Publicada en el más reciente número de la revista cultural El Caimán Barbudo, esta entrevista fue realizada por Argel Calcines, editor general de Opus Habana, al escritor Alfredo Marcos, catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Valladolid.
Ver Capítulo 9 del libro El testamento de Aristóteles. Memorias del exilio.

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Entrevista a Alfredo Marcos

Capítulo 9 del libro El Testamento de Aristóteles...

A continuación reproducimos la entrevista Para nosotros Aristóteles vive, que —publicada en la página web de la revista cultural El Caimán Barbudo, el pasado 27 de julio— realizara Argel Calcines, editor general de Opus Habana, al escritor Alfredo Marcos, catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Valladolid.

Portada del libro escrito por Alfredo Marcos: El testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio. Editorial Edilesa, León, 2000.

«Aristóteles ha muerto»…«para muchos de nosotros, Aristóteles vive»; como un par de cortinillas, estas dos lacónicas expresiones descorren —abre una y cierra la otra— el contenido de la primera y, hasta el momento, única novela de Alfredo Marcos (León, España, 1961).
Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona, publica El Testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio (Edilesa, 2000) cuando ya se ha afiliado a esa tendencia que pondera una filosofía práctica para entender la ciencia como acción humana y social, revelando sus dimensiones moral, ética, política…, así como los aspectos estéticos de la creatividad científica —una «poética de la ciencia»—, entre otras aristas poco tradicionales.
«Yo he ido desde el interés por la ciencia hacia el interés por la literatura, no a la inversa», responde este joven catedrático de la Universidad de Valladolid, cuya sencillez proverbial le hace también afirmar al ser entrevistado: «En realidad mi labor en esta novela carece de mérito. Me decidí a escribirla cuando me encontré con ella prácticamente hecha, cuando me di cuenta simplemente de que Aristóteles “tenía” una novela».
Sin embargo, se trata de un libro sorprendente. A manera de círculos concéntricos, en sus páginas se despliega la vida del Estagirita, contada por él mismo en nueve cartas dirigidas a quien designara como su albacea: el general Antípatro.
Aristóteles ha dejado atrás el Liceo en Atenas y escribe a su amigo desde la isla de Eubea, donde se ha exiliado tras la muerte no esclarecida de Alejandro Magno en el verano de 323 a.C. El filósofo ha huido porque teme ser ejecutado por los atenienses que le profesan una vieja animadversión, de ahí que la intriga sea el tensor de esta novela histórica, si así cabe clasificarla: ¿Cómo murió el rey de Macedonia?, ¿enfermo o asesinado?; ¿acaso es cierto que, por despecho al gran caudillo, en su muerte pudieron estar involucrados tanto Aristóteles como Antípatro, quienes intervinieron en su formación intelectual y militar cuando era muy joven, a solicitud de su progenitor y antecesor en el trono: Filipo II?
Hay constancia de que existió esa correspondencia entre el Estagirita y su albacea, aun cuando no haya vestigios de la misma; en cambio, sí se conoce el testamento de Aristóteles, gracias a que el historiador Diógenes Laercio lo reprodujo en su obra Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, escrita hacia el siglo III d.C.
Pero el enorme mérito de Alfredo Marcos no consiste solamente en haber inventado esas cartas para, desgranando dichas cláusulas testamentarias, urdir una trama literaria con ayuda de la erudición académica. El Testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio logra que nos sintamos como los verdaderos legatarios del pensamiento aristotélico, demostrando su vigencia. Y para ello su autor, devenido excelente narrador, armoniza imaginación literaria y reflexión filosófica, dosificándolas con sutileza en aras de ese lector, que «es cualquiera de nosotros, quizá hoy no, pero sí mañana, puede que no ahora, pero sí más tarde o en otro trance de la vida».

Como filósofo de la ciencia, usted ha contribuido a la intelección de Aristóteles desde una perspectiva que preconiza el rescate de su filosofía práctica y nociones de virtud —específicamente de la prudencia (phrónesis)— para acometer los desafíos de la postmodernidad: los debates en el campo de la bioética, por ejemplo. ¿De cuánto data su profunda inmersión en la vida y obra del Estagirita?

