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 A propósito de la celebración en La Habana del Primer Congreso Jurídico Nacional, el articulista escribió «unas cuantas palabras sobre lo que han representado y representan hoy día entre nosotros los hombres de toga».
«... a través de todos los tiempos y en todas las épocas, ha existido y existe, viviendo y medrando a costa de sus infelices víctimas, el picapleitos, intrigante y enredador...»

Ahora, que con motivo de la celebración en nuestra capital del Primer Congreso Jurídico Nacional, se encuentran reunidos en La Habana los más notables abogados de toda la República, me parece oportuno decir unas cuantas palabras sobre lo que han representado y representan hoy día entre nosotros los hombres de toga.
 Nuestras costumbres curialescas a principios del siglo XIX no eran muy recomendables, que digamos, lo cual sucedía, más o menos, en toda la América, como lo prueba el hecho de que Hernán Cortés, en carta a Carlos V, acompañándole los tesoros de Moctezuma, protestara contra los picapleitos, diciéndole al Monarca: «le suplicamos que no enviase letrados porque entrando en la tierra la pondrían revuelta con sus libros y habría pleitos y disensiones».
En 1777 y gobernando esta Isla D. Diego José Navarro, era tal la desmoralización que existía en los tribunales de justicia, que un historiador de aquella época, Valdés, declara que «ningún otro pueblo excede a La Habana en su arraigada y destructora intriga, excepto acaso algunos pueblos del interior; pero el descaro e inmoralidad de los papelistas de La Habana es capaz de imponer temor a todo hombre de bien, celosos de su honor y tranquilidades... en La Habana está tan desacreditada la fe pública y privada que basta que cualquier atrevido papelista, se empeñe en eludir los contratos más autorizados para que queden sin efecto, pues para todo encuentran evasiones legales... en La Habana ninguno gana un pleito, pues regularmente las costas son proporcionales a la gravedad del pleito y su demora tanta, que muchas veces, aburridos y espantados huyen los litigantes de sus defensores y este mal es de grande extensión».
De más está decir que el abogado cubano ha ido evolucionando progresivamente y se complace hoy día en prevenir como higienista, más que en presumir de taumaturgo.
Bien es verdad que aún nos quedan algunos representantes de aquel tipo del letrado antiguo, apegado por completo a la letra de la Ley, a la rutina y al formulismo más exagerado: no faltándonos, tampoco, el eterno picapleitos, discípulo de aquel famoso Diego Pérez que en 1613 y siendo el único abogado que existía en Buenos Aires, llegó a tener tan mala fama que al enterarse los vecinos que llegarían en breve a la ciudad tres nuevos abogados, pidieron al cabildo no permitiera la entrada «a enredadores y embusteros de tal calaña», pues les sobraba con Diego Pérez. Y padecemos también el tipo del abogado práctico, pintado admirablemente por Jesús Castellanos al decir que es «el abogado sin ortografía, preso de feroz mercantilismo que desconoce lo que fueron Grecia y Roma y no sabe ni siquiera la historia de su propia tierra».
Porque es indudable que, a través de todos los tiempos y en todas las épocas, ha existido y existe, viviendo y medrando a costa de sus infelices víctimas, el picapleitos, intrigante y enredador, hombre sin pudores ni conciencia, cuya única habilidad e inteligencia consiste en saberle buscar las cosquillas a la ley «capaz de pleitearle con el mismo Satanás, y de embargarle, en pago de costas y honorarios», los cuernos a la luna.
Pero estos son los fariseos de la carrera. El abogado cubano, es otro muy distinto, y buena prueba de ello la tenemos en el hermoso espectáculo que están ofreciendo en estos días los togados de toda la república, reuniéndose para reformar y modificar de acuerdo con el progreso de las ideas y de la civilización, nuestras caducas y anacrónicas leyes.
Y en esto, no hacen más que seguir una gloriosa tradición, porque no debemos olvidar que cubano y genuinamente cubano es el tipo, desaparecido ya casi por completo, del abogado de familia, el cual, efectivamente, era entre nosotros una verdadera institución. No solamente se le consultaban los pleitos y demás cuestiones judiciales; su cuestión era mucho más extensa y trascendental. Era el consejero y el mejor amigo de la familia, al que se acudía con fe absoluta, siempre que en el seno del hogar se presentaba alguna cuestión de importancia, algún caso de orden privado que resolver.
Y el abogado, como aquellos ancianos de la tribus, consolaba a la familia en sus tristezas y en sus infortunios, la guiaba en la época de esplendor, y su consejo se tenía siempre en cuenta hasta para realizar un matrimonio, un viaje, y resolver algún disgusto o lucha entre los miembros de la familia.
De más está el decir que las características de este tipo del abogado cubano, eran la lealtad, la honradez, la abnegación, el desinterés.
Nuestra tierra, pródiga en riquezas, ha sido también fecunda en grandes negocios para los letrados. Y aunque nuestros bufetes no lleguen a producir las 70 u 80 mil libras esterlinas que producen muchos bufetes de Londres, ni los dos o tres millones de dollars de honorarios que por algunos negocios han llegado a cobrar los abogados norteamericanos, hemos tenido también épocas famosísimas en la historia del foro habanero.
Recuerdo que Jesús M. Barraqué, en un artículo sobre Leopoldo de Sola, nos narra en breves párrafos lo que él llama «la edad de oro del foro habanero». Al terminarse en 1878, con el convenio del Zanjón, la revolución de Yara, regresaron a Cuba todas aquellas familias que a consecuencia de la guerra se habían visto obligadas a migrar al extranjero. Bien sea porque durante los diez terribles años de la guerra quedasen abandonados, como no podía menos que suceder, bienes e intereses, bien sea por la gran cantidad de abogados que vinieron entonces a Cuba, bien por la necesidad en que se encontraban éstos de vivir y los capitalistas y propietarios de poner en orden sus negocios; o bien por todas estas causas reunidas, comenzó en ese año de 1878, lo que ha dado en llamarse «la edad de oro de nuestro foro», período, el más agitado porque ha pasado éste y durante el cual hicieron, como vulgarmente se dice «su agosto», abogados, escribanos y demás gente de pluma: los pleitos, litigios y negocios eran tan extraordinarios como innumerables, el trabajo de los bufetes y escribanías excesivo, pero las ganancias compensaban sobradamente tantos empeños y afanes.
Hoy, podemos decir que estamos atravesando otra época no menos famosa, una especie de renacimiento, que para gloria nuestra, no sólo atañe a la parte comercial y productiva de la carrera, sino también a algo más grande y más noble que se puede sintetizar en esta afirmación, que en un notable artículo, publicado hace años sobre «La dignidad de la toga», hace el Dr. Cueto: «tengo por cierto que de todas las clases de la sociedad, ninguna ha contribuido tanto como la de los abogados a las mejoras sociales y políticas y ninguna puede ni debe influir más en su firmeza y solidez».
Para bien de todos, y principalmente de viudas y huérfanos desvalidos, deseamos que cada día disminuya más el número de los picapleitos, y que sean éstos sustituidos por los verdaderos letrados tal y como los conciben los doctores Bustamante y Solo, Presidente y Secretario de nuestro Primer Congreso Jurídico. El primero contestó una vez a alguien que le preguntara si debía poner, en un escrito, delante de la palabra «Letrado», el calificativo de «Señor»; «¿Para qué?, ¿Qué mayor título, noble y enaltecedor, que el de letrado? Y el segundo, propuso no hace mucho se adoptara como lema por nuestros abogados, esta sentencia que no desdeñaría en afirmar Papiniano: «Justicia con honor, honor con justicia».