Imprimir
Visto: 4010
 Muchas fueron las hipótesis sobre las causas del incendio del almacén que pertenecía al establecimiento del señor Isasi. Infortunio, negligencia, accidente, castigo divino. Las opiniones pululaban según el credo de sus defensores. Sin embargo, la prensa acechaba la más desconcertante de todas: razones financieras obligaron a Isasi a autoinfligirse la destrucción de parte de su negocio para que el seguro cubriera las deudas…algo que, gracias a la literatura, era una práctica frecuente por esa época.
El capital social de la casa Isasi y Cía era de 160 mil pesos oro y, en caso de quiebra por causas ajenas al desempeño financiero-comercial, Isasi quedaría con una fortuna de 110 mil pesos oro. En castellano… sólo perdería 50 mil pesos. Ni con un incendio perdería pecunio.

Una de las consecuencias más inquietantes del incendio del almacén de la ferretería de Isasi, el 17 de mayo de 1890, fue la incertidumbre sobre sus causas. Después de terminadas las labores de escombreo y recuperación de las víctimas, a lo largo del confinamiento del culpable y en medio de la mayor confusión, la falta de información concreta hizo crecer las conjeturas alrededor de los móviles de esa devastadora hecatombe.
El populacho, acostumbrado desde tiempos inmemoriales a fabular y exagerar los hechos que sabe han calado hondo en el espíritu colectivo, comenzó a hilvanar una gigantesca madeja en la que, incluso, irrumpió de vez en vez la mano negra de los anarquistas o los irredentos independentistas, quienes no quedaron satisfechos con las maniobras «pacificadoras» de los peninsulares que hicieron fracasar la Guerra Grande,  en 1878,  y la Guerra Chiquita, en 1880. Además, no faltó quién le achacara el hecho a algún incendiario en serie venido a menos.
De lo que sí estaba convencida gran parte de la prensa habanera de ese momento, en especial el diario La Discusión, era que algunos acontecimientos resultaban harto sospechosos; hecho que no pasó desapercibido para los abogados querellantes, al servicio de las familias de las víctimas que decidieron castigar la negligencia del ferretero. Por sólo citar algunos de estos movimientos dudosos, se hizo rápidamente público que las pólizas de seguro, distribuidas en cuatro casas y que estaban por expirar el domingo 18 de mayo, fueron pagadas el mismo día de la catástrofe. Podía haber esperado hasta el lunes 20, pues, según la prensa, era para el día 22 de mayo que tenía pasaje vía España para «reunirse con su familia». El capital social de la casa Isasi y Cía era de 160 mil pesos oro y, en caso de quiebra por causas ajenas al desempeño financiero-comercial, Isasi quedaría con una fortuna de 110 mil pesos oro. En castellano… sólo perdería 50 mil pesos. Ni con un incendio perdería su pecunio. Al contrario. Asimismo, como para justificar una gran explosión, algunos días antes, Isasi había adquirido considerables cantidades de pólvora…para la venta.
Aunque no han aparecido vestigios de ruina o endeudamiento, la situación del país no era holgada. Se sabe de una crisis económica de corto plazo que atenazó a la metrópoli  española desde los mismos inicios de 1890 y el hecho de que se extendiera a las colonias no es algo descabellado, si atendemos al sistema de relaciones coloniales que mantenía el reino ibérico. No obstante, es algo que se debe investigar de manera más profunda, pues este acercamiento no es suficiente para desglosar todos los elementos.
Como es conocido, la prensa se erige como una de las fuentes historiográficas más ilustrativas sobre los procesos económicos, políticos, sociales, culturales que caracterizan a una sociedad. Esto se podía leer en la edición del 6 de junio de 1890 del diario La Discusión, rotativo que alcanzó elevados índices de lectores por la amplia cobertura que hizo de los hechos y sus connotaciones: «La situación general del país no es buena. El descontento se propaga. Estamos en un período preparatorio de grandes acontecimientos. Todos prevemos que de lo presente ha de salir algo mejor o peor. Reforma electoral como gravísima falta política, mal estado de la Hacienda, inmoralidad de oficina, apatía de los gobernantes. (…) Los años corridos desde que terminó la guerra son los que más han contribuido al desprestigio del sistema de gobierno. La guerra excusaba muchas cosas que son monstruosas en la paz. Las épocas de desórdenes sirven para disimular las incapacidades. Desde 1878 hemos estado gobernados (…) por gente de escaso vuelo».
