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 Ha persistido en escribir, sin dejarse rendir por fragores pasajeros, confundirse por caminos que –a veces– se bifurcan, ni sucumbir bajo los cataclismos de la historia.
César López ha persistido en escribir, sin dejarse rendir por fragores pasajeros, sin confundirse por caminos que, a veces, se bifurcan, ni sucumbir bajo los cataclismos de la historia.

 Le ha llegado una calma quizás sólo perturbable por el mar acechante frente a su puerta, el incierto equilibrio de sus miles de libros y los achaques de una casa señorial que parece a punto de ser vencida por el salitre y la tempestad. César López ya parece a salvo en su poltrona.
Ha persistido en escribir, sin dejarse rendir por fragores pasajeros, sin confundirse por caminos que, a veces, se bifurcan, ni sucumbir bajo los cataclismos de la historia. Todo pareció destinado a alimentar una escritura que avanza pausadamente como exhaustiva crónica, más comprensible si se mira en torno a su casa, torre de vigía, puente de capitán.
Incluso, en las noches más cerradas, cuando la tormenta acechó, la luz de la biblioteca nunca se apagó. Quien entonces divisara desde lejos, mirada engañada por espuma y llovizna, pensaría que la lumbre tintineaba, que la penumbra llegaba, que callaba el poeta. Pero él escribía, mientras oteaba. La soledad y el silencio servían para pulir más la página.
Aunque en su casa, como en el ojo del ciclón, haya calma, él ha vivido y escrito, sin quedar eximido de los azotes de algún que otro vendaval. Ha afrontado su destino y no se arrepiente. Pudiera haber encontrado hace años una felicidad sosegada, pero posiblemente refugiado tras ventanales a través de las cuales ahora contemplaría otro mar.
Ha permanecido en Cuba, como a la intemperie, y en sus páginas transcurre la historia pasada, el presente y ese conjunto de esperanzas y posposiciones que llaman futuro. En él, está el entusiasmo y la fe, también la angustia, la furia y hasta el exabrupto, ante el absurdo y la violencia.
A través de su aventura personal, César López ha contado la historia, o al menos la historia de muchos. A partir de su ciudad y la Isla, ha hablado del hombre. Y en lo provinciano y lo coyuntural, ha desmenuzado y entresacado hasta hallar lo más revelador y trascendente, de lo bello y de lo maltrecho. Su palabra es una ofrenda al tiempo y a la buena la memoria.

