Creadora —junto a Argeliers León— de la base metodológica y teórica de una escuela musicológica cubana con pensamiento propio, María Teresa Linares evoca en esta entrevista sus avatares como maestría investigadora, labores que ejerció bajo el influjo de una imperecedera relación de amor.
Durante el año 2000, varias instituciones festejaron por todo lo alto las ocho décadas de vida de esta mujer, a quien los lauros no han quitado su habitual sencillez.

 A los que comenzamos a andar el azaroso camino de la investigación musical nos sirven de inspiración aquellos que han logrado alcanzar el conocimiento. Los que buscando, han hallado. A ellos, de cuyas tesis nos hemos servido, porque han tenido la generosidad de enseñarnos y legarnos en herencia sus escritos, debemos honra.
Aprendí mucho de María Teresa Linares y Argeliers León antes de saber exactamente quiénes eran. Todos mis profesores fueron alumnos de Argeliers, «el Maestro», y contaban esas anécdotas privilegiadas de quien ha sido discípulo de un personaje célebre. Supe, entonces, que María Teresa era su esposa.
Durante el año 2000, varias instituciones han festejado por todo lo alto las ocho décadas de vida de esta mujer, a quien los lauros no han quitado su habitual sencillez. Conversar con ella ha sido un gran privilegio, pues aunque en los orígenes de la musicología cubana confluyen personalidades trascendentales como Fernando Ortiz, Alejo Carpentier, Odilio Urfé... junto a Argeliers, María Teresa ocupa un lugar especial.
Ellos no sólo nos legaron los resultados de sus investigaciones, sino que establecieron la base metodológica y teórica de una escuela musicológica cubana con pensamiento propio.


¿María Teresa, el hecho de que su padre fuera pastor de una iglesia evangélica, está relacionado con su dedicación de por vida a la música?

Desde el punto de vista musical, sí. Mi familia era muy musical, aunque no eran profesionales. Cuando se hizo pastor, mi padre ya sabía un poco de solfeo, y no sólo llegó a aprenderse casi de memoria la Biblia, sino todos los himnos y todas las voces. Y a pesar de que ideológicamente se separó de la iglesia, la música para él tenía un valor artístico, y en la casa, nosotros cantábamos los himnos a cuatro voces.

¿De cuál denominación era su papá?

Mi padre pasó por todas las denominaciones. Empezó en la iglesia presbiteriana que se fundó en el Seminario La Progresiva, en Cárdenas, siendo uno de los nueve pastores que se graduaron allí. En casa teníamos un Nuevo Testamento, yo lo leía, y veía a mi papá citar la Biblia en todos los preceptos morales de la vida. Fue un pastor para nosotros, aunque nunca fuimos a ninguna iglesia. Hasta que, viviendo en Los Pinos, había cerca una iglesia bautista, y cuando yo pasaba de la escuela, veía allí a la gente, a los niños que estaban en la sesión y, aunque yo ya era una jovencita, me paraba a escuchar.
Una vez, el pastor de allí me preguntó dónde yo vivía, quién yo era... y fue a mi casa a hablar con mi papá y mi mamá y a pedirles que nos permitieran a nosotras —que éramos seis hermanas, junto a dos hermanos— ir a la iglesia a cantar. En la capillita bautista de la iglesia de Los Pinos, la esposa del pastor tocaba el órgano.

¿Recuerda cómo se llamaba el pastor?

