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{mosimage}Sobre cómo el dios Momo, «abandonando su reino y abdicando su corona, se fue a vivir a una isla del planeta Tierra, 'la más hermosa y la más... divertida que ojos humanos vieron'»
Como es natural, el dios Momo se encontró en aquel país a sus anchas; allí se vivía en perpetua mascarada, en eterno carnaval...

Y he aquí que el dios Momo, después de cuatro largos años de ausencia, volvió de nuevo a la tierra, para alegrar y entretener a los hombres con sus locuras, con sus mascaradas y sus piruetas.
Y volvió alegre y risueño, como nunca, pensando que la Humanidad, después de las privaciones y los dolores sufridos y la sangre y las lágrimas derramadas durante la horrible contienda que acaba de conmover al orbe entero, se encontraría ansiosa de mitigar sus penas y sus tristezas, – que olvidarlas por completo era imposible– y lo recibiría a él, dios de la Alegría y el Placer, con palmas y flores; postrándose rendida ante sus plantas y tributándole, con el más vivo entusiasmo, durante los breves y efímeros días de su reinado, pleitesía y homenaje.
Y el dios Momo empezó a recorrer los pueblos de la tierra.
Y en todos ellos fue recibido con manifiesto descontento y hostilidad. No estaban aún restañadas las heridas, ni reparados los males y daños que la guerra produjo, para que pudiesen pensar siquiera los hombres en fiestas y placeres. Y a aquellos otros pueblos a los que no afectó, tan directa e intensamente, la horrible carnicería humana, les preocupaban y absorvían por completo sus cuestiones interiores, mirando también y previendo el nuevo orden de cosas que con la paz había de venir y la posición y las ventajas que ellos podrían alcanzar en el mañana.
Y el dios Momo, cual otro Judío Errante, fue de nación en nación, sin que en ninguna quisieran recibirlo. Y así visitó el Antiguo y el Nuevo Mundo, pasando por ciudades populosas y por humildes aldeas, por grandes Estados, y por pequeñas nacionalidades.
Y en todas partes era rechazado por chicos y grandes, hombres y mujeres.
Y, triste y abatido, iba ya a abandonar la tierra y a remontarse al Olimpo, cuando recordó que no había visitado una isla, «la más humana que ojos humanos vieron», bella por su cielo y por su suelo, pródiga y admirablemente dotada por la Naturaleza, de tierras feraces como ningunas, y de mujeres las más deliciosamente sugestivas, encantadoras y atrayentes que han existido ni es concebible que existan.
Y, como última prueba, se dirigió hacia aquella isla, aunque sin esperanza de ser bien recibido, porque si era cierto que aquel pueblo no había experimentado con la misma intensidad que otros los horrores de la gran lucha armada, había sufrido, en cambio, todos los contratiempos, privaciones y dificultades inherentes a la misma, agravados en su caso, porque su condición especial de pueblo pequeño y nuevo le presentaba a diario otros muchos y complicados problemas de meditada y difícil solución.
Creyó, pues, el dios Momo, cuando puso la planta en aquella isla; que durante los últimos años la templanza y la abstinencia se habían guardado allí con más rigor que en otros países; que el espíritu de sacrificio, de desinterés, la virtud privada y el patriotismo eran más firmes y puros que en el resto de los hombres; que iba a encontrarse con un pueblo laborioso y sencillo, dedicado tan sólo a la conservación de su independencia y soberanía, y a conseguir, por todos los medios posibles, el aumentar sus riquezas, engrandecerse y prosperar, labrándose así, sobre firmes bases, su porvenir y su vida y mereciendo en el presente y en el futuro el respeto de los demás pueblos de la tierra; y pensando estas cosas y razonando de esta manera consideraba ya el dios Momo inútil su viaje a aquella isla y esperaba ser recibido en ella aún con más repulsión y animosidad que en los otros pueblos, cuando llegó a la capital de la nación. Con temor entró ella.
Y empezó a recorrer calles y paseos, sin que nadie lo estorbase ni aún pusiesen atención en él.
A pesar de su traje de colorines y cascabeles, de sus bromas, sus risas y sus piruetas, pasaba desapercibido para los habitantes de la capital de aquella isla. Confundido con ellos visitó toda la ciudad y vio con asombro y regocijo que la ciudad entera vivía en perpetua fiesta, mascarada y orgía, en eterno carnaval.
Una de las cosas que más le llamaron la atención y alegraron fue que la ciudad parecía una enorme casa de juego. Hombres y mujeres vivían pendientes de los números favorecidos por la fortuna, ya en la lotería nacional, ya en las diversas e incontables rifas privadas y clandestinas que en todos los barrios se jugaban diariamente, ya del favorito o electricista, ganador en las carreras de caballos, ya del pelotari triunfador en partidos o quinielas, ya del resultado de las peleas celebradas en las vayas de gallos. Y, lo mismo el banquero que el labrador y hasta la encopetada dama o la espiritual señorita del gran mundo, se levantaban o acostaban pensando en los terminales que saldrían premiados en la rifa de la que ellos habían tomado números o papeletas.
