Imprimir
Visto: 3703
 En esta ocasión, el articulista afirma que: «Fernando Ortiz, el ilustre historiador y antropólogo, me ha facilitado antecedentes curiosísimos sobre las primeras épocas de la colonización española y me hace resaltar cómo el afán y la costumbre de litigar tienen tan hondas y viejas raíces en nuestra historia».
En esos días postreros de cada año, corría a raudales el dinero, y de el participaban todos, desde el mas encopetado abogado hasta el último oficinista del antiguo Colegio de Escribanos. 
 
Extraordinario interés han despertado entre nuestros togados estos artículos que he venido escribiendo sobre la curia cubana de ayer y de hoy, como lo prueban las numerosas cartas que sobre los mismos he recibido, enviándome datos o pidiéndome que trate determinados puntos.
Fernando Ortiz, el ilustre historiador y antropólogo, me ha facilitado antecedentes curiosísimos sobre las primeras épocas de la colonización española y me hace resaltar cómo el afán y la costumbre de litigar tienen tan hondas y viejas raíces en nuestra historia que, apenas descubierta América por Castilla, ya se pleiteaba para saber quien fue el verdadero descubridor y, sobre todo, a quien pertenecían las rentas ofrecidas como recompensa, si a Colón —el marino genovés o gallego— o a Rodrigo, el gaviero de Triana.
Los derechos de posesión de Castilla sobre estas Indias Occidentales también fueron larga y acaloradamente discutidas, pues la Bula del Papa español Alejandro VI, de 4 de mayo de 1493, por la que se otorgaba un título de dominación a favor de Castilla fué combatida en su legitimidad, entre otros, por Fray Bartolomé de las Casas y el Padre Victoria, y hasta por los mismos indios. El cacique del Cenu le decía al bachiller Enciso que «el Pontífice debió estar fuera de juicio cuando dio lo que no era suyo». En el fondo, la conquista española en América fue el despojo mas estupendo que registran las crónicas judiciales, que casi deja pequeños a los que se realizan hoy día por jueces, escribanos y picapleitos en cualquier juzgado, para apoderarse de caballerías de tierra y hasta de fincas enteras. Entonces, come ahora, la comedia legal era idéntica. El titulo de dominación lo daba, en aquella época remotísima, como hemos visto, el Papa, basado en su curiosísimo y falso poderío temporal y universal sobre los pueblos, reyes y emperadores. Un escribano, dice el historiador Salas, «debía leer el requerimiento de vasallaje de los indígenas al rey de España y la intimación de que se recibiesen los misioneros: cuando había modo se traducía la opereta a los indios; cuando no hallaban interpretes, los españoles leían los requerimientos en castellano, pero muchas veces los conquistadores ni aún esto siquieran hacían; por propio derecho tomaban posesión de todo lo que hallaban y guay de los indígenas que tratasen de defender sus hogares, pues en vez de guaitiaos, indios mansos, los calificaban de caribes rebeldes y había licencia para cautivarlos y venderlos».
 Hoy se suele seguir, por el que quiere apoderarse de algunos terrenos, un juicio en rebeldía contra el propietario, por cualquier futileza a la que se de apariencia de legalidad; el juez dispone el desahucio y desalojo, y si el dueño se niega y el Geófago es influyente, la fuerza pública completa la comedia, que a veces termina en tragedia.
Desde luego, que contra estos abusos, ayer como hoy, se ha protestado. Y ayer como hoy han existido autoridades que quisiesen poner remedio a los mismos. Ya vimos en el primer artículo de esta serie algunas de las disposiciones que se tomaron en los principios del siglo XIX.
Ortiz me recuerda ahora otras no menos interesantes que aquellas que yo citaba.
En 1509 se ordena por una Real Cédula a los oficiales de la casa de contratación que no dejaran pasar a las Indias ningún letrado sin la licencia o mandato real.
En 1516, por otra Real Cédula, se prohibió que en la Isla Fernandina, «que antes se solía llamar de Cuba» entrasen letrados y que a los que ya había no se les permitiera abogar en pleitos ni causas criminales, so pena de cincuenta pesos oro por cada infracción, porque, dice la cédula, de esta manera, «la dicha isla e vecinos della estarían en mucha quietud e tranquilidad e sosiego, e sus haciendas más conservadas, e a Nos se recrecerán servicios, porque no habiendo los dichos abogados e procuradores no habría pleitos, e sobre las diferencias que nasciesen, las partes se concertarían sin tela de juicio».
