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 Tal vez sólo mediante la evocación pueda rescatarse el encanto de los cines de antaño, cuando en cada barriada habanera abrían sus puertas y el público se sumía, fascinado, en la magia del espectáculo.
Cuando en los años 30 irrumpió el sonido, con el sistema Vitaphone de discos sincronizados, había en la ciudad cerca de setenta locales de exhibición, cifra que se elevarían considerablemente durante los decenios siguientes.

 A las seis de la tarde del 24 de enero de 1897, en el local habanero de Prado 126 –muy cerca del teatro Tacón, espacio hoy ocupado por el García Lorca– tuvo lugar la primera proyección cinematográfica en Cuba, con un programa de cortos de los hermanos Lumière, traídos por el camarógrafo francés Gabriel Veyre. Cien años después, en ese lugar se develó una tarja para plasmar el hecho, en memorable jornada de festejos que culminó con el acuñamiento de un sello postal conmemorativo en el hotel Inglaterra.
El cine proliferó en La Habana como espectáculo, con su magia de luces y sombras, sus doblajes ocultos, sus pianistas, organistas y ocasionales orquestas al pie de la pantalla... todo ello unido a la creciente fascinación por las estrellas: primero, europeas –en particular, italianas–; más tarde, norteamericanas.
Desde el punto de vista arquitectónico, los cines habaneros tuvieron en sus orígenes tres categorías: los locales adaptados en áreas exteriores de comercios, los discretos salones interiores de determinados edificios, y los construidos ad hoc, con sus fachadas llenas de carteles, que reflejaban la presencia de ese nuevo entretenimiento.
Cuando en los años 30 irrumpió el sonido, con el sistema Vitaphone de discos sincronizados, había en la ciudad cerca de setenta locales de exhibición, cifra que se elevarían considerablemente durante los decenios siguientes. Ese período coincide con lo que se reconoce como los años dorados del primer siglo del cine, celebrado en todo el mundo el 28 de diciembre de 1995.
Los que tuvimos el privilegio de vivir la época de plenitud de la gran pantalla como espectadores –y, en algunos casos, como fervorosos comentaristas cinematográficos– no podemos evitar evocarlos con emocionada nostalgia. Años después de finalizada aquella etapa, hacia 1970, en La Habana había todavía más de un centenar de cines.
Sin embargo, aunque llegó a ser una de las plazas más importantes del giro cinematográfico internacional, la capital cubana no estuvo exenta de experimentar las progresivas y profundas modificaciones que trajo la televisión desde los inicios de los años cincuenta en el panorama de la comunidad social.
Aun cuando fuera en la pequeña pantalla, ver películas en la sala familiar se fue haciendo un hábito, a la par que iba perdiendo fuerza la tradicional costumbre de ir al cine, una de las actividades sociales favorables de los cubanos.
La situación para el cinematógrafo empeoró cuando los televisores se llenaron de colores e irrumpió la novedosa técnica del video, hasta el punto de que hoy se ven más películas que nunca, pero de otra manera. En calidad de espectáculo público, el cine sufrió una apreciable reducción y, como había ocurrido en su tiempo con el teatro y la ópera, todo hizo pensar que se encontraba en peligro de extinción.
Pero no ha sido así.
Para los nostálgicos evocadores del cine de ayer, es alentadora la noticia de crecientes signos de reanimación en la costumbre de acudir a las salas de exhibición. Nuevas tecnologías y un reactivado interés por el cinematógrafo –su historia pasada y su futuro– dan pie para vislumbrarle otros años dorados en su segundo siglo de vida.
Ante estas nuevas perspectivas, cabe a La Habana el orgullo de poder mostrar su calurosa afición al cine. No significa que su público retorne a las salas, sino que nunca las abandonó. De ahí que, cada diciembre, nuestros visitantes se asombren al ver las largas colas que provoca el ya tradicional Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, cuyas actividades se iniciaron aquí en 1979.
Tal entusiasmo se refleja en las distintas barriadas de la ciudad y en las subsedes de provincias. En medios de transporte y sitios de reunión, personas de variada índole discuten sobre las películas, mencionándolas –incluso– con el nombre de sus realizadores.
Si bien anclados en realidades, estos signos de esperanza nos alientan en este tránsito que combina video, televisión y cine, el nostálgico cinéfilo sabe (intuye) que las nuevas técnicas en desarrollo no le devolverán el sabor y el encanto de aquellos cines de antaño.