Cuando usted piensa en Santiago de Cuba, ¿qué predomina, el recuerdo de una ciudad entrañable, por los años de infancia y adolescencia, o el de una ciudad «endemoniada», con amargos contrastes, conflictos, contradicciones? ¿Es Santiago de Cuba un rincón de su memoria cuidado con indeclinable ternura o, sobre todo, una buena materia para expresar la confluencia de historia, sociedad y memoria personal a la hora de escribir?
Siempre reclamo el eclecticismo ante una pregunta tan especiosa. Escribir sobre Santiago de Cuba es una mezcla de todo, pero no una apoyatura retórica, de ninguna manera. Eso viene después, por añadidura. Si no me hubiese alejado de la ciudad, primero en La Habana, luego en España y en el resto de Europa, no hubiera podido escribir ni esos libros, ni otros.
Santiago de Cuba es una ciudad cargada de historia, de mucha potencia generadora, misteriosa, endemoniada. Me inquietó mucho desde la niñez; por eso, quizás, dedico tanto tiempo a la ciudad. Las huellas de Santiago de Cuba no sólo están en los libros de la ciudad, en otros también. De no alejarme, a la manera quizás brechtiana, no hubiera podido enfocar ese mundo. Siempre pensé, sobre todo a partir de mi Primer libro de la ciudad, cuando ya estaba concluido, que era un libro originado en el odio, en mi concepción endemoniada de la ciudad. Sin embargo, algunos críticos y lectores generosos han insistido en que es un libro que nace del amor. Es posible que tengan razón. Por lo tanto, me lo he replanteado. Creo que hay una cuota de odio, de rabia y sufrimiento, pero también de alegría y ternura. En lo que creo e insisto, quizás con más voluntad que resultados, es en no dar espacio en la obra, ni en la vida, al resentimiento, a ningún tipo de resentimiento, ni histórico, ni político, ni ideológico, ni social, ni económico, ni racial, ni sexual, ni religioso. Ese no al resentimiento puede presidir, ser un lema, del acercamiento a Santiago de Cuba, a mi vida y a mi país.
En lo que constituye mi obra hasta ahora, Santiago sí es el núcleo generador, pero podríamos ver que la ciudad se va abriendo, sobre todo en Segundo libro de la ciudad. Se ha señalado que el nombre de la ciudad nunca aparece, aunque hay un momento en otro libro, en que el nombre de La Habana surge explícitamente. Hay datos que no pertenecen a Santiago, sino a La Habana, aunque mi ciudad de origen, infancia, juventud y vaivén es Santiago.
Como niño y adolescente en una ciudad tan provinciana como Santiago, siempre miré hacia la capital. Vi La Habana por primera vez, muy niño. Fue muy importante ese deslumbramiento. Llegué por carretera y, ya desde el descenso a la bahía de Matanzas, temblaba. Y más, al llegar a la ciudad abierta al mar, a diferencia de Santiago, escondida en la bahía, aunque desde mi casa, desde mi cuarto, se veía un pedacito de mar. La Habana siempre ha sido, para mí, fundamental, las calles, el olor, la vida cultural, el teatro, los barcos que —como dice el poeta René López—pasan en la alta noche. Cuando joven, siempre venía al malecón a establecer las relaciones entre el mar y la ciudad, en mi época de estudiante universitario. Creo que quizás el mismo hecho que estemos en esta casa, donde vivo desde hace más de 30 años, es una prueba de la importancia que tiene, para mí, esta ciudad y este mar. Tanto di, hasta que vine a parar frente al malecón, a disfrutar de la reunión del mar con la ciudad. El mismo amor por la ciudad, que transita de una admiración entrañable por la Habana Vieja, hasta un descubrimiento quizás literario, del Vedado y el río Almendares, por el límite que establece el río, hacia el oeste, y el que fija el puerto, al este.
Como todo muchachón de provincia, con una situación económica más o menos aceptable, venía con mucha frecuencia a La Habana, pero a estudiar llegué con escasamente 17 años. Y viví todos esos años aquí, hasta que me fui a terminar mis estudios a Madrid y Salamanca. Estos grandes viajes, que son los fundamentales, tuvieron sus puntos de partida y llegada en La Habana.Y vuelve el mar. Cuando me fui a estudiar, en momentos muy difíciles para el país, me marché en barco. No olvido las horas en el muelle esperando a que la embarcación se moviera, abandonara lentamente el puerto, por el canal. Yo, en la borda, divisé La Habana, como se alejaban la familia, los amores, los amigos y la universidad. La Habana en ese momento no sólo era un perfil, sino algo que se arrancaba. Recuerdo que estaba desde muy temprano en el muelle. Cada vez que veo ese muelle, lo recuerdo. El barco salió a las dos de la tarde. Estuve llorando hasta la noche. Y luego, el regreso, ya graduado. El barco venía por la ruta Cádiz, Nueva York. Llegamos a la costa de Cuba durante la madrugada, vimos la ciudad desde las dos de la mañana hasta las ocho o las nueve, que comenzaron los trámites de emigración y aduana. El recibimiento definitivo me lo hizo La Habana. Entonces, cómo renunciar a ella, cómo amputármela. La Habana es tan mía como Santiago. Esta ciudad sostiene la otra ciudad de mis libros. Las dos ciudades son, en mí, una sola, están fundidas.

