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 Una reflexión sobre la seriedad del estudiante, y un llamado para que no desaparezcan por completo los «jóvenes divertidos, violentos, revolucionarios, que alegraban con sus novatadas y sus juegos las aulas», hace en esta ocasión el cronista.
«La juventud, como dice un ilustre escritor español, debe ser arrogante, violenta, alegre, apasionada, iconoclasta».

No puede negarse que la sociedad cubana va perdiendo poco a poco todas aquellas notas y caracteres que le daban, hace más de medio siglo, cierta personalidad, si no bien definida, bastante marcada, al menos para que nuestros abuelos, al comparar las costumbres de hoy con las de su época, exclamen entristecidos: ¡esto no se veía en nuestro tiempo!
¡Cuántos tipos y cosas, genuinamente criollos, se han ido borrando con el transcurso de los años, hasta desaparecer por completo!
Ya no existen ni el Mayoral, ni el Calesero, ni el Celador de Barrio; y, apenas si recordamos lo que fueron el «día de Reyes» –el carnaval de los pobres esclavos–, la «verbena de San Juan», las «ferias», el «día de San Rafael»...
En nuestros tiempos, uno de los tipos que más notables e importantes transformaciones ha sufrido, es el del estudiante.
Hoy día el estudiante habanero no tiene fisonomía propia, carece de personalidad. Es un joven que en nada se diferencia, a no ser en que se dedica a los estudios, de los demás jóvenes.
Levántase temprano, asiste puntual a las clases de la mañana y medio día; por la tarde va al Malecón, y por las noches al teatro o a alguna visita.
Fuera de esto, lo que más hace es «lonchar» a la salida de clases en el «tablero» de «Veneno», el popular dulcero de los estudiantes, pasear por la Calzada de San Lázaro en tranvía a los acordes de los campanillazos que toca uno de los del gremio; y, tal vez, alguna que otra noche, asista a algún teatro sicalíptico o haga su «recorrido» por los suburbios o «zonas» de la capital.
El estudiante habanero padece de un mal terrible, mortal: la seriedad.
Aquellos jóvenes divertidos, violentos, revolucionarios, que alegraban con sus novatadas y sus juegos las aulas del viejo Colegio y Seminario de San Carlos, y que con sus bromas, sus fiestas y sus correrías dieron nombre y vida a la «Acera del Louvre»; y más tarde, cuando la patria los necesitó, sin perder la risa de los labios ni la alegría del corazón, marcharon decididos y valientes a nutrir las filas libertadoras; aquellos jóvenes, repito, han sido sustituidos en gran parte por los jóvenes de hoy, serios, tranquilos, estudiosos, sumamente estudiosos.
En la apertura del curso universitario de este año, hemos podido apreciarlo. Han llegado ya hasta querer suprimir las novatadas, que existen en casi todas las naciones de Europa, y que vienen a ser algo así como el «espaldarazo» con que se arma al nuevo estudiante.
Si queremos imitar la seriedad y el aplomo de la juventud de otras naciones, bien está; pero fijémonos que el estudiante alemán, por ejemplo, puede estudiar y ser un hombre de provecho, cumplidor de sus deberes, sin dejar de ir a la «Academia del Vals» y ostentando orgulloso en su «físico» los golpes y las heridas que recibió en duelos y novatadas.
La juventud, como dice un ilustre escritor español, debe ser arrogante, violenta, alegre, apasionada, iconoclasta.
Y todo esto no le impedirá, cuando llegue a la edad madura, ser también constante en las empresas que acometa, trabajadora, seria en sus negocios, honrada, formal.
Lo que no puede ni debe hacerse es trocar las edades. Por algo la naturaleza le ha dado a la juventud y a la vejez caracteres diametralmente opuestos.
Nuestros jóvenes se olvidan de ello y quieren parecer viejos en sus obras y hasta en su manera de pensar.
Todos, o casi todos, tienen ideas conservadoras. Recuerdo que hace dos o tres años abrí en una revista de Derecho que entonces dirigía, una «enquete» sobre el divorcio. Pensé que los abogados e intelectuales jóvenes votarían, como un solo hombre, a favor de tan progresista reforma. Pues, trabajo inmenso me costó encontrar algún joven que no fuese furioso antidivorcista. Y de modo parecido opinan respecto a otros problemas sociales y políticos que aún en las viejas naciones de Europa, se van resolviendo en sentido liberal más o menos amplio.
Y en sus obras, es también nuestra juventud, como antes he indicado, seria y tranquila. Hace poco tuve ocasión de ver una fotografía sacada al salir de clase a los alumnos de una de las Facultades de nuestra universidad. No había uno solo que se estuviese riendo. ¡Felices los que hasta para retratarse toman la vida en serio! De ellos será el reino de los cielos.
Y en la comedia política sucede lo mismo. Los tribunos más prudentes, menos apasionados, más respetuosos con el adversario, suelen ser los jóvenes.
¿A qué se debe este fenómeno? Su estudio corresponde al sociólogo. Al «costumbrista» le basta darlo a conocer a sus lectores.
Solo me atreveré indicar que es triste que nuestros jóvenes, olvidando que la juventud es un tesoro inmenso, quieran a la fuerza parecer viejos. Las consecuencias para el mañana han de ser funestas.
Así como las mujeres honradas al llegar a cierta edad sin haber gustado del amor y del placer prohibidos, suelen padecer lo que llama Octavio Feuillet, la «crisis»; de modo parecido, los hombres que en su juventud no han gozado de la vida, tienen que disfrutar de ella irremediablemente cuando son viejos.
Brillante porvenir, pues, el nuestro. Los jóvenes de hoy, formales, serios, tranquilos, incapaces de «romper un plato», están llamados a ser los «viejos verdes» de mañana. Tengan mucho cuidado las niñas de entonces.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.