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 Doctorada en letras clásicas, se ha dedicado al estudio de la producción literaria y la cultura cubanas, haciendo énfasis en la contribución femenina a ese acervo.
Para mí, nunca hubo un abismo entre mi formación académica en letras clásicas, la vida artística y literaria contemporánea, y el conocimiento de la cultura cubana, porque yo asistía a todo cotidianamente, con la misma curiosidad.

 Al abordar el tema de la mujer, usted dio un giro de 180 grados en el rumbo de sus estudios literarios, antes consagrados al campo de las letras clásicas y por los que era conocida en el mundo universitario dentro y fuera de Cuba. ¿Cuándo y por qué decidió hacer ese cambio?

En realidad, no sólo estudié letras clásicas, también trabajaba... Cuando llegué a la Universidad, llevaba varios meses en el Consejo Nacional de Cultura como secretaria de Roberto Fernández Retamar, que había sido mi profesor en el colegio. Retamar pasó a la UNEAC y yo me quedé, también como secretaria, con Vicentina Antuña, presidenta del Consejo, quien además era la directora de la Escuela de Letras y su catedrática de latín y literatura latina. Después tuve la inmensa fortuna de entrar en la Biblioteca Nacional, como auxiliar de investigación de Juan Pérez de la Riva. Allí, en Colección Cubana, hice una carrera paralela a la de Letras: aprenderme el siglo XIX cubano de punta a cabo y de cabo a rabo. No estudié literatura cubana del XIX, pero trabajaba diariamente con toda esa centuria: libros, revistas, manuscritos... Puedo decir que me formé en contacto directo con la cultura cubana de la época en que se funda la nación. Y no sólo la cultura literaria, sino grabados, periódicos, mapas, libros de referencia...
Así que soy, efectivamente, una doctorada en letras clásicas que durante más de tres décadas impartió clases de literatura latina y latín en la Universidad de La Habana. Disfruté muchísimo, tanto en mi aprendizaje, como en mis investigaciones en torno a la Antigüedad, y vuelvo a ella a cada rato, para algún curso, para otros trabajos, y por el placer de leer a Horacio o a Esquilo. Pero siempre trabajé Cuba. Antes de haber escrito una letra sobre Grecia y Roma, ya me había acercado a distintos escenarios de la cultura cubana, porque cuando tenía 20 años y era secretaria de redacción de la Revista de la Biblioteca Nacional, tenía que editar toda suerte de ensayos sobre Cuba y encargar o hacer reseñas de libros publicados en la Isla. Tuve la osadía de hacer una de las primeras reseñas de El ingenio, de Moreno Fraginals, y de Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet, aunque ésta fue para El Caimán Barbudo.

Entonces, invierto la pregunta: ¿por qué, con esa orientación hacia la cultura cubana, se decidió en la Universidad por el aprendizaje, primero, y la enseñanza, después, de las letras clásicas?

Porque era paradójicamente muy pedante y muy seria. Creía que la vida y el conocimiento no tenían fin, pero que había que empezar por un principio. Y quería estudiar el mundo antiguo no sólo por sus propios valores, sino por lo que significaba para la formación de la cultura occidental, que era la única que conocía entonces.
Pero vivía en Cuba y, además, vivía intensamente la cultura cubana. Como trabajé en el Consejo Nacional de Cultura entre 1961 y 1963, estaba inmersa en el proceso cultural de los primeros años de Revolución, cerca del grupo de intelectuales, escritores y artistas que se encontraban al frente de las direcciones del Consejo. Recuerdo mucho a Marta Arjona, a Servando Cabrera Moreno —con quien iba a almorzar a menudo—, a Lezama Lima —a quien visitaba todas las mañanas—, a Alejo, siempre apurado, pero que entraba a saludar, a comentar algo... Cuando en 1964 voy para la Biblioteca Nacional —donde estaban entonces Cintio, Fina, Eliseo, Friol, con quienes hablaba diariamente—, lo que en la calle 2 era placer, curiosidad, se convierte en materia sistemática de trabajo, y se amplía al XVIII, al XIX, a la totalidad de ese pasado.
Pérez de la Riva me mandaba al Archivo Nacional, y allá iba yo a revisar los legajos de lo que él estuviera investigando en ese momento: los chinos, o un viajero francés, o los precios de la harina importada de Estados Unidos... Y así iba aprendiendo de Cuba en esa edad en que era una gigantesca y ávida esponja dispuesta a absorberlo todo.
Para mí, nunca hubo un abismo entre mi formación académica en letras clásicas, la vida artística y literaria contemporánea, y el conocimiento de la cultura cubana, porque yo asistía a todo cotidianamente, con la misma curiosidad.