Usted forma parte de una generación cuya obra estuvo sometida a una lectura ideológica y política, de una manera muy enfática, sin precedentes en la literatura nacional. ¿Cuánto influyó esa situación en la creación, vida personal, relaciones entre ustedes y en el desmembramiento del grupo?
Decir que no influyó, sería festinado. Y romper lanzas en favor de una postura o la otra, también, si partimos del hecho de que una generación es una opinión personal, no compartida por muchos coetáneos ni por muchos críticos, y sí pensamos que no había cohesión anterior. Me voy a limitar un poco a la expresión poética, a lo que tradicionalmente se considera poema y el trabajo del poeta, sabiendo que en eso que se llama generación, hay narradores, ensayistas, cineastas... que nos conocíamos aisladamente, algunos más otros menos. Por ejemplo, Pablo Armando Fernández y Heberto Padilla eran amigos, vivían en el exilio económico, político y social en Nueva York. Retamar y Pablo se conocían. Conocí a Fayad Jamís en París, en 1957. A Marré y a Severo, antes. A Branly y Díaz Martínez los vine a encontrar en 1964, a mi regreso de Gran Bretaña. Además, es muy cómico. Sabía que existían, pero me los presenta Eugenio Evtuchenko, a quien encontré por primera vez en Edimburgo, Londres y Glasgow. Es decir, la única vez que todo el mundo está, de una forma u otra en el mismo espacio intelectual, geográfico y, digamos, ideológico, fue en los años 60. Por eso, yo intenté una vez llamarle a ese grupo «Primera generación de la Revolución triunfante».
¿A quién le importaba antes de 1959, más allá del pequeño mundo cultural, la postura final, la actitud y acciones de Orígenes o la Revista de Avance? Pues, a nadie. Sin embargo, cuando cambia el contexto, la historia cotidiana del país, cuando hay una verdadera revolución en marcha, surgen obligaciones. Todo el mundo se plantea el presente y, al mirar el futuro, se plantea su pasado. Y surgen ajustes. No hay que negar que muchos de esos ajustes son muy rápidos, festinados y, a veces, oportunistas, casi pase de cuentas. Al mismo tiempo, hay ajustes desgarradores y totalmente honestos, pero esas mezclas de ajustes de un signo y ajustes de otros signos determinaron una situación muy tensa, tirante, agónica, a veces trágica y dramática. Eso hace que exista un juicio desde fuera de la actividad creadora, juicio que, generalmente, se desborda y que viene, no sólo de los políticos, sino también de los burócratas y, desgraciadamente, de fuerzas represivas que intentan ocupar un espacio mayor en la vida cubana de cada momento.
Desde dentro, cada cual se planteaba el problema a su manera. Quizás, uno de los resultados más visibles de esto era el afán de trabajar el lenguaje en su aspecto comunicativo. Por esos años, en España se discutía mucho sobre si la poesía era expresión o comunicación, dicho así, de manera muy sintética. Todo eso está superado, por suerte. Y parece que se aportó mucho, sin teorizar demasiado, en esa línea de poesía como comunicación, con una carga política, ideológica y, desde luego, coyuntural. Recordando esos años, creo que también había —aparte de las rupturas con ciertos postulados lezamianos— el afán de incorporar al lenguaje poético todo lo que estaba en la vida. Claro que algunos, sobre todo los que vinieron después, llevaron ese coloquialismo al extremo, a sus últimas consecuencias y, por tanto, lo convirtieron también en una retórica.
La crítica, si la hubo, no profundizó. No se dio cuenta de que había muchas diferencias. El crítico cubano Virgilio López Lemus, señala, últimamente, diferencias entre los supuestos coloquialistas. Yo también lo he dicho a veces. Vemos extremos entre unos y otros. No puedo separar de ese grupo la poesía de Armando Álvarez Bravo, que tiene un extremo especial, con el desparpajo de Rafael Alcides o la reticencia de Antón Arrufat. O vemos lo que hacen Francisco de Oraá, Fernández Retamar, Fayad Jamís, o los diferentes momentos de Roberto Branly, Díaz Martínez, Luis Suardiaz, Baragaño o Escardo. Creo que se simplificó bastante.
Sí considero que ganamos la partida en eliminar, borrar, de los repertorios poéticos, las palabras «prohibidas»: buenas o malas. Ésa fue una batalla: no hay «buenas» palabras ni «malas» palabras, lo que hay que lograr es que la palabra funcione dentro del poema, independientemente de que sea exquisita o una de las tradicionalmente llamadas malas palabras. Los coloquiales, los coloquialistas, los conversacionalistas, los conversacionales, los conversadores, también abusaron de algunas palabras, y ya era tremendo. Creo que, al final, se llegó a un equilibrio, tal vez inestable. Lo que importa no es esa supuesta generación, sino la obra de cada cual. Como siempre he repetido, usando una expresión jocosa, el tiempo dirá la última palabra, o no dirá absolutamente nada, que es también una manera de opinar.

 ¿Cree que el llamado conversacionalismo floreció también como toma de partido de alcance político-literario, como reacción contra cualquier tipo de creación que se apartara de la obra de alcance amplio que se propugnaba como lo mejor para la sociedad en aquel momento?
Habría que hacer un poco de historia, sobre todo de la década del 60. El coloquialismo, entre nosotros, no comenzaba, más bien llegaba a su nivel más alto. La reacción contra el lenguaje suntuoso de una forma u otra —puesto que había más de un patrón de lenguaje poético, al margen de Orígenes, Tallet; por ejemplo— ya había librado sus primeras batallas antes de 1959. Inclusive, dentro del propio grupo Orígenes, baste citar el lenguaje de Piñera o los tonos de otros poetas, como Eliseo Diego, que no tienen que ver directamente con el lenguaje de Orígenes. Lo que va a ser llamado —a mi juicio, de manera equivocada— generación de los 50, ya había decantado su expresión. No quisiera decir nombres, pero los que estaban influidos por Lezama permanecían en una suerte de trampa poética y tuvieron que, poco a poco, romper esa influencia. Lezama es un poeta mayor, una de las maravillas del idioma, pero ese mundo cerrado en su retórica es muy peligroso, como también lo es el mundo cerrado de Nicolás Guillén.
Ese auge de lo coloquial, de lo conversacional, intenta superar lo que pensábamos, tal vez equivocadamente, tal vez acertadamente. Y uno de los primeros propósitos, era introducir el lenguaje de la calle, que podía incluir las llamadas malas palabras. Ahí hay un triunfo, pero, como es natural, se exageró. La poesía estaba llena de tantas expresiones soeces que perdían su propia fuerza. Si se repite una palabra, una frase, una expresión, pierde su carga. Esas supuestas malas palabras, ya aparecían en los clásicos, en el Siglo de Oro español; no se olvide Fuenteovejuna, en el gran monólogo de Laurencia, cuando exhorta a los hombres y ve que no reaccionan, les espeta abiertamente: maricones. Y mucho más cerca, expresiones de Miguel Hernández. En fin, lo que hacíamos era poner al día una expresión poética con un lenguaje más fresco. Queríamos que la poesía fuera comunicación, sin dejar de ser expresión viva, pero se llegó a la exageración, no sólo por gente de nuestra promoción, sino por los que vinieron después.
Hay varios niveles de coloquialismo o de conversacionalismo, como hay varios tipos de coloquio, erguido o de vuelo rasante. Pero, además, después de estos primeros exabruptos, por así decirles, surgió un equilibrio, ya lo he dicho. La poesía de los que éramos muy jóvenes, en los 60, admitió todo tipo de referente, de poesía pura o impura, hermética o abierta. Lo que ganamos fue más libertad en la selección lexical, y eso, sobre todo, se puede ver con el paso de los años. Los que teníamos veintitantos años en los 60 y ahora tenemos 60 y tantos, marcamos un derrotero poético, completamente distinto en cada caso, aunque hay más afinidades en algunos o entre algunos.
Me llama la atención —aunque eso ya estaba previsto por críticos, sobre todo por poetas que han reflexionado sobre la poesía— esa vuelta a un lenguaje cargado, a una tropología quizás oscura, que parecía superada. Por lo tanto, no hay que hablar de superación. Los momentos de la poesía oscilan de un lenguaje coincidente con el habla a uno hermético. Después, se vuelve a empezar, como en círculo. Al menos en el aspecto formal, del signo poético, siempre vamos dando vueltas.