Y, por las noches, corría el oro a raudales sobre el tapete verde, o sobre las mesas del «pintado pino», en los clubs elegantes y en los círculos de obreros y el pocker o baccarat eran siempre el final obligado – tal vez el verdadero y mal oculto objeto– de los bailes y recepciones que en sus palacios o quintas ofrecían los grandes personajes de la política o del smart–.
Así, hombres y mujeres, en aquella isla, vivían felices y contentos, sin preocupaciones de ninguna clase, consagrados por completo al placer, teniendo por lema aquella máxima que pone un escritor contemporáneo en boca de uno de los personajes de su más famosa novela: «la verdadera felicidad consiste en proporcionarse el maximum de goce con el minimum de esfuerzo».
Y no era que tuviesen los habitantes de aquella tierra resuelto sus problemas internos y externos. No. Por el contrario, auqel pueblo no sabía aún si realmente era libre y soberano. Sus hijos se hallaban distanciados entre sí y en constantes luchas y discordias; unidos, empero, cuando de darse gusto se trataba o de vivir sabrosamente. Y, mientras, otro pueblo vecino, poderoso y temible, expiaba todos los actos de aquel pueblo pequeño, amenazándolo constantemente con una intervención, que a la postre podía convertirse en anexión definitiva.
A medida que el dios Momo fue conociendo a los habitantes y enterándose de las costumbres de aquella isla – forma de gobierno no recordamos si era monárquica o republicana– se encontró con políticos y gobernantes que se daban careta unos a otros, pretendiendo cubrir sus ambiciones, intereses y lucro personal, con la máscara del desinterés y el patriotismo; moralistas y padres de la patria que no eran en el fondo sino vividores de oficio; sabios y consagrados, que tenían el cerebro como el del busto de la fábula; celosos maridos, que vivían a costas de sus esposas; severos padres de familia que buscaban la manera de colocar a sus hijas y encontrarles a toda costa un buen partido; notables médicos que, después de disputarse entre sí los enfermos, para seguir curándolos durante largo tiempo, eran capaces de hacer que contrajesen nuevas enfermedades o de abrirles por gusto el vientre para justificar los honorarios de una operación o las dietas de las clínicas de que ellos eran dueños; honorables abogados fieles guardadores... en su bolsillo, de la hacienda de huérfanos y viudas; valientes militares, héroes en cien batallas... amorosas o en mil atropellos de infelices vagos o indefensos campesinos; músicos, pintores o escultores de renombre y fama, por haber copiado... malamente lo que otros grandes artistas habían producido; periodistas incorruptos, dispuestos a vender y revender su pluma mientras hubiese quien se la comprase; honrados gobernantes que a los pocos meses de ocupar sus pueblos fabrican palacios, arrastraban automóviles y constituían fabulosas empresas; virtuosas señoritas, que tenían que buscar a la carrera marido que no tratase de averiguar el pasado, y fuese poco exigente para el porvenir; patriotas intachables que para conservar su posición política o adquirir otra mejor, entregaban sin escrúpulos la patria al extranjero; comerciantes, banqueros e industriales, de reconocido crédito y solvencia que habían levantado y sostenido su fortuna o su negocio, por la explotación y el engaño... todos, en fin, hombres y mujeres, cubiertos con la máscara que mejor ocultase sus vicios, sus pasiones, sus defectos y sus maldades. Todos pretendiendo darse careta; aunque en el fondo todos se conocían perfectamente y estaban convencidos de lo que cada cual perseguía y aspiraba; y, si a pesar de esto, trataban de engañarse, no lo hacían para conseguirlo, sino como una diversión más, refinada, exquisita y sutil.
Como es natural, el dios Momo se encontró en aquel país a sus anchas; allí se vivía en perpetua mascarada, en eterno carnaval; no les importaba a sus habitantes que la nación se hallase, en lo político, en lo internacional y en lo económico al borde de un abismo: mientras hubiese de qué sacar diversión y placer, no había motivo para preocuparse; y era cosa de poca monta para ellos el que llegasen a perder la patria si antes habían podido explotarla bien y a gusto.
Y el dios Momo, encantado con aquel pueblo y con aquellos hombres que tenían el alma de histriones, eran maestros insuperables en el engaño y habían nacido para el placer y la orgía, y, comparado con los cuales, él, dios de la alegría y el placer, era poco menos que un pigmeo; resolvió abandonar para siempre el Olimpo y quedarse, como un simple ciudadano o súbdito más, en aquella isla maravillosa, republica o monarquía, no recordamos bien.
Y así fue como el dios Momo, abandonando su reino y abdicando su corona, se fue a vivir a una isla del planeta Tierra, «la más hermosa y la más... divertida que ojos humanos vieron».
Y esto ocurrió a los 4306 años del Diluvio universal.