Cines baratos, con días gratis para las damas, sin aire acondicionado y donde ruidosos ventiladores de pie competían con el sistema sonoro de la pantalla, anunciado como del último modelo…

 AÑOS DORADOS
En La Habana había cines por todas partes. Varios eran cine y teatro a la vez, como el Martí (originalmente Irijoa), el Nacional (hoy Gran Teatro), el Alhambra, el Campoamor, el Payret… En un principio, muchos eran de madera, con platea en herradura y palcos. Hubo épocas cuando se generalizaron por decreto los cines «show», en apoyo a la supervivencia de los artistas cubanos de variedades.
A lo largo del Prado, así como en proximidades del Parque Central, se consolidó el negocio del cinematógrafo y menudearon las salas de exhibición: Fausto, Galatea, Capitolio, Maxim, Montecarlo, Lara, Niza, Rialto, Prado (después Margot), Lira (hoy Mégano), Royal, Sevilla y Miramar Gardens (estos tres últimos en los hoteles homónimos), y los posteriores Negrete y Plaza. Muy cerca de ellos, el Actualidades, famoso por su acompañamiento musical. Y yendo hacia el oeste de la ciudad: el Rialto, el Neptuno, los acogedores Rex y Dúplex, el América (en el edificio del mismo nombre) y el Radio Cine, devenido Jigüe.
El desarrollo del cine sonoro motivó la construcción de nuevas salas o la remodelación de otras. Se festejó la apertura de varias en la línea del art decó, especialmente, el cine América; otros fueron el Infanta, el Manzanares y el Astral.
Se generalizaron las luces indirectas, los letreros en neón y los acogedores vestíbulos. Las calles Reina, Belascoaín y Monte también se iban poblando de competidores. Entre ellos, los cines Reina, Cuba, Palace, el antiguo Wilson (devenido Miami; en la actualidad, Bayamo), Belascoaín (luego Astor), Cuatro Caminos y Salón Regio.
Entre los cines de la calle Monte, en las cercanías de Cuatro Caminos, cumplieron una peculiar función los llamados cines «placeros» como el Prat, el Gloria y el Esmeralda, con sesiones a las doce de la noche, a donde iban con sus canastas a esperar la madrugada muchos de los vendedores y compradores del cercano Mercado Único de la capital.
Algunos de esos viajes cines habaneros permanecen hoy en activo como centros culturales cinematográficos que, con una nueva concepción del espectáculo, han integrado la literatura, la música, la pintura y otras manifestaciones artísticas a sus programas habituales.
A lo largo de la calle Consulado, en el barrio de Colón –y excepcionalmente las calles Industria y Trocadero–, se alineaban las compañías distribuidoras de películas, de todo origen, en particular norteamericanas. Caracterizaban esa área el ruido de las carretillas trasegando latas de películas; el peculiar olor del nitrato de celulosa, muy inflamable, que servía de soporte a la emulsión fotográfica de los filmes; los afiches publicitarios; los empresarios y marcadores de programas discutiendo sus planes de exhibición y, en los bares… los soñadores, queriendo hacer películas en Cuba.
En el pavimento, los fragmentos de películas procedentes de los talleres de revisado eran codiciados por los muchachos del barrio para hacer bombitas de humo. O eran recogidos por apasionados coleccionistas para identificarlos y atesorarlos como joyas de archivo.
En el inicio de Consulado había una casa suministradora de equipos, con una salita de pruebas, donde nacieron varios de los más importantes cine-clubes habaneros, entre ellos el cine de Arte Universitario, creado por el profesor José Manuel Valdés Rodríguez. Hacia el final de esa calle, uno al lado del otro, estaban los cines Verdún y Majestic, el primero de los cuales era famoso por su techo corredizo y su pintoresco decorado interior en forma de patio sevillano.
Un grave incendio en las bóvedas de la distribuidora Columbia determinó que las autoridades municipales dispusieran trasladar el giro cinematográfico hacia las afueras de la ciudad, en un lugar cercano a la Ermita de los Catalanes, junto a la calle Ayestarán, en las proximidades de lo que hoy es la Plaza de la Revolución.
Corría la guerra de Corea y algún empresario exclamó: «Alabao, nos han mandado para la Corea». Y así fue bautizado el nuevo ambiente cinematográfico –ahora con bóvedas de seguridad–, que seguiría abasteciendo el sueño de los cinéfilos cubanos.

NUEVO CINE VIEJO
En el Centro Histórico, los cines no han sido tan numerosos como en el resto de la ciudad. Larga historia tuvo el Universal, de peculiar arquitectura, instalado en la capilla del antiguo convento de las Ursulinas y donde, en cierto momento, vendía plumas artesanales de escritorio el Caballero de París, famoso personaje popular capitalino. Muy cerca del Universal, se instaló el cine Cervantes, mientras que en la Plaza Vieja funcionaba el cine Habana. Devenido templo evangélico, el cine Patria estaba en Suárez 56.
