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Un terreno pantanoso con manantiales subterráneos fue el lugar elegido para el establecimiento de la tercera de las plazas habaneras que no pudo tener otro nombre que Plaza de la Ciénaga, hoy conocida como de la Catedral.

Un terreno pantanoso con manantiales subterráneos fue el lugar elegido para el establecimiento de la tercera de las plazas habaneras que no pudo tener otro nombre que Plaza de la Ciénaga. Por un boquete costero penetraba el agua hasta la propia plaza, resguardada apenas por la playa de las tortugas, donde se vendía carne de este quelonio. Tal espacio fue elegido además para que desembocara en él la Zanja Real, hecho que acentuó sus características, teniendo los vecinos que valerse de patanas para ir por agua. Sin embargo, la Plaza estaba llamada a figurar entre las más relevantes. En sus inmediaciones se estableció la familia Díaz Pimienta y bajo sus auspicios se armaron las primeras naves habaneras a fines del siglo XVII. A principios de la siguiente centuria, paliado el terreno, se comenzaron a levantar casas de algún porte, como la de Luis Chacón y en los últimos años del XVIII, la iglesia que los jesuítas construyeron en ella, al ser despojados de sus propiedades en 1767, fue concluida y exaltada a Catedral en 1789. Desde entonces, se le atribuye el nombre de Plaza de la Catedral.
Eusebio Leal Spengler
Para no olvidar, Ediciones Boloña

 

