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 Por el trato deferente que le prodigaron los amos, este personaje adquirió rango aristocrático dentro de la servidumbre doméstica.

Mientras los demás esclavos usaban ropa sencilla, de baja calidad y pobre colorido, el negro más valorado de la casa, el calesero, hacía derroche de oro y plata, adornos comunes de su atuendo de trabajo.

 Durante casi todo el siglo XIX, el carruaje peculiar de las clases acomodadas en La Habana fue la calesa, tirada por un caballo y conducida por un cochero de tez oscura y atuendo llamativo: el calesero.
Conformaban la calesa una carrocería parecida a la de los cabriolés franceses, sostenida por dos grandes ruedas y con dos largas varas para sujetarse al caballo que montaba el calesero.
De niño, este esclavo entretenía a los hijos de los amos y, de joven, servía de paje a la señora en sus visitas y paseos. Esa cercanía a los patrones, además de asegurarle una privilegiada posición, le permitía adiestrarse para su cometido futuro.
Los caleseros eran por lo general negros de estatura pequeña; su tesoro residía en la juventud, pues transcurrida ésta debían retirarse del oficio. No vivían agrupados en azoteas, traspatios o entresuelos –como el resto de la servidumbre–, sino en las dependencias adyacentes.
Aunque sus deberes consistían en bañar y alimentar a las bestias, conducir y mantener la calesa reluciente, muchos sobrepasaban esos límites, involucrándose en las aventuras y amoríos del señor. El calesero era el aristócrata de los esclavos, y costaba trabajo poseer uno, porque era prenda de inestimable valor. «Quien tenía un buen calesero jamás se deshacía de él», según Fanny Erskine, marquesa Calderón de la Barca.
Amén de estos privilegios, su elemento diferenciador por excelencia fue el uniforme, pues mientras los demás esclavos usaban ropa sencilla, de baja calidad y pobre colorido, el negro más valorado de la casa hacía derroche de oro y plata, adornos comunes de su atuendo de trabajo. En éste sobresalían un sombrero de copa conocido por la bomba, una librea o chaqueta de paño, y altas botas de cuero. Cuando viajaban al campo, los caleseros sustituían la librea por una chaqueta de dril crudo con vivos de paño; la bomba, por un sombrero de jipijapa, y además llevaban chaquetón doble por si llovía.
Siguiendo los aires foráneos, las aristocráticas familias de los Valle, Herrera, Montalvo, Cárdenas y Peñalver no sólo cincelaron sus escudos nobiliarios en las vajillas, sino que galonaron con atributos heráldicos las libreas de sus caleseros. Esos galones, con escudos de armas, rematados por yelmos y coronas, se bordaban a mano o eran confeccionados en telares especializados de casas francesas o españolas, por ejemplo la fábrica madrileña de José Antonio de las Heras «en la Puerta del Sol, frente al Vivac». Establecimientos habaneros como la sedería El Palo Gordo, en Muralla y Mercaderes, anunciaban la venta de galones «con escudos de la familia Cárdenas, trabajados en Francia a 20 reales la vara».
Los nobles enviaban el diseño de sus escudos con los colores heráldicos y el tamaño deseado; las casas manufactureras devolvían rollos repetidos y entonces se procedía a insertarlos cual ribetes en los puños, así como en las partes anterior y posterior de las libreas. El rango de la familia podía inferirse de la decoración en las chaquetas de sus caleseros. Si estaban ornamentadas con galones de oro y plata, con motivos geométricos y vegetales, se trataba de comerciantes de poca categoría o de quienes se dedicaban al alquiler del carruaje. La aristocracia jamás dejó de exhibir sus armas en las libreas de los caleseros, pues con ello mostraban su lugar en la sociedad. La preocupación por esta pieza del atuendo fue tal que, a mediados del siglo pasado, los condes de Fernandina introdujeron libreas diferenciadas básicamente por el color: rojo escarlata para el verano y azul prusia para el invierno. Al igual que la librea, los botones indicaban linaje y eran troquelados finamente conforme al diseño de la chaqueta. Se fundían en plata, pero ya entrada la segunda mitad del siglo XIX algunas familias nobles prefirieron dorarlos. Los caleseros de la naciente burguesía usaban botones con las iniciales de sus dueños impresas y motivos caligráficos entrelazados, mientras que los conductores de calesas para alquiler llevaban botones muy pulidos y sin ornamentos.
La calesa tuvo la primacía del escenario público habanero en las primeras décadas del XIX, y el calesero exhibió su preciosa carga en teatros, fiestas y plazas «cual caballero sobre arrogante corcel», asevera la mayoría de los viajeros que pasaron por La Habana en aquellos tiempos. Ninguno de los coches de lujo que aparecieron después, como el cupé, el landó o la berlina, pudieron competir en gracia, estilo y distinción con la calesa. Tampoco entre los nuevos conductores hubo personaje más pintoresco que el calesero.
Tomado de Opus Habana, Vol. I, No. 2, enero-marzo, 1997