En 1914, cuando algunos sectores sociales comenzaban a preocuparse por los problemas éticos del espectáculo cinematográfico, un cine llamado Círculo Católico ofrecía «películas estrictamente morales por diez centavos la entrada», según narra el historiador Raúl Rodríguez en su ensayo «El cine silente en Cuba».
Junto al arco de Belén, en el Centro Histórico, se encuentra el cine Ideal, que ha mantenido –dentro de sus posibilidades– el aspecto y la programación de los viejos cines que evocamos ahora. Diferentes filmotecas han cooperado para enriquecer la programación de esta sala, que ha sabido responder a las demandas nostálgicas de los fieles aficionados.
En esa misma línea se contempla construir un cine, al estilo de antaño, junto al hotel Ambos Mundos, en Obispo y Mercaderes. Su programación pondría a la consideración de los visitantes lo más destacado del cine cubano, reflejando así elementos importantes de nuestra cultura e identidad nacional.
Un cine del ayer tendría que tener en cuenta el elemento afectivo consagrado en la tradición oral, el encanto que tenía aquel rito de acudir a esas salas en cualquier barriada de la capital: el empresario mandaba a pegar carteles en los alrededores de la edificación y anunciaba el programa, por lo general, en términos grandilocuente.
Se repartían semanarios –lanzados de casa en casa– en forma de cucuruchos, dando a conocer los próximos estrenos. Ya cerca de la hora, los espectadores se agolpaban ante las rejas del cine para ir mirando los «cuadros» de propaganda: «Mira, tú verás, ese cuadro no está en la película». Abrían y el público se iba acomodando: unos, en el lunetario; otros, en la tertulia, que después se llamó balcony. Seguía llegando gente... Emoción... Un empleado comenzaba a cerrar las ventanas y a encender los ventiladores. Se iniciaba el predominio de las sombras pese a algún rayo de luz infiltrado por alguna hendija. Música de fondo, tal vez... Anuncios comerciales proyectados en la pantalla con un aparato de vistas fijas: la farmacia, la bodega, el tren de lavado cercano, letreros de los próximos estrenos... Por fin, un haz de luz se hacía visible gracias al humo de los cigarros, y se iniciaba el noticiero; luego: la comedia de dos rollos; el cartón; el «relleno» o primera película, que a veces era mejor que la «base» o película principal... Aquí y allá un fuera de foco, un silencio, un salto en la imagen...
Protestas airadas. En los cambios torpes de rollo solía oírse: «¡Eh, robaron! ¡Cojo, suelta la botella!», exclamación que suponía que en cada caseta de proyección hubiera un tullido alcohólico. Generalizado el término a partir de cierta época, todo parece indicar que ese pintoresco personaje surgió en el habanero cine Oriente, aunque otras salas a lo largo de la Isla también se lo adjudican.
No es posible reflejar aquí el rico anecdotario que existe sobre las vicisitudes de los proyeccionistas de cine, taquilleros, porteros, acomodadores, chequeadores de entradas de las compañías distribuidoras, e inspectores secretos, que se contrataban para controlar la posible filtración de los ingresos.
Dos personajes vienen a la mente entre las brumas de la memoria a reclamar su puesto en esta evocación: uno, el caramelero, quien con su tablero irrumpía en la función en cualquier momento para medio susurrar entre las sombras su pregón de refrescos, bombones, galleticas y goma de mascar. Otro, el muchacho de la combinación, que traía en su bicicleta los rollos de la película, cuando ésta se proyectaba al unísono en otro cine.
Cuando el rollo no llegaba a tiempo y la pantalla se quedaba en blanco, se armaba la gritería. Entonces, «el Cojo», mohíno, proyectaba con urgencia la suplicante excusa: «Se ruega al respetable público excuse la demora, porque el rollo no ha llegado».
Seguía la función. Concluía. Luces. Comentarios. Revisión de las localidades en busca de objetos perdidos... De nuevo, oscuridad y silencio. Cerrar de rejas. Tentadoras promesas en las carteleras. Mañana, volveríamos a soñar.
Cuentan los viejos aficionados que, allá por los años de la transición al cine sonoro, hubo una sala en La Habana que se daba el lujo de recoger a su público, previa solicitud, en una guagua que parecía una carroza.
Insólita anécdota en la historia de un medio de expresión que, a lo largo de un siglo, se ha caracterizado por sacar de sus hogares –sin otro gancho que su fascinante atractivo– a millones de espectadores para llevarlos, presurosos, a vivir ilusiones y fantasías en verdaderos templos de luz y sombras.