Mi padre y mi madre eran ambos profesores de filosofía en bachillerato. Lo cierto, a pasar de todo, es que en mi casa se hablaba muy poco de filosofía y mucho sobre las cosas de la vida cotidiana. Pero recuerdo que alguna vez le pregunté a mi madre quién creía ella que era la persona más lista del mundo. Cosas de niño. Y ella me dijo que estaba convencida de que el ser humano más inteligente que ha vivido fue Aristóteles. Ella no se refería a que Aristóteles fuese brillante o erudito —eso carece de importancia— sino a la inteligencia práctica, a la sensatez, moderación, prudencia y sentido común que destila toda su obra. Con estos antecedentes familiares parece que estaba casi predestinado a encontrarme tarde o temprano con el pensador griego.
Más en serio, diré que llegué a Aristóteles a través de la filosofía de la biología. Trabajé sobre el concepto de información en biología para mi tesis doctoral. Y después pensé en escribir algo más general sobre filosofía de la biología. Comencé a leer la obra biológica de Aristóteles para hacer una pequeña introducción histórica. Pero la biología del griego tiene tal fuerza que me atrapó por varios años. Escribí un libro sobre este tema. A partir de ahí me interesó también el resto de su obra, ya que toda ella está muy conectada internamente. No se entiende su biología sin su metafísica y viceversa. Desde la obra pasé a interesarme por la persona, por el ser humano capaz de poner en pie semejante monumento intelectual.

¿Puede definirse su proyección filosófica como neoaristotélica? ¿A quiénes destacaría de los estudiosos aristotélicos que le han precedido en el tiempo?

Sí, neoaristotélico, ¿por qué no?, es un honor estar en esta posición filosófica en tan buena compañía. El pensador griego ha servido de inspiración a personas de todos los tiempos, antiguos y medievales, modernos y postmodernos, a filósofos de varias tradiciones, árabes como Averroes, cristianos como Tomás de Aquino o judíos como Maimónides. El aristotelismo nunca ha sido una posición mayoritaria, ni una moda, ya que carece del brillo trágico o utópico de otras tradiciones, como puede ser la platónica o la existencialista. Es, digámoslo así, más gris. Pero siempre ha estado presente y ha inspirado a muchas personas de gran valía. Siempre ha sido una tradición con vocación integradora y reformista, una búsqueda del justo medio. Hoy día existe un número apreciable de filósofos y científicos que encuentran inspiración en la obra del griego. Es bueno estar junto a los neoaristotélicos contemporáneos verdaderamente ilustres, como Alasdair MacIntyre, Hans Jonas, Pierre Aubenque, René Thom o Amartya Sen.

Usted ha clasificado El Testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio como «novela histórica perteneciente a la especie de las autobiografías imaginarias, subespecie epistolar».

La definición, obviamente, es irónica. Una de las cosas que le causaban desconfianza a Aristóteles eran las definiciones. En contra de la versión popular que se ofrece a veces sobre este pensador, en realidad, nunca estuvo obsesionado por definir ni por clasificar, sino por entender la vida, siempre tan dinámica e inasible. Clasificaciones y definiciones son meros instrumentos, herramientas que hay que usar o desdeñar, flexionar o modificar, al servicio de otras finalidades más importantes. Los géneros literarios tienen una función de mera cortesía, ayudan al librero y a su cliente, sirven educadamente para poner un cierto orden en los estantes de las bibliotecas. Nada más.

¿En qué momento de su carrera como filósofo se sintió impulsado a intentar esa recreación literaria de la vida personal de Aristóteles?

