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Sobre el proceso constructivo de bajeles en el Real Arsenal de La Habana durante el siglo XVIII.

Corren los últimos días del año 1765 y una enardecida muchedumbre se agolpa en las cercanías del Convento de San Francisco de Asís y la Casa del Comandante de Marina. La expectación crece minuto a minuto en consonancia con cada nueva onda que surca el reluciente navío. Inmersas en una coreografía marina, las embarcaciones de pequeño porte lo escoltan hasta los pies de La Machina.
El populacho, forasteros de paso y autoridades militares no pierden ni un solo movimiento del majestuoso bajel. En muchos rostros se deja ver el beneplácito y la satisfacción por tal acontecimiento. Aún están vívidos los recuerdos del tronar de las bocas de fuego y el ondear de la bandera británica en los pedestales más elevados de la ciudad. Por su parte, los oficiales de marina nunca olvidarán la destrucción del «palo de La Machina» y la sierra hidráulica del Arsenal durante los once meses en que La Habana fue inglesa, desde el 13 de agosto de 1762 hasta el 6 de junio de 1763, cuando fue devuelta a España en cumplimiento del Tratado de Versalles.
En primera fila se encuentra uno de los testigos de aquellas jornadas aciagas, el intendente de Marina Lorenzo Montalvo, quien sucumbiera a los designios del conde de Albemarle cuando éste ordenó destruir la Armada enemiga «y cuanto pueda conducir a la construcción de los navíos españoles». Como resultado, todo hacía indicar que en La Habana nunca más se fabricaría un bajel; sin embargo, ahora se acudía a un hecho trascendental: la arboladura del primer navío botado del reconstruido Arsenal tras la toma de la ciudad por los británicos.
Unos meses después, a la sombra del Castillo de los Tres Reyes del Morro, será despedido el gallardo bajel bajo la advocación de San Carlos. Y al verlo alejarse en el horizonte, los habaneros de entonces debieron preguntarse con la misma curiosidad que lo hacemos hoy: ¿por quiénes y cómo era construido un navío de semejante calado?, ¿cómo era la vida tras la muralla del Real Arsenal de La Habana?
Hacia finales del siglo XVIII, la cadena de mando de aquella industria naviera estaba constituida por el Comandante General del Apostadero; un subinspector con la categoría de Capitán de Navío; un comandante, con la de Capitán de Fragata; cuatro oficiales subalternos a las órdenes del anterior; un Capitán de Navío como ingeniero principal, y tres subordinados encargados respectivamente de los ramos de carenas, almacén y obras civiles; dos constructores navales; tres oficiales del Cuerpo Administrativo de la Armada, y un Capitán de Fragata o de Navío con cinco oficiales a cargo del ramo de cortes de madera en La Habana, Matanzas, Casiguas, Sagua y Alquízar.
Los maestros de oficios eran 759 hombres, que llegaban a 1 000 en casos excepcionales y que comprendían maestros mayores, carpinteros de ribera, calafates, cerrajeros, fundidores, veleros, tallistas, albañiles, buzos y peones. Cada mañana ellos se abocaban a la grada, integrándose en una sinfonía de manos e ingenio.
Bajo su égida había una plantilla integrada por trabajadores libres a jornal, forzados y esclavos. Estos últimos, a pesar de ser diferente su situación jurídica, recibían el mismo trato, tanto en lo referente a la ración alimenticia, como a la jornada laboral. Se establecía el desempeño de ambos en la fundición de pernos, en la fábrica de lona y jarcia, la carga y transporte de las tozas de madera, en el acondicionamiento y limpieza de las gradas de construcción naval y en la carena de los bajeles infectados por la broma o teredo. Una buena parte de la fuerza de trabajo esclava pertenecía a los propios maestros, los cuales conseguían mayores contratos con sus negros iniciados en las prácticas de oficios.
El número empleado en cada labor variaba de acuerdo a las necesidades específicas de la obra, sin perder de vista la fisonomía, salud y edad del esclavo o forzado. Los de avanzada edad o lisiados por accidentes de trabajo, previo examen médico, se destinaban a las galeras, donde tejían y hacían estopa; en última instancia, se vendían a particulares o canjeaban por mercancías. Los menores de 15 años eran puestos al servicio de los oficiales, mientras que los comprendidos entre esa edad y los 18 se empleaban en las labores más llevaderas del Arsenal, como la fabricación de lona, o para urdir, encanillar y traer el agua que se consumía.
