Capítulo 9 del libro El testamento de Aristóteles. Memorias del Exilio. Editorial Edilesa, León, 2000. Autor: Alfredo Marcos Martínez, catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Valladolid.

De Aristóteles para Antípatro, Gobernador de Macedonia y Grecia, en Calcis de Eubea, mes de esciroforión, año segundo de la olimpiada ciento catorce.

Un fantasma se dirige a otro fantasma. Quién sabe si llegarás a leer esta carta, si lograrás la victoria en Lamia, si saldrás con vida siquiera. Y, si por fortuna llegan a tus manos estas palabras, ¡dónde te hallarás cuando reanimes mi voz aquí escondida! Quién sabe dónde estaré yo para entonces, por dónde vagará mi alma tal vez desmemoriada, qué lóbregos rincones de la nada o qué luminosos parajes atravesará por entonces un espíritu que quizá no sea ya mío.
No escribo apenas, pues casi no puedo incorporarme. Me consume una extrema debilidad. Todo el día y toda la noche me encuentro extenuado. Lo poco que he avanzado en las correcciones a la ética he tenido que dictárselo a mi hijo Nicómaco. Notarás que tampoco estas líneas son de mi mano (quizá hasta puedas reconocer a quién pertenece el trazo). No hubiera hecho el esfuerzo penoso de dictarlas, no te hubiera molestado ya más con otra agónica misiva, si no fuera porque ha ocurrido algo importante que me obliga a añadir una cláusula a mi testamento.
A veces reúno fuerzas para abrir los ojos y leer algo. Tengo junto a mí siempre el Fedón y los escritos de Homero. Me complacen los mitos homéricos, así como los inventados por Platón. En realidad encierran, a su modo, toda la sabiduría que poseemos sobre lo que verdaderamente importa, sobre los dioses, sobre el mundo, sobre el ser humano, sobre lo que debemos hacer y lo que nos cabe esperar, sobre nuestro destino y el sentido de la vida. El amante del mito es, sin duda, amante de la sabiduría, y es que el mito surge de la curiosidad y de la admiración, del reconocimiento de nuestra ignorancia y de las ganas de remediarla.
Toda mi vida la he empeñado en conciliar este género de sabiduría vital con la investigación científica de las cosas naturales y del hombre. Ha sido para mi una obsesión perpetua el poner bajo una sola mirada la ciencia y el mundo de la vida, la indagación racional y la experiencia cotidiana, las conclusiones de la razón y el saber que nos ha sido transmitido sobre el sentido de la vida.
De Platón aprendí a poner la vista lejos, en un mundo luminoso, abierto al intelecto, ordenado y divino. Todo armonía, justicia, paz. Siempre me he considerado fiel a sus enseñanzas. Sin embargo, creo haber descubierto que en este mundo que nos rodea hay mucho orden, ingentes cantidades de belleza y de armonía, y que en todos los seres naturales hay algo de divino. No es menester, pues, inventar un mundo nuevo, distinto y puro, producido a instancias de la razón y con el solo objeto de satisfacerla. Me parece que es mejor esforzarse en contemplar con respeto profundo este Cosmos, el mismo de todos, transido hasta el último rincón de una divina armonía, aunque no siempre dócil a nuestra razón. También de la contemplación de los seres que nos rodean surge la admiración y la reverencia, pues todos expresan un sentido, una inteligencia, una intención evidentemente distinta del ciego azar, aunque a veces no sea fácil para nuestra mente captarla.
La investigación sobre los seres naturales y sobre el hombre y sus ciudades no se opone en nada a la visión religiosa de Platón, sino que constituye una vía común hacía la contemplación de lo divino. Del mismo modo, el mito no se opone a la razón, sino que está en el principio y en el fin de la acción de ésta, la complementa y la dota de sentido. Sólo unos pocos, tocados por la fortuna o por los dioses, saben sin necesidad de razonar, saben porque aciertan o porque ven. Así, algunos de los que se inician en los misterios, aunque no aprenden nada discursivamente, mutan su forma de entender, desarrollan una disposición nueva de su mente. Pero los más tenemos que esforzarnos duramente en la investigación racional de lo que nos rodea para llegar a intuir que hay algo más allá y más importante que la propia razón y sus objetos. Algo que posibilita la existencia de la razón misma. Porque el principio de la razón no es la razón, sino algo superior. ¿Y qué podría haber de superior a la ciencia y al entendimiento salvo Dios?