En realidad mi labor en esta novela carece de mérito. Me decidí a escribirla cuando me encontré con ella prácticamente hecha, cuando me di cuenta simplemente de que Aristóteles «tenía» una novela. Su testamento está ahí, a disposición de quien quiera leerlo, como un vector privilegiado para entrar en la intimidad del gran pensador, en la alcoba del ser humano que fue. Su obra, por otra parte, está llena de pistas, de indicaciones que muestran su talante, su modo de pensar, sus preferencias y gustos, su relación con las personas cercanas. Tiene una novela porque, además de ser una figura cimera del pensamiento, fue una persona involucrada en las intrigas políticas de la época. Mantuvo una tensa y contradictoria relación con Alejandro Magno. Fue un hombre enamorado de su primera esposa, agradecido a los cuidados de su segunda mujer. Era atento y cuidadoso con sus hijos, piadoso para con sus padres y con Dios. Amaba el teatro y la palestra, observaba compasivamente el comportamiento de los animales, temblaba quizá ante el dolor, la enfermedad y la muerte. En fin, los perfiles humanos del gran pensador no se han perdido, quedan huellas suficientes de los mismos como para intentar una recreación.
Por añadidura, Aristóteles mismo teoriza sobre la tragedia y la comedia, sobre la poética y sobre la metáfora. Es decir, él mismo nos enseña cómo se debe narrar, nos muestra los objetivos y los recursos para escribir. Expresiones como «poner ante los ojo», «hacer que algo salte a la vista», son utilizadas por el propio Aristóteles para describir la tarea poética, la intención de «mostrar las cosas como en acto». La exigencia de verosimilitud, por poner otro ejemplo, también está expuesta en su Poética.

¿Resulta su novela una suerte de expiación para sortear la rigurosidad que implica el ejercicio de la lógica y filosofía de la ciencia en términos —digamos— académicamente correctos?

La recreación literaria permite cierta libertad que el tratado filosófico o histórico no consiente. Por ejemplo, sabemos que Aristóteles vivió en Atenas, pero no hay forma de averiguar en qué barrio se asentó. Sabemos que viajó, pero no exactamente cómo. La literatura permite ser fiel a lo primero, a los datos históricos, a la documentación disponible, y conjeturar con libertad para lo segundo. Así conseguimos dar al personaje concreción y frescura de persona. Por otra parte, cuando la personalidad salta a la vista, recreada ante nuestros ojos, se llega con más eficacia y nitidez al sentido de su pensamiento, de su obra conservada. El libro se tiene en pie por sí solo, como novela, como relato de la peripecia humana. Pero facilita además un camino para internarse en el pensamiento de uno de los grandes filósofos.

¿O aparece esta novela suya —única hasta el momento— como resultado de un deliberado acto de introspección en torno a su elección de la filosofía como derrotero profesional y vital?

Como acertadamente sugiere la pregunta, se puede decir aquí de te fabula narratur. Porque el pensamiento de Aristóteles nos habla a nosotros y habla de nosotros. Creo que su pensamiento nos resulta más próximo y coetáneo cada día. Hoy podemos entenderlo mejor que hace un siglo o dos. Y, paradójicamente, hay pensadores del siglo pasado o del anterior que están mucho más lejos de nosotros, que son más caducos. Ahora bien, desde el punto de vista psicológico, no hay introspección, hay un intento de objetividad, de ver el objeto de la narración en sí mismo, no a través de mis ideas, emociones o preocupaciones, que me parecen insignificantes como material literario.

Usted reconoce en «Nota del Autor» —esa suerte de apostillas agregadas al final de la novela— que «tanto la personalidad de Aristóteles como sus doctrinas están afectadas por el sesgo interpretativo del autor», o sea, por Alfredo Marcos. E inmediatamente añade: «No puede ser de otro modo. Todo lo que puedo decir al respecto es que estoy honradamente convencido de que la interpretación que adopto es la que dice más verdad, y también que en todo momento estoy dispuesto a discutirla y a revisarla».

Sí, una cosa es el intento de objetividad y verdad, y otra cosa es el resultado. Hay que ser consciente de los límites propios y de la propia falibilidad. Por ello es bueno advertir al lector de que el sesgo interpretativo del autor estará ahí, inevitablemente presente. Por eso es importante someterse a la crítica, tenerla en cuenta y agradecerla. Es importante estar dispuesto a responder, a dar cuenta de los propios puntos de vista, y, por fin, a revisar cuanto se estime erróneo.