No, yo te estoy hablando de hace 60 o 70 años. Eran él y su esposa, muy viejitos los dos. La viejita ya padecía de artrosis en los dedos y lo que tenían era una afinar lo que debía hacer mucho esfuerzo con los pies y con las manos para sostener los sonidos. Ella embulló a mi hermana Rosa para que tocara allí. Así que ya nos vinculamos más: cantábamos en el coro, y Rosa tocaba la afinaella.
En una ocasión hubo un congreso bautista, en la iglesia que está en Zulueta y Dragones. Nosotras fuimos representando a nuestra iglesita con un coro magnífico. Mi papá nos revisó todos los cantos, y la verdad es que el corito quedó muy bien.
Después de eso, nos mudamos para La Habana y no seguimos yendo a la iglesia porque no era interés primario para nosotras. Hasta que un día, cuando mi hermana Rosa se matriculó en la Escuela del Hogar, se encontró con una muchacha que había cantado junto con ella en la Coral [Sociedad Coral de La Habana, dirigida por María Muñoz de Quevedo]. Entonces, la muchacha la embulló para que volviera. Y díceme mi hermana: «Teté, ven conmigo porque me da pena ir sola». Nos probaron las voces a las dos, y a pesar de que teníamos voces muy chiquitas, como a María le gustaba tener gente que leyese música y que fuera muy afinada, nos dijo: «Bueno, con las dos voces de ustedes, hago una...» A ella le interesaban timbres que no sobresalieran del coro, pues tenía unas voces muy bien empastadas. Ahí cantamos diez años. Seguimos la tradición coral por esa vía.

Pero, ya después como investigadora, ¿nunca más usted se preocupó por la evolución de la música religiosa?

No. Luego de muchos años, quise tener un himnario, porque el de mi padre, no sé adónde fue a dar. Hasta que asistí a varios eventos donde se cantaba música protestante, y me encontré que los himnos eran distintos, que los habían cambiado. Otra vez estuve haciendo unas investigaciones por las montañas del Escambray y descubrí que las misiones evangélicas que hay allá tocan acordeón y tocan boleros con alusiones a los pasajes de la Biblia, pero a mí no me gusta ese tipo de música religiosa.

¿Cuándo comienza a configurar su interés investigativo por la música cubana?

Desde que conocí a Argeliers, cuando él ya era discípulo de don Fernando Ortiz, quien impartía aspectos de etnología cubana y de las culturas negras en Cuba, y discípulo también de doña María [Muñoz de Quevedo], que impartía música folclórica... Entonces, yo estaba sin trabajo y tenía tiempo libre para ir a la biblioteca y hacer fichas de libros para Argeliers. Él me enseñó y yo empecé a fichar los libros que necesitaba, de Fernando Ortiz, por ejemplo. Además, como era buena mecanógrafa, Argeliers venía por las noches ya con sus trabajos redactados y yo se los pasaba en limpio, con un método que seguí por toda la vida, que consistía en poner en la máquina de escribir un papel largo a tres espacios y escribir a la velocidad que él me dictaba. Porque había veces que le venían las ideas, y la rapidez de la mano no le alcanzaba para escribir. Entonces me dictaba según se le ocurría, y yo escribía a tres espacios para que él pudiera hacer anotaciones y rectificaciones, y le pegaba orejas por todas partes... Así, en una noche, nosotros armábamos un trabajo; él se lo llevaba, lo rectificaba, le iba agregando... y después me lo volvía a traer y yo le hacía una segunda copia, ya pasado en limpio todo, rectificado. Y la tercera era la copia definitiva, la original para imprenta. Así me fui desarrollando en la búsqueda de datos en los libros y en su fichaje.

¿Cuál fue su participación en el grupo de Renovación Musical?

Yo no sabía ni siquiera que existía el grupo; yo no sabía ni que Argeliers era músico, ni que era miembro del grupo Renovación, ni que era compositor. Yo lo conocía como estudiante de la Universidad, como cantante del coro universitario que pasó a la Coral de La Habana. Pero cuando ya llevaba dos o tres meses de relaciones con él, me dice: «Voy a invitarte a un concierto de música de un grupo de compositores al cual yo pertenezco» «Ah, ¿tú eres compositor?». Entonces me llevó a ese famoso concierto, que me dejó asombrada.
También eran miembros del grupo Renovación: Gisela Hernández, Juan Antonio Cámara y Serafín Pro, que cantaban en la Coral... Cuando allí la gente empezó a darle piñazos al piano, yo me quedé perpleja. Aquella música yo no la había oído nunca en mi vida, y no sabía si me iba a gustar o no. Para mí aquello fue así: se me puso todo oscuro y se me unió el cielo con la tierra. Mi mamá estaba conmigo, y ella no me miraba, porque yo era de las que oía nada más música del Barroco, música clásica, música del Romanticismo... pero no oía ni siquiera a Stravinsky, por ejemplo. No oía nada contemporáneo.

