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 «Los caracoles de tu patria se parecen a tu poesía, en la forma y en el color oscuro», dijo a Pablo Neruda el malacólogo cubano Carlos de la Torre. Sin proponérselo, había incitado a que el gran poeta chileno fomentara una de su más famosas colecciones.
Carlos de la Torre y Pablo Neruda tenían en común un profundo amor por la Naturaleza, sobre todo por la de nuestra América, el científico solía mitigar con poemas el rigor de sus investigaciones, mientras que al poeta chileno lo caracterizaba un fervoroso deseo por estudiar y coleccionar caracoles.

Siempre he querido pensar que esa imagen de la mano añosa y abierta, luciendo en su palma tres joyas de la malacofauna cubana —la misma que José Álvarez Conde incluyó en la iconografía acompañante de su biografía sobre el científico Carlos de la Torre y Huerta—, luego recreada por la policromía en una emisión postal por el Aniversario 150 de su nacimiento, guarda algún vínculo secreto con el poeta chileno Pablo Neruda.
 
 Nacido en Matanzas el 15 de mayo de 1858, el eminente naturalista Carlos de la Torre falleció en La Habana el 19 de febrero de 1950. Alcanzó relieve internacional en los estudios malacológicos. Abogó por la protección de la biodiversidad del planeta, así como de los valores culturales y patrimoniales. Llevó a cabo numerosos viajes de exploración por toda Cuba. Los resultados de sus investigaciones, entre las que se encuentran hallazgos de restos fósiles, los presentó en varios países, como Estados Unidos, Suecia y España. Es autor de una vasta obra en temas malacológicos.
Pronunció discursos en instituciones docentes y culturales, entre los que sobresale el dedicado a la interpretación de las primeras noticias sobre la fauna americana encontrada por Cristóbal Colón en su primer viaje al Nuevo Mundo. Escribió libros de textos y dirigió la realización de obras pedagógicas que sentaron las bases de la Escuela Cubana. Decidido partidario de la teoría evolucionista de Charles Darwin, fue decano de la Facultad de Letras y Ciencias de la Universidad de La Habana, así como rector de esta última. Figura célebre en su época, era retratado a menudo y se le dedicaban caricaturas, como esta que aquí se reproduce, obra de Massaguer.

Y es quizás porque, además de tener ambos en común un profundo amor por la Naturaleza, sobre todo por la de nuestra América, el científico solía mitigar con poemas el rigor de sus investigaciones, mientras que al poeta chileno lo caracterizaba un fervoroso deseo por estudiar y coleccionar caracoles.
Fue en la casa de la patriota y poetisa puertorriqueña radicada en La Habana Lola Rodríguez de Tió, donde Carlos de la Torre leyó y compartió sus producciones en versos con los intelectuales José María Chacón y Calvo, Enrique José Varona, Manuel Sanguily, María Luisa Dolz y muchos otros, entre los que no faltaban también, artistas y periodistas.
Su talento se hizo evidente entre contertulios cuando presentó el soneto «Cantos de la Naturaleza Sudamericana», en el que utilizaba como pie forzado la expresión americanista «en la cumbre imperial del Chimborazo», con la cual el abogado Pedro González Llorente terminaba uno de sus discursos pronunciados en el Colegio de Abogados de La Habana. Sensibilizado con la frase, y haciendo uso del sentido descriptivo propio de su profesión, el científico, devenido poeta, demostraba que poseía una sólida cultura de raíz humanista.
Por eso, no es de extrañar que De la Torre acudiera a cada una de las tres presentaciones de Pablo Neruda, cuando éste realiza su primera visita a Cuba en marzo de 1942, invitado por la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación para pronunciar una serie de conferencias que tuvieron por escenario la Academia Nacional de Artes y Letras, en el edificio que años atrás había albergado el Convento de Belén, ubicado en el recodo que forman las calles Acosta y Compostela, en La Habana Vieja.