La duración de la jornada laboral era proporcional al esfuerzo que debían realizar. Las obras en la carena de bajeles se establecían para ocho horas diarias, separadas en dos turnos de cuatro horas. El resto de las tareas se reducían a seis horas en turnos corridos. En verano se prolongaba el relevo de turnos mientras duraba la luz natural, con tres horas de descanso intercaladas, mientras en invierno el descanso se reducía a una hora y media, dictada por el tañer de la campana, que indicaba el final y el comienzo de un nuevo grupo de labores, así como cuando debían retirarse a las galeras, una vez que caía la noche.
Las galeras eran sitios húmedos, poco ventilados y de escasa iluminación. Noche tras noche, forzados y esclavos, con  grilletes aferrados a sus pies, extensión de una cadena engarzada en la pared, dormían celosamente custodiados por centinelas armados. Sólo en la temporada de lluvias, en que el agua se filtraba de las techumbres o emanaba por la saturación acuífera del suelo rocoso, se les entregaba una manta a cada uno para que pudieran abrigarse, pues sus precarias vestimentas eran receptoras de la alta humedad.
Los esclavos practicantes de la Regla de Palo Monte —«llámese mayombero (palero) al hechicero de tradición conga, oficiante de la regla (…) Palo Monte, la cual rinde culto a los muertos y a los espíritus de la naturaleza»—1 acudían al cementerio del Arsenal, ubicado en el extremo sur, detrás de las galeras y fundición, donde preparaban la nganga, entendida como «prenda, fundamento, nkisi o caldero».2
En el rito, el Padre Nganga interrogaba al muerto a través de la fula —pólvora para la adivinación—, la cual era preparada en pequeños montoncitos dispuestos de diversas maneras, a los que se prendía fuego con un tabaco y, según el número de pilitas que eclosionaban, así se interpretaba la respuesta. La pólvora utilizada era sustraída del parque de baterías y pertrechos, ubicado en la cercanía a la Puerta de la Tenaza.
El trabajo de carpinteros y calafates no estaba exento de peligros, ya que con frecuencia ocurrían accidentes en plena faena. Los hombres podían caer de las vigas de acceso a las gradas, o sufrían dramáticas cortaduras en el aserradero, en la carpintería de lo blanco o en la sierra de agua. Otros quedaban sepultados bajo maderos mal apilados en la nave de arboladura y aparejo.
Los lesionados tenían la buena fortuna de ser trasladados con presteza al hospital naval del propio arsenal, uno de los mejores que existían en toda la ciudad. Equipado con el mejor instrumental de la época, este recinto no sólo acogía a los laborantes del astillero, sino que su amplia capacidad le permitía prestar servicios sanitarios —con carácter obligatorio por ordenanza— a las tripulaciones de todo navío de guerra que llegaba a la rada.
Entre sus varias salas, la de cirugía era quizás la de mayor actividad, puesto que las fracturas óseas más delicadas exigían la amputación del miembro como único tratamiento. Ello era inevitable dado que las posibilidades de infección y futura gangrena se presentaban en porcientos elevados, con la consiguiente muerte del paciente.
Contrario a las prolongadas cirugías modernas, las de entonces sólo tardaban un aproximado de dos minutos, suficientes para darle al doliente una ración de ron como anestésico, colocarle una caña en su boca y un torniquete en el miembro a amputar. En los segundos finales, el cirujano, auxiliado por el sangrador, tomaba en su mano la afilada sierra y daba un corte limpio y preciso.
