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 Hasta ese momento, La Habana no había conocido tamaña muestra de duelo. La gente común enmudecía al paso del cortejo. Las casas y los teatros se mantenían cerrados como si un golpe hubiera arrancado la vida. Una multitud los acompañó hasta el Cementerio de Colón. Al frente, marchaban los más altos funcionarios del gobierno colonial. A siete años de la tragedia, el capitán general de la Isla de Cuba, general Valeriano Weyler y Nicolau, inauguraba el impresionante monumento dedicado a las víctimas del incendio, que se alza en eterno homenaje al sacrificio de todos los bomberos de la historia.
«La ceremonia ha sido grave, suntuosa e imponente. Jamás hemos visto, en ninguna parte, iguales personas reunidas por la misma idea, por el mismo sentimiento y por el mismo fin».

Muchas fueron las muestras de duelo del pueblo habanero, antes y después del multitudinario sepelio de las víctimas del incendio ocurrido el fatídico 17 de mayo de 1890 en el almacén de la ferretería de Isasi. Misas, colectas públicas, funciones de teatro con fines benéficos, símbolos de aflicción y luto en casa y establecimientos públicos. Se cuenta que un restaurante habanero, frecuentado por varios miembros de los Bomberos del Comercio, decidió mantener vacías las sillas de los fallecidos, signadas por un crespón negro. Jamás nadie volvería a usarlas.

   
 Croquis aparecido en la prensa en los días posteriores al incendio en el que se marca el lugar del siniestro: el almacén de la ferretería Isasi.  Placa conmemorartiva de la primera conversación telefónica en lengua hispana, realizada entre Juan J. Musset, Bombero del Comercio, y su esposa.

La monstruosa explosión que cercenó la vida a 36 personas estremeció también los cimientos de toda la ciudad. Colocó sobre el tapete las cuitas que atenazaban su circunstancia y puso a prueba a los habaneros a través de una desdicha disfrazada de incendio. Salieron a flote los problemas económicos, las hendeduras del sistema penal, los avatares del comercio minorista, las alternativas individuales para palear la crisis económica, la inoperancia del estado de derecho y un sinfín de problemas que, de una vez, se develaron ante los ciudadanos de la añeja ciudad.
Los primeros momentos tras el estallido estuvieron marcados por el estupor. Pocos fueron los que reaccionaron rápidamente, desterrando el insistente silbido en los oídos e intentando rescatar a los supervivientes a mano limpia, sin usar ninguna herramienta por temor a herir a algún penante bajo los escombros. Poco tiempo antes de la explosión apareció una fina llovizna primaveral que no desapareció hasta varios días después. Inolvidable, destacaba la prensa de la época, la escena que se develó ante los habaneros tras desvanecerse la nube de polvo que produjo el derrumbe.

   
 Fotografía de Higinio Martínez que muestra las labores de escombreo y rescate realizadas después de sofocado el incendio.  Imagen del fotógrafo cubano José Gómez de la Carrera de la avanzada del cortejo funerario.

La esquina de las calles Mercaderes y Lamparilla se convirtió en un paisaje rocoso, serrano. Los cascotes formaban pronunciados túmulos de los que emergían quejidos y miembros humanos seccionados. Para algunos bomberos, acostumbrados incluso a rescatar infelices presas de las llamas, resultó desconcertante halar un brazo pensando en recuperar a un agonizante y, de pronto, comprobar con pavor que ya no estaba unido a persona alguna; aunque el color y el diseño de los puños pudieran ofrecer algún dato de su identidad.
Los altos mandos de los dos Cuerpos de bomberos que acudieron a sofocar el siniestro se habían acantonado a todo lo largo de la calle Lamparilla. Desde ahí dirigían las acciones de sus brigadas. Ahí también se fundieron hasta la eternidad, pues quedaron sepultados al desplomarse las paredes a causa de la explosión. La confusión era tal que, muchas veces, rescataban un cuerpo y, sólo después, caían en cuenta de que no respiraba. Algunos, incluso, murieron debajo de otros, como Francisco Ordoñez, quien expiró bajo el magullado cuerpo de el periodista Ricardo Mora. En su edición del 27 de mayo de 1890, el diario habanero La Discusión publicó un croquis, atribuido a la policía, en el cual se muestra la distribución de algunos cuerpos sin vida de bomberos, marinos, agentes de orden público y civiles. Cinco días antes, el mismo rotativo describía tal escena:
«Lámpara eléctrica, luz plateada, sonido de sordo zumbido de un enjambre de moscas, pavimento fangoso y encharcado de la ciudad. Escombros. Madera carbonizada, hierro oxidado, gases inflamados, sangre coagulada, cadáveres en estado de putrefacción. Soldados remueven los escombros, sonidos de la ciudad, un coche lejano, un perro, las azadas, el desprendimiento de escombros. Gente alrededor, lívidos, esperado que se saquen cadáveres (…) Aparecen rostros triturados por piedras enormes, brazos desprendidos, pechos roídos por gusanos, cráneos agrietados de los que cuelgan racimos de sesos. Todo bajo la lluvia».