En la generación de los años 50, muchos optaron por el lado triunfalista, edulcorado, sin conflictos, ni desgarramientos. Sin embargo, su obra expresa la angustia de un forcejeo con nuevas circunstancias ideológicas, políticas, culturales, sociales. Forcejeo que le descubrió la incomprensión, el oportunismo, la simulación, la traición. ¿Acaso su obra es, más que otras del mismo momento, la cara más incómoda de la moneda?
Ésa es una clasificación que yo no asumiría. Prefiero que los lectores y los críticos, si existen, pongan los puntos sobre las íes, o las íes bajo los puntos. No creo que fuera fácil, para nadie, asumir por un lado la poesía y por otro lado la circunstancia en que vivíamos y en que continuamos viviendo.
Sería un lugar común recordar la famosa frase orteguiana, que viene de otros pensadores: yo soy yo y mi circunstancia, y, si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo. Y no hubo facilidad, porque aún elegir una poesía menos desgarradora, implicaba un desgarramiento. Al hacer una selección, se dejaba fuera otras, hasta que se llega a ese eclecticismo de la poesía que lo admite todo, como decíamos anteriormente. Los que aún en un momento dado integraban eso que muchos llaman la generación del entusiasmo, esa pertenencia no los eximía de sufrimiento.
Sin querer convertirme en la conciencia crítica de la sociedad, en el apagafuegos de la nación, mi obra tendió a insertarse en una realidad que quería ser trascendente y trascendida. Eso me trajo muchas dificultades, que todavía duran, no de una forma tan cruenta como a fines de los años 60, la década del 70 completa y los primeros años de los 80. Rechazo la denominación que se puso de moda, de quinquenio gris. Ni quinquenio, ni gris; fueron muchos más años que cinco, y el tono cromático, más oscuro. Muchas veces, negro. No lo digo solamente por mí, sino por todos y, fundamentalmente, por los que murieron y no pudieron ver su obra aceptada, o por lo menos discutida, leída y comentada como merecían. Sabes que estoy pensando sobre todo en los grandes.

¿Le angustia que su literatura pueda quedar limitada en lo local? Ese afán de revestir sus poemas con alusiones a la cultura universal, de darles un grosor cultural, ¿ha sido acaso quizás una de las formas de superar las fronteras de un país, que, en muchos sentidos, es una isla?
Es una isla, pero no se trata de un escape, sino de una asunción de la nación, con todas sus características insulares y aquellas que desbordan o pueden desbordar la insularidad.
La decisión final sobre el accidente que puede ser nacer aquí es de voluntad. No me gusta oír decir que vivo aquí porque no puedo vivir en otra parte. Puedo vivir en otra parte e, inclusive, he sido feliz en algunos lugares. Podría vivir en España, Francia o México, pero hace muchos años, muchos, muchos, muchísimos, decidí estar, no solamente como cubano, sino en Cuba, dentro de Cuba. Lo que no quiere decir que los cubanos que no viven en Cuba dejen de ser cubanos, siempre y cuando tengan vínculos con la Nación, la Patria y la Historia.
La apertura hacia la cultura universal significa ampliar el espacio de la Isla, incorporar ciertos elementos locales en ese espacio mayor, o macroespacio de lo universal. Desde muy temprano, me llamó la atención que Eliot, en La tierra baldía, introdujera referencias y hasta ciertas cantinelas circunscritas a una atmósfera londinense muy precisa.
Por qué, entonces, yo no puedo hablar de la calle Enramada, que, en principio, se llamó la calle de Las Enramadas, y que esta referencia denote no sólo un dato pintoresco de Santiago de Cuba, sino una referencia metafórica, hipostasiada, de lo que uno quiere decir. Así, los personajes reales o inventados, que pasan por las obras que he intentado escribir, dan ese salto.

