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 Descripción «del apoteósico acto de la boda, tal y como acostumbra celebrarlo la gente bien en esta ciudad de La Habana», y de las categorías de boda criolla: la del gran mundo, la elegante, la íntima y la boda a secas.

Además de la iglesia de moda, son requisitos indispensables para que la boda tenga el carácter de boda distinguida, el previo anuncio en las crónicas sociales del día, templo y nombre de los padrinos y testigos; la selección de estos últimos entre sujetos de postín, bien conocidos en la ciudad por su posición política o económica; y la descripción a posteriori, de la ceremonia, por los compañeros cronistas.

 En mis  Habladurías anteriores te ofrecí, lector, describirte en una próxima el apoteósico acto de la boda, tal y como acostumbra celebrarlo la gente bien en esta ciudad de La Habana, antigua villa de San Cristóbal, y hoy sede del más costoso e inútil Capitolio del mundo.
Aunque no faltan personas modernistas y poco liosas que tienen el mal gusto de casarse por el Juzgado o por lo notarial, todo buen habanero, que se precia de persona distinguida y elegante y quiere dar a su boda la fastuosa y rimbombante solemnidad que tan trascendente acto siempre tuvo entre nosotros, se casa por la iglesia y en una iglesia de moda. Además de la iglesia de moda, son requisitos indispensables para que la boda tenga el carácter de boda distinguida, el previo anuncio en las crónicas sociales del día, templo y nombre de los padrinos y testigos; la selección de estos últimos entre sujetos de postín, bien conocidos en la ciudad por su posición política o económica; y la descripción a posteriori, de la ceremonia, por los compañeros cronistas.
Pero, aun cubiertos todos estos requisitos, las bodas se clasifican en las cuatro siguientes categorías:
Primera.-Boda del Gran Mundo.
Segunda.-Boda Elegante.
Tercera.-Boda Íntima.
Cuarta.-Boda… a secas.
Esta clasificación ha sido impuesta por los cronistas sociales, según las reglas que dictó durante sus largos años de labor periodística Enrique Fontanills, el máximo cronista social de todos los tiempos, y que hoy son aceptadas y seguidas, como artículos de fe, por sus sucesores en las crónicas de los diarios capitalinos.
La boda del gran mundo es el desiderátum de las bodas: se celebra en la iglesia más a la moda, que estará suntuosamente decorada por el jardín más carero, el que estrenará un adorno confeccionado expresamente para dicha boda; entre los testigos figurarán los jefes del Estado, secretarios del Despacho, senadores, banqueros, jefes de distritos militares, hacendados y títulos nobiliarios. Los cronistas sociales irán anunciando desde un mes antes todos los detalles de la boda, y al día siguiente de celebrada le consagrarán la crónica entera, con retratos de los novios o de la novia con sus damas de honor, lista de asistentes y de regalos. Es imprescindible que en toda boda del gran mundo los novios vayan a pasar su luna de miel en el extranjero, Europa, especialmente, pues ya con las facilidades económicas actuales en problemas de viajes, cualquier tino que se consigue dos pesetas prestadas puede darse el pisto de pasar una semana en los Estados Unidos, aunque no llegue más que hasta Miami, o se dé un brinco al mismo Nueva York.
La boda elegante no deja de ser bastante notable, con iglesia de moda decorada por cualquier jardín de La Habana; pero entre los testigos no figurarán los altos personajes que aparecían en la boda del gran mundo, sino únicamente subsecretarios del Despacho, representantes, comerciantes o industriales de relativa importancia y no muy cuantioso capital, comandantes o capitanes... Merecerá de los cronistas no más de media crónica o tres cuartas de ídem, con el retrato de la novia. La luna de miel: en los Estados Unidos o en alguna finca cercana a esta capital.
La boda íntima es una boda a la que no ha asistido casi nadie; ausencia de público que se trata de justificar alegando luto reciente, viaje precipitado o cualquier otra circunstancia en la que nadie cree. Como es natural, los cronistas no pueden ofrecer relación de asistentes, para no descubrir el fracaso de la ceremonia, limitándose, por tanto, a la relación de padrinos y testigos y al correspondiente anuncio del modisto que confeccionó el traje de la novia y del jardín que preparó el ramo nupcial. Tampoco se habla de viaje de boda, porque, no lo hubo, ya que los novios pernoctaron en su propia casa o departamento o en algún hotel.
La boda, sin más adjetivos, es la que se celebra en cualquier iglesia o por lo notarial, y de
ella sólo quedará en las crónicas el simple registro del suceso, sin retrato. Bueno, los que así se casan puede decirse que casi no están casados.
Debo dejar constancia que en algunas bodas calificadas del gran mundo o elegantes los novios suelen ser infelices buches, muertos de hambre; simple empleadillo, el novio, de alguna oficina pública, o secretario particular de algún personaje; y la novia una modesta muchacha de su casa, conocida solamente entre los vecinos de la barriada; pero los que han podido proporcionarse una boda de primera o segunda categoría mediante el desenvolvimiento de la más habilidosa de las tácticas socialguataqueriles, gracias a la cual el capataz o amigo influyente del novio le hace a este un buen regalo en dinero y compromete, además, a otros amigos o conocidos a que le sirvan de testigo a aquél, y por lo tanto, se apeen, también, con su correspondiente chequecito. La concurrencia no deja de ser nutrida, ya que unos van por amistad con los testigos, y otros por pasar el rato y divertirse a costa de los novios, citándose para después de la boda en el cine o en el cabaret.