Los hombres comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y después, al progresar poco a poco, sintiéndose perplejos también ante cosas de mayor importancia, por ejemplo, ante las peculiaridades de la Luna, y las del Sol y los astros, y ante el origen del Cosmos. A cualquiera que no tenga las emociones atrofiadas y la mente oscurecida le admirará el enigma de la existencia, el mero hecho de que haya algo, cualquier ser, y mucho más cualquier viviente, y más aún el que uno de estos vivientes tenga conciencia de sí ¿Quién puede, pues, permanecer indiferente ante la existencia del Cosmos?
Ante las delicadas estructuras y ritmos de una planta, tallo, carpo y auxo, frente al milagro de un animal semoviente -el pájaro que penetra en las aguas, el delfín que brota de ellas-, bajo una noche de estrellas, uno siente ganas de llorar de sorpresa, de admiración, de impotente ignorancia. Ante la mirada insondable de Herpilis, no cabe más que temblar y fundirse en ella ¿Qué debemos sentir, pues, en la contemplación del Cosmos, sino la más profunda y humilde de las reverencias?
Ahora bien, el que se siente perplejo y maravillado reconoce que no sabe, con lo que ya ha dado el más importante de los pasos hacia el conocimiento. Y esa actitud de prudencia, de humildad, debe acompañarnos a lo largo de toda la investigación. Ahora soy consciente de que esta búsqueda del saber no cesa, nos acompaña hasta el último instante de lucidez.
Mis ojos están ya más tiempo cerrados que abiertos, y sin embargo no duermo. Ni siquiera necesito utilizar ingenios para mantenerme despierto. Hipnos ya no me visita. Huye de mí el dios de sienes aladas que recorre la tierra adormeciéndolo todo a su paso, me evita en la misma medida en que se me echa encima su hermano Tánatos. Y mientras, mi mente no cesa de buscar la sabiduría de lo importante, de lo que ahora cuenta. A mi lecho, las tres Horas me traen preguntas en lugar de flores: ¿Qué será mañana de mi alma? ¿Algún dios la acogerá y medirá por sus actos? ¿Ha sido la mía una vida digna y cumplida?
Platón expuso muchos argumentos favorables a la inmortalidad del alma. Dijo que al ser simple no se descompone, luego no muere. Sólo lo material está formado por partes que pueden separarse, de lo cual procede la muerte. Tampoco el alma puede ser simplemente la armonía o la salud del cuerpo, pues es ella la que rige, y sería absurdo pensar que una simple armonía puede regir los deseos de aquello de lo que es armonía. Además, si el alma fuese la armonía del cuerpo, seguiríase que puede haber almas que lo sean más que otras, pues hay cuerpos más o menos armónicos, y eso también es absurdo.
Es evidente que el alma es, en cierto sentido, idéntica al cuerpo, como lo son la cera y la figura impresa en ella, y que, en otro sentido, no lo es, pues el cuerpo es su instrumento, su órgano, su herramienta. He ahí la dificultad de esta indagación y los límites de la misma. Nada ganamos extremando la postura platónica hasta hacer del alma algo completamente distinto del cuerpo, pues mi cuerpo no es sólo la carne que me viste y enjaula, soy yo mismo. Tampoco sirve de nada obrar en sentido contrario, hasta negar la realidad del alma como sustancia, a la manera de los materialistas. Ambas escuelas buscan un atajo tan fácil como falso para librarse de la dificultad sin investigarla.