La primera intervención de Neruda, con el título «Viaje del tiempo y del océano», contó con la introducción del doctor José María Chacón y Calvo en su doble papel de director de Cultura y promotor de aquellos encuentros; la segunda fue «Viaje a la luz de Quevedo», reseñada por Ángel Augier para el periódico Hoy (29 de mayo de 1942), como anteriormente, el día 25, lo había hecho con la primera; el último tema, antecedido por la presentación del reconocido escritor y crítico Jorge Mañach, era denominado por su expositor «Viaje a través de mi poesía».
Ocho años después de aquellas veladas, el poeta chileno rememorará, de ellas, precisamente sus conversaciones con el científico: «Don Carlos de la Torre me dijo muchas veces: “Los caracoles de tu patria se parecen a tu poesía, en la forma y en el color oscuro”. Él asistió puntualmente a mis llamadas conferencias en que aparecían, de cuando en cuando, algunos de mis sombríos poemas de antaño.
«Si pudiéramos imaginarlo, eternamente vivo, en su ciencia inmortal, yo lo vería dentro de una esplendorosa concha de nácar marino, como un gran “ermitaño”, llevando sobre su ancha frente luminosa, el abanico radiante de aquellas palmeras plateadas que anunciaran para mí, en mi infancia, el encanto, el aroma y la generosa sabiduría de La Habana».1
Cuando el poeta chileno y Carlos de la Torre se conocieron en La Habana, el naturalista estaba próximo a cumplir 84 años; a pesar de la edad, se mantenía muy activo y ocupado, sobre todo, en la preparación de los manuscritos de una obra monumental sobre la familia Urocoptidae, posiblemente los moluscos más abundantes en Cuba.2
Sus bien demostrados conocimientos, respaldados por una amplia y significativa producción literaria sobre caracoles; la aureola de leyenda viva iniciada cuando, en el Museo de Historia Natural de Londres, identificara al tacto algunas especies de la malacofauna antillana, lo señalaban —sin lugar a dudas— como el malacólogo más importante de su tiempo.
Era De la Torre una autoridad científica facultada con dos Honoris Causa otorgados por las universidades de Harvard y Jena en materia de Zoología, Antropología, Arqueología, Paleontología, Geología, Botánica, Geografía e Historia, y se distinguía, además, como pedagogo en todas las modalidades que puede abarcar la profesión.
Licenciado en Ciencias Naturales por la Universidad de La Habana en 1881, había resultado ganador del premio extraordinario para cursar en la Universidad Central de Madrid, con matrícula gratuita, las asignaturas complementarias para obtener el grado de doctor. Finalmente lo alcanzaba en 1883 al defender la tesis «Distribución geográfica de los moluscos terrestres de la Isla de Cuba en sus relaciones con las tierras vecinas», la misma temática que venía trabajando desde sus inicios como explorador bajo la tutoría de Rafael Arango, el autor de Contribución a la Fauna malacológica de Cuba (1879), libro donde se reportaron dos nuevas especies de caracoles encontradas por el joven y entregadas a su mentor para ser descritas en el texto.
A ambos los había presentado don Felipe Poey, el eminente profesor de Anatomía Comparada de la Universidad Literaria de La Habana, quien estimaba a De la Torre como su discípulo favorito. A Poey —miembro de mérito de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana desde su fundación en 1861— se debió, en 1889, la introducción de Carlos de la Torre en el mundo intelectual y académico cubano. Varios años después, en 1913, don Carlos correspondía a la deuda de gratitud científica al presidir la Sociedad Cubana de Historia Natural Felipe Poey, con sede en el Museo de Historia Natural que creara su dilecto maestro en la alta institución docente.
Durante su estancia habanera, Neruda fue homenajeado por la Sociedad Malacológica Carlos de la Torre y Huerta, una asociación de apasionados a los caracoles que, formada en enero de 1942 —sólo unos escasos días antes de la visita del poeta—, tenía como premisas el estudio de los moluscos antillanos fósiles y vivientes, el intercambio de especies, la exhibición de colecciones, así como la edición de una revista especializada.