    
 Otra foto de Gómez de la Carrera en la cual se hace evidente la gran afluencia de ciudadanos en la despedida del duelo de las víctimas del incendio del 17 de mayo de 1890.  Fotografía de la multitud que participó en el sepelio de los bomberos fallecidos. Obsérvese al fondo el Teatro Tacón.

Después de varios días de trabajo, se hicieron públicos los nombres de las víctimas. El estremecimiento creció. Muchos escucharon nombrar a seres queridos, a amigos. Algunos periódicos ofrecieron cifras abultadas, como la de 39 fallecidos; sin embargo, la mayoría coincidía en la cifra de 36. Veinticinco, y no 24 como se dijo en un principio, pertenecían a los bomberos, uno era miembro de la marina, cuatro agentes de orden público y ocho vecinos del barrio. De los 25, siete eran del Cuerpo de bomberos municipales (Andrés Zencoviech, Isaac Cadaval, Carlos Rodríguez, Adrián Solís, Miguel Pereira, Bernardo García, Fermín Posada y Pedro Chomat) y 17 del Cuerpo de bomberos de comercio (Juan J. Musset, Francisco Ordóñez, Oscar Conill, Gastón y Raoul Álvaro, Pedro González, Ignacio Casagran, José Prieto, Carlos Salas, Ángel Mascaró, Francisco Valdés, Inocencio Valdepares, Hilario Tamayo, Juan Viar, Enrique Alonso, José Miró y Alberto Porto).
El marino se nombraba Antonio Suárez García, mientras que los agentes de orden público eran Antonio Romero, Amador López, Francisco Botella y Bautista Baguer. Por su parte, los ciudadanos que murieron colaborando con los bomberos fueron Manuel Rodríguez Alegre, Juan Coloma, Francisco Silva (por cierto, Cónsul general de Venezuela en Cuba), Telmo Ozorez, Modesto Zúñiga, Antonio González, José Coll y Gorí y Fermín Perdomo. Varios días después se agregó a esta lista a Domingo Jaume Andrés. Varias son también las distribuciones que se les dieron a los nombres por algunos rotativos. Algunos paisanos, como se le llamaba en la época a los civiles, aparecían como miembros de un Cuerpo de bomberos o como agentes. Después de un cotejo, esta lista parece la más fidedigna.

   
 Momento de la llegada de los restos mortales al Cementerio de Colón. Al fondo puede verse la capilla del camposanto.  Lugaren que fueron colocados temporalemente los osarios, hasta la edificación del mausoleo en que reposarían de forma definitiva. 

Como todavía el día 18 se estaban recuperando restos humanos y algunos sobrevivientes, el entierro de las víctimas se planificó para la tarde del día 19 de mayo de 1890. Mientras tanto, los féretros estuvieron expuestos en la Sala Principal del Ayuntamiento de La Habana, hoy Palacio de los Capitanes Generales. De manera paralela, varias iglesias y capillas habaneras oficiaron misas y tributaron honras fúnebres a los fallecidos. Una de las más recordadas fue la realizada el 28 de mayo de 1890 en la Iglesia de la Merced. El diario La Discusión lo reseñó ampliamente en sus páginas:
«La ceremonia ha sido grave, suntuosa e imponente. Jamás hemos visto, en ninguna parte, iguales personas reunidas por la misma idea, por el mismo sentimiento y por el mismo fin. Tal parecía que cada uno de aquellos seres estaba viendo en el fondo de su memoria, el cuadro completo del incendio, con sus detalles horrendos, crueles, desgarradores.
»En el momento de las honras, un aspecto grandioso, oscuro y conmovedor, brindando al espíritu doliente de las personas congregadas, el recogimiento necesario para concentrar su atención y pensamiento en la terrible catástrofe que aún nos tiene sobrecogidos de pavor.
»El templo estaba sobriamente decorado. En la nave central, bajo la cúpula elevada, donde la luz se filtraba por los vidrios rojos, verdes y azules, abrillantando el negro de las colgaduras, obscureciendo el fulgor de los cirios, azulando el tierno de los innecesarios y haciendo resplandecer el oro de las casullas y la plata de los candelabros, se alzaba un catafalco gigantesco, forrado de paño negro guarnecido de estrellas, sobre el que habían colocado numerosas coronas y dimensiones. Alrededor del túmulo se puesto dos largos filas de asientos que estaban ocupados por las autoridades y por representantes de todas las corporaciones.