Idénticas disposiciones se tomaron por la Real Cédula de 6 de septiembre de 1521, por la Real Pragmática de 1513, por las ordenanzas de audiencias de 1563 y R. 0. De 1784, reiterada en 1789, hasta llegar al año 1925, en que un Presidente y un Secretario de Justicia de la antigua ínsula de Fernandina, convertida en República, llevaron a cabo tremenda cruzada contra la gente maleante de la curia, tanto jueces como abogados.
Por cierto que este cronista ha tenido el honor de recibir el aplauso de ese Secretario de Justicia, que tan gallarda actitud ha tornado en pro de nuestro mejoramiento y saneamiento judicial.
El Ldo. Jesús M. Barraqué me ha enviado la siguiente carta:
Sr. Dr. Emilio Roig. Presente.
«Querido amigo: Le felicito por su interesante y bonito artículo de Carteles. Yo, más joven que usted, no alcanzo con la memoria a las épocas a que usted se refiere, pero si he visto algo posterior y a ello aludo en las páginas 11, 12 y 13 del folleto que le envío».
«Suyo afmo. amigo y compañero.
Jesús M. Barraque».
Ese folleto es el magistral estudio que hizo el Ldo. Barraqué del ilustre abogado Leopoldo de Sala. Y en los párrafos a que se refiere, y que ya tenía este cronista anotado para citarlos, Se narra la historia de una de las épocas más interesantes del foro habanero. Al terminarse en 1878, con el convenio del Zanjón, la Revolución de Yara, regresaron a Cuba todas aquellas familias que a consecuencia de la guerra se habían visto obligadas a emigrar al extranjero.
Bien sea porque durante los diez terribles años de la guerra quedasen abandonados, como no podía menos que suceder, bienes e intereses, bien sea per la gran cantidad de ahogados que vinieron entonces a Cuba, bien por la necesidad en que se encontraban éstos de vivir y los capitalistas y propietarios de poner en orden sus negocios; o bien por todas estas causas reunidas, comenzó en ese año de 1878, lo que han dado en llamar la edad de oro de nuestro foro, periodo, el mas agitado porque ha pasado este y durante el cual hicieron, come vulgarmente se dice «su agosto» abogados, escribanos y demás gentes de pluma: los pleitos, litigios y negocios, eran innumerables, el trabajo en los bufetes y escribanías, excesivo; pero las ganancias, compensaban sobradamente tanto trabajos y afanes.
«Parecía, dice Barraque, que a la lucha de las armas precisaba que siguiese un rudo combate, bravo constante, de ideas expuestas y sostenidas con la pluma y la palabra. A la necesidad de pleitear, siguió la afición; acaso injustificada y de dudoso gusto, pero evidente, desmedida. Litigar en los tribunales —lo creo firmemente— llegó a ser cosa de buen tono social, algo superior y distinguido. Visitar a diario al abogado, vestia bien; fué detalle indispensable para quienes tratasen de conservar elevado rango en aquel medio. Dijérase que era menester, por imperio de arraigada costumbre, que en cada Pascua de Navidad algunos centenares de cajas de azúcar se convirtiesen en río de doradas onzas, para que su caudal desembocase en el Foro de la Habana. En esos días postreros de cada año, corría a raudales el dinero, y de el participaban todos, desde el mas encopetado abogado hasta el último oficinista del antiguo Colegio de Escribanos. La «edad de oro» llaman por todo esto nuestros curiales viejos y socarrones a aquellos tiempos, cuyas postrimerías alcancé, en los cuales llegose a grado tal de bellaquería o disimulo, que se inventaba, a modo de filón inagotable, el negocio que no había de terminar jamás. Todo bufete y toda escribanía de actuaciones creaba, si no lo descubría, algún juicio de espera o una testamentaria concursada; especie de socorrido chupón de incautos clientes, tela para rato, que decían los ladinos, que lo mismo servía para actuar que para estar quedo, según les conviniese, porque de todas las maneras producía para todos, para todos menos para aquellos a quienes los tribunales amparaban. Yo supe de un negocio de esa índole, que perduró veinte años; al cabo de cada uno de los cuales se distribuían diez mil pesos entre gentes cuya única misión, cuyo trabajo único consistía en mantenerse en silencio inquebrantable. «No mueva eso», era la frase sacramental deslizada al oído de marrulleros y marrajos, a quienes a la vez, se les ponía algunos dineros en las manos».
? Como ha de parecer extraño que quien de tal manera conocía las interioridades y vicios de nuestro foro, emprendiese, al ocupar la cartera de Justicia, la campana moralizadora que, con aplauso de la opinión, esta realizando?
Sobre esto hablare en el próximo artículo. Hasta mañana pues.
 
(Artículo de costumbres tomado de Carteles, 18 de octubre 1925)

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.