Entonces, ¿es a través de la literatura cubana que llega al tema de la mujer?

Como ves, siempre me dediqué a la producción literaria cubana y a la cultura cubana, en sentido general. Trabajé la literatura cubana toda mi vida, y sólo me dediqué exclusivamente a mi otro campo entre 1975 y 1979, cuando hice el doctorado. En 1966, después de graduada, al tener que decidir por uno de mis empleos, lamentablemente dejé la Biblioteca Nacional y me fui para la Universidad, aunque seguía colaborando con El Caimán Barbudo, con la revista Universidad de La Habana —que dirigí entre 1972 y 1974—y con otras publicaciones. Estaba entonces más entregada al trabajo universitario y empezaba a hacer —por decirlo de algún modo—«carrera» en las letras clásicas, el doctorado, que significaba dedicarme íntegramente y con gran rigor a los estudios clásicos. Pero ya en 1981 participo en un coloquio de literatura cubana, el primero que se efectuaba después de los 70, destinado a recuperar todo lo que se había deshecho en el quinquenio gris, la década sombría o como lo quieran llamar. En esa ocasión presenté un trabajo sobre Carpentier, que fue muy bien acogido... Y me siguieron invitando a los congresos que organizaba el Ministerio de Cultura. Recuerdo haber participado con un trabajo que da título a uno de mis libros: Quirón o del ensayo [Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988] en el Primer foro de literatura cubana, para el que me pidieron que escribiera sobre el ensayo. Y, al año siguiente, para el Primer foro de narrativa de la Revolución, me pidieron una ponencia sobre la mujer.
Como ves, no llego al tema de la mujer porque me lo proponga, sino porque me lo piden. Y como suelo trabajar con cierto rigor, me pongo a hurgar, a investigar... ¡y descubro que lo que había sido el tremendo avance de la mujer cubana en esos 25 años, no aparecía reflejado ni en la literatura escrita por hombres, ni en la producción literaria de las mujeres, que, por lo demás, era muy escasa!

 ¿Está hablando de 25 años transcurridos después del triunfo de la Revolución?

Sí, y eso es tan apabullante que titulé ese trabajo «La mujer en la narrativa de la Revolución: ponencia sobre una carencia». Los organizadores del congreso le quitaron el subtítulo, pero ante mi protesta y con el apoyo de José Antonio Portuondo, tuvieron que volvérselo a poner. Era un trabajo que, en su primera parte, aborda la transformación de las mujeres cubanas en la Revolución, y en la segunda y tercera partes, demuestra cómo, sin embargo, nada de eso aparecía en la narrativa. Y ahí empezó la historia. El trabajo fue bastante debatido, pero el silenciamiento de las mujeres salió a la luz, se hizo evidente para todo el mundo y constituyó un choque, entre otras razones, porque nosotros teníamos un desfasaje monstruoso y perverso en relación con lo que se hacía en el mundo.
A partir de las grandes movilizaciones por los derechos civiles, por los derechos de las mujeres, en contra de la discriminación racial, contra la guerra en Viet Nam..., todo aquello que se produce en los años 60 como consecuencia en gran medida de la Revolución cubana, de su influencia en los movimientos sociales de Europa, los Estados Unidos y la América Latina, uno de las grandes reivindicaciones era la de las mujeres. Y lo increíble, pero cierto, era que Cuba, donde por obra de la Revolución se había producido la incorporación plena de las mujeres al espacio público, sin embargo, seguía siendo un país culturalmente patriarcal y, como se dice en el lenguaje político del feminismo, un país machista. Parte de eso se reflejaba en la ausencia de la mujer en la narrativa, donde se privilegiaban otros temas.
Era más importante —digamos— la unidad, que mostrar las diferencias, de género, en este caso. Era más importante la idea de que estábamos viviendo una épica en la cual lo fundamental eran las grandes batallas militares, esos mundos tan viriles... Y aunque se había aprobado ya el Código de la familia, no había una interiorización de lo que significaban real y potencialmente para las mujeres esas grandes transformaciones.
En el mundo, pues, se estudiaba la literatura escrita por mujeres; pero en Cuba, no. En todas partes había una avalancha de libros escritos por mujeres; pero aquí, no. Y, sin embargo, las cubanas tenían condiciones sociales y políticas muy superiores a las que existían en cualquier otro lugar. Esta contradicción estalló en ese foro. El trabajo se publicó en un libro mío, en revistas, en antologías, y se añadió como apéndice a la primera selección de narradoras cubanas. Fue muy importante para mí, pero de momento seguí trabajando en lo que más me interesaba y me ha seguido interesando: Alejo Carpentier.

