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«Una de las muy pocas labores que en esta época de crisis de los parlamentos realiza nuestro Senado, es la labor trascendentalísima de conceder autorización para usar títulos y condecoraciones a los ciudadanos de la República, y discúlpeseme si uso todavía ambas palabras para designar a nuestra ínsula y sus insularidades», refiere el articulista, bajo el seudónimo de El curioso parlanchín.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring

 

Una de las muy pocas labores que en esta época de crisis de los parlamentos realiza nuestro Senado, es la labor trascendentalísima de conceder autorización para usar títulos y condecoraciones a los ciudadanos de la República, y discúlpeseme si uso todavía ambas palabras para designar a nuestra ínsula y sus insularidades.

Éstos padecen hoy fiebre aguda de títulos y condecoraciones.

Cualquiera que tenga dos pesetas, tres carros de marcas caras y un chalet con visos de palacete en el Vedado o los repartos de moda, se da un viajecito por Europa y en alguna de las cortes del Viejo Mundo se compra su titulito, que será más suyo, que si lo hubiese heredado, pues su dinero le costó.

El título del título no es difícil de encontrar, pues se utiliza el nombre de la estancia pueblerina donde el fresco ¡y bien fresco! aristócrata nació y fue mozo de corral, o de la bodega o almacén habaneros en donde se inició, de fregador de platos, en la carrera que tan buenos pesos le ha producido y gracias a los cuales ha podido comprar su coronita. (Con esto no quiero afirmar, aunque tampoco niegue, que se encuentre, además, coronado. ¡Líbreme el Señor de un mal pensamiento, o de descubrir secretos a voces!)

También es fácil lograr estos titulitos haciendo alguna fuerte limosna para el cepillo de San Pedro, que como se ve es un cepillo que barre para adentro y que a cambio de dólares de buena ley, que pesan qué se yo cuántas liras, se entregan indulgencias o titulitos. Bueno, que este cepillo de San Pedro se parece a esas cajas registradoras o de sorpresas que por un buen níquel de a cinco centavos dan un mal caramelo de a ¼ de centavo.

Una vez conseguido el titulito, es indispensable que la noticia se de a conocer por los cronistas sociales, el maestro de la crónica habanera en primer término.

Desde luego que no se dice que el titulito fue comprado, sino que «S. M. el Rey Tal o S. S. el Papa Cual, teniendo en cuenta los grandes servicios que a la monarquía o a la religión ha prestado el conocido, prominente y acaudalado hombre de negocios o banquero o hacendado o industrial, señor Don Ramón Fernández López, González, Martínez o Sánchez, ha tenido a bien concederle el título de Marqués o Conde de… (aquí el nombre de la bodega, almacén, corral, etc., etc., de que hablé antes)».

También se suele meter la bola de que el nuevo marquesado o condesado es un antiguo título de familia, recuperado ahora, después de varios siglos de abandono.

Para celebrar tan fausto acontecimiento nunca viene mal el ofrecer una fiesta en la que —de aquí en adelante— será «la aristocrática mansión de los Marqueses o Condes de…»

El día de la fiesta lucirá el chalet o palacete el escudo de armas de los flamantes marqueses o condes en el dintel de la puerta de entrada.

A los criados se les enseñará a decir en vez de «caballero y señora», «Señor Marqués, Señora Marquesa, Sr. Conde, Sra. Condesa».

El nuevo título se mandará a hacer su correspondiente sortija con su correspondiente corona y escudo nobiliarios, escudo y corona que serán repartidos profusamente en pintura, grabado o bordado, en automóviles, muebles, ropas, incluyendo de cama y cocina, libreas de los criados, papel de cartas y hasta recibos de almacén o vales de la finca, colonia o ingenio.

Ya no se firmará jamás ni permitirá que lo nombren o llamen por su modesto nombre de pila, el que sus padres le pusieron en la remota aldea. Será siempre «El señor Marqués o Conde de Tal por Cual».

Para que el público se acostumbre a usar el nuevo título y conocer e identificar por él a la persona de su poseedor y… comprador, es necesaria mucha propaganda, que queda encomendada a los protagonistas sociales, los cuales en las listas de asistentes a los cines, teatros, tes, etc., dedicarán siempre, previo convenio, párrafo aparte a la nueva marquesa o condesa. Los hay que hasta se dedican a llamar por teléfono a sus amigos, conocidos y dueños de tiendas y establecimientos donde compran para participarles la buena nueva.

Con esta propaganda y anuncio de los nuevos títulos de que está abarrotándose —más aún que de polacos vendedores de corbatas— La Habana, me ocurre lo que con los nombres nuevos de las calles de nuestra ciudad. Cada vez que leo un nombre nuevo de calle, o un título que ha sido reciente y más o menos costosamente…mercado, me vuelvo loco, y lo mismo les pasará a los demás mortales sin título, tratando de averiguar a qué calle antigua y conocida corresponde ese nombre, o a qué… buche o guaricandilla corresponde ese marquesado o condesado.

Menos mal, que en cuanto a las calles, se encuentra enseguida la equivalencia, en la relación que publica la guía del teléfono.

— ¡Hombre! —exclamamos— ¿Quién me lo iba a decir? Pues ¡si Mayor Gorgas es Virtudes!

Es muy difícil, en cambio, porque no hay a mano fuentes de información, averiguar quién es el Marqués o la Condesa de Tal por Cuales de que habla Fontanills en su última crónica, como asistentes al cine o a las carreras de caballos o a la noche veneciana del cabaret tal.

—Pero… ¿quién será este marqués o esa condesa?

Nada… que se vuelve uno loco, sin lograr averiguarlo. Hasta que un buen día, un amigo lo saca a uno de dudas y nos despeja la incógnita, y, entonces, ¡qué sorpresa!, descubrimos que el Excmo. Señor Marqués de X Z o la Excma. Señora Condesa de J. K, eran de lo más tratado que nosotros teníamos.

— ¡Pero si era el tipo de Don Pancho López Fernández, Sánchez, González o Martínez! —exclamamos cayéndonos de las nubes, o también:

— ¡Si se trataba de Cusa, Cachita o Cucufita, lo más virulilla o picúo que conocíamos!

Para acabar con estas dudas e incertidumbres, me permito pedirles a los administradores de la Compañía de Teléfonos, publiquen, como hacen con los nombres de las calles habaneras, una lista con las equivalencias de los títulos y titulitos de que está hoy inundada y abarrotada La Habana, más aun que cuando la congestión de los muelles.

O, ¿por qué el Sr. Govantes, que tanto y tan feliz éxito ha alcanzado con la restitución de sus nombres primitivos a las calles de nuestra capital, no acomete también la empresa, no menos necesaria, de restituirles sus nombres de pila a los flamantes marqueses y condeses que padecemos?