¿Por qué, entonces, esa necesidad de «apostillar», si a fin de cuentas se trata de una novela «histórica» —así, entre comillas— que los lectores aceptarán o no a partir de los presupuestos de cada cual: puede que les interese más el sugerente estilo de su prosa, por ejemplo? ¿O es que, al escribirla, tuvo siempre en mente que los lectores potenciales de su novela pertenecerían al círculo cerrado de historiadores y filósofos? ¿Hubo en ese sentido alguna exigencia por parte de la editorial Edilesa?

Empezando por el final de la pregunta: no, no hubo exigencias, ni siquiera indicaciones, por parte del editor. Y la novela está pensada para un público mucho más amplio que los historiadores y los filósofos. Para todo lector, aunque no en todo momento. En realidad, busca al lector paciente y reflexivo, amante del ritmo parsimonioso, a cualquiera que no rechace un tono lírico. Eso es todo. Y ese lector es cualquiera de nosotros, quizá hoy no, pero sí mañana, puede que no ahora, pero sí más tarde o en otro trance de la vida. En cada momento de nuestra existencia gustamos de un ritmo diferente, en literatura como en música. No hace falta ser historiador o filósofo para apreciar la lectura del libro, ni mucho menos. Es cosa más bien de los ritmos y momentos del alma.
Dicho esto, puedo abordar la primera fase de la pregunta, el porqué de la «Nota del Autor». La razón es puramente narrativa. He intentado que no haya en la novela ningún elemento arbitrario o decorativo. La nota de autor en realidad viene exigida por la trama. ¿Cómo murió Alejandro Magno?, ¿enfermo o asesinado? Y en el caso de que hubiera sido asesinado, ¿quiénes fueron los culpables? La novela está escrita en forma de cartas. Dos de ellas firmadas por Antípatro, general macedonio y amigo de Aristóteles, y el resto por el propio filósofo. Pero ambos narradores ignoraban las circunstancias en que se produjo la muerte de Alejandro, en algún lugar lejano de Asia. Por lo tanto, ni Antípatro ni Aristóteles pueden decirle al lector cómo sucedió. Tienen sus sospechas, sí, pero no pueden dar al lector la información que ellos mismos no poseen. Y sin embargo el lector quiere saber, tiene derecho a saber qué fue del gran Alejandro.
La resolución de la trama ha de quedar, pues, fuera del grupo de cartas. Por eso es necesaria una nota que trae a presencia del lector algunos datos históricos posteriores que resuelven la intriga. La nota es parte del relato, el final del mismo, y contiene la resolución de la intriga exactamente en la última línea.

¿Ha transmutado vivencias propias a la trama de la novela, de modo que insuflaran esa carga de emotividad que caracteriza a sus pasajes más tiernos? Es decir: ¿hay algún motivo de orden personal que le haya compelido a pulsar esa cuerda lírica que, paralelamente al discurrir filosófico, acompaña el decurso de la narración; por ejemplo: en las secuencias cuando Aristóteles confiesa el amor y agradecimiento que profesa a Herpilis, su última esposa?

No hay motivos personales, si bien los lances y los personajes se construyen siempre con retazos de acá y de allá, con datos históricos y también con rasgos de personas conocidas, empezando por uno mismo. Pero no hay ninguna clave, ni explícita ni críptica, de carácter personal. Intento más bien hacer una autobiografía, ficticia, claro está, pero verosímil, del personaje central.

Tal y como usted reconoce en las ya citadas apostillas, para escribir su novela hubo de solventar la manía de las fuentes, recurriendo en primer lugar a la obra del propio Aristóteles, así como a las múltiples biografías, tratados y ensayos sobre su vida y obra, entre ellos un libro de Antón-Hermann Chroust del cual se siente especialmente agradecido.