¿Pero tenía referencias de la música de vanguardia, no?

Yo había oído a Stravinsky en alguna ocasión, porque el primer trabajo en mi vida fue vender discos en una empresa que era una casa muy linda, muy lujosa, que invitaba a los socios de la Filarmónica a escuchar los discos de las obras que se iban a ejecutar en cada concierto. Y esa labor de —más o menos— apreciación musical, yo la hacía. En cierta ocasión, una persona me pidió oír la Orestíada de Milhaud, y la puse, pero no me gustó. Porque daban gritos como en los coros griegos. Y en verdad, para mí eso fue una sorpresa. Pero, bueno, yo me hice un propósito. Me dije: «Ya soy novia de él, ya estoy vinculada a su vida, estoy enamorada de él, si me peleo, no oigo más esta música, pero si no me peleo, tengo que acostumbrarme a escucharla». Y al día siguiente, me fui a la empresa donde yo había trabajado, que era Humara y Lastra, pedí que me pusieran la Orestíada de Milhaud, y la oí como 15 veces. Entonces, leyendo las explicaciones del folleto, me di cuenta que esa música trataba de ser como la Orestíada de Esquilo, que yo la había visto en el Teatro Universitario.
Y por ahí empecé a tratar de oír, a tratar de comprender, y comprendí esa música, y comprendí a Argeliers, que era bastante difícil de comprender... Y con el tiempo, aprendí a querer y apreciar la música contemporánea, y ya dentro del grupo, fue que nos casamos y, a partir de entonces, sus miembros se reunían en casa...

Para mí no hay dudas de que sus investigaciones con Argeliers sentaron la base metodológica de una escuela musicológica cubana con pensamiento propio. ¿Podría rememorar cómo se fraguó su método de trabajo...?

Argeliers había sido primero profesor de solfeo, y de teoría, después. Y luego había preparado un curso que le llamaban Curso Superior de Teoría para hacer el grado. También dio clases de acústica, principios físicos de la música, y se hizo un pequeño laboratorio con equipos e instrumentos. En estos días, yo doné al Museo de la Música los diapasones, pues los tenía aquí todavía: varios diapasones y baquetas de goma para sonarlos...
Él daba clases de ornamentación, de análisis, de problemas de la teoría... de una serie de cosas que sentaron base para posteriormente seguir esos cursos superiores.
Nosotros transcribimos todas esas lecciones, y así —en 1948— ya teníamos hecho en mimeógrafo el Cuaderno de lecciones de folclore, y todos los años aplicábamos el mismo método, un método de análisis mediante audiciones, a partir de las cuales analizábamos la melodía, el esquema formal y el género. Aunque este texto —por supuesto— no incluía el mambo, ni el cha-cha-chá, ni las cosas que vinieron después del 48, a partir de los años 50.
En cada curso, nosotros dábamos varias conferencias. Generalmente, y ya a partir de entonces, comenzaron a encasillarme en la música campesina, mientras Argeliers se dedicaba a los demás temas. Ello tenía que ver también con el problema de la movilidad y del trato con los informantes, pues era más fácil que él —y no yo— se acercara a santeros y babalaos...
Yo me acercaba más a los campesinos; podía ir a sus casas; podía tratar con las mujeres, que cantaban también. No quiere esto decir que yo abandonara el trabajo de Argeliers, ni él, el mío. Porque siempre los dos nos vinculamos en ambas direcciones. Así aplicábamos nuestro propio método y, a la vez, trazábamos un plan de investigaciones.
Durante diez años, nosotros dimos clases en la escuela de verano, hasta que en el 57 se cerró definitivamente la Universidad. Luego del triunfo de la Revolución, nos llamaron a Argeliers y a mí para que reiniciáramos los cursos de música folclórica. Argeliers ya tenía mucho trabajo y yo también, pero acordamos aceptar ese curso a dúo: una parte la hacía él, y la otra parte, yo. Se matricularon 436 personas, por lo que hubo que coger el anfiteatro más grande de la Universidad.

 O sea, las muestras de campo, las recogidas de grabaciones de campo que hacían, servían luego para ser transcritas y enseñarlas como audiciones analíticas?