¿Evita usted de manera consciente lo excesivamente emotivo, a pesar de temas susceptibles para ese tono, como las remembranzas de la ciudad de niñez y adolescencia? ¿Trata usted de que predomine el punto de vista racional, más que el sentimental, emocional, pasional?
Me parece que hay una conciencia en ese distanciamiento, alejamiento, o enfriamiento de la emoción. Quizás, usando una expresión muy popular, la procesión va por dentro. Hay un exceso o una carga de pudor que logra ese resultado. Es una mezcla de objetividad con subjetividad, de lo consciente con lo inconsciente, es un manejo para intentar lograr la tensión del texto. He considerado siempre que la creación, la poesía, es un acto de trabajo, que puede y debe querer abarcar niveles diferentes, donde están lo racional, lo sentimental, lo memorioso e, inclusive, la previsión o imaginación del futuro. Algunos críticos han reflexionado sobre esto y ha habido polémicas, mínimas, discrepancias.
Si soy frío o caliente, no me toca discernirlo. Un versículo de El Apocalipsis dice: «ojalá fueras frío o caliente, pero, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca». Esto, para mí, es clave. Lo que me molesta es lo tibio. A lo mejor, lo frío contiene a lo caliente y lo caliente, a lo frío. El desmelenamiento no creo que vaya mucho conmigo.

¿Cómo se plantea la escritura de poemarios que son un todo? ¿Parte de un ordenamiento minucioso, sabe hacia dónde avanzará la escritura para que tenga esa profunda unidad? ¿Condiciona esto tal vez que la escritura sea más lenta, que retroceda para no perder el hilo? ¿Cómo es el proceso?
Lo ideal sería ser escritor de un solo libro. Quizás es un acto de soberbia intentarlo, pero ya el concepto de poema implica, en sí mismo, un sentido de lo extenso. Lezama hablaba de eso, en su sentido óntico, en la extensión de sus poemas. Y, si uno mira, en lo que pueden ser los grandes poemas, desde La Ilíada y La Odisea, hasta La tierra baldía o El llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía, y las Residencias, pasando naturalmente por Las soledades, esa unidad en un texto es algo que admiro, anhelo y deseo. Trabajo en esa línea, en lo que tradicionalmente se llama el poema, que, a veces, se podría leer como un solo libro. En los libros de la ciudad, el concepto unitario está bastante claro.
Mis cuentos han aparecido bajo títulos diversos sólo por requisitos editoriales. Los cuentos forman un solo libro, creciente, un trabajo progresivo, que se llama Circulando al cuadrado y que seguirá aumentando mientras tenga fuerzas para escribir. Los primeros cuentos son de inicios de la década del 50, o sea, escasamente a mis 20 años. Los más recientes son de este año. Creo que, como pedía Piñera, el intento se orienta a lograr una concentración de lo que se escribe. Esto no quiere decir que esté ofreciendo fórmulas, ni recetas. Cada cual debe hacer, y ha de hacer, lo que quiera. Pero para mí, es así. Sin embargo, he conversado a lo largo de muchos años con creadores que están completamente en contra de esta idea.
Jaime Gil de Biedma, poeta de mucha concentración, casi se irritaba con la idea de escribir poemarios completos. La paradoja es que uno de los poetas más admirados de Gil de Biedma, en español, es Jorge Guillén, autor de un libro in crescendo, y otro es Eliot, que hacía esas grandes unidades, a veces a partir de textos de diferentes momentos, estructura y circunstancia, como se ve en los Cuatro cuartetos, que no se pueden separar; para ya no hablar de otros textos. Creo en la unidad de la obra como un todo. Y ojalá pudiera ser un todo total, valga la redundancia.

En algunos momentos de la obra de César López se siente la fuerza de la sexualidad. ¿Podemos incluir el eros entre sus obsesiones, o ha sido sólo simulacro literario?
Algunos críticos señalan lo contrario. Dicen que en mi obra predomina la razón, más que la parte más sensual y corporal de la criatura. Creo que el ser humano es un todo y que, en ese todo, se incluyen los más variados aspectos. La escritura es un intento de definición y de encuentro con el ser, una batalla por el hallazgo total. Por tanto, no puede haber simulacro, ni esencia al margen. El asunto es el signo, llegar al signo. En ese afán de descifrar el signo, está el afán de encontrar la totalidad del ser que incluye, de manera fuerte, la sensualidad, el sexo y el cuerpo. Eso no impide que quien se acerque a la poesía, a la creación, no trate de distanciarse y, es mi caso, tal vez, para no tomar un partido tendencioso, sino tratar de abarcarlo todo. Siempre me ha llamado la atención que algunos críticos, con buena intención, dicen que esperan de mi obra un compromiso mayor con el corazón, más que con el cerebro, para decirlo con una metáfora acuñada.