Sí, la obra de Chroust es clave. Aporta una interpretación nueva, muy verosímil y atractiva de la vida de Aristóteles. Los puntos de inflexión de la misma, según Chroust, no tienen que ver principalmente con la filosofía, como tradicionalmente se afirmaba, sino con la política y con la vida personal. Aristóteles no va a Atenas para oír a Platón, sino para huir de la convulsa política macedonia. No sale de Atenas tras la muerte de Platón, sino inmediatamente antes. Probablemente porque la vida en Atenas se había tornado para él difícil, pues los atenienses le consideraban casi como un espía de Filipo, el odiado rey de Macedonia. La época de los viajes, la relación con su primera esposa, su función como tutor de Alejandro y otros muchos aspectos de su vida se explican mucho mejor a esta luz.
Junto a la obra de Chroust, las fuentes principales de documentación están en el propio testamento de Aristóteles, que ha llegado hasta nosotros a través de Diógenes Laercio, y sobre todo en la obra de Aristóteles. Una vez encontrada la trama, leí toda la obra conservada del griego en busca de involuntarias confesiones autobiográficas. Y las hay.

Alfredo Marcos (León, España, 1961)

Independientemente de sus objetivos literarios, ¿cuál aporte o singularidad considera que ofrece El Testamento de Aristóteles… a la inmensa bibliografía sobre el tema? ¿Puede radicar ese aporte en que, como resultado del riguroso procesamiento de tamaño corpus bibliográfico, al margen del sesgo interpretativo adoptado, su novela constituya el más actual referente en habla hispana para introducirse en la filosofía aristotélica de una manera amena y, no por ello, menos erudita? ¿Suele recomendar la lectura de El Testamento de Aristóteles… a sus alumnos?


A mis alumnos tan solo les informo de que existe el libro, pero nunca ha sido material de clase. Confío en que alguno acabe acercándose al mismo por propia voluntad o curiosidad. El presentarlo como obligación académica serviría solo para hacerlo antipático. Si algún alumno se anima a leerlo, tal vez encuentre una buena introducción a la obra de Aristóteles, a un pensamiento vivo y en contexto. Ojalá. Una buena parte de las líneas del libro son texto tomado de los propios tratados aristotélicos. Cualquier conocedor del filósofo griego podría descubrir numerosas citas, casi literales, insertas siempre en el contexto de su peripecia biográfica.

Como lector he disfrutado mucho de la tersura con que usted logra ir transmitiendo la esencia de aquellas semejanzas y diferencias filosóficas que derivan de las distintas percepciones de la realidad por parte de Platón y Aristóteles, y cómo estas influyeron en el desarrollo de sus respectivos modelos de conocimiento. Así, lo que en libros y ensayos filosóficos puede resultar para algunos fatigoso y hasta «latoso», comienza a hacérsenos cálidamente asequible desde los primeros capítulos. ¿Cómo se propuso dosificar esos contenidos filosóficos que, a fin de cuentas, son como el manantial subterráneo que sustenta las páginas de su novela y que, a mi modo de ver, la hacen desmarcarse de las clasificaciones al uso de la «novela histórica» y sus respectivos subgéneros? ¿Aceptaría que su novela fuera recomendada como de «iniciación (o concitación) filosófica»?

Me gustaría que fuese recomendada como una invitación a la filosofía, sí, pero sobre todo que fuese leída como obra literaria. Por extraño que parezca, en un sentido preciso es irrelevante que el protagonista sea un filósofo. Quiero decir que, con independencia de esta circunstancia, hay una trama, alguna metáfora, una estructura narrativa, unas gotas de intriga. Esto es literatura. Por supuesto, también hay personajes. Cada personaje es algo así como una teoría del mundo, una ventana a la vida, un punto de vista. La literatura universal está llena de personajes que aportan precisamente eso, un punto de vista especialmente valioso, por extraño o por lúcido. El punto de vista del loco, del tonto, del extraterrestre, del extravagante, del extranjero, del atrabiliario, del marginado o del anacrónico, del inocente o del autista, incluso del animal no humano, todos ellos son atalayas privilegiadas desde las que mirar la vida, todos ellos producen un gigantesco rendimiento literario.
Al elegir a Aristóteles como personaje central estamos seleccionando una mirada, una teoría. Y no es una cualquiera. En este otro sentido sí que tiene importancia que el protagonista sea el pensador griego y no cualquier otro. La suya no es una mirada excéntrica, como la de Don Quijote o la de Ignatius J. Reilly. Es casi lo contrario. Una mirada centrada, sensata, integrada en la vida de su tiempo, en el justo término medio, en el sentido común. Alguien podría pensar que una mirada así no ofrece rendimiento literario, por excesivamente cotidiana. Pero se equivocaría. Rinde literariamente por su especial lucidez, amplitud, profundidad y capacidad de integración. Y por la influencia histórica que ha tenido sobre nuestra propia mirada.