Exacto. También utilizábamos discos de 78 revoluciones. Porque en aquel momento ya empezaba a conocerse el disco de larga duración. Y había muchos almacenes que tenían guardados los discos antiguos de 78 revoluciones, prácticamente nuevos, y los vendían a sólo dos centavos. Entonces, nosotros muchas veces íbamos por ahí, por Belascoaín, a las librerías de libros viejos, comprábamos esos discos a centavo y a dos centavos. Y en el antiguo Mercado del Polvorín —donde está hoy el Palacio de Bellas Artes— también comprábamos muchos discos. De modo que aprovechamos esa fuente, soporte de la historia de la música cubana desde 1906, cuando se vendieron los primeros discos en Cuba.

¿Se puede decir que las clases que ustedes impartían como cursos de verano eran excepcionales en La Habana. O sea, que nadie más tenía materiales como éstos para impartir?

Nadie más.

¿Qué puntos de simbiosis hay entre los estudios de campo que ustedes llevan a cabo y la publicación en 1946 de La música en Cuba, de Alejo Carpentier? ¿No cree usted que ese libro tiende más hacia lo afrocubano, obviando el antecedente hispánico?

Creo, no. Estoy segura. Para Carpentier, lo novedoso en aquel momento era Fernando Ortiz y sus conferencias; además de Merceditas Valdés y Gilberto Valdés, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, quienes utilizaban la música afrocubana.
Yo pienso que Carpentier adopta una actitud clasista como la que adoptó Eduardo Sánchez de Fuentes antes, este último negando el antecedente africano de la música cubana... Lo cierto es que La música en Cuba significó un espaldarazo muy grande para el trabajo nuestro. Desde luego, yo me doy cuenta que Carpentier lo hizo con mucha prisa; se lo pidió el Fondo [de Cultura Económica] en un momento, y a los seis meses o a los ocho meses lo entregó. Además de tener ese don novelístico de decir las cosas muy bellamente, él accedió a muchos archivos y manejó una cantidad de datos muy importantes. Por eso, tanto Argeliers como yo, en las clases que dábamos de música folclórica cubana en el Conservatorio municipal, desde el primer día asignábamos como trabajo el poner en orden cronológico ese libro.
Así que fue uno de nuestros mejores instrumentos de trabajo. Considero que en este momento, cuando ese libro tiene más de 50 años, se le pueden señalar muchas cosas. Sin embargo, contiene criterios tan medulares, que no tienen variabilidad, ni la van a tener. Yo admiro mucho ese libro, lo uso como libro de primera mano, y lo tengo siempre en la cabecera (en la cabecera, no, al lado de la computadora).
Claro, si Alejo hubiera hecho trabajo de campo, habría descubierto que no eran 10 o 12 tonadas, sino que eran cientos de tonadas. Me he empeñado en demostrar que la música campesina no es una música liquidada ni perdida y, como resultado, tengo una buena colección que algún día habré de transcribir y publicar.

Hablando de discos, usted que ha producido más de 50 discos, ¿le hubiera gustado producir un disco como Buena Vista Social Club?