 
 Pablo Neruda recogiendo caracoles en la playa de Varadero durante su estancia en 1942. A la derecha, junto al pintor Mario Carreño y el escritor Enrique Labrador Ruiz. Neruda regresaría a Cuba en dos ocasiones más: en 1949, en tránsito hacia México, cuando pasó por La Habana, y en diciembre de 1960, para conocer la Revolución y asistir a la presentación de la edición habanera, realizada en los talleres de la Imprenta Nacional, de su cuaderno Canto General.
De manos del propio don Carlos, el poeta chileno recibió el título de malacólogo, y en una visita que le hizo al científico en su residencia, éste le obsequió con una caja llena de caracoles marinos y terrestres; entre ellos, las arbóreas, multicoloreadas y endémicas polymitas, y también liguus, interesantísimos moluscos circunscriptos a la región de Viñales.
Estos encuentros fueron comentados por Dora Alonso en una entrevista que, bajo el título de «Pablo Neruda: voz y hombre de América», publicó en Lux, en mayo de 1942,3 así como por el propio Neruda: «Miles de pequeñas puertas submarinas se abrieron a mi conocimiento desde aquel día en que don Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección.
Desde entonces, y al azar de mis viajes, recorrí los siete mares, acechándolos y buscándolos (...)».
Esta revelación, escrita desde el refugio marinero de Isla Negra —la última morada del poeta—, puede leerse en su obra Confieso que he vivido, editada póstumamente. Al anterior párrafo se adiciona otro,  donde la lírica del poeta se incorpora a la condición autobiográfica de las reflexiones para reconocer: «en realidad, lo mejor que coleccioné en mi vida fueron mis caracoles. Me dieron el placer de su prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa agregada a la multiplicidad de las formas, táctiles, góticas, funcionales».4
Su pasión por reunir cosas bellas lo llevó a conservar, entre muchos otros objetos, la primera edición del poemario Azul, de Rubén Darío, sin abrir, totalmente virgen, tal como la había adquirido de un anticuario; una caja de música con valses comprada en París a un príncipe; cientos de botellas, entre las cuales una pareja, cristalizada en sus movimientos, bailaba una rumba cubana, y sus magníficos caracoles, los regalados por don Carlos, junto a los obsequiados por otros amigos, «encaracolados», como llamaba a los entusiastas de la malacología.
Sobresalía un singular Thatcberia Mirabilis (sic), guardado como recuerdo de su visita al Museo de Pekín, verdadera reliquia de la naturaleza cuya caprichosa concha le sugería al poeta los estilos arquitectónicos de templos y pagodas.
Furibundo coleccionista, experimentó el deslumbramiento de extraer del mar un «Espondylus Roseo (sic), ostión tachonado de espinas de coral»... o encontrar, en los «mercados de pulgas» parisinos, mezclado y confundido, «todo el nácar de las oceanías».
A esos caracoles se sumaban los que había hallado cuando, en sus infinitos viajes, se complacía oteando, desde su propia estatura, los arrecifes californianos o veracruzanos, o la blanca arena de Varadero...
Cuando Neruda visitó Cuba en los años 60 del pasado siglo para entregar a los cubanos la edición de su libro Canción de gesta —dedicado «a todo el crepitante mundo Caribe», según su personal deseo manifestado a bordo del Louis Lumiere, cuando navegaba entre América y Europa—, no pudo compartir con su amigo De la Torre las bondades del conocimiento científico y el placer de la amena conversación, pues éste había muerto en febrero de 1950. En el recorrido que pidió hacer por la naturaleza cubana lo acompañó un joven espeleólogo del centro de la isla, Manuel Rivero de la Calle, quien llegó a ser uno de los antropólogos de mayor renombre en el área antillana y un distinguido profesor universitario.
En este último viaje de Pablo Neruda a la Isla, cuando se encontraba inmerso en la llanura del valle de Viñales, que caracteriza a la región más occidental de país, el poeta sugiere al científico la edición de obras populares sobre las aves de Cuba, Colombia, Venezuela, Chile y otros países hispanoamericanos, porque con ellas se contribuiría «a la unión de los naturalistas de estas repúblicas».