Seis años más tarde, usted dijo: «En Cuba no ha habido crítica feminista: recién ahora intentamos comenzar». A su juicio, ¿por qué se produce tal omisión en la crítica literaria cubana a tal altura del siglo XX?

Creo que, en buena medida, porque no hubo una gran narrativa de mujeres después de la Revolución, por las razones que apuntaba y ahora reitero: porque existía una cultura patriarcal, viril, marcial para la que los grandes temas eran «los años duros», la guerra... Y, además, las tremendas transformaciones promovidas por la incorporación de la mujer a la sociedad no eran «interesantes», se consideraban, paternalistamente, no como un triunfo, sino como una concesión, algo así como: «pero si a las mujeres se les ha dado todo...» En fin, no hubo narrativa de mujeres, ni tematización o representación de las mujeres y, por lo tanto, tampoco hubo la crítica que esa producción habría demandado. Pero tampoco hubo una verdadera crítica, porque por años existió una tendencia a tildar de burguesa o peligrosa a la teoría literaria contemporánea.

Y para demostrar su tesis de la carencia, ¿usted ha comparado cuantitativamente la producción narrativa de hombres y de mujeres?

Sí. En aquellos 25 años se publicaron cerca de 200 novelas escritas por hombres y sólo 12 de mujeres. Y de éstas, muchas no eran novelas, sino testimonios, memorias... Al final te quedaban sólo dos. Ante estas circunstancias me dediqué a hurgar en el pasado de la literatura escrita por mujeres en Cuba, y fui a parar al siglo XVIII con la marquesa Jústiz de Santana...

A quien usted considera la primera escritora cubana... A propósito, ¿conoce o ha estudiado a alguna otra escritora autóctona que haya revalidado en esa centuria ese mismo sentimiento de apego a la tierra natal?

La marquesa de Jústiz de Santana es un caso excepcional de temprana asunción de una identidad que apenas está conformándose. Y es, además, una mujer muy culta y valiente. En 1762 se atreve a escribir una carta y un poema dirigidos a Carlos III, para acusar a los españoles de cobardía, de haber dejado que los ingleses tomaran La Habana. Denuncia particularmente al gobernador. Y esto, por supuesto, no se lo perdonan, y la hacen víctima —a ella y a todas las mujeres de La Habana— de coplas y seguidillas injuriosas, fraguadas por la marinería y la soldadesca de la guarnición de la ciudad. Ella se proclamaba habanera, todavía no podía considerarse cubana, pero reclamaba la recuperación de su ciudad, a la que llama su patria. Hay otras autoras del XVIII que apenas se conocen. Y hay verdaderas sorpresas de las que por el momento no puedo hablar.
En el XIX sí aparece un número importante de escritoras. En primer lugar, Gertrudis Gómez de Avellaneda, la mayor de la lengua en esa centuria. Nace y vive hasta los 22 años en Puerto Príncipe, y después va a España, donde termina de escribir Sab, la primera novela antiesclavista y feminista. Es impresionante la cantidad de estudios y ediciones que ha merecido Sab en las últimas décadas. Esta novela camagüeyana es considerada uno de los momentos más importantes en la producción literaria femenina universal y en la lucha por denunciar la subalternidad de la mujer. También escribe Dos mujeres, novela en que aborda la condición femenina, las trampas del matrimonio. Cultiva todos los géneros del Romanticismo, trata todos los temas; es una poeta excepcional, no sólo por lo que dice su poesía, sino también desde el punto de vista de la métrica, porque le interesa experimentar con los metros más variados. Y es, igualmente, una gran autora dramática. En fin, una figura mayor de las letras españolas del siglo XIX, y una cubana muy orgullosa de serlo, que se molestó mucho cuando pretendieron excluirla de una antología cubana y que, al regresar a Cuba a fines de 1859, ratifica esa condición y todo lo que ha hecho con anterioridad en relación con Cuba, y con lo que han sido sus grandes temas. Así, publica en La Habana una sorprendente y casi desconocida novela sobre la nostalgia de Cuba: El artista barquero, y esa revista excepcional que es el Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello, a la que se dedica en cuerpo y alma. Hay que ver sus cartas de esa época, en las que hace referencia a las dificultades que tiene para publicar su revista, a lo difícil que es en Cuba, en La Habana, publicar una revista. Eso nos consuela, ¿verdad?
Hay otras autoras que a su lado parecen menores, pero sin cuya obra no puede seguir estudiándose la literatura cubana. Detenernos en cada una sería alargar mucho esta conversación, pero no puedo dejar de mencionar a Juana Borrero, la poeta del Modernismo, una muchacha que muere muy joven y, sin embargo, lo que trasmite —no sólo en su poesía sino en su correspondencia tan intensa— es esa misma pasión y esa fuerza extraordinaria que tenía Avellaneda como mujer, como persona, como un ser sensible entregado a vivir a plenitud sus pasiones, que eran muchas.
 En «Últimos textos de una dama: Crónicas y memorias de Dulce María Loynaz», usted propone una visión poco conocida de esta autora, al considerar que con algunos de esos escritos ella coloca «a la mujer en el eje de un discurso que se descubre, en última instancia, nacionalista y patriótico...» ¿Cuáles fueron las motivaciones para este enfoque? ¿Qué repercusión tuvo, teniendo en cuenta los «desgarramientos, incertidumbres y angustias que un proceso tan radical como el cubano provocara en esta singular representante de la alta burguesía habanera»?