   
 Foto tomada a una brigada del Cuerpo de Bomberos del Comercio poco tiempo antes de la tragedia.  Grupo de Bomberos Municipales junto a uno de sus carros-escalera. Véase el ingenio incorporado: la manga, tubo de lona utilizado en los salvamentos.

»Durante la ceremonia, profundo recogimiento se esparcía por las naves, turbado solemnemente por las frases sacramentales, por las notas del órgano y por el chisporreteo de los cirios hasta que al subir al púlpito el creador, su palabra fácil, sonora y elocuente hizo la angustia suprimida estallara en sollozos y en lágrimas que surgían de todos los pechos y se deslizaban por todas las mejillas.
»El recuerdo de la horrible catástrofe ocurrida recientemente en esta capital se ha grabado de tal manera en la mente del pueblo habanero que no pasa un solo día sin haber públicas manifestaciones de dolor. Todavía ondean en las fachadas de algunos edificios luctuosas cortinas; todavía se revelan en diversos periódicos detalles desconocidos del desastre y todavía se habla en todas partes, a cada hora, a cada minuto, a cada segundo, del heroísmo imponderable de los que sacrificaron su vida al cumplimiento de su deber».

   
 La mítica bomba Colón, de los Bomberos del Comercio. Fue una de las protagonistas del incendio del 17 de mayo de 1890, por lo que tuvo que ser reparada y puesta en servicio un tiempo después.    Impresionante imagen de miembros de los Bomberos del Comercio, poco tiempo después del desastre. Véase cómo mantienen vacías las banquetas de los compañeros fallecidos.

El entierro salió del Ayuntamiento de La Habana a las 4:00 p.m. del 19 de mayo de 1890. Abrían la marcha cinco guardias municipales a caballo. Detrás iban los maceros con las armas de la ciudad que precedían a los concejales del Ayuntamiento, de la Diputación Provincial. A línea siguiente, el gobernador general de la Isla, el gobernador civil, el regente de la excelentísima audiencia y el obispo diocesiano. Luego, en perfecta disposición, caminaban generales de las diversas armas, el alcalde municipal, representantes del cuerpo consular, el Cabildo de la catedral, el claustro universitario, diputados, senadores, así como figuras distintivas de sociedades, clubes y carteras.
 
   
 Ambulancia de la Brigada de Sanidad de los Bomberos Municipales. Este servicio se desarrolló tanto que podía ofrecerle asistencia médica a los bomberos durante su combate contra los incendios.  Otro de los carros de transporte de los Bomberos Municipales. Se hace curioso el sistema de señalización y comunicación adosado en su parte trasera.
 
Después de los bloques de estas personalidades iba el pueblo habanero y en medio de todos, tiradas por caballos embridados de luto, las bombas y carros de bomberos que, todavía con las huellas del derrumbe, conducían a sus héroes a la última morada. La «Virgen de los Desamparados», de los Bomberos municipales, llevaba el cadáver de su jefe, Andrés Zencoviech; en el carro de auxilio de los Bomberos del comercio trasladaban los cuerpos de Juan J. Musset, Oscar Conill y Francisco Ordoñez. En la bomba Colón habían ubicado el féretro de Gastón Álvaro y la Cervantes sirvió para llevar a su hermano, Raoul Álvaro.

   
 Ricardo Mora, el periodista que sufrió severos daños en la explosión del almacén. Después de restablecerse publicó su libro 17 de mayo de 1890.  Juan J. Musset, teniente coronel de los Bomberos del Comercio, fallecido heroicamente en cumplimiento de su deber.