A su obra parecen haberle faltado críticas serias y oportunas.
Sería pretencioso y vanidoso decir que sí, pero sería tonto decir que no. Ha habido críticas, acercamientos, generosidad, pero cualquier obra, supongo yo, quiero creerlo, resiste lecturas distintas. Me gustaría escuchar lecturas distintas que pudieran captar y recrear lecturas distintas que se suponen que tienen mis textos. Hay críticos inteligentes y sensibles en nuestro país que, de alguna forma u otra, se han ocupado de mi obra, con profundidad. Quizás por la vanidad, o como consecuencia de un compromiso total con la palabra, deseo que se lea con mayor sentido crítico mi obra.
La problemática de la crítica también afecta la posición social en el sentido más amplio y penetrante del término del escritor en nuestro medio, puesto que se le exige una responsabilidad. En los momentos peores de la apreciación de la función civil, social, histórica y política del escritor, por lo menos las lecturas que hicieron, o que se supone que hicieron los burócratas y parte de la dirección cultural de la época en el país, fueron lecturas acríticas y, por lo tanto, condujeron a prohibiciones, devaluaciones y desconsideraciones de muchos escritores y muchas obras, mientras que otros fueron aceptados, tanto escritores como obras, en forma acrítica.
No sé si pudiera decir que por suerte, pero la situación actual ha cambiado en lo que se refiere a la aceptación de esos escritores y de esas obras, o de casi todos esos escritores, y de esas obras, o de casi todas esas obras. Sin embargo, me pregunto, me preocupo, si esa aceptación actual, no sigue siendo también acrítica.
Del mismo modo en que se borró nombre y obra de esos escritores, ahora se acepta, así no más, sin una valoración crítica. Y yo creo que el escritor, por el mismo hecho de serlo, de hacerlo, de crear su literatura, es un ente que debe ser también sometido a la crítica, a la discusión y, en ese sentido, pues pediría una labor más firme, más intensa, por parte de los lectores que se convierten en críticos y de los críticos que son verdaderos lectores, para que ciertos disparates no se repitan, y para que los escritores no puedan ser sometidos a juicios que, a veces, ni siquiera se celebraron, sino que fueron condenados previamente, sin ser sometidos a discusión su obra, sus tesis, sus vidas.
Pido, clamo, me gustaría, una crítica literaria y estética más amplia, más profunda, más rigurosa, divorciada de todo amiguismo, de toda coyuntura oportunista, de una parte y de otra. En la Isla, en las esferas más o menos oficiales, literarias y culturales, la literatura y la cultura del país se oficializó y politizó, pero, igual o parecido, en momentos dados, actuó la supuesta crítica fuera de Cuba, con lecturas manipuladoras y juicios que sólo tenían que ver con posiciones previas de los enjuiciadores, arrimando el ascua a su sardina, más o menos geopolítica.

A estas alturas, retornó a usted todo lo que merece un creador: difusión, reconocimiento, respaldo... ¿Qué piensa de tan larga y paciente espera? ¿Pudo tomar decisiones que le hubiesen ahorrado sinsabores?
Ya es un lugar común repetir, como Lezama, que sólo lo difícil es estimulante. Pude optar por otras soluciones y tuve la posibilidad de estar en otros sitios, aunque algunas gentes represivas no lo consideraran así. Mi permanencia en Cuba es una decisión firme. Claro, siempre reitero, la fe que no duda es fe muerta. Hubo momentos absolutamente difíciles, casi desconsoladores, pero fue una opción y no me avergüenzo de ella. No es que las puertas se me cerraran, es que estaban cerradas y se han ido abriendo. Se han ido abriendo quizás porque ha habido una actitud resistente, y ha existido, quiero pensarlo así, una comprensión, de parte y parte, de los errores, de los disparates, los sufrimientos y las tristezas.
Usando un refrán: para muchos —pienso en Lezama y Piñera— tan tarde llegó el sombrero, que no encontró cabeza, pero no solamente para creadores, también para familiares y seres queridos, queridísimos, que estuvieron a nuestro lado todo el tiempo y que murieron antes de que los cambios comenzaran a verse en relación con nosotros. Vuelvo a decir, no sólo que no me avergüenzo, sino que no me arrepiento. No vivo en Cuba porque no pueda vivir en otra parte. Vivo en Cuba porque he decidido vivir aquí. Respeto a aquellos que viven fuera del país y siguen siendo cubanos, y aquellos que tuvieron que abandonar la Isla, no porque se fueron, sino porque, hablando en cubano, los fueron.
 ¿Pudiera evocar a Nicolás Guillén, durante mucho tiempo recordado sobre todo por su poesía de corte social y político?
Nicolás es un gran poeta con una obra extensa, y toda obra extensa tiene altibajos. Pero sus alturas son mayores que los supuestos y discutibles descensos. Y en el caso de él, que ahora no está de moda, quizás influyera el hecho de que, al final de su vida, se oficializó tanto su figura que la gente se hastió y causó una suerte de repugnancia, sobre todo entre los más jóvenes, que, dicho sea de paso, la mayoría, no lo han leído bien.
Guillén no es sólo un poeta social y de barricada política cuando la tiene que hacer, sino también un poeta de un erotismo particular y un poeta puro, en el sentido conceptual de la poesía pura. Él siempre es un poeta. Fue un hombre insertado en su tiempo, con las más variadas características de la criatura humana. Recordarlo es un deber, de la más alta condición de cubanía, cultura y respeto a la lengua española, que nos une a todos.