Yo he intentado proseguir con este género de indagaciones racionales sobre el alma. En mi estado se me hace evidente que ciertas actividades del alma sufren más con las dolencias del cuerpo o se ven totalmente impedidas por éstas. Es lo que sucede con la nutrición, el crecimiento y la reproducción. Difícilmente podría ejercer bien la nutrición con una herida sangrante en el estómago. Sin embargo, a pesar de la enfermedad, mi capacidad para ver, oír, y, en general, percibir, ha sobrevivido mejor. Y ahora que ya me cuesta abrir los ojos, todavía puedo pensar con cierta claridad. Eso me da a entender que quizá alguna de las funciones del alma pueda seguir vigente aún tras la muerte del cuerpo.
Hay buenos argumentos para afirmar que la luz de nuestro intelecto, la que hace que comprendamos, es separable del cuerpo y puede sobrevivir a la muerte de éste. Únicamente esto me dice mi razón, que el intelecto agente, el que ilumina y produce en nosotros el conocimiento, es inmortal y eterno. Mas este tipo de entendimiento no incluye necesariamente la memoria. Quizá la muerte se lleve todos mis recuerdos, toda la experiencia de mi vida, todo lo que yo soy propiamente. De ser así, sobreviviría la parte activa de mi intelecto, pero no mi memoria, luego no sobreviviría yo. Pero mis razonamientos no han podido ir más allá. Sólo me dicen que una parte del alma es inmortal, pero no me aseguran que yo mismo, con mi memoria, lo sea. Sobre esto, la razón no me ayuda en nada, no me dice si debo negar, afirmar o dudar, me deja desamparado, solo: y cuanto más sólo me siento, Antípatro, más amo los mitos.
Lo importante, amigo, es saber si sobrevive el alma con memoria, pues aunque lo haga sin ella de nada nos serviría a cada uno de nosotros. Un admirable filósofo preguntaba acertadamente: "¿De qué te serviría hacerte el rey de Asia si a cambio perdieses tu memoria?, ¿no sería como si Zeus (¡también llamado Amón!), te hubiese aniquilado al tiempo que creaba un rey en Asia?" En efecto, perder la memoria sería perderse. Pero sobre este asunto la razón no me recomienda ni la afirmación, ni la negación, ni la duda. A semejanza del oráculo, ni afirma ni niega..., ni siquiera significa. A las puertas de la muerte, me deja solo. ¿Te parece extraño, Antípatro, que busque amparo en el seno de los mitos, como un niño busca refugio en el regazo de su madre?
Los mitos descubiertos por Platón van más allá que sus afirmaciones filosóficas, nos hablan de una vida posterior a la muerte, en la que seremos premiados o castigados según nuestros méritos. Hay algo más en ellos que un lúcido y caliente consuelo: en ellos se cimienta la justicia, pues sin memoria no hay premio ni castigo, ¿cómo podrían juzgar los dioses a aquéllos que ya no existen? Sin memoria los malvados siempre ganan, porque el bien y el mal se confunden y anulan, sin memoria es más recomendable el engaño y la traición, la mezquindad y la rapiña rinden los mejores frutos, la crueldad más despiadada sirve mejor que nada a la voluntad de poder, y ésta lo es todo, toma el lugar de todo y aniquila todo, todo lo débil y naciente, todo lo liberal y desinteresado, toda amistad genuina.
Esta es la segunda cuestión que investigo en silencio, tendido, con lo ojos cerrados: mi relación con los dioses, si es que existen y si es que quieren saber algo de los hombres. No se presentaría esta cuestión si ya hubiese concluido contra mi pervivencia como individuo con memoria, pero ya sabes, Antípatro, que no es así, que no he podido concluir en ningún sentido, de modo que es necesario que aborde también esta segunda cuestión. Tampoco en ella la razón quiere acompañarme hasta el final, pronto vuelve a dejarme solo.
