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 En este trabajo, el articulista se refiere a «estafadores científicos, artistas del delito contra la propiedad», entre los que incluye a «ladrones de libros», «a los que se hacen los bobos para pagar el tranvía o la guagua...».

En el número de noviembre de la excelente revista habanera Policía Secreta Nacional, encuentro la traducción de un interesantísimo artículo de Paul Guerin, titulado La estafa considerada como una de las bellas artes, en el que se da a conocer la forma habilidosa en que actúan los que el articulista denomina “aristócratas del timo”, estafadores científicos, artistas del delito contra la propiedad, que con un profundo conocimiento de las flaquezas humanas y un agudo espíritu de observación sobre el carácter de sus semejantes, se dedican a explotar los defectos y vicios recónditos de aquellas personas que ante la sociedad en que viven son consideradas como modelos de honradez, de honestidad, esos sujetos por los que uno «metería la mano en la candela» y «está dispuesto a garantizar como de sí propio», pero que sin embargo tienen, según ocurre a ciertos locos que pasan por cuerdos, su «lado flaco», su «punto débil», que tocado distraída o habilidosamente descubre en seguida la enajenación mental que padecen.
No puedo menos de traer a mis Habladurías este asunto desarrollado por el escritor francés, pues en el fondo esos «aristócratas del timo» son colegas míos, y no por su profesión de timadores —bueno es aclararlo para evitar torcidas interpretaciones por parte de algún lector malicioso—, sino por su calidad indiscutible de costumbristas que, aunque jamás hayan escrito un artículo de costumbres ni públicas ni privadas, al estudio
de las costumbres se dedican, aprovechando sus observaciones y enjuiciamientos para el mejor desarrollo de sus instintos criminales.
Pero hay, además otra razón, tan poderosa como ésa, para que yo me ocupe de dichos «aristócratas del timo», y no en cuanto a éstos se refiere, sino en lo que atañe a sus víctimas, quienes, gracias a las actividades que sobre las mismas ejercen sus victimarios, constituyen para el costumbrista profesional originalísimo campo de investigaciones, por tratarse de sujetos que a simple vista aparentan estar limpios de todo vicio o falta y ser ejemplares perfectos de las más sanas y virtuosas costumbres.
Pero los «aristócratas del timo», sutilísimos costumbristas, con un certero golpe de vista, escogen de entre una muchedumbre que desfila por calles y plazas, la pieza a la que han de hacer blanco de sus ataques. Y es muy difícil que se equivoquen y fallen, porque han visto, como a través de potente microscopio, agazapada la perversidad en alguna recóndita celdilla de un corazón todo bondad, y en la apariencia toda honradez, de aquel hombre o aquella mujer, que tal vez sin darse cuenta ellos mismos de su innata y casi siempre adormecida maldad, sólo han sido honrados hasta ese momento, porque no se les había presentado la oportunidad de dejar de serlo, o que se saben honestos mientras no son tentados, pero que una vez frente a las posibilidades de delinquir sin que el delito trascienda a los demás, caen y hurtan, estafan, roban, como pudiera hacerlo el más empedernido ladrón, cargado de antecedentes penales.
Paul Guerin, para ilustrar su tesis, ofrece este ejemplo precioso: «Un hombre andrajoso, descamisado, caminará durante toda la tarde, calle arriba y calle abajo, por el frente de alguna tienda de moda. Con un ojo avisor sobre las mujeres elegantes que llegan a la misma en lujosos automóviles particulares o de alquiler. Y empieza la escena: «Señora: ¿es usted la persona que ha perdido este collar de perlas?» Y le enseña a la presunta víctima un hermoso collar que dice haberse encontrado en la acera. La mayor parte de las veces, la mujer interrogada verídicamente dirá que no le pertenece. Pero en otras, picada la curiosidad femenina, pedirá verlo y termina la farsa. Agarrándose la garganta en una simulada emoción exclamará: «¡Dios… Dios mío… mi collar!...» El golpe ha tenido éxito y producirá un billete de diez o de veinte pesos, u ocasionalmente más, para gratificar al pobre por su honradez. La víctima se figura, por supuesto, que ha adquirido por casi nada un collar auténtico de perlas, que seguramente valdrán una millonada. Sin embargo, el collar pudiera adquirirse en cualquier tienda de novedades y fantasías por la sola suma de uno o dos pesos».
Todos los timados puede decirse que son timadores vergonzantes que creen pasarse de listos y lograr alguna ganancia fabulosa, explotando la candidez o ingenuidad del que a la postre resulta el más inteligente y listo de ese par de sinvergüenzas.
En estudio que a la deshonestidad de las personas honradas consagra Madelín Bilitzstein, llega a la triste conclusión de que el mismo fracaso que en su época tendría en la actual el célebre filósofo griego de1 siglo V antes de Jesucristo —Diógenes, «el cínico»— que recorría las calles con una linterna, a plena luz del día, buscando un hombre honrado, y dicho escritor se pregunta si los hombres y mujeres se abstienen de cometer actos reprensibles porque sus instintos son siempre puros y veraces, o por temor al castigo o por falta de ocasión oportuna, y declara que «la respuesta parece ser que todo niño nace con instinto de robar y decir mentiras blancas, intrascendentes, y que la sociedad le enseña a medida que el niño crece qué adaptaciones debe hacer para devenir un ciudadano respetado».