Si bien usted manifiesta claramente en las ya citadas apostillas que el estilo de su novela no intenta imitar al de Aristóteles «porque no le diría nada al lector actual y, sobre todo, porque no sabemos qué estilo era el de Aristóteles», pudiera intentarse ser menos categórico y barruntar que ya el mismo hecho de recurrir al monologismo, aunque sea transpirado en formato epistolar, nos sintoniza de algún modo con el estilo del filosofar aristotélico.

La parte que conservamos de la obra de Aristóteles es la menos literaria. Son apuntes de clase y tratados filosóficos. Pero él escribió textos, incluso diálogos, cuyo estilo fue alabado por los antiguos. Se han perdido casi en su totalidad. Por eso es difícil imitar un estilo que no conocemos. Por otro lado, sabemos que escribió nueve cartas a Antípatro. Esto da base histórica al recurso epistolar. Cada carta, es verdad, la escribe una sola mano. Pero están en realidad entre el monólogo y el diálogo, pues en ellas siempre hay un interlocutor, que he intentado marcar con el reiterado vocativo. Además las cartas a veces obtienen respuesta. Por otro lado, siempre que he podido he respetado el léxico griego. Pondré un ejemplo. En español podemos decir tanto «terremoto» como «seísmo». La primera palabra es latina, la segunda griega. En este y en otros casos similares he procurado emplear una capa del vocabulario español con resonancias griegas. Esto es todo lo que he podido acercarme estilísticamente al personaje. No es mucho.

Al respecto, cuestionando el uso instrumentalista de Aristóteles en correspondencia con los intereses en juego —de lo cual no escapan las traducciones de sus obras—, Julián Marías señala en una de sus últimas conferencias que «la densidad, la dificultad de estudiar a Aristóteles es la de retener cada frase, es tomarla en serio. Eso es lo que ocurre. Y evidentemente, unas veces se ha hecho, y otras veces, no, se lo ha parafraseado, se lo ha disminuido, se lo ha ligado a cosas que no tenían mucho que ver con él… Pero en definitiva es un estilo visual, es un pensamiento visual (…)». ¿A qué se refiere Marías cuando asevera que, «paradójicamente, se ha hecho un uso mínimamente visual de Aristóteles»? ¿Cuál es su opinión sobre la vastísima obra del vallisoletano, en especial, sobre su Historia de la Filosofía (1941), con prefacio de Xavier Zubiri y epílogo (publicado póstumamente) de Ortega y Gasset?