Esta situación podría explicar el auge del contrabando por esa época en La Habana. Varios libros de historia económica destacan el difícil escenario comercial que enfrentaba Cuba, ya bajo la mirada de Estados Unidos de América. Muchos consignatarios decidieron apostar por la compra-venta de rubros deficitarios en aras de aumentar su capital. Ese es el caso de la dinamita. Como ya se ha dicho, una disposición gubernamental prohibía el trasiego mercantil de ese elemento por considerarla inestable y no apta para su uso civil. No obstante, la contravención no ha sido un obstáculo para satisfacer necesidades por estos lares, lo que se hace evidente. Los agrimensores, constructores, mineros y canteros preferían la dinamita por su superior poder destructivo y su facilidad de transportación. Gracias a «atrevidos» como Isasi burlaban a la autoridad y conseguían sus objetivos.
Sería adecuado retomar la idea del incendio autoinfligido; sobre todo porque apoya la tesis, difundida en los medios intelectuales contemporáneos, de la pertinencia de la arqueología literaria. Actualmente ha cobrado fuerza la tendencia de autentificar la literatura, en específico la ficción, como un medio eficaz para reconstruir procesos históricos, costumbres, inclinaciones, fenómenos y tendencias políticas, culturales... Sin ánimo de convertir estas líneas en una apología a favor de la aptitud de la literatura como fuente histórica, vendría al caso acotar que una obra literaria, enmarcada dentro de la estética costumbrista —que como se sabe, se orienta a destacar, perfilar o caricaturizar las «costumbres» de un lugar en un momento determinados—, ha ofrecido datos sobre la tendencia de algunos comerciantes, ante el peligro de quebrar por deudas, de entregar sus negocios al fuego para cobrar una indemnización y no tener que responder ante el fisco.
Me refiero a Don Aniceto, el tendero, de Ramón Meza. Conocido por su obra Mi tío el empleado, Meza es el escritor costumbrista cubano por excelencia. Exaltado por José Martí quien, además de ser el Héroe Nacional de nuestro país, fue un genial crítico, Meza transmite a través de sus obras, además de situaciones, criterios, sensaciones, estados de ánimo, tendencias, hábitos, modos de pensamiento. Le toma el pulso a la sociedad sin perder ninguna de sus pulsaciones. Por esa razón resulta tan ilustrativa la solución dramática que utiliza Meza para sustentar la descripción de un establecimiento comercial urbano de fines del siglo XIX habanero. Don Aniceto, un tendero caricaturizado, que de seguro personifica en sí mismo a muchos de su tipo, decide tomar el camino de la autoflagelación ante la ínfima venta de sus servicios y las grandes pérdidas provocadas por sus especulaciones. En un momento de la novela dice el personaje principal: «Quería concluir de una vez; era preciso adoptar una resolución enérgica, asegurar la tienda, hacerla estallar. Otra cosa no podía hacerse, dada la terrible crisis  que dificultaba la vida y los negocios en el país».1
La descripción del incendio, de la llegada de los bomberos y su rutina operativa es una fiel recreación de los métodos de extinción de incendios del siglo XIX; sirva de ejemplo que también dedica un espacio a la rivalidad entre los cuerpos, por la manera con que exalta la presencia y acción de los efectivos del Comercio, resaltando sus cascos, su indumentaria, su rapidez y habilidad. No bastarían estas páginas para reproducir todo el seguimiento que el autor hace de la actuación de los bomberos, pero algunos fragmentos ofrecerán una imagen completa de la importancia de los bomberos, no sólo para la historia social sino también para la historia de la literatura. Cuenta Meza que:

«Solo los bomberos del Comercio, aquel grupo de disciplinados jóvenes, trabajaba en silencio, atento cada cual a lo que únicamente le tocaba hacer. Sus cascos, sus herramientas, sus botas de hule, sus impermeables, todo nuevo, reluciente, limpio, reflejaba las rojizas claridades del incendio.
Discurrían entre la alborotada multitud, con la calma del que sabe bien lo que le corresponde ejecutar y con la dignidad del que cumple voluntariamente un deber honroso.
Su seriedad y orden contrastaban con los gestos descompasados y los gritos de que, en los primeros momentos, se valían los agentes subalternos de policía y la tropa armada que, como si se tratara de un combate, había acudido.
Con presteza tendiéronse las mangueras a lo largo de la calle. Y aquellos dos jóvenes arrojados que intentaban desbaratar  a hachazos la ventanilla de donde salían los lamentos desgarradores de Calixto, pedían sin cesar agua».2     

Además de que en varios momentos de la novela, el personaje de Don Aniceto menciona la posibilidad de prenderle fuego al establecimiento para acabar con sus «tormentos», ya en las postrimerías de la obra se deja entrever, de una manera más evidente, que aquel incendio, en el que casi mueren la hija y la esposa del tendero, no fue un accidente. Inclusive, se ve como se tiene que atajar la opinión general que comienza a sospechar. Se puede leer:

«Los periódicos de la tarde y los alcances dieron extensas relaciones, algunas de ellas en estilo espeluznante, para excitar la sensibilidad del lector embotado (…) Y por invariable comentario, añadían los periódicos en sus detalladas descripciones de la nueva hazaña del voraz elemento, que la sociedad propietaria de la tienda se hallaba en liquidación y aseguradas las existencias por varias compañías extranjeras.
Salustiano estuvo detenido en el juzgado mientras se hacían constar las primeras diligencias. (…) Dos o tres dependientes estuvieron incomunicados (…) Y como al cabo nada pudo ponerse  en claro, hubo de sobreseerse el sumario cuando el público, indiferente y hastiado, había echado sobre tal asunto el fallo del olvido.
Don Onofre, los acreedores, la quiebra… de todo eso al poco tiempo quedó sólo un recuerdo confuso, cada vez más lejano, como si las llamas del establecimiento lo hubieran destruido, y el viento disipado».3
 
De esta manera, la impunidad tuvo un final favorable para los intereses de los comerciantes. Don Aniceto, el tendero, tuvo al fin lo que pretendían sus ansias de grandeza: un título nobiliario; a través, claro está, del ventajoso matrimonio que logró hacer con su hija, María, y su socio, el tenebroso Salustiano. Pasaje o fábula, lo más importante es percibir el apego a la realidad con que esos escritores, como Meza, concebían sus obras. No se puede decir, de manera contundente, que Isasi haya incendiado el almacén de su ferretería, pues no se han encontrado pruebas de esto. El legajo con los expedientes de su proceso judicial permanecen perdidos de los fondos del Archivo Nacional de Cuba y lo último que se supo de él fue que partió días después de salir en libertad con destino a España. Ahora, ¿quién fue Isasi? ¿Cómo llegó a sus manos la edificación que se destruyó con el incendio? ¿Qué sucedió en los días posteriores al incendio? Esto lo sabremos en el próximo capítulo…

 


MSc. Rodolfo Zamora Rielo
Redacción Opus Habana
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Notas:

1 Ramón Meza. Novelas breves, Biblioteca básica de literatura cubana, Editorial de Arte y Literatura, La Habana, 1975, p. 101.
2  Ibídem, p. 174.
3  Ibídem, p. 178.

Fuentes:

Periódicos La Discusión, La Habana Elegante, Revista Cubana de mayo-junio de 1890
Ramón Meza: Novelas breves, Biblioteca básica de literatura cubana, Editorial de Arte y Literatura, La Habana, 1975