Me tengo por hombre íntimamente religioso. No me refiero, por supuesto, a la religión leguleya y vacía de Eurimedón y sus secuaces, al espíritu mezquino de quien se queda en la norma o, peor aún, de quien rebusca o fabrica normas con tal de poder acusar a otros. Ese espíritu miserable que privó a Atenas de la presencia de Anaxágoras, que acabó con la vida de Sócrates, es el mismo al que apelan los que ahora me acusan a mí de impiedad. Ciertamente, Antípatro, no es eso lo que entiendo por religión.
Me refiero, más bien, al hecho de que nacemos en un Cosmos que puede ser tenido como el más eminente de los templos. Y también en nuestro interior podemos percibir algo superior a nosotros mismos. Desde el nacimiento, por naturaleza, tendemos hacia lo divino. No debemos, pues, hacer caso a los que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y afrontar todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente y divino que hay en nosotros; pues aún cuando esta parte sea pequeña en volumen, sobrepasa a todas las otras en dignidad y poder. Y parece, también, que cada hombre es precisamente esa parte divina, si, en verdad, ésta es la parte dominante y la mejor; por consiguiente, sería absurdo que un hombre no eligiera su propia vida, sino la de otro.
Todos los hombres, en efecto, poseen un concepto de los dioses, y todos, tanto bárbaros como griegos, asignan a lo divino el lugar más excelso. Mas, en nada debemos ser más modestos que en materia de religión. Si nos componemos antes de entrar en un templo, mucho más debemos hacerlo para discutir la naturaleza de los dioses. Debemos estar en guardia para no ser en este asunto arrogantes ni imprudentes, para mantener la compostura interior ante lo que es infinitamente más poderoso.
He indagado en primer lugar conforme a la razón. Ella me dice que ha de existir al menos un dios, una mente inmortal y eterna. Sólo así se puede explicar el orden y la belleza del Cosmos y su afán de persistir. Sólo así puedo dar cuenta de aquello que experimento en mi interior como superior a mí mismo. Dios, según mis razonamientos, ha de ser pensamiento que eternamente se piensa a sí mismo, pues ningún otro objeto es de su misma dignidad: contemplación de la contemplación. Y siendo el pensamiento una actividad, la más perfecta de las actividades, Dios puede ser calificado con exactitud como un viviente perfecto y feliz, eternamente feliz y ensimismado, acto puro, sin mezcla de potencia, mente pura, sin mezcla de materia, e incluso algo más allá de la mente. Su existencia será seguramente placentera en el mejor sentido, como lo es para nosotros el estar despiertos, el percibir y el pensar, pero lo será en grado sumo, continua y eternamente. A él tienden todos los seres como a un fin, todos se sienten atraídos por su perfección, y, como tal fin, mueve todo el Universo, sin resultar él mismo movido ni afectado en nada. De una entidad así penden el Universo y la Naturaleza.
De lo dicho resulta evidente que hay cierta entidad eterna e inmóvil, y separada de las cosas sensibles. Ha sido demostrado igualmente que tal entidad no tiene en absoluto materia ni magnitud, sino que carece de partes y es indivisible, impasible e inalterable. Es, pues, evidente que estas cosas son así. Hasta aquí lo que muchos denominan el dios de los filósofos.
Pero es aquí, precisamente, donde aparecen las cuestiones que más urgen: ¿debo ocuparme yo en alguna medida de Dios?, ¿se ocupará Dios de mí y del resto de los seres?, ¿hará justicia a mis actos? Otra vez, como ves, Antípatro, me encuentro solo, y, cuanto más aislado me hallo, más aprecio le cobro a los mitos, exactos como metáforas.
De los primitivos y muy antiguos se ha transmitido en forma de mito, quedando para la posteridad, la creencia de que lo divino envuelve a la naturaleza toda. También se añadió que los dioses tiene forma humana o de animal, lo cual, evidentemente, no se atiene a la verdad. Pero si separamos estas ideas pintorescas, por lo demás habría que pensar que se expresaron... divinamente. Las antiguas creencias se han conservado hasta ahora como reliquias y como tal merecen ser respetadas en sus rasgos esenciales.