Otras veces se requerían cirugías más complicadas, sobre todo cuando se trataba de heridas perforopunzantes, ya fuera por arma blanca o de fuego. En tales casos era frecuente la introducción de tejidos o hebras de hilo, causantes a la postre de mortales infecciones si no se extraían en su totalidad. La complejidad del proceder se hacía presente también en las fracturas de cráneo. Había entonces que rapar el cuero cabelludo y, con un instrumento similar a un sacacorchos, con punta a manera de jarro invertido, se hacía la incisión y se retiraban la sangre coagulada y los restos astillados del hueso; en su lugar, era colocada una moneda de dos reales —en ocasiones de mayor cuantía— a manera de implante.3
En otro espacio del hospital se ubicaban los marinos que padecían de enfermadades como escorbuto, fiebre amarilla, trastornos gastrointestinales, tifus, viruela, tuberculosis…, todas ellas producto de las largas estadías en alta mar, la precariedad higiénica de los bajeles, la mala alimentación y la contaminación del agua.4 El inmueble poseía su propia cocina, en la cual se preparaba una ración especial sobre la base de bizcocho, gallina y carnero.
La alimentación de forzados y esclavos se reglamentaba en correspondencia con el trabajo que realizaban, de manera tal que esa inversión fuera amortizada con un elevado nivel de rendimiento productivo durante el mayor tiempo posible. Confinados en los cuarteles de galeras —incluso en los días que no ejecutaban labor alguna—, cada forzado o esclavo recibía siete onzas de leguminosas, 24 onzas de bizcocho y un cuarto de ron para mojarlo y suavizarlo. Además, esa ración de alimentos se acompañaba con un cuarto de onza de aceite y 0,16 onzas de sal.
En cambio, la marinería y guarnición —por separado— gozaban de dos tipos de raciones, servidas en las escudillas de madera en días alternos: la primera, integrada por carne salada y tocino; la segunda, por bacalao, aceite y vinagre. Ambas se acompañaban con bizcocho, ron, agua y sal.5 Por su parte, la alta oficialidad encargaba traer desde suelo español para sus festines: chorizos de la Sierra de Huelva, jamones de Algarrobillas y de Extremadura, salchichón de Génova, queso de Flandes, nuez moscada, avellanas, almendras, aceitunas y aceite de oliva de Sevilla…6
Un aspecto que denotaba la autonomía legal del Real Arsenal —con respecto a la Capitanía General— lo constituía el poseer un cementerio con capilla y oficiante dentro de sus terrenos.

En la imagen superior, reproducción a escala exhibida en el Museo Naval de Madrid correspondiente a la sierra hidráulica del Real Arsenal de La Habana. A la derecha, un carpintero de ribera aserrando un tronco de árbol para su posterior utilización en la confección de estructuras de madera necesarias para la construcción de un bajel. En la imagen de la izquierda, restos en pie de la Muralla y Puerta de la Tenaza que limitaban la villa de los terrenos del astillero.

El principal problema que enfrentaba el Real Arsenal de La Habana era el abastecimiento de maderas, las cuales, en un principio, se cortaban en las cercanías del astillero. Sin embargo, la sobrexplotación pronto llevó a la búsqueda de nuevas zonas de tala, ubicadas en hatos y corrales distantes de la capital. Para acarrear esta madera fue necesario abrir caminos que dieran paso a las boyadas que transportaban las pesadas tozas. En los cortes fueron surgiendo modestas tiendas de abarrote, tabernas y pequeños caseríos de boyeros y leñadores que, con el tiempo, dieron origen a nuevas poblaciones. Ejemplo de ello fue el hato de Ariguanabo, donde se creó un bodegón y caserío, cuna del futuro poblado de San Antonio de los Baños.7
Una vez llegadas las tozas al arsenal, se depositaban en el tinglado de maderas, donde eran clasificadas y alistadas para su corte en la sierra hidráulica. Las piezas cortadas se almacenaban de acuerdo con la función que cumplirían en el depósito de tablas y, en particular, en la sala de gálibos. En esta última los carpinteros hacían uso de sus herramientas: hacha inglesa, regla plegable de 1½, cortafríos, azuela, compás de patas, berbiquí y broca, escuadra holandesa, serrucho, cepillo… La madera se colocaba en el suelo, donde previamente se marcaban a tamaño natural las piezas (cuadernas, curva coral…) utilizando las plantillas establecidas y descritas por el armador; los carpinteros dibujaban sobre la madera los diseños para luego cortarlos con precisión.