Durante siglos —cuando la navegación se realizaba bajo el riesgo consciente que suponía la precariedad de los instrumentos a bordo de las embarcaciones, donde la estima, la intuición y las supersticiones se alojaban como polizones— Cuba significó la salvación de aquellos que cruzaron su traza marítima con eventos climatológicos adversos como los ciclones tropicales y los frentes fríos.
La llegada de las «naos conquistadoras» al Nuevo Mundo despertó las ansias de los célebres autores de portulanos a «descubrir» aquellos sitios geográficos propicios para hacer aguadas, abastecerse de alimentos y reparar las naves. Tal fue el caso de los marinos y cartógrafos Juan de la Cosa y del portugués nombrado Cargapatache, así como de innumerables capitanes de galeones, urcas… y cuanta armazón de madera propulsada por los vientos arribó al continente americano tras cruzar el océano Atlántico.
A la luz de documentos atesorados en el Archivo de Indias, hoy conocemos que la bahía de La Habana era asiduamente visitada por los convoyes españoles con anterioridad al bojeo realizado por Sebastián de Ocampo, quien le concediera el calificativo de Puerto de Carenas. Las bondades naturales de la rada habanera brindaban resguardo a los bajeles ante las inclemencias del tiempo, sus varaderos arenosos permitían carenar, calafatear y librar de escaramujos a la obra viva de las embarcaciones mientras los manantiales de la zona pantanosa, luego conocida como Plaza de la Ciénaga y Plaza de la Catedral, les proporcionaba el agua indispensable para las jornadas iniciales del tornaviaje a la península ibérica.
El primer «cronista» de la villa de San Cristóbal de La Habana fue —a saber— el avezado marino portugués que pasaría a la historia bajo el sobrenombre de Cargapatache. Aunque no es posible afirmar con certeza la fecha en que las tres naves procedentes de Portugal hicieron su entrada en el puerto, si podemos al menos vislumbrar la antigüedad de dicha visita a partir del testimonio gráfico de la villa —el más vetusto que se conserva— delineado por el propio Cargapatache.
En un recorrido visual a vuelo de pájaro por el añejo croquis resalta la mítica ceiba, situada entre la Parroquial Mayor y el Castillo de La Real Fuerza, así como la iglesia con su torre campanario bien definida, reconstruida poco después al paso devastador de los piratas de Jacques de Sores, evidencias que, a fe de las Actas Capitulares, sitúan la visita del portugués alrededor de la segunda mitad de 1570.
De Cargapatache se conoce muy poco, algunas fuentes plantean que fue un sagaz marino que se mantuvo más de cuatro décadas al servicio de la armada portuguesa. Su estancia en el Puerto de Carenas respondió a la encomienda de elaborar un derrotero ilustrado. Lamentablemente tal documento desapareció con el decurso de las centurias, conservándose únicamente el croquis de la villa habanera y su descripción escrita. Desde entonces, el navegante recogió en su representación una pequeña zanja entre «La Fortaleza» y el «fuerte nuevo», antesala del paraje pantanoso que devendría en Plaza de la Ciénaga, donde acudían los marinos para hacer aguadas.
Las nefastas incursiones de piratas son asociadas al saqueo y la rapiña de objetos de valor y caudales. Sin embargo, no debe desdeñarse un objetivo primordial: los levantamientos topográficos. Los portulanos que representaban zonas de navegación libres de escollos y crestas arrecifales, así como los que recogían sitios con manantiales, ríos y sus ramales eran bien cotizados por los marinos de las potencias europeas que se aventuraban a la conquista del Caribe.
Incluso, entre los propios piratas existió el «comercio de información». Luego de sondear y saquear territorios caribeños y americanos, algunos malhechores de la mar confeccionaban «derroteros» que luego vendían al mejor postor, que no eran otros que piratas y corsarios ávidos de riquezas, consciente además de la necesidad de encontrar agua no salobre para las travesías.
Quizás esta sea la primera vez que la cartografía pasó de ser una herramienta estratégica a un medio para el lucro. Quien duda que alguno de los valiosos pliegos sobre la naciente villa habanera cayeran en manos de Sieur de Roverbal o del mismísimo Jacques de Sores, quienes dejaron una estela de destrucción tras sus expolios a la población residente en torno al Puerto de Carenas.
Resulta indiscutible que el desarrollo de la ciudad de La Habana en la etapa colonial estuvo estrechamente asociado al mar, específicamente al Sistema de Flotas de la Carrera de Indias. Sin embargo, tal empeño no hubiese sido posible sin la presencia o potencialidades acuíferas del territorio. Para entonces, La Habana, convertida en una ciudad marinera, demandaba de grandes volúmenes de agua potable, capaces de sostener a la población residente, a la red de servicios y comercios asociados a las flotas y a las necesidades propias de las dotaciones de las naves que arribaban a puerto.
Unos de los primeros sitios escogidos por los españoles para hacer aguadas fue la Plaza de la Ciénaga. Hasta este lugar, en un inicio poco habitado y rodeado tan solo de unas pocas y precarias construcciones domésticas, acudía la población con barricas que llenaban del preciado líquido. A la llegada de las flotas y a su partida se dictaba un bando que concedía prioridad a los marineros para acarrear el agua necesaria para sus embarcaciones, aspecto que motivó reiterados roces entre los moradores de la ciudad y los hombres de mar, los cuales necesitaron de la intervención de las autoridades.
No obstante, la calidad del agua de la Ciénaga no era la mejor, pues en la pleamar el nivel de la bahía aumentaba y el agua salobre penetraba hasta la plaza, lo que suponía la contaminación de las emanaciones acuíferas. Otra condicionante que impedía el consumo del líquido eran las intensas lluvias, al encontrarse en zona baja depositaria de los caudales que corrían desde los altos senderos de la Loma del Ángel, arrastrando a su paso lodo e inmundicias. Tales circunstancias motivaron que a la construcción del primer acueducto cubano, la Zanja Real, uno de sus ramales principales llegara hasta el Callejón del Chorro, situado en uno de los vértices de la futura Plaza de la Catedral.
En el siglo XVIII, las calles Mercaderes, San Ignacio, Empedrado y del Chorro definirían los contornos de la Plaza de la Catedral, la cual con el tiempo había relegado su condición privilegiada de abasto de agua para erigirse en centro religioso de la ciudad, tras la demolición de la Parroquial Mayor en la Plaza de Armas. Sus terrenos no tardaron en valorizarse así como las pretensiones de algunas familias acaudaladas por situar allí sus moradas, entre ellas las casas del Marqués de Arcos, Marqués de Aguas Claras, del Conde de Lombillo y de Don Luis de Chacón.
Justo donde nace la calle Empedrado —testimonio vivo del pasado marinero de la urbe, pues esta arteria fue entramada con las piedras de ríos que servían de lastre a las embarcaciones— se establecieron dos prósperas industrias coloniales: la construcción naval y la pesca.
Cuando aún era Plaza de la Ciénaga, Francisco Díaz Pimienta asentó en el lugar su carenero. Una armazón de maderos, encastrados en el suelo pantanoso de la zona, soportaba la estructura de las embarcaciones en construcción. El proceder de carpinteros y calafates era similar al del resto de los astilleros habaneros, la distinción radicaba en que trabajaban contra el tiempo o mejor dicho, con el favor del clima.
Los bajeles debían estar listos para la temporada de lluvias, pues la plaza de la Ciénaga se inundaba y tributaba un manso caudal de agua al Boquete o ensenada natural, lo que permitía que la embarcación se elevara por flotación y se dirigiera sin mayores esfuerzos al canal de la bahía. Así, se evitaba el quebranto de la quilla, tan frecuente en el resto de los astilleros que utilizaban fuerza de tracción animal y complejos sistemas de poleas. De la pequeña industria naval de la familia Pimienta fueron botadas al mar excelentes naves que se inscriben entre las primeras construidas en la ciudad.
El alférez de fragata de la Real Armada, Francisco Marty y Torrens, en las primeras décadas del decimonónico instaló su muelle en las faldas de la ladera de Casablanca, base para su notable flotilla pesquera. Como acostumbraba decir, «comprando blancos y vendiendo negros», fue ganándose el favor de las autoridades metropolitanas y con ellos el control exhaustivo de la pesca en el Golfo de México y su posterior comercialización en La Habana, específicamente en la Pescadería del Boquete, célebre en toda la ciudad por su variedad de productos frescos.
Con la fortuna amasada, el oficial de la marina española reconstruyó la pescadería, sitio de referencia no solo para la población que allí acudía en busca de los más variados géneros de mar, sino también para hombres de ciencias como Felipe Poey y Aloy, quien con afán investigativo iba en demanda de ejemplares exóticos atrapados por las redes de los pescadores para luego referenciarlos en su magna obra Ictiología cubana.
La pescadería, edificio de mampostería de dos plantas y forma rectangular, se ubicada continua a la Catedral y al Seminario de San Carlos y San Ambrosio. En su planta baja exhibía los mostradores de mármol repletos de productos marinos, mientras en el piso superior tenía sus oficinas Francisco Marty, desde donde controlaba los ingresos de las ventas y el arribo de la flota pesquera a su base en Casablanca.
Tras los hechos de la voladura del navío Invencible en el puerto habanero, a causa de una descarga eléctrica que prendió fuego a la Santabárbara de la nave, la Parroquial Mayor quedó seriamente afectada al ser alcanzada su cubierta por los restos de la embarcación. A la postre debió ser demolida y todo cuanto había en su interior pasó a la Ermita de San Ignacio, perteneciente a la orden de los Jesuitas, ubicado en la Plaza de la Ciénaga.
Luego de la expulsión de la Compañía de Jesús del continente americano, la iglesia alcanzó el designio de Catedral, cuando Carlos III decide dividir el obispado de la Mayor de las Antillas en dos mitras, una con asiento en Santiago de Cuba y la otra en La Habana. Una vez tomada la decisión y acorde a las prerrogativas del Real Patronato, se elevó la propuesta al Papa Pío VI.

José Lezama Lima y Julio Cortázar paseando cerca de la Catedral de La Habana, 1963. (Tomado de Todo Lezama, colección digital del multimedia Raros y Valiosos, Mediateca de la BNCJM).

 

El decreto pontificio erigió a la condición de Catedral a la Parroquial Mayor  de La Habana, la cual se encontraba en la antigua iglesia de San Ignacio construida por los Jesuitas. «La nueva catedral se adscribía como sufragánea del Arzobispado de Santo Domingo, con silla episcopal, capítulo, Mesa, Ministro y lo demás anexo a las de su clase. El territorio asignado a la mitra habanera comprendía desde el Cabo de San Antonio hasta Ciego de Ávila, Almácigos, Ojo del Agua, Paso de la Llana y Boca de la Ciénaga. A la Catedral de La Habana quedaban adjuntas las regiones norteamericanas de La Florida y la Luisiana, esta última comprendía el vasto territorio de las riberas del Mississippi».1
La Plaza de la Catedral sería centro de la intelectualidad criolla cubana al servir de tránsito entre la Universidad de San Gerónimo, ubicada en el Convento de San Juan de Letrán y el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, anexo a la Catedral con portada a la Cortina de Valdés. En ella convergieron patriotas, literatos, pintores y hombres de ciencias que acudían a las tertulias del Liceo de La Habana con sede en la Casa de los Marqueses de Arcos.
Su imagen colonial y barroca fue apreciada y reflejada por los cronistas europeos, en especial por grabadores como Federico Miahle. Su peculiar entramado de piedras de rio sostuvo el paso de escritores como Cirilo Villaverde, Alejo Carpentier, Virgilio Piñera y José Lezama Lima, quienes, de una manera u otra, estamparon en letra impresa sus impresiones sobre el recogedor espacio citadino, así como la magia o embrujo de las luces y las sombras, a manera de sinfonía pictórica, sobre la fachada de la iglesia.

La Plaza de la Catedral es un símbolo de la ciudad. Hoy la entendemos no solo como un espacio de convergencias de valores históricos sino también como icono urbanístico distintivo de La Habana, condición que comparte con la Giraldilla, el Castillo de los Tres Reyes del Morro y el Capitolio Nacional.
Sus inherentes valores pictóricos han propiciado su transformación como escenario para obras clásicas representadas por el Ballet Nacional de Cuba, a petición de su directora, la prima ballerina assoluta Alicia Alonso, la interpretación de conciertos de música clásica y el rodaje de películas y telenovelas de época. La plaza y la Catedral no han renunciado a su carácter religioso como evidencia las visitas de emisarios de la Santa Sede Vaticana o el peregrinar de la virgen mambisa, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, en el marco de las celebraciones del 400 aniversario de su avistamiento en la bahía de Nipe.


1 Eduardo Torres Cuevas y Edelberto Leiva Lajara: Historia de la Iglesia Católica en Cuba. La Iglesia en la patria de los criollos (1516-1789), Ediciones Boloña, La Habana, 2007, p. 458.

Fernando Padilla González
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Opus Habana