Dulce María Loynaz, una de las grandes autoras de la lengua, escribió una obra singularísma en la que poesía, novela, crónicas, memorias, trenzan un continuum en que convergen concepción, voluntad, experiencia de vivir, de sentir y de apreciar lo que hay de universal en la más minúscula porción de humanidad, o de naturaleza. Y en esa obra total lo cubano es el cauce por donde corre ese continuum, o el imán que le da cohesión.
A veces resulta muy transparente, casi anecdótica, esta cubanidad. En otras se esconde, con una pudibundez que en ocasiones puede ser tan cubana como el alboroto. Pero en textos reactivos, como esas crónicas que escribió para que no se perdiera un modo de ser cubano, una manera criolla de vivir que ella veía desaparecer en los 50 con una modernización acelerada, con la norteamericanización del país, esta defensa de lo que consideraba los espacios de fundación de la nación la pone en manos de mujeres, de las abuelas de «Entre dos primaveras». Sí, Dulce fue una señora muy rica a la que el triunfo de la Revolución trajo toda suerte de angustias. Pero era muy cubana, a veces pienso que obsesiva, soberbiamente cubana. Por eso se quedó aquí, tratando de defender los restos de cubanidad que se creía obligada, por razones de familia y de cultura, a preservar. Pero también por eso, y no por la Revolución, que llegó después, escribe esos textos de la segunda mitad de los 50 que constituyen su adiós a todas las esperanzas de preservación de la nación con que soñara desde su clase, pero también, ¿por qué no?, desde su patriotismo.

¿Su trayectoria como docente universitaria, ensayista y/o estudiosa de la producción cultural femenina, encontró paradigmas —acaso— en algunas de las grandes mujeres que integraron el claustro de la Escuela de Letras donde usted se formó?

Tuve la suerte de tener profesoras y profesores excelentes. Y entre todos tengo que poner en primer lugar a Vicentina Antuña. Su influencia en mí fue tremenda. En lo concerniente a la mujer, nuestras conversaciones fueron decisivas. Como feminista de vieja data, consideraba tan importante la lucha por la igualdad y por los derechos de las mujeres, como por exhibir su responsabilidad social y potenciar sus capacidades morales.
De Camila Henríquez Ureña también aprendí muchísimo, pero más por lo que había escrito en relación con la mujer, que por mantener un diálogo vivo con ella sobre estos temas. Los primeros trabajos que leí sobre feminismo, fueron los textos de Camila de finales de los años 30. Porque en Cuba, repito, casi no había bibliografía sobre estudios de la mujer. Era la época que Marinello llamó de la indigencia crítica, porque carecíamos de instrumentos teóricos con que acercarnos al debate contemporáneo. Cuando escribí aquella ponencia «seminal», como la califica ahora la crítica, mi bibliografía no podía ser más reducida: Virginia Woolf y Camila.
Algo muy especial en mi formación y en mi vida es la ininterrumpida conversación que sostengo desde hace cuatro décadas con Graziella Pogolotti. Hablamos todos los días, nos llamamos y hacemos un pequeño resumen de la jornada, que podría envidiar la BBC de Londres. Y tampoco quiero olvidar a Mirta Aguirre, con quien no me llevaba muy bien que digamos: tenía un carácter muy especial, a veces era un poco arbitraria, y no siempre me resultaba fácil el diálogo... Sus trabajos sobre la mujer en la América Latina o sobre sor Juana también me influyeron. Otra a quien quise mucho fue mi profesora de griego, Elena Calduch. Y una mujer a la que admiro extraordinariamente, con la que hablo siempre que puedo, es Rosario Novoa, que me llena de alegría con su vitalidad, su inteligencia y esa simpatía tan especial de cubana.
Ha sido, a través de esa larga amistad y colaboración, que me he formado, a la sombra de estas mujeres extraordinarias.