El contrabando fue la única salida ante el recio monopolio comercial impuesto por la Corona española. Mucho se ha escrito sobre la venta y canje ilegal de cueros, tasajo y caudales no declarados a la hora de embarcar rumbo a España, pero apenas se conoce que las maderas preciosas cubanas (cedro, caoba…) no escaparon al contrabando.
El procedimiento utilizado para burlar la vigilancia de aduana tenía lugar en el propio arsenal, donde a los bajeles carenados se les sustituían piezas de madera ordinaria por otras de maderas preciosas, ubicadas generalmente en la cubierta alta, lo cual permitía, una vez llegadas a su destino, retirarlas con facilidad. El caso más frecuente y practicado desde la Carrera de Indias —no sólo en La Habana, sino en toda América— fue la sustitución de los cepos de las anclas, imperceptibles ante los ojos de la ley.8
El Real Arsenal de La Habana no sólo propició que las maderas de la Isla se transformaran en exquisitos muebles dispersos por las naciones del Viejo Mundo, sino que su mano de obra especializada franqueó los muros de la muralla para dejar su impronta en la fisonomía de la ciudad. Los carpinteros de ribera fueron los anónimos realizadores de las armaduras de par y nudillo de las techumbres de los inmuebles coloniales.
Por su parte, los maestros vidrieros se encargarían del cierre de ventanales y arquerías realizados por medio del embotellado de madera, tal como se hacía en las cristalerías de los alcázares y jardines de popa de los navíos. Las obras de imaginería religiosa igualmente tuvieron como sus precursores en La Habana a los diestros maestros tallistas de mascarones de proa.9
Baste decir que en el barrio de extramuros nombrado del Arsenal y en el intramural de San Isidro vivían 881 carpinteros de los 2 004 que existían en toda la ciudad; 44 calafates de un total de 142; 34 cordoneros; 9 aserradores; 1 865 pintores; 41 veleros; 15 aparejadores y un buzo.10  
En los arsenales españoles era frecuente la utilización de diques para la construcción de bajeles; sin embargo, las características del suelo rocoso del litoral habanero no beneficiaban la implementación de este método, por lo que debió adoptarse el de gradas navales. En el Real Arsenal, luego de su reconstrucción tras la toma de La Habana por los ingleses, se habilitaron cuatro de estas estructuras. Las gradas poseían un trazado rectangular con una longitud aproximada de 50 metros y un ancho de 19. Para su realización se excavaron zócalos en la roca con una pendiente de 5º a 10º de buzamiento hacia la antegrada que penetraba con un ángulo ligero en las aguas de la rada.11
El espacio acotado poseía zanjas en las que se colocaban las vigas para el acceso y desplazamiento de los carpinteros y calafates. De vital importancia eran los picaderos, gruesos troncos encastrados en hoyos irregulares, cuya función era la de sostener la quilla y el resto de la obra viva en grada.
Curiosamente, cuando escaseaban los recursos, como la estopa de cáñamo para calafatear, era necesario entonces recurrir al ingenio de la tradición. La falta de archivos y documentos privados de los armadores del siglo XVIII nos imposibilita afirmar que en el Real Arsenal de La Habana se implementara el recurso alternativo —utilizado en los astilleros y careneros americanos— de sustituir la estopa por la fibra de coco, la cual, al decir de Jorge Juan, experto oficial de la Armada: «es tan propia para las costuras de bajo del agua, que no reconoce corrupción y, una vez puesta, dura tanto como la tablazón: se endurece y, uniéndose a las maderas que la comprimen, forma un cuerpo con ellas».12 La abundancia de cocotoreros en la Isla pudiera apuntar al uso de esta solución en el astillero habanero.