No, jamás. Porque yo oí el disco la primera vez y me molestó mucho. Cuando lo oí la segunda vez, me di cuenta que había una intención expresa en hacerlo más bonito, más artístico, y eso sucede desde que el mundo es mundo con todos los discos. Nunca se ha hecho un disco con una visión etnográfica.
En Buenavista... a mí me molestó la guitarra light de Ray Cooder. Sé que también hay un tamborcito africano que toca el hijo de él, pero que no se oye, y por eso no perjudica para nada. Pero, cuando oí ese disco por segunda vez, me dije: la intención es «americanizar» el disco, o ponerlo en la época en que aquí se incluían cosas americanas en los boleros... Ello contrasta con la calidad de Cachaíto en el bajo, que es el gran monstruo de ese disco; la calidad de Rubén González en el piano; la voz esa, espléndida, que tiene Ibrahim Ferrer; la voz y la guitarra espléndidas de Eliades Ochoa... Lo menos que hay ahí es Compay Segundo. Lo menos que hay. No se oye porque es una voz grave, una voz que se retira a un segundo plano... Es un disco hecho por pistas: se le da mayor presencia a una cosa y se le quita presencia a la otra, pero al final están todos esos viejitos que son piezas de museo, pero que son excelentísimos músicos.
Yo he visto a Cachaíto hacer cosas maravillosas —¡eso hay que verlo!—, descargando con Frank Emilio o con Rubén. Él se pone a tocar y no mira las partituras, sino que mira las manos del pianista y del pailero. Entonces, establece un equilibrio perfecto entre el piano, el bajo y las pailas. Y ese triángulo es una maravilla. Vaya, que hay que ir a una descarga de ellos. Y eso no sé si está en el video. Pero en el disco se percibe, se percibe muy bien. Me parece que sí, que ese disco tiene muchas virtudes, que su realización técnica es estupenda. Ahora, yo no lo hubiera hecho de esa manera.
Yo hice muchos discos y tuve en algunos un fracaso muy grande. Pero siempre fui muy cuidadosa en las grabaciones que yo hacía, de manera que conservaran su espontaneidad como valor de expresión... Y para eso se pone en las notas de carátula grabación in situ, que fui yo la primera que puse eso en un disco en Cuba.

Aunque la han signado como investigadora de música campesina, ¿usted realmente ha compartido su vida musicológica con otros temas?

Con todos los temas. Sí, porque la Antología de Música Afrocubana la hice yo. Utilicé, por ejemplo, al grupo Iyesá de Matanzas, luego de que Argeliers hubiera hecho una conferencia con ellos en la Universidad. Me dio los datos de esa conferencia y yo los redacté de nuevo como nota de disco, pero le di el crédito a Argeliers.
Para realizar el disco sobre cantos Arará, varias muchachitas estudiantes de musicología fueron conmigo a Jovellanos, y fue la primera vez que alguien penetró en ese cabildo. A Argeliers lo habían rechazado allí, también a Martínez Furé... a todo el mundo lo botaban. A nosotras también. Pero empezó a llover fuerte, y la señora de la casa me dijo que pasáramos. Estábamos Carmen María [Sáenz], María Elena [Vinueza], el grabador, el auxiliar mío y yo. Resulta que el hombre de la casa —que se había negado a que entráramos y grabáramos— se tenía que ir para La Habana; cogió un carro y se fue. Y después que escampó, cuando serían como las siete de la noche, como había mucho frío, yo le dije a un muchachito: «Vete allí a la esquina, donde hay un bar, y trae una botella de vino». Y brindé con vino para que todos entráramos en calor. Y mientras llovía, yo le insistía a la señora aquella acerca de la necesidad de que sus tradiciones no se perdieran, que quedaran para la posteridad, para sus hijos y nietos, porque las referencias que su padre le había dado a Fernando Ortiz ya no eran las mismas, y muchas se habían perdido pues don Fernando no había tenido una grabadora... Y tanto insistí, que cuando escampó, la señora le dijo al hijo: «Miguelito, coge la bicicleta y ve a buscar a fulano y ciclano...» Vinieron los tamboreros, sacaron los tambores sagrados y empezaron a tocar. Terminaron a la una de la madrugada. Y yo tenía unos discos de Benin en los que había grabados unos cantos que se acompañan con la percusión de unas güiras sobre agua, y le pregunté si eso se hacía allí, y ella dijo que sí, que cómo no, y tocaron un canto de ésos y otro que era percutiéndose en distintas partes del cuerpo. Y así salió, espontáneamente, en el disco, y como María Elena fue la que hizo las notas, se las asigné a ella también.

¿Qué cree del fenómeno de revalorización de la música tradicional cubana?
¿A qué tú le dices revalorización?

A que estamos en una época en la cual lo tradicional se pone de moda.