¿Qué otros temas —además de la literatura clásica y de mujeres — ha abarcado en sus libros? ¿Resultaron un propósito explícito o respondieron a algún hecho coyuntural?

Como te decía, siempre me interesó la literatura cubana y en particular Carpentier. En 1986, Retamar me pidió que dirigiera el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas. Y entonces me tocó «matricular» la asignatura América Latina, sumergirme en la América Latina. Y fue posible porque contaba con el apoyo de la Casa, de su biblioteca, de gente con gran conocimiento de la América Latina, además de la experiencia de todos los latinoamericanos que pasaban por ella.
También empecé a viajar por la región, y a conocerla más de cerca. Creo que esto no sólo me llevó a tratar otros géneros —el testimonio, por ejemplo—, sino también a profundizar en los estudios de la mujer. Porque, a diferencia de lo que pasaba en Cuba, estos estudios estaban bastante desarrollados en la América Latina, donde había una tremenda literatura femenina a fines de los 80, que es cuando yo ingreso en este mundo.
Pero eso no quiere decir que abandonara nuestro XIX. Al contrario. Empecé otros trabajos sin los cuales no podía avanzar en mi investigación sobre las escritoras cubanas. Por ejemplo, necesitaba saber cómo estudiaban las niñas, lo que me llevó a los libros de lectura de dicha centuria, y ya tengo casi listo un volumen, del que he publicado parte en revistas. Son los libros de lectura escritos por José de la Luz, Cirilo Villaverde, Manuel Costales, Juan Bautista Sagarra... Y también por escritoras, como Catalina Rodríguez de Morales. Los más conocidos fueron escritos por uno de los hermanos de mi tatarabuela Tula, Eusebio Guiteras, y en esos libros aprendió a leer José Martí...
Pero hay otro campo, también excluido de las historias literarias, al que me condujeron igualmente las escritoras del XIX. Muchas que no dejaron libros, redactaron memorias, cartas o crónicas de viajes. Empecé entonces a trabajar la literatura cubana de viajes, una inmensa cantidad de textos de escritores y de hombres públicos de nuestro ochocientos —y de mujeres; por supuesto, empecé por ellas— que escribieron sobre sus incursiones en la modernidad europea y estadounidense. De eso he publicado unos cuantos artículos que forman parte de otro libro en camino.

De verse compelida a optar por alguno de sus libros publicados, ¿cuál escogería y por qué?

Es difícil, porque siempre el que te interesa más es el que vas a escribir y, como ando al mismo tiempo con tres medio terminados —los que te acabo de comentar, y el de las escritoras cubanas, que entregué a Ediciones Unión hace más de un año y después lo retiré, porque quería volver a considerar algunas secciones— y con otro en pura elucubración, ésos, los no terminados, son los que más me interesan. Pero de los publicados, el que más me gusta, el que me ha dado más felicidad es Las ideas literarias en el Satyricon [Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984], mi tesis de doctorado, que, además, resultó Premio de la Crítica de 1985. Es el que más trabajo —y más placer— me dio. La edición es horrorosa, por la mala impresión y la pobre calidad del papel. Pero se lee todavía. De pronto me escriben de lugares inimaginables, gentes que lo trabajan para su tesis o una investigación, o que lo necesitan, y hasta un gran escritor argentino, Leónidas Lamborghini, me dedicó, por haberlo leído, una novela que tiene mucho que ver con parodia e intertextualidad...