El pensamiento de Aristóteles es muy visual. Ya he citado fórmulas suyas como «saltar a la vista» y «ver las cosas como en acto». En mi novela he intentado resaltar este aspecto cuánto me ha sido posible. Aquí hay una conexión con Julián Marías. Él define la filosofía como «visión responsable», como una teoría del mundo por la que hay que responder, de la que hay que dar cuenta y razón si somos preguntados. Recojo implícita y deliberadamente esta idea en el párrafo que usted ha citado, sobre mi disposición a discutir y revisar mi visión de Aristóteles.
Sobre Julián Marías como filósofo personalista tengo la mejor de las opiniones y un par de anécdotas muy reveladoras. Cuando yo empecé a estudiar filosofía, hace un montón de años, uno de los profesores nos recomendó bibliografía. Dijo que podíamos consultar casi cualquier historia de la filosofía, «menos la de Julián Marías». Hasta tal punto estuvo proscrito el pensador vallisoletano. Por unos y por otros, por cada una de las «dos Españas», dicho en lenguaje de Antonio Machado.
Por supuesto, como cualquier estudiante joven al que se le prohíbe algo, lo primero que hice fue dirigirme a la biblioteca en busca del libro de Julián Marías. Con el tiempo, le conté el suceso al propio Julián Marías. Le divirtió mucho y dijo estar acostumbrado a estas descalificaciones. Pero, por divertido que le pareciese, no dejaba de ser injusto. Por ello, cuando fui director del Departamento de Filosofía en Valladolid, la ciudad natal de Marías, inicié gestiones para que se le concediese el doctorado honoris causa. Esta es la segunda anécdota, algo más melancólica. Cuando todo estaba más o menos preparado para concederle la distinción, Marías nos escribió rechazándola: nos dijo que llegaba veinte años tarde.

El empleo del genérico «pensamiento visual» nos remite inmediatamente a la necesidad de la imagen para la aprehensión del mundo, así como los postulados que, sobre este tema, desgrana Aristóteles en sus escritos y que usted ha retomado certeramente en su ensayo «Ciencia y metáfora. Elementos para la poética de la ciencia», incluido en su libro Ciencia y acción. Una filosofía práctica de la ciencia (FCE, México, 2010). ¿Contribuyó a la escritura de su novela el hecho de que usted se haya dedicado también al novedoso análisis de los valores estéticos en la ciencia, específicamente del empleo que hace Aristóteles de las figuras metafóricas en su obra científica? ¿O fue a la inversa: su vocación literaria lo hizo interesarse en la existencia de una poética de la ciencia?

Yo he ido desde el interés por la ciencia hacia el interés por la literatura, no a la inversa. Mi formación inicial es como filósofo de la ciencia. Pero el neopositivismo que estuvo de moda hace unas décadas siempre me pareció estrecho y parcial. En ciencia hay creatividad, imaginación, emociones y valores morales tanto como pueda haber en arte. Y metáforas, claro. El paso por Aristóteles y por su teoría de la metáfora me ayudó a darme cuenta de ello. Interesarse por la literatura no significa, pues, perder interés por la ciencia, al contrario. Ahora trabajo en un grupo de investigación en la Universidad de Valladolid que se ocupa de las relaciones entre arte y ciencia.

Al preguntarle, tengo en cuenta que, antes de su novela, usted publicó el ensayo Aristóteles y otros animales (1996), y, a partir de ese referente, me explico las no ya visuales, sino fílmicamente aristotélicas descripciones suyas de la naturaleza animal. Es el caso del capítulo tres de El Testamento…, cuando describe las costumbres casi humanas de los delfines, la caída aparentemente mortal de un somormujo en el mar, o el coqueteo del astuto correlimos con las olas… ¿Podría inferirse que, además de conferir placer literario, esa sostenida voluntad de metaforización durante toda la novela ha sido adoptada deliberadamente para buscar una similitud de su estilo narrativo con el «estilo visual» de Aristóteles?