Es mi opinión que influye también de manera poderosa en el desarrollo y exteriorización de estos ocultos sentimientos crirninales, el ejemplo que el hombre honrado en potencia recibe a diario de la inutilidad social de su honradez, que sólo lo lleva a la permanente miseria, a no salir jamás de la pobreza, sin premio alguno para su honradez, mientras que a su alrededor viven rodeados  de comodidades, en la opulencia y mereciendo el respeto y la consideración de sus semejantes, centenares de ladrones de alto copete y hasta asesinos reiterados.
Ese honrado, víctima de su honradez, continúa a veces siendo honrado por cobardía, por pusilanimidad o por inhabilidad para el delito, y acecha el momento en que cree poder apoderarse de una cantidad de dinero, sin peligro y sin conocimiento de los que le rodean.
Para otros, la cuantía de lo apropiado indebidamente influye en la calificación del delito. Y se absuelven cuando el valor insignificante de lo hurtado, estafado o  robado, en realidad no causa perjuicios sensibles a su dueño, y también si la cuantía exorbitante de la cantidad apropiada permite, como suele decirse, «robar para todo el resto de la vida», o sea dar un golpe de importancia tal que merezca afrontar impávido las críticas y la reprobación de las personas honradas, huir de la justicia y retirarse para siempre de tales negocios y, desde luego, de la vida miserable que hasta entonces se había llevado.
Los ladrones de la primera categoría se hacen los bobos para pagar el tranvía o la guagua si el cobrador pasa de largo, o se quedan con el vuelto de más que por equivocación del dependiente reciben en alguna tienda comercial. Juzgan que nadie ha de enterarse de su hurto, y, honrados deshonestos, aprovechan esa oportunidad de ahorrarse un medio o de ganarse unas pesetas.
De los ladrones de libros no es necesario hablar porque es muy rara la persona capaz de devolver algún libro que le han prestado, y existe hasta un tratado sobre el arte de robar libros, justificándose los casos en que la apropiación de un libro ajeno llega a constituir un acto digno de loa y perfectamente honesto, más aún, premiable.
Los coleccionistas suelen estar casi siempre al margen del Código Penal, y su profesión los amnistía, de antemano, de todos los hurtos y robos que cometen. Ceniceros, platos, cubiertos y hasta toallas, lámparas de lectura y alfombras de baño, hacen desaparecer los coleccionistas de los hoteles en que se hospedan y aun de las casas que visitan, y no tienen escrúpulos en mostrar orgullosamente a sus familiares esos trofeos. M. Bilitzstein dice haber oído una anécdota de un viajante que dejó una fortuna consistente en 5.000 toallas de todos los hoteles en que había parado. He conocido yo un sujeto, cliente de la barbería en que desde hace años me arreglo, que no obstante gozar de acomodada posición económica, y dar cada vez que se pelaba, afeitaba, lavaba la cabeza y manicuraba, espléndida propina, no abandonaba nunca la barbería sin llevarse a escondidas una toalla pequeña, después de secarse con ella la cara, doblándola y metiéndosela en el bolsillo del pantalón, como si fuera un pañuelo.
Otro especialista en la materia, el doctor Brenner, buscando la razón de existencia de estos deshonestos honrados, estima que «lo que espolea a muchas de estas personas es el sentimiento de que de ellos se aprovechan a diario los demás y tienen la impresión de que todo el mundo posee un racket y que todos los grandes personajes modernos tienen los pies de arcilla; y su resentimiento va más señaladamente dirigido contra corporaciones y organizaciones que ellos estiman se dedican a explotarlos».
Es ésa la vieja máxima castellana que «el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón». Así he conocido personas honorabilísimas que hacían alarde de estafar a la compañía de alumbrado eléctrico de la población en que vivían —población cubana desde luego— justificando su delito por los altos precios cobrados por aquélla y las grandes ganancias obtenidas. Y durante la campaña de oposición contra Machado llegó a constituir una demostración de civismo el dejar de pagar la luz y el teléfono, basándose en los precios elevados de estos monopolios y en la connivencia de los mismos con la tiranía machadista.
Cuando la caída de Machado, en esa locura colectiva de sangre y exterminio que entonces se produjo, pusieron al descubierto su fragilísima honestidad muchas y muchas personas, hasta entonces consideradas como de honradez impoluta. Y presenciamos el espectáculo de señoras, caballeros, jovencitas y jovencitos, de lo mejor de la alta sociedad habanera y de otras poblaciones importantes de la República, entrar a saco en las casas de prominentes personajes del machadismo, que se habían visto forzados a huir de Cuba o a esconderse para salvar la pelleja, llevándose objetos de arte, muebles, ropa de cama, prendas de vestir… Y no faltaron casos de éstos en que los hurtadores distinguidos eran amigos íntimos de la familia saqueada.
En la revolución de agosto de1906, contra la reelección de Estrada Palma, se implantó la moda patriótico-revolucionaria de llevarse los caballos de los campesinos de la comarca en que se operaba; y en la revolución contra Machado, se repitió esa moda, ya no con caballos, sino con automóviles, y muchos líderes revolucionarios antimachadistas ostentaban orgullosos el automóvil de Fulano o de Mengano.
Desde luego que en estos últimos casos, tan deshonesto o más que el hurtador era el hurtado, enriquecido, desde los puestos públicos, a costa del tesoro nacional, ladrón al pueblo y a la República.
Para terminar quiero dejar aclarado que entre la especie delos deshonestos honrados, no incluyo, ni mucho menos, a nuestros politiqueros, politicastros y desgobernantes, pues éstos roban a la luz del día, y en todos los momentos, y  el país entero los conoce como ladrones habituales y contumaces.
Aunque desgraciadamente entre nosotros el robar al Estado desde los puestos públicos es considerado como estimadísima virtud criolla.

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964