Usted dirige desde 1998 la revista Revolución y Cultura, abarcadora de un amplio abanico de temas culturales de la actualidad cubana. ¿Hasta dónde este trabajo le complementa o le limita lo que, al parecer, sigue siendo hoy el tema prioritario de su quehacer profesional: la producción intelectual femenina?

En realidad, no sé cómo vine para acá. Entonces llevaba 11 años trabajando en la Universidad y en la Casa, lo que me producía bastante stress. Como empecé con la revista, ya sólo disponía de tiempo para la docencia, y aunque mis colegas eran muy tolerantes, siempre me sentía en falta: no asistía a reuniones, no cumplía algunas tareas... En fin, que la revista me decidió, fue como un nuevo amante, y me jubilé de la Universidad en el 2000.
Revolución y Cultura me permite conectarme mucho más con mi entorno. Vivo aquí, de una manera más intensa, todo. Sé lo que pasa en el cine, entre los plásticos... Y me acerco a mundos bastante alejados de mí, como la arquitectura contemporánea, los problemas del urbanismo, o cuestiones relacionadas con la música popular, que ya no sigo tan de cerca como cuando era joven... De repente estoy enredada —por ejemplo—con una encrespada entrevista de Sarusky a José Luis Cortés (El Tosco), o un ríspido artículo de Mayito Coyula sobre el municipio Playa... Y eso me tiene más al día. Porque no se trata de seleccionar, leer, revisar, editar... los textos que aparecerán en la revista. El trabajo editorial implica mucho más. Entrar en el subtexto, ver lo que está detrás de cada página. Y, por supuesto, saber también qué están haciendo las otras publicaciones, tomarles el pulso... A mí me ha interesado siempre el proceso de la cultura. Y un modo privilegiado de seguirlo es a través de las revistas. Y hacer una revista, como tú sabes, es construir un pequeño cosmos, dar espacio y coherencia a textualidades muy diversas. Eso me interesa muchísimo. Creo que si alguna vez me dedico a una sola cosa, será a una revista.

¿Hasta dónde este trabajo en la revista se complementa o se excluye —de alguna manera—con la labor que realiza en la Casa de las Américas?

Son cosas muy diferentes. La labor en la Casa de las Américas es fundamental, no complementaria. El trabajo de la Casa es político. Es el trabajo de la cultura cubana en su diálogo con la América Latina, la ventana de Cuba para el mundo latinoamericano, y para las Américas en general, un espacio de diálogo y de encuentro político, siempre. Y los estudios de la mujer son eminentemente políticos, porque tienen que ver con el cambio de ideas sobre la condición femenina y sobre la sociedad en general.

A propósito, ¿pudiera explicarme en qué consiste su trabajo como directora del Programa de Estudios de la Mujer de la Casa de las Américas y hablarme en particular del espacio «Mujeres en Líne@»?

Con el Programa de Estudios de la Mujer pretendemos promover, coordinar y divulgar investigaciones sobre la producción cultural y la historia de las mujeres latinoamericanas y caribeñas; y, al mismo tiempo, propiciar la conexión de escritoras, artistas y académicas cubanas con el abordaje de estos temas en la región —y en el mundo— para favorecer ese proceso excepcionalmente productivo de conocer para reconocerse. Cuando conoces lo que están escribiendo las escritoras latinoamericanas, o lo que están pintando las pintoras latinoamericanas, o lo que están componiendo las compositoras latinoamericanas... te conoces mejor a ti misma, sabes más lo que estás haciendo.
Pero «Mujeres en Líne@» —que se llama así, entre otras razones, porque su sede está en las calles Línea y G— tiene otra función: la de establecer un diálogo interdisciplinario —como es de rigor en los estudios de la mujer, concebidos como una acción transversal que comunica diferentes campos— entre las creadoras cubanas, las estudiosas del arte y la literatura producidos por mujeres, y las cientistas sociales, historiadoras, sociólogas, psicólogas, comunicadoras, las compañeras de la Federación de Mujeres Cubanas...

¿Todas las participantes en «Mujeres en Líne@» son cubanas?

Podemos invitar a alguien de otro país —en la Casa de las Américas no usamos el término extranjero—. Pero el interés fundamental de «Mujeres en Líne@» es trabajar conjuntamente con las artistas y escritoras cubanas en relación con especialistas de otras áreas. Propiciar un diálogo sobre su producción terminada o en proceso: el último libro, una exposición, el CD que se acabó de grabar, lo que están montando o estrenaron las actrices, las directoras de teatro... Tratar de establecer una relación más íntima, estar al tanto de qué hacemos unas y otras, y de qué pensamos todas acerca de ese trabajo; en fin, colaborar. Por eso también se llama «Mujeres en Líne@», porque estamos en esa línea rápida de trabajo común.