Allí, rodeado de mogotes, esas formaciones geológicas colmadas por la biodiversidad de la flora y de la fauna, el poeta descubre debajo de la hojarasca a oleacina, una especie de concha transparente color miel, que, al cogerla, despliega su manto y le camina por la mano. Neruda, sin dejar de observarla, se dirige a su acompañante y le comenta: «Yo tenía una gran colección de caracoles, y entre ellos las famosas polimytas. Me las obsequió el propio don Carlos de la Torre, durante mi anterior visita a Cuba. Soy de las pocas personas que las tenía clasificadas de su puño y letra. Fui buen amigo del sabio naturalista cubano».5
Para esa fecha, la valiosa colección malacológica fomentada por el poeta Neruda se encontraba en la Universidad de Chile, mientras que la de De la Torre estaba repartida entre las universidades de La Habana y Harvard. Ambas, hoy día, se conservan e integran al patrimonio de estos centros de enseñanza científica y cultural.
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1La información es suministrada por Ángel Augier en su libro: Pablo Neruda en Cuba y Cuba en Pablo Neruda. Ediciones Unión, Sureditores, Proyecto Cultural Sur, 2005, pp. 53-54.
2Se trata de «The cuban Urocoptidae», título en inglés de los originales manuscritos de un concienzudo estudio de clasificación e ilustración de esta gran familia de moluscos ampliamente distribuida en la Isla, cuyos autores son Carlos de la Torre y Paul Bartsch. Este último era de origen alemán, pero se radicó en los Estados Unidos, donde se destacó como uno de los curadores más importantes de las colecciones de fauna del Museo Nacional de Washington. En 1914 integró una expedición a Cuba, realizada en el crucero Tomás Barrera, con participación de especialistas del Instituto Smithsonian y la Universidad de La Habana. De la monumental obra manuscrita de ambos, existen dos copias: una, entre los papeles del doctor Bartsch depositados en el Archivo del Instituto Smithsonian, y la otra, conservada en la biblioteca del doctor Alfredo de la Torre y Callejas, sobrino nieto de don Carlos, su acompañante y asistente personal en el último viaje que realizó a los Estados Unidos, en 1941. Estos últimos originales, agrupados en 10 tomos, al parecer son los más completos, por tener una mayor cantidad de ilustraciones y descripciones cotejadas con los textos. Carolina de la Torre Molina, en cuyas manos quedaron los manuscritos después de la muerte de su padre, el doctor Alfredo de la Torre, ocurrida en el año 2002, prepara una edición para ser publicada.
3El texto de esa larga entrevista de Dora Alonso a Neruda lo reproduce Ángel Augier en su libro ya citado, pp. 46- 52. El testimonio de la entonces joven periodista recoge también lo referido por Delia del Carril —compañera de Neruda en la época en que visitaron La Habana—, en encuentro transcurrido en una reducida habitación del hotel Packard, donde maletas a medio hacer y cajas con piedras de mar y caracoles, anunciaban una próxima partida: «Pablo está en la Universidad, donde le van a dar el título de Malacólogo, ¿sabe usté? (sic) (...). A don Carlos de la Torre se debe ese honor, esa gran alegría que recibió Pablo Neruda, Malacólogo es más galardón que poeta famoso para ese chileno de acento privilegiado».
4Confieso que he vivido. Editorial Seix Barral, Barcelona, España, 1974.
5El relato con los detalles de la visita del poeta y su compañera Matilde Urrutia a Pinar del Río —acompañados, además, por Roberto Fernández Retamar y Adelaida de Juan— se publicó en 1961 en la revista Islas de la Universidad Central de Las Villas. Está firmado por Manuel Rivero de la Calle, y Augier lo reproduce en su libro citado con anterioridad en este artículo, pp. 206-210.
 
(Artículo tomado de la edición impresa de Opus Habana. Vol.XII/No.2 mar./ agos. 2009)
 
Rosa María González López
Directora de la Casa Alejandro de Humboldt.