Creo que en el fenómeno de transculturación existen una serie de elementos estables, junto a otra serie de elementos mutables que tienen en un momento determinada fuerza, pero que después pierden sus valores, su significación...
En la actualidad, Compay Segundo, el Guayabero, Rubén González... han vuelto a tocar aquella música, pero no la tocan como entonces, la tocan ya renovada, la tocan ya con otro prisma, dirigidos por Ray Cooder o por ese muchacho, Juan de Marcos, del Septeto Sierra Maestra, que es un músico muy inteligente y que, además, tiene la tradición de su padre y de todos los soneros viejos. Así que se trata de renovar algo muy conocido, muy dominado, y darle un aspecto novedoso.
Por otra parte, pienso que en este momento tenemos un sector joven fuertemente capacitado técnicamente, que está validando la música tradicional y la actual, la nueva. Es lo que están haciendo ahora los muchachitos jóvenes en un empeño que tiene la empresa española Emi, un empeño de hacer el son joven a partir del año 2000. Eso es estupendo.Y es estupendo porque tiene una base técnica muy severa, y porque ellos tienen la juventud y, desde luego, el respeto por esa tradición, que saben valorar. Así, el rap —que empezó aquí como un intento muy negado por la gente—, me parece a mí que puede tener un desarrollo muy cubano, basándose en la búsqueda de elementos nuevos que sean distintos a los norteamericanos. Porque ellos empezaron copiándolos, forzando la acentuación castellana para adaptarla a la acentuación rítmica de la música norteamericana.
El otro día yo ofrecí una conferencia a los muchachos de la Asociación Hermanos Saíz que están en estos grupos y, aunque no había ningún rapero, había gente y músicos que entendieron lo que yo dije. Les puse un encame abakuá, y les puse un moyuba (rezo yoruba) para que ellos vieran cómo determinados acentos y alturas melódicas en esas lenguas corresponden a la forma de hablar del cubano.
Les dije: Fíjense que ustedes ponen de lejos a discutir a un grupo, ya sea de blancos o negros, y entonan, enfatizan y acentúan, igual a esto que nosotros estamos escuchando. Entonces, por ahí es que ustedes tienen que buscar las acentuaciones y los énfasis que se pueden poner en determinadas palabras para que sigan el ritmo de la música cubana.
Mostré una gran cantidad de música cubana que tiene estos elementos que se pueden decir —no cantar, sino decir— y les expliqué lo que valdría que ellos hicieran una instrumentación percutiva y que utilizaran la palabra como percusión también. Me parece que por ese camino vamos a tener una cosa muy novedosa, muy cubana, y de muy buena calidad.
 En los años 50 se produce toda una explosión genérica en la música cubana: el mambo, el cha-cha-chá... Luego, a fines de los 80 viene el boom de la salsa, fenómeno que sigue en cierta medida latente con este asunto de la revalorización de la música tradicional. En los años que comprende la etapa de transición del feeling a la salsa, a los Van Van se les considera como la agrupación más innovadora, continuadora de una línea ascendente en la creación de nuevas maneras (o formas de hacer) en la música cubana. ¿Cómo valora usted el papel de Juan Formell en este período? ¿Cuáles considera son sus aportes más significativos?