Conozco que ha impartido cursos como profesora visitante e invitada en universidades de los Estados Unidos, América Latina y Europa. Pero, ¿ha vivido en otras ciudades del mundo o de Cuba, aparte de La Habana, donde sé que nació?

Una vez armé un curso de literatura latina medieval porque me fascinaban los goliardos, esos clérigos que vagaban de universidad en universidad, de monasterio en monasterio... Y me gusta enseñar, ir a congresos o investigar en otros países, siempre que sea posible. Eso me ha permitido pasar largas temporadas en ciudades hermosísimas, como París, donde enseñé en el 85-86; o como en Bucarest, una ciudad situada en las puertas del Oriente, atravesada por las más diversas culturas, donde pasé poco más de dos años, a fines de los 70, aprendiendo a tomar café turco y a llenarme de paciencia ante infinidad de complicaciones, mientras escribía mi tesis. He vivido en México, Nueva York, Roma, Gante, Verona, y un tiempo considerable en Brasil, donde he tenido la oportunidad de dar clases varios meses ¡en Río de Janeiro! y en Porto Alegre.
Sin embargo, para mí no hay otra ciudad como La Habana. Soy habanera, hija de habaneros y casi nieta de habaneros, un blasón que poca gente puede exhibir, y como noblesse oblige, pues lo ejerzo... Pero lo que me ancla en esta ciudad no es el despliegue de la historia por su trama urbana, o su cultura... Sino el aire, el sol, el mar, la bendita bronca cotidiana con esa reverberación, con el ruido que mete... Que en ningún lugar del mundo, en ninguno...

Cuénteme, ¿cómo transcurre un día normal en su vida?

Me levanto muy temprano, abro el balcón, las ventanas, y —salvo en temporada ciclónica, frentes fríos o bajas extratropicales, cuando me mudo para Cumbres borrascosas— dejo campo abierto a la brisa, con la que logro trabajar muy bien dos, tres horas. Mientras, el cielo se va aclarando, algunas nubecitas por aquí, por allá, la aurora, sus rosados dedos..., pero estalla el sol en la ventana de enfrente y rebota en la pantalla... Me asomo: el mar, tranquilito... Y comienzo a bajar cortinas, entornar persianas al tiempo que empieza a subir la bulla, que no se apagará hasta la madrugada. Entonces emigro, primero para el comedor, para el cuarto, hasta que me voy para la Casa, para la biblioteca, para la revista...

¿Cómo siente la obra restauradora del Centro Histórico de la Habana Vieja, teniendo en cuenta que usted reside y trabaja, fundamentalmente, en el barrio del Vedado, con patrimonio e historia diferentes?

Lo que me fascina del trabajo de restauración en La Habana es que, al fin, tengo la oportunidad de encontrar cosas nuevas, de chocar con lo inesperado... Disfruto mucho con mi hija esos descubrimientos y esas profecías cumplidas en que se ha convertido un paseo por la ciudad. Vamos atravesando las calles y, de pronto, en una esquina encontramos algo renacido, o en una bocacalle aparece un andamio con un letrero que vamos inmediatamente a leer para enterarnos...
Vienen muchos amigos de la Casa a los que llevamos de paseo, orgullosos de enseñarles lo rescatado y lo que se va restaurando, pero también dispuestos a compartir con ellos la angustia de la pelea contra el deterioro. Me encanta, además, dar cursos sobre La Habana. El año antepasado impartí uno sobre Cecilia Valdés a unos estudiantes de Harvard. Empecé en la Loma del Ángel y acabé con una sinovitis que me sacó de circulación por dos semanas.
La verdad es que disfruto mucho mi ciudad, la incorporo a todo lo que vivo, a lo que escribo... Me pidieron el capítulo de La Habana como centro cultural para la historia comparada de las culturas literarias de la América Latina que saldrá el año que viene en inglés por la Oxford University Press y en español por el Fondo de Cultura Económica, un libro monumental, en varios tomos...
En ese ensayo hablo de lo que percibo, en la larga duración, como características fundamentales de La Habana, una ciudad signada por su condición de primer y último puerto de contacto entre los cuatro hemisferios, abierta al tránsito de todo, con habitantes curiosos, noveleros, parejeros, que cuando veían llegar la Armada española o pasar las fragatas inglesas, sabían primero que los virreyes de la tierra firme, lo que estaba pasando en el mundo. La primera ciudad moderna, ni más ni menos, del mundo iberoamericano.