¿Qué le parece ese extendido lugar común que lo acerca, por el uso del absurdo, al influjo de Virgilio Piñera? ¿Existen otros vínculos con él, más profundos, que ése, reiterado por la crítica, aunque rechazado por usted?
El rechazo no es a la obra de Piñera. Él es uno de los pilares fundamentales de la literatura cubana, del momento en que vivió y en que vivimos. Nunca he negado a Piñera; lo que rechazo es la filiación estrecha que hacen algunos críticos. Me parece que Virgilio, un escritor mayor, en obra, talento, creación y edad, significó mucho para nosotros, y para mí sobre todo, desde que leí su primer cuento, El baile, una obra maestra, un mecanismo perfecto; aclaro que se trata del primer cuento suyo que yo leyera, no del primero que él escribiera.
Su poesía, novelística, teatro, crítica y ensayística también me parecen fundamentales. El escritor y el poeta son como una ballena —se ha citado mucho antes esa imagen— alimentada de todo tipo de peces. Que alguien me coloque cerca de Piñera es un honor, pero no es el único que me ha motivado o dado fuerzas para crear.

En los últimos años, usted mantuvo un vínculo cercano con Gastón Baquero. ¿A partir de qué momentos se erigió esa amistad? ¿Qué espacio trata de reivindicar para Gastón, por mucho tiempo en la sombra? ¿Quién era él, al final, fuera de la Isla, insuficientemente estudiado y admirado?
Descubrí a Gastón Baquero a través de las dos antologías de Cintio Vitier, Diez poetas cubanos y Cincuenta años de Poesía en Cuba. Fue un deslumbramiento, como leer a Lezama, Fina García Marruz o Cintio Vitier, Eliseo Diego, Virgilio Piñera y los otros. Además, en los años 50, cuando ya Gastón dejaba casi de escribir o al menos de publicar poesía, disfruté de su periodismo, independientemente de que trabajaba para el diario más reaccionario de Cuba, quizás del ámbito hispánico o el mundo entero.
Baquero se fue de Cuba en 1959. Yo era estudiante en España y lo vi llegar. La pasión por la Patria y la historia candente de la Patria me impidió acercármele. Nadie me lo prohibía. Voy a revelar algo triste. Lo mejor de la poesía española de ese momento se molestó con la llegada de Gastón Baquero, gente que lo respetaba mucho, pero que miraba a Cuba con una simpatía más allá del embullo y que, éticamente, no podían permitirse compartir con él que abandonara el país, cuando la mayoría se comprometía con la Isla. No es una indiscreción lo que digo, o tal vez lo sea. Aleixandre decía: «Mis amigos están en Cuba y, los que no están en Cuba, van para Cuba. No puedo ver a Gastón y me duele porque es un gran poeta». No sé si lo vio, pero ésa era su opinión en aquel momento.
En cuanto a poner su nombre a la sombra en Cuba, en la década del 60, todos, o casi todos, fuimos responsables. Y yo diría que era hasta lógico que, en algún momento, no se pudiera publicar su obra. Lo ilógico fue lo que vino después: prolongar una reacción que tuvo su causa coyuntural, pero que después ya no la tenía. En ese vacío, en esa desmemoria se incluían a otros escritores, por haber abandonando el país por múltiples razones. Con el tiempo, y ya ha pasado tanto tiempo, es una postura ética y de apego a la Patria reconocer figuras como Lydia Cabrera, Montenegro, Novás Calvo y, más cercanamente, Padilla, Severo Sarduy... y no esperar que mueran.
En los años 80, muchos escritores, gente de la cultura, empezó a darse cuenta de que los tiempos cambiaban. Y en el caso de Gastón, así ocurrió. Empezamos a hablar, tímidamente, de él, sin poder publicarlo. A inicios de los 90, le dediqué una intervención en México, lo cual él supo enseguida. En mi siguiente viaje a Madrid, fue como el encuentro de un maestro, que fue él, con un discípulo, que podía ser yo, que nunca se hubiesen separado. A partir de ahí, siempre nos vimos, hablamos, le dediqué investigaciones y estuvimos juntos unos meses antes de morir él.
Gastón podía tener un sentido del humor tremendo. A veces, me decía: «no te olvides que soy un hombre de derecha», y reía. Lo que tampoco nunca se agotó fue su sentido de cubanía. Para él, era una gran responsabilidad pertenecer a esa poesía. Y él restableció vínculos, primero con timidez, después con alegría, con todos los poetas que se le acercaron.
El gran momento fue en 1994, durante la cita de poetas cubanos en Madrid, donde dio lecciones, desde la mañana hasta la noche, de gran promotor de esa unión de la cultura, tanto, que los fundamentalistas —que los hay dentro y fuera de Cuba— lo atacaron.
No estoy revolviendo tristezas, sino señalando una conducta, tratando de poner en su más alto lugar a un poeta, a un ensayista y a un cubano auténtico que tuvo sus criterios, que, a mi juicio, y de mucha gente, nunca lo llevaron a hacer el mal, sino el bien. El conocimiento que hasta el último momento tuvo Gastón de la poesía y la cultura de la Isla fue ejemplar. Conocedor exhaustivo de la historia, del meollo de lo nuestro, escucharlo hablar era recibir una lección.
Fui testigo de su reencuentro con Eliseo Diego, que no era reconciliación, sino encuentro profundo, en la residencia de estudiantes de Madrid, donde vivieron Lorca, Juan Ramón, Alberti. Aquello, que se inició con dificultad, no podía dejar a nadie insensible. Era hermoso ver esos dos poetas abrazarse y llorar. Gastón tomó un taxi a su casa y, al rato, llegó el chofer con una carga de libros para Eliseo y todos los amigos que estaban en Cuba.
Es emotivo saber que Fina guardaba textos de Gastón que él había olvidado, o que los jóvenes le escribían y pasaban por Madrid a buscarlo. Al principio él tenía miedo de escribir a los jóvenes y podía firmar una carta como Julián del Casal. Lo triste es que no pudo ver ninguno de sus libros publicados en Cuba, aunque sí fue incluido en antologías. Ese poeta, grande como Lezama o Nicolás, exige obras más allá del entusiasmo casi ebrio de este momento.
Gastón exige una lectura apasionada y crítica. No vamos ahora a asimilarlo entre comillas, de la misma manera que lo desasimilamos en un sentido acrítico. Él es uno de los grandes poetas de la lengua. Era muy riguroso, tanto que a veces se equivocaba en los juicios sobre su poesía y hacía exclusiones.
Estamos comprometidos a ser muy rigurosos con él, incluso para aclarar los aspectos en los que él pudo equivocarse. Eso debería aplicarse también a Lezama, Piñera, Dulce María, Guillén, Florit, Ballagas, Poveda y a todos los grandes del XIX. Hay que saborearlos y entrar en ellos con el rigor que merecen.