Es creencia antigua que entre los actos de justicia están los de justicia para con los dioses y, entre éstos, la piedad. Por tanto, estimo que es justo ser piadoso, y que al menos en este aspecto debe uno ocuparse de los dioses.
Por lo que hace a la influencia de Dios sobre el curso de la vida humana, estoy convencido de que Dios no gobierna dando órdenes, sino que es el fin con vistas al cual la prudencia da órdenes.
Y en cuanto al juicio de mis acciones, parece ser que aquél que procede en sus actividades de acuerdo con el intelecto y lo cultiva, es el mejor dispuesto y el más querido por los dioses. En efecto, si los dioses tienen algún cuidado de las cosas humanas, como es opinión común, será también razonable que se complazcan en lo mejor y más afín a ellos, y esto sería el intelecto, y que recompensen a los que más los aman y honran, y que los tengan por amigos suyos. Es manifiesto que todas estas actividades pertenecen al hombre que vive para el saber, antes que para las riquezas o la fama. Él será el más amado por los dioses y es verosímil que sea también el más feliz.
Tal vez todo resulte como te digo, Antípatro, o quizá, por el contrario, no haya nada de eso, ni inmortalidad, ni dioses providentes, ni justicia. Tal vez todo sea una fábula obrada por la mente de un moribundo -hay que tenerlo presente, pues nunca conviene abandonar la humildad, y menos en estos momentos-, pero mi experiencia interna, mis años de observación de la naturaleza y del hombre, y la opinión más común y más antigua, parecen acordes con el sentir de los mitos.
Y, llegados a este punto, da comienzo, Antípatro, el tercero de los asuntos que ahora investigo, la tercera pregunta en manos de la tercera de las Horas: si vivo, si mi alma vive con memoria y es juzgada por sus actos, ¿qué podría yo decir en mi favor? Tal vez todo lo que hasta ahora te he dicho, todo lo que te he escrito a lo largo de un año. O tal vez sería suficiente con decir que fui feliz, que mi vida fue praxis teleia.
Ahora, desde mi cama, hago memoria y me pregunto si he cumplido mi función, si he sido feliz y merezco, en consecuencia, seguir siéndolo.
Cada ser tiene su fin, su función, el trabajo que le es propio, y así también el hombre, cuyo fin es la felicidad. Si cada ser tiene su función, la del hombre no puede ser otra sino el ejercicio de aquello que le es más propio, la capacidad de conocer, de pensar, de perseguir la verdad, de entender y de contemplar. En esto consistirá para el hombre ser feliz. Al servicio de esto debe estar todo lo demás, pues no parece sensato obrar a la inversa y poner nuestra vida y nuestra mente al servicio último de la nutrición o de los placeres del sentido.
La felicidad, según la opinión vulgar, que siempre debe ser tenida en cuenta, consiste en el éxito acompañado de virtud (sensatez, valentía, justicia y moderación), o en la independencia económica, o en una vida placentera unida a la seguridad, o en la pujanza de bienes materiales y de cuerpo juntamente con la facultad de conservarlos y de usar de ellos. Casi todos los hombres están más o menos de acuerdo en que la felicidad es alguna de estas cosas, o la mayoría de ellas. El común de las gentes juzga como partes de la felicidad el tener muchos y fieles amigos, abundancia de hijos y una buena vejez, el poseer salud, belleza, fuerza y porte, fama, honor y buena suerte.
Algunos que se las dan de sabios tienden a despreciar las opiniones vulgares. Son ilusos o arrogantes o teóricos en demasía. Yo creo, en cambio, que hay mucha sensatez en ellas. En efecto, es más fácil ser feliz si uno se halla rodeado de amigos fieles, de buenos hijos, si tiene buena reputación, si posee riquezas en cantidad moderada, sin que ni la falta ni el exceso lleguen a ser un estorbo o una obsesión, si conserva la salud y la belleza propia de cada edad y culmina su vida en buena vejez. Hasta la suerte ha de ser tenida en cuenta. En ausencia de todos estos bienes, ciertamente es muy difícil ser feliz, mas no absolutamente imposible, pues la felicidad no consiste exactamente en la posesión de los mismos, sino en una actividad contemplativa del alma conforme a la virtud. Vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz.