En cuanto a La Habana, ¿tiene algún sitio preferido en la ciudad?

Me gusta especialmente la Avenida del Puerto, el emboque—como decía mi abuela, una palabra que ya no se usa—. Caminar sola, tempranito, desde la Punta hasta el Muelle de Luz. Acercarme al puerto, pero conservando una distancia prudencial. Descubrir el fuego de los flamboyanes de Casablanca, y la silueta, resplandeciente entre tanto hierro, de la iglesia de Regla, donde fueron bautizadas e hicieron su primera comunión mis abuelas, mi madre...
Me gusta también mucho caminar con mi hija por Mercaderes, por Oficios, que están tan lindas. Entrar a la Plaza Vieja desde San Francisco... Pero de todas las plazas de La Habana, la que más me gusta es tal vez la que menos motiva a la gente. Para mí, es muy especial: la Plaza del Cristo. En sus bancos esperé largos ratos a un novio cuyo padre vivía en una azotea de Bernaza a la que me negaba a trepar. Allí veía de cerca la pobreza que no había conocido en mi infancia ni en mi barrio. Y el monumento a Plácido, en el que creía encontrar un tranquilizador deseo de reparar viejas heridas.
Porque mi madre era una católica ferviente, y le gustaba mucho ir allí, me atrae también de una manera entrañable la iglesia del Espíritu Santo.

Pero, ¿usted nunca ha vivido en la Habana Vieja?

Nunca he vivido ni trabajado en La Habana Vieja. Quizá por eso me cautiva tanto... O porque mi padre —que murió cuando éramos muy pequeñas— nos llevaba a mi hermana y a mí a montar bicicleta y a pasear por los parques de la Avenida del Puerto. Tal vez persiga el huidizo recuerdo de mi padre en esos paseos... Lo que si te puedo decir es que cuando mi hija era pequeñita —y se satisfacía con eso—, cogía la ruta 15 en el parque de Córdova, en la Víbora, y nos bajábamos en la Lonja del Comercio, a caminar. Ésas eran nuestras mañanas de domingo.

Los preceptos para el rescate de la presencia de la mujer —no siempre recogida en los textos— y el reconocimiento social a las hacedoras de literatura, que caracterizan sus trabajos de investigación así como sus artículos y libros dedicados a la producción femenina, ¿están en consonancia con su quehacer cotidiano? ¿Cuáles son las convergencias o divergencias de la Luisa Campuzano-mujer de la Luisa Campuzano-intelectual?

La Luisa Campuzano-mujer es una persona desprovista de misterio. Mi vida privada ha sido bastante pública, una vida dedicada a trabajar, a estudiar y a hacer lo que he deseado hacer con plena responsabilidad, por mucha pasión que haya puesto siempre en todo.
Soy una persona que ha aspirado a tener una vida intelectual plena. Y eso se lo debo a una madre conservadora, de su casa y su familia que, viuda muy joven, se transmutó en padre y madre, y cuya mayor preocupación era educarnos para que pudiéramos valernos por nosotras mismas.
No hay dos Luisa Campuzano... sino una, que ya es bastante, gracias a Dios. Tal vez un poco fuerte e independiente, quizás por eso un poco sola... En mi casa todos eran habanistas y la única almendarista era yo. Todos médicos (bisabuelo, padre, cuñado, sobrinos) o biólogos (hermana, hija), pero yo...
No sé si esto tendrá que ver. Mirando hacia atrás pienso que ha sido una especie de fatum, más que un capricho, irme por otro lado. Ser independiente. Cultivar la soledad como un bosque encantado. Uno de mis novios me dijo que no siguiera culpando a los hombres de mis «fracasos», que yo misma los preparaba... ¡Vaya usted a saber!
Sé que he subordinado mi vida privada a mis intereses profesionales. Soy una mujer que existe por su trabajo, por lo que le interesa en la vida como destino intelectual. En ese sentido, soy lo que he querido ser: independiente, dueña de mi espacio, de mi tiempo y, hasta donde es posible, de mis actos.
Tengo el premio extraordinario —y seguramente inmerecido— de una hija maravillosa, que se va convirtiendo cada día más en mi madre: que me frena, que me advierte, que me presiona para que haga