Sí, definitivamente la metáfora tiene un papel central en el pensamiento humano. No es un mero recurso estilístico o decorativo. Es un modo creativo de investigar la realidad, de obtener conocimiento y de comunicarlo. Es irremplazable. Lo que no existe es lenguaje literal. Lo que llamamos tal no es sino lenguaje metafórico que con el tiempo ha llegado a hacerse convencional. Metáforas dormidas. Aristóteles se dio perfecta cuenta de la importancia de la metáfora. Su teoría de la metáfora es absolutamente contemporánea. Es la metáfora lo que hace ver las cosas como en acto, lo que hace que salten a la vista. Una novela tiene que buscar el justo medio entre el lenguaje convencional y la metáfora viva, entre la redundancia y la novedad. Sin lo primero se pierde el contacto con el lector, pero sin lo segundo el lector pierde su interés. Mi fórmula consistió en leer poesía mientras escribía novela. Porque la poesía tiene una mayor carga de novedad, puede permitirse casi prescindir de lo convencional.
Una buena metáfora puede dar incluso estructura al relato. En el mío los estratos temporales más antiguos, la infancia del protagonista, su primera juventud, están en el centro del libro, mientras que los más recientes, están al principio y al final. Esta estructura viene sugerida por una metáfora. El tiempo no marcha a lo largo de una línea, sino a la manera de círculos concéntricos. Cada presente contiene en su interior, a modo de círculos inscritos, los instantes pasados. Y no avanzamos en el tiempo mirando hacia el futuro, lo que vemos es siempre el pasado; el futuro lo hacemos, no lo vemos hasta que está hecho, hasta que está presente y ya pasa. Miramos siempre hacia el interior de los círculos del tiempo, donde habitan los momentos pasados, en sucesivas memorias concéntricas. Esta metáfora estructura toda la narración, y además aparece explícitamente en un pasaje de la misma, para que el lector tenga a la vista todas las claves del libro.

He releído varias veces el capítulo nueve, en el que nos hace partícipes de la actitud dubitativa de Aristóteles ante la inminencia de su muerte, del significado que en ese instante otorga a las fábulas y mitos, tal y como hizo Sócrates en sus últimos momentos de vida, según relata Platón en el Fedón, obra que usted coloca intencionadamente a la cabecera del Estagirita ya moribundo, junto a los escritos homéricos. Una vez que han sido reconocidos los límites de la racionalidad en la búsqueda de la certeza, ¿a grandes rasgos, cuáles considera son los principales desafíos que enfrentará la reasunción de la filosofía práctica de Aristóteles en el panorama contemporáneo? ¿Existe alguna esperanza de que la phrónesis acompañe el ya malhadado siglo XXI?

No es gratuita la presencia del Fedón y de los textos homéricos junto a la cama del moribundo. Es el propio Aristóteles quien nos habla de ello y quien afirma amar más lo mitos cuanto más enfermo se encuentra. Tras su muerte, siguió adelante su escuela, el Liceo, pero pronto su obra se desvaneció. Muchos de sus libros se perdieron y otros estuvieron olvidados durante siglos. La recuperación de su filosofía ha sido lenta, incompleta y azarosa. La Antigüedad tardía y buena parte de la Edad Media fueron mucho más platónicas que aristotélicas. La modernidad nació ya con un rictus antiaristotélico. Sólo hoy empezamos a ver algunos aspectos de su obra. Pensemos que sus escritos sobre los animales, varios tratados que ocupan muchas páginas, se han traducido a las lenguas modernas hace muy poco. Por ejemplo, en español están disponibles desde hace no más de una veintena de años.
En suma, muchos rasgos importantes del pensamiento de Aristóteles resultan para nosotros nuevos. Y, según creo, nos resultarán además muy útiles. Por ejemplo, la prudencia aristotélica constituye una guía valiosísima para nuestros actuales problemas, un modelo de racionalidad digno de ser tomado en cuenta. ¿Es posible una postmodernidad aristotélica? No lo sé, pero sí creo que sería deseable.

Por último, ¿tiene en mente alguna otra novela? Y de no ser así, ¿cuáles son sus próximos empeños editoriales?

Estoy acabando, junto con otros colegas, un libro sobre la creatividad en ciencia y arte. Aparecerá en lengua inglesa en la editorial Peter Lang, de Suiza. Y está pasando de las musas al teatro un librito precisamente sobre Aristóteles y la postmodernidad. En cuanto a la novela, no, no estoy escribiendo ninguna. Ya me he dado cuenta de que no tengo capacidad para crear tramas ni personajes. El Testamento de Aristóteles…, como he dicho, fue un feliz hallazgo, más un descubrimiento que una creación. Pero si me topase con alguna otra novela en busca de autor, me pondría a su servicio. No lo descarto. Permanezco alerta.

 

Argel Calcines
Editor general de Opus Habana

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