El desfile salió del Ayuntamiento y tomó por la calle O’Reilly hasta Monserrate buscando Zulueta y Prado. Al rebasar esta arteria topó con el Campo de Marte, subió por la calle Reina, atravesó Carlos III hasta llegar a Colón. En el cementerio esperaba otra muchedumbre que, al verlo llegar, abrió una brecha. Los féretros, en andas, desfilaron entre las márgenes de gente hasta la pequeña capilla, donde se ofició una última misa. De ahí, partieron hacia una sección del cementerio destinada a acoger los restos momentáneamente en la tierra, a excepción del cuerpo de Juan J. Musset, cuya familia decidió construirle un panteón propio. Era tal la aglomeración de personas que se decidió no despedir a los caídos con honores militares, como correspondía.

   
 Hilario Tamayo, bombero del Comercio, también encontró la muerte en el almacén de la ferretería Isasi.  Foto de un alto oficial con la tradicional bocina de incendio. El casco blanco indica que ostenta el cargo de dirección más alto del Cuerpo. 

En el mismo año de 1890, el Ayuntamiento habanero decidió edificar un mausoleo en memoria de las víctimas y el Diario de la Marina tuvo la iniciativa de convocar una suscripción pública para sufragar los gastos de la construcción. La idea tomó cuerpo y llegó hasta España, Italia y Estados Unidos. Al final se premió el proyecto Heroum de dos españoles, el arquitecto Julio M. Zapata y el escultor Agustín Querol. El monumento, de 16 metros de altura —lo que lo hace el más alto del cementerio cubano—, vincula aspectos arquitectónicos y escultóricos en una curiosa conjugación de símbolos de la iconografía universal. Por medio de contrafuertes, columnas, frontones los artistas le otorgaron un lugar en la composición a los íconos de los cuerpos de bomberos, así como del orden público y la marina de guerra. Cuatro esculturas capitalizan ligual número de lados de la primera sección, representando la Abnegación, el Dolor, el Heroísmo y el Martirio. La columna central está rematada por el Ángel de la Fe que lleva a un bombero exánime a la eternidad y la gloria.

  
 Restos arqueológicos obtenidos en las excavaciones realizadas en el lugar que demuestran la existencia de un incendio de grandes proporciones.

Según el expediente 4158 del Cementerio de Colón, el terreno en el que se levanta el monumento fue donado por el Obispo de La Habana para ese fin. La construcción, iniciada en 1892, demoró cinco años por diversas razones, hasta que el 24 de julio de 1897 fue inaugurado por el entonces capitán general de la Isla, el tristemente recordado general Valeriano Weyler y Nicolau. Además de la parada militar, el pueblo volvió a tributarle un sentido homenaje a los valientes que entregaron su vida cumpliendo el deber de salvar la de otros.
El incendio del almacén de la ferretería de Isasi caló tan hondo en el imaginario popular que, por muchos años, se consideró esa fecha como el Día del bombero en Cuba. Sin embargo, el Día del bombero cubano es el 13 de noviembre, cuando se fundó, en 1696 y en la ciudad de Santa Clara, el primer Cuerpo de bomberos en la Isla. Algunos afirman que la celebración responde totalmente a que este día le corresponde a la Virgen de los Desamparados, patrona de los bomberos, en el santoral católico… y no están del todo equivocados. Por eso seguramente se escogió para la fundación del servicio contraincendios villareño, pero es la aparición en Cuba del primer Cuerpo de bomberos lo que se celebra.

   
 Catafalco erigido en la Iglesia de La Merced en homenaje de las víctimas.  Estatua de Agustín Querol que corona el mausoleo edificado en el Cementerio de Colón. La obra representa al Ángel de la Fe llevando a un bombero exánime a la Eternidad.

Muchos cierres podría tener esta historia de los bomberos en La Habana. Cierres evocativos, promisorios de nuevos trabajos que se extiendan a todo el país y no se circunscriban sólo a la capital... Sin embargo, con una trayectoria como la de los bomberos cubanos, el único final que cabe es la continuación, para ofrecer al público más que los hechos, harto conocidos, del 17 de  mayo de 1890. Mucha gloria han esparcido los bomberos a lo largo y ancho del país. Por esa razón, este no es el final de una leyenda; más bien el punto de partida. De esta manera, la mejor manera de seguir adelante es recordar el espíritu de esta aventura que reza en una de las inscripciones colocadas al pie del mausoleo: «El pueblo de La Habana llora su noble sacrificio, bendice su abnegación heroica y agradecido les dedica este monumento para guardar sus cenizas y perpetuar su memoria». Gloria eterna a los bomberos de La Habana.

MSc. Rodolfo Zamora Rielo
Redacción Opus Habana
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Fuentes:
Periódicos La Discusión, La Prensa, Revista Cubana, El Diario de la Marina, El Fígaro, El País.