresionista de unos tubos de óleo a medio usar, velado por la neblina de las palabras, la conversación pinta su propio retrato: «Lo que yo quería hacer al graduarme de la ENA sigue siendo una necesidad para mí. Cada mañana estoy ansioso por subir al taller: a pintar, a crear, a inventarme cosas.
»Por supuesto, en mucho he cambiado: antes, no más tenía el lienzo delante y ya sabía cómo iba a ser la obra terminada; sin embargo, hoy me siento más libre en ese sentido porque no se qué es lo que va a suceder con la tela. Comienzo recreando un fondo abstracto con la absoluta libertad de parar en el momento en que lo siento listo para recibir las figuras; luego lo lleno de los personajes que me van naciendo».
Desde su primera exposición en La Habana, «Crónicas de un fin de siglo» (1998), asistimos a la consolidación de una estética que recurre cada vez más a la cita y la apropiación como recursos expresivos, e incluso podría hablarse de representaciones que le «visitan» frecuentemente, como San Jorge y el Dragón, o Judith y Holofernes.
«Soy un amante de toda las épocas pasadas: el Medioevo, el Renacimiento... y de las imágenes que de ellas nos llegan: el caballero, la gentil dama, e incluso creo que a veces me cuesta trabajo ponerme el traje de nuestro tiempo presente».  Sin embargo, William se rehúsa a dejarse encerrar tras la denominación de pintor posmedieval: «A lo mejor lo que hago ahora parece lo suficientemente medievalesco como para estar en sintonía con ese concepto; sin embargo, quiero conservar la libertad de poder ir hacia otros estilos».
«Paseos exóticos» y «Vuelo mágico», por ejemplo, son series pictóricas que atraviesan todos los tiempos y etapas de la historia del arte: «Tomar de los clásicos es mi manera de reinterpretar el hoy. Traigo a esos personajes al imaginario cubano para volar en una yagua, cabalgar en un caballo-plátano, posarlos entre las palmas o sobre un mango».
Para Mi isla guajira, Plato criollo, La leche de la plaza, Orgullo platanero, Reina azúcar, lienzos en los que no es raro encontrar a la Virgen María con sombrero de yarey, donde fácilmente se dan cita Seboruco y la Maja desnuda.
«La nostalgia por el pasado, los días de la infancia: el entorno del campo, los abuelos y sus historias, la casa donde nació mi madre: son las cosas que quiero revivir y la manera que encuentro es pintarlos».
Tal concupiscencia de manifestaciones, géneros, temáticas, estilos, provoca la interacción de códigos disímiles y hasta la tirantez entre figuras y fondos que pugnan por robarse protagonismo y que sólo puede ser salvada por un excelente dominio de la técnica.
«Lo más difícil es pintar, pues –según mi punto de vista– es el más completo de los aprendizajes. Si uno es capaz de interpretar las formas plásticas a través de la pintura, de manejar el color e incluso de hacer una obra abstracta, ya puede aventurarse con la cerámica o el grabado».
William desafía todos los clichés acerca del hedonismo, para enfocar la belleza en su arista experiencial, personal, emotiva, la belleza sentida y vivida en singular…
«No es que persiga la belleza como un fin en sí misma, ella va surgiendo sola, aflora a través de cada cosa que quiero pintar. Toda obra plástica me parece hermosa cuando nace de las experiencias y motivaciones de su autor. Quisiera tener un palacio enorme para colocar cada una de mis obras instalativas. Tal vez alguien pueda pensar que no son tan buenas, pero para mí tienen un encanto excepcional porque viví el proceso de creación de cada una de ellas».

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