¿Qué opina de la llegada del Premio Nacional de Literatura (1999) a usted: el escritor cubano radicado en la Isla vetado por más tiempo para publicar, con una poesía que aún puede incomodar?
Otra vez, y parodiando a Calderón de la Barca, los premios, premios son. Agradezco a aquellas personas e instituciones que, por siete años consecutivos, me nominaron para el Premio Nacional de Literatura. Esas instituciones y esas personas han propuesto, han insistido, y han ido aumentado en número a lo largo de los años. Para ellos, el agradecimiento, la simpatía y el respeto por su honestidad y, en algunos casos, por su valentía. Para mí, eso es importantísimo. Para ellos, todos, mi agradecimiento y para el jurado, también. Para los cambios que se dan en Cuba con respecto a la cultura, también mi salutación, mi agrado. Para los amigos, cubanos y no cubanos, que viven en el país y fuera de Cuba, también mi reconocimiento. Todos han tenido palabras de aprecio, generosas, pero, repito, los premios, premios son. Inclinan, como los astros, pero no obligan. Yo he trabajado y un premio como éste, en mi Patria, significa quizás entre otras cosas, el reconocimiento de que he trabajado y sigo trabajando.

¿En qué se apoyó César López durante esos años, qué otros ámbitos lo sostuvieron? ¿Siente que su creación y espíritu resultaron lastimados de forma irremediable? ¿De alguna manera esto se revirtió, para su obra y espíritu, en algún tipo de provecho, de conocimiento sobre la vida y el espíritu, tanto del propio como de quienes lo rodeaban?
Sin ninguna connotación masoquista, pero todo obra para el bien de la creación, los triunfos y los fracasos, las alegrías y las penas. Naturalmente, esos años han influido en mi vida, pero también los años anteriores. Lo que ocurre, lo que comienza a surgir en el 68, el 71, y dura hasta los 80, tenía sus antecedentes, incluso desde antes de 1959. Ninguna de estas situaciones fue súbita. Incorporar todo eso es un acto, a mi juicio, de honestidad.
Yo no puedo actuar como si nada hubiera ocurrido, pero cuando recuerdo —sobre todo, por mi responsabilidad como hombre, como ciudadano, como creador— es para advertir, para que esos hechos no vuelvan a ocurrir, o por lo menos no vuelvan a suceder de ese modo, y para que las cosas no sean juzgadas ni manipuladas en forma torpe, que lleve a injusticias, en sus más diversas acepciones.
En el caso personal, lo más importante para mí ha sido, es —y quiero que sea en el futuro— evitar un daño, como decías, irremediable y, sobre todo, una actitud paralizante en la vida cotidiana y en la obra. Es una responsabilidad. Estos años han constituido una lucha, con todas las armas, contra el resentimiento. Un intento —no me gusta usar el término perdón— de que eso no gravite en mi espíritu, ni en mi cuerpo. No quiere decir que olvide. No hay olvido, de ninguna forma, pero no hay, no puede haber y no quiero que haya, resentimiento.
Quiero evitar —trato por todos los medios— que el resentimiento afecte mi condición humana y de escritor, mi actitud ante los hombres y mi Patria.