En modo alguno sería correcto atender simplemente a las vicisitudes de la fortuna cuando se trata de ponderar la felicidad, porque la bondad o maldad de un hombre no dependen de ellas. Las actividades de acuerdo con la virtud desempeñan el papel principal en la felicidad. En ninguna obra humana hay tanta estabilidad como en las actividades virtuosas, que parecen más firmes aun que las ciencias. El hombre feliz en este sentido será, pues, feliz toda su vida. Siempre, o casi siempre, hará y contemplará lo que es conforme a la virtud, y sabrá soportar los vaivenes de la vida noblemente y con moderación. Los azares de poca importancia no alterarán su felicidad, y los más graves o numerosos añadirán orden y belleza a su vida si son favorables. Los adversos, en cambio, sabemos por experiencia que pueden oprimir y corromper la felicidad, porque traen penas e impiden muchas actividades. Sin embargo, también en circunstancias adversas puede brillar la nobleza, cuando uno soporta con calma muchos y grandes infortunios, no por insensibilidad, sino por ser noble y magnánimo. Así, si las actividades conformes a la virtud son las que rigen la vida, ningún hombre venturoso llegará a ser plenamente desgraciado, pues nunca hará lo que es odioso y vil. Yo creo, pues, que el hombre verdaderamente bueno y prudente soporta dignamente todas las vicisitudes de la fortuna y actúa siempre de la mejor manera posible, en cualquier circunstancia, como el buen general, Antípatro, emplea el ejército de que dispone lo más eficazmente posible, y un buen zapatero hace el mejor calzado con el cuero que se le da. Y si esto es así, amigo, el hombre feliz no se apartará fácilmente de la felicidad.
Yo he tratado de ser fiel a la vida filosófica, que no es otra cosa sino el ejercicio de la prudencia y la búsqueda de la verdad. ¿No será justo, pues, que me considere un hombre feliz? Además, no me han faltado algunos bienes exteriores, buena familia y fieles amigos, así como riquezas en moderada medida. Respecto a los bienes del cuerpo, he gozado de salud y de vigor durante casi toda mi vida. De otro lado, he sufrido -ya lo sabes- vicisitudes adversas, que no han sido pocas ni leves ni me han dejado insensible, como las muertes de familiares y amigos y esta larga agonía, pero procuro salvarlas con la mayor dignidad y nobleza que me es posible ¿Merezco, Antípatro, ser feliz y seguir siéndolo?
Todavía hoy las circunstancias favorables y las contrariedades se arremolinan en torno a mí como signos de los dioses. Aunque tenga los ojos cerrados, los oídos ya torpes, el solo hecho de poder pensar me permite seguir activo. Aunque la razón me deje abandonado en algún momento, no lo hacen ni mis gentes ni los mitos. Aunque el dolor haya vuelto a golpearme, no dejan de darse otras circunstancias favorables que casi me hacen olvidarlo: acaba de regresar Nicanor sano y salvo; está aquí, sentado junto a mi lecho, copiando lo que dicto; mi mano reposa en su rodilla y mi angustia en la firmeza de su afecto.
Aunque todo es poco ante un don semejante, quisiera mostrar mi agradecimiento. No me quedan ya días ni fuerzas que ofrecer, tan sólo dispongo de mi testamento como herramienta de gratitud. He aquí pues, Antípatro, la última de mis últimas voluntades:
26.- Y para conmemorar el regreso de Nicanor sano y salvo, según los votos que he hecho en su favor, se erigirán en Estagira estatuas de piedra de tamaño natural, de unos cuatro codos de altura, en honor de Zeus y de Atenea, los salvadores.

Alfredo Marcos

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