Explicadas ya las diversas categorías de bodas criollas, me parece oportuno que me acompañes, lector, a asistir a una boda del gran mundo o a una elegante, prescindiendo por completo de las bodas íntimas o las bodas…  a secas, ya que ni una ni otra merecen que tú y yo nos molestemos en presenciarlas.
Nos presentaremos en la iglesia media hora después de la señalada en las invitaciones para comenzar el acto, pues, dada la impuntualidad criolla, los novios nunca se presentan en la iglesia sino ya cerca de las 10 de la noche, si es que la boda estaba fijada para las 9. Pero desde temprano si concurre a coger puesto, apiñándose a ambos lados de la puerta principal del templo, heterogénea y compacta muchedumbre, integrada por cocineras, criadas, familias del barrio y transeúntes, gentes todas que por no tener esa noche otro esparcimiento más interesante o económico se han aglomerado allí para ver desfilar a novios e invitados, como podrían estacionarse frente a una casa de socorro en espera de la camilla que conduce a la mujer que su amante celoso le pegó un tiro, al guapo victima de varias puñaladas de algún rival, o al infeliz arrollado por una guagua o una bicicleta. Estas bodas del gran mundo o elegantes ofrecen al populacho el atractivo singular de conocer de cerca de personajes políticos o gubernamentales que por la importancia de sus cargos no se dejan ver sino de sus íntimos, siendo imposible que los simples ciudadanos lleguen hasta ellos, pues sólo pueden lograrlo aquellos privilegiados que gozan del derecho de mampara y son conocidos de los guardaespaldas que los acompañan de la mañana a la noche, a fin de proteger sus preciosas existencias para bien de la patria, que tanto los necesita y por la que tanto se sacrifican.
Antes de entrar en la iglesia, nos detendremos, lector, unos minutos entre este populacho para oír los interesantes y muy singulares comentarios que suelen hacerse sobre los personajes asistentes a la boda, sacándoles a relucir todas sus trapisonderías públicas y privadas, hasta dejarlos poco menos que en paños menores o en vestimenta de baños de sol, no más vestidos que lo que aparecen muchas de las damas y damitas concurrentes a la boda, según el certero comentario que oí en cierta ocasión a una vieja morena cocinera que, con su jaba con sobras de la comida al brazo, presenciaba una boda del gran mundo: «—¡Avemaría! ¡Que traje!— exclamó. «Si parece que va en ropa de acostarse. En mi época las niñas se vestían más decente!»
Ya dentro de la iglesia, se ven a ambos lados de la nave central, hombres y mujeres, de alta etiqueta, ya sentados en bancos o sillas, ya de pie, conversando animadamente sobre la ceremonia que va a realizarse, y descuartizando, con no menos crudeza que el populacho de puertas afuera, a los novios, a sus familias, a los padrinos, a los testigos y a los demás asistentes. Menudean las anécdotas y detalles sobre la posición económica de los futuros esposos, forma en que se comprometieron, aventuras amorosas del novio, flirts, malos pasos y otros accidentes de la novia, acompañado todo ello de chistes de diversos colores, pero principalmente verdes y rojos.
Mientras los novios y sus acompañantes desfilan por la senda orlada de flores, que conduce de la puerta de la iglesia al altar mayor, las mujeres hacen trizas el traje de la novia y desenmascaran el aire tímido, de gacela sorprendida, que ésta ha adoptado, calificándola unas amigas de pazguata, y otras de hipócrita; o bien atribuyendo a frescura y desfachatez, su actitud natural y sonriente, compadeciendo al novio por la perla que se lleva, y asegurándole muchos quebraderos de cabeza si desde el primer día no se pone bien los pantalones y mete en cintura a la chiquilla vampiresa. Los hombres no se quedan a la zaga con las críticas aunque en el fondo envidien al novio por lo despampanante que está su novia y la buena plata que posee el suegro o las influencias que tiene en las esferas gubernamentales. Y no falta quien pondere lo anticuado del frac color de ala de cucaracha tiernecita, que viste el padrino de la boda, o si algún nuevo rico o personaje improvisado ha tenido la ocurrencia de presentarse de chaqué o de frac con chaleco de colores o corbata negra…
Y así pasa el tiempo, sin que los concurrentes se preocupen en lo absoluto de la ceremonia nupcial que se desarrolla en el altar mayor.
Ya «unidos para siempre», o hasta que se divorcien, regresan los novios de brazo, repartiendo sonrisas y saludos y recibiendo los parabienes, casi siempre hipócritas, de sus amistades. Fuera del templo, el público se empina para mejor ver a los novios. Hay tropiezos y estrujones entre el populacho y la gente distinguida. Los vigilantes, a golpes de clubs contra la acera, demandan paso libre.
Las máquinas recogen a sus empingorotados dueños. Un policía de a caballo hace evoluciones de picadero en su afán de mantener el orden, mientras otro requiere a un negrito que ha pretendido salirse de la fila para mejor contemplar al senador Fulano.
«—Oye tú, chiquito, corre pa´lla, que estás estorbando».

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964