Uno de los adelantos del siglo XVIII fue el forrado de los cascos con planchas de cobre con el fin de impedir los devastadores daños causados por la broma, al tiempo que le proporcionaba mayor velocidad al bajel. Los navíos obedecían con rapidez al impulso de las velas al verse prácticamente libres sus carenas de escaramujos y lapas. No obstante, los forros de cobre sobre madera se desintegraban, y las planchas se destruían en torno a los pernos de hierro. Con posterioridad los ingleses descubrieron que ello se debía a la acción electrolítica del agua de mar, por lo que sustituyeron los clavos de hierro por los de bronce. En el Real Arsenal de La Habana se conoce que en un bajel de tres puentes se utilizaban cerca de 1 990 planchas de cobre.13
El próximo paso era enlucir las obras de madera, aún resplandecientes por su corte y lija. La disposición del color obedecía a las Ordenanzas de Marina, que con rigurosidad estipulaban el blanco a la obra viva; una amplia franja negra sobre la línea de flotación, y las baterías de amarillo, alternadas con cintas negras.
El interior de las portas, cubiertas y cureñas lucían un intenso cromatismo rojo en los navíos de línea, con el objetivo de disimular la sangre derramada por los hombres en combate. Sobre la regala también se añadía una línea negra o azul, decorada en ocasiones con una guirnalda en oro.
Siempre hubo excepciones como los casos del Santísima Trinidad (1769-1805) y el Santa Ana (1784-1816): en la batalla de Trafalgar, el primero exhibía cintas negras y galones rojos, mientras el segundo lucía cintas blancas y galones verdes.
La botadura del bajel al agua era en extremo compleja, pues los hombres debían maniobrar esos colosos, que pesaban toneladas, con precisión milimétrica, a fin de evitar el quebranto y la curvatura de la quilla. Con ayuda de fuerza animal y complicados sistemas de poleas, el navío debía transitar con lentitud por los «santos, cuna e imada», y de ahí a la antegrada, donde el casco se deslizaba por el talud hasta quedar finalmente a flote.
Más de una centena de navíos y fragatas fueron botados de las gradas del Real Arsenal de La Habana. Estos bajeles eran reconocidos por la calidad de sus maderas, y su durabilidad triplicaba a la de los construidos en astilleros españoles.
Habaneros fueron los navíos del almirante Andres Reggio que derrotaron a la escuadra inglesa de Charles Knowles en 1748, así como también el Santísima Trinidad (el mayor bajel de su tiempo), el Rayo, el Bahama y el Príncipe de Asturias, los cuatro participantes en la batalla de Trafalgar, entre otros que izaron el estandarte del honor en el Mediterráneo, Gibraltar, Espartel, San Vicente, Finisterre…
Para tener un criterio fundado sobre la productividad del Real Arsenal de La Habana, basta decir que ocho de los 12 navíos de tres puentes construidos entre 1769 y 1794 para servir en la Armada española fueron realizados en este astillero.
Su historia es la de sus trabajadores, labrada con sus propias manos sobre las maderas de un centenar de bajeles que partieron allende los mares, luego de ser arbolados en el inconfundible Palo de La Machina.

1 Natalia Bolívar: Ta Ma Duende Yaya y las Reglas de Palo Monte. Ed. Unión, La Habana, 1998.
2 Lydia Cabrera: Reglas de Congo, Palo Monte, Mayombe. Ed. Universal, Miami, 1986.     
3 Patrick O’Brian: The far side of the World. Ed. Harper Collins, UK, 1984.
4 Fernado Padilla: «Tras las portas del Santísima Trinidad», en revista Opus Habana, vol. XII/no. 2, mar./agos, 2009.
5 José Ignacio González-Aller: «El navío de tres puentes en la armada española», en Revista de Historia Naval, no. 9, 1985.
6 Archivo General de Indias: Ultramar, leg. 987.
7 Francisco Pérez de la Riva: «La construcción naval en Cuba», en revista Mar y Pesca, no. 103, abril de 1974.
8 Comunicación personal con Alessandro López, jefe de la Sección naval del Gabinete de Arqueología de la Oficina del Historiador de la Ciudad.
9 Ovidio Ortega: Real Arsenal de La Habana. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1998.
10 Ídem.
11 Roger Arrazcaeta, Antonio Quevedo: «Tras las huellas de los primeros astilleros cubanos», en revista Mar y Pesca, no. 306, dic. 1997.
12 Alejandro Alamillo: Jorge Juan y el Arsenal de Ferrol. Fundación Jorge Juan, 2003.
13 Francisco Pérez de la Riva: Ibídem.

Fernando Padilla González
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Opus Habana