Yo le había pedido varias entrevistas a Juan Formell, porque yo quería trabajar con él la canción, ya que es un autor de composiciones bellísimas, que no son Nueva Trova, que no son feeling, pero que constituyen un tipo de canción muy singular, canciones suyas que canta Elena Burke en un disco que él mismo produjo y al cual le hizo las instrumentaciones y todo.
En esas canciones hay una serie de elementos tan novedosos, que a mí me pareció que tenía que comentarlos con él. Nunca me dio esa entrevista. Recientemente nos encontramos en España, donde él dio una conferencia durante un evento sobre Lecuona, y a Formell le tocó precisamente continuar lo que yo dije sobre la música cubana en las décadas de los 40 y 50. Empezó su exposición en el 60; habló de sus experiencias como músico que empezaba a hacer canciones, como músico que empezaba a recibir influencias de otras músicas. Y yo le pregunté en qué forma le influyeron Los Beatles. Me contestó, entonces, que empezó a emplear el bolero–shake, y yo creo que —a decir verdad— lo empleó tan sabiamente que se bailaba como música cubana, y aunque nos dábamos cuenta que era una cosa novedosa, la gente en general no percibía de dónde provenía la influencia. A partir de ahí, Formell dijo que empezó a hacer experimentaciones. Y dijo una cosa muy importante: cómo se apoya en músicos que son fundamentales en su conjunto.
Formell toca el bajo y, por tanto, mueve a la orquesta entera pues ese instrumento es la base para cualquier bailador. Sin embargo, hay en ese conjunto toda una serie de elementos instrumentales, tanto melódicos como percutivos, que le sirven al bailador para mover distintas partes del cuerpo. Así que, mientras con los pies va marcando el bajo, con otras partes del cuerpo recrea el resto de las figuraciones rítmicas. Estas nuevas propuestas se fusionaban con las modalidades de baile ya impuestas, como eran las ruedas de casino, donde la pareja se desenlaza y empieza a hacer combinaciones con otras parejas, generándose nuevas coreografías. Y todo eso lo aprovecha Juan Formell, y lo aprovechan las orquestas que, como los Van Van, empiezan a introducir novedades.
Te digo esto también porque yo siempre tuve la idea de que en la juventud cubana había etapas, que cuando eran muy jóvenes preferían siempre la música norteamericana y extranjera, pero llegaba un momento en que descubrían la música cubana. Así pasó con mis hijos, me sucedió a mí y le sucedió a otras generaciones, a otra gente... En el caso de Juan Formell, yo vi cómo la juventud transformó sus gustos al escuchar esa música que le recordaba algo, pues ese shake recordaba otras músicas y, a la vez, tenía una sonoridad cubana. Me parece que, en treinta años, Formell ha logrado incorporar nuevos cambios, incorporar nuevos músicos, incorporar nuevos elementos tímbricos.

Hoy no pudiera estudiarse gran parte del patrimonio musical cubano sin la paciente labor de Odilio Urfé en la recopilación de fuentes documentales...

Odilio era un alumno brillantísimo del Conservatorio Municipal, de la misma promoción que yo. Él era pianista y flautista; tocaba desde muy niño con la orquesta de su padre y con otras más. Mantenía relación con todos los danzoneros, con los danzoneros más viejos, y empezó a darse cuenta de las diferencias que había entre las contradanzas y las danzas que todavía se bailaban a principios de siglo, las danzas de pareja enlazada, las danzas que tienen una parte en dos por cuatro y otra en seis por ocho. Él las tocaba y empezó a darse cuenta de que esa música cobraba valor desde el punto de vista etnológico a partir de la información recopilada por los estudios de Fernando Ortiz, de María Muñoz... Creo que si bien Odilio llegó a la investigación musicológica como autodidacto, lo hizo como músico que era de formación severa, adquirida en el ámbito familiar —pues el padre y los hermanos eran músicos— y en el Conservatorio.
Estábamos en la misma aula con el profesor Harold [Gramatges], él y yo. No sé de qué manera se vinculó a un movimiento fuerte que hubo en La Habana en aras de cuidar sus monumentos. Y al enterarse de que la Iglesia de Paula iba a ser derruida para hacer allí una terminal del ferry que venía de Cayo Hueso a La Habana, se unió a varios arquitectos viejos que estaban dando una batalla campal para que ello no sucediera. También promovió con el Club de Leones, con el Rotario y demás organismos no gubernamentales, pero que tenían fuerza, la idea de que en dicha iglesia se instaurara la sede del Instituto Nacional de Investigaciones Folclóricas. Y es que teniendo una institución cultural dentro, ya ese inmueble era mucho más fácil de defender que cuando estaba vacío y se exponía al peligro que dijeran: «Esto es un trasto viejo que hay que botar».
Allí, junto a sus amigos músicos, empezó a concebir un archivo. Y yo recuerdo que, para los cursos de verano que dábamos nosotros, le prestó a Argeliers grabaciones hechas en placas de una orquesta —armada por el propio Odilio— que tocaba contradanzas, danzas y música antigua. De ahí vino una relación muy fraternal con nosotros y, desde entonces, siempre colaborábamos los unos con los otros.

Si tuviera que identificar La Habana con un género musical, ¿cuál escogería? ¿Cuáles son los sonidos de La Habana?

La «habanera» es un hecho pasado, pero la canción permanece. Yo me iría por la cancionística. En La Habana suenan canciones por todas partes. Y suena música bailable en algunos lugares. Por épocas, se oyó mucho son, cuando el Septeto Habanero, el Septeto Nacional... Cuando yo tenía siete, ocho o diez años, se oía mucho son. Se oyó en el 29, cuando el Septeto Nacional regresó de Sevilla, de la Exposición de Sevilla; entonces, el son Suavecito se oía en todas partes... se oyó también mucho danzonete también por Pablo Quevedo, por Barbarito Diez, por Fernando Collazo...
Cuando se conocieron el cha-cha- chá y el mambo, en muchas casas los jóvenes los oían y bailaban en la sala con la radio, así como al compás de todas las vitrolas que había en bodegas y bares, donde también sonaba el rock and roll. Y es que La Habana es muy cosmopolita.

¿Cómo pudo forjar su propia identidad como investigadora, siendo la mujer del hombre que fue su maestro? ¿Con una buena dosis de paciencia, con una mezcla de inteligencia y disposición...?

Queriéndolo mucho... El amor fue una premisa siempre... Nosotros parecíamos gente muy seria, nunca nos cogimos una mano, ni nada de besitos... Pero nos quisimos entrañablemente. Él tenía muy mal carácter, y creo que yo también. Decía que yo trataba de dominarlo, y yo le replicaba que él no trataba, sino que siempre me dominaba... Pero a mí me encantó mucho dejarlo que me dominara, y llevarle la tacita de café a la cama mientras él dormía un poquitico más. Eso a mí siempre me encantó, y no me pareció nunca que fuera la mujer servil del hombre, ni nada por el estilo. Yo fui su mujer, y lo hice sin entrar en competencia, sin pensar que yo fuera más que él o él más que yo...
Yo creo que él me quiso muchísimo y me ayudó muchísimo. Yo firmaba mis primeros artículos —que todavía están por ahí, en la revista Vanidades— como María Teresa Linares de León, porque yo estaba muy contenta de ser la mujer de él y ponía De León. Y me dijo: «No, no, tú eres mi mujer, pero tu nombre profesional debe ser tu nombre y tu apellido. Tú eres María Teresa Linares y yo soy Argeliers León». Él me revisaba mis trabajos y me daba sus trabajos para que yo se los revisara. Y hasta discutíamos sobre la música que él componía. Había veces que él estaba componiendo, y si sonaba algo que me parecía modificable, yo le decía: «¿Tú no crees que esto sería más audible así y sigue siendo contemporáneo?» Y entonces, lo cambiaba. Él tiene un concertino para flauta, piano y orquesta de cuerda, en el cual las tonadas de la flauta se las sugerí yo.
Así que nosotros nos llevábamos muy bien siempre. No quiere decir que no hubiera una gresca de cuando en cuando... Mi madre me dio un consejo muy bueno cuando me casé. Me dijo que entre dos personas, si una no discutía, no había discusión posible. Y me aconsejó: «Cuando tú tengas ganas de discutir, coge un buche de agua y no te lo tragues, quédate con él en la boca». Y te aseguro que yo tuve más de tres días un buche de agua —claro, idealmente, no real— en la boca...Y ya al tercer día, él estaba desesperado por hablar, por discutir... hasta que se aflojaba, y ya. Jamás en la vida yo le eché en cara nada, porque en muchas ocasiones llegó a darme la razón. Pero yo no le decía: «Anjá, no ves que yo tenía razón y tú no te diste cuenta», sino que le hablaba de cualquier cosa y le proponía algo: «Mira, prueba esto que estoy cocinando». Cualquier cosa. Por cierto, él cocinaba mejor que yo, pues veía primero cómo yo cocinaba y después lo mejoraba.
En muchas ocasiones, cuando me pongo triste, me acuerdo de sus chistes —porque siempre fue muy gracioso— y me pongo a reírme sola. O me pongo a ver sus dibujos, unas caricaturas maravillosas que hacía y que ahora, cuando estoy ordenando el archivo, he sacado para reírme y divertirme. Fue una vida de más de 50 años luchando uno con el otro, o los dos a la vez...

Y ¿valió la pena?

Mucho. Si yo volviera a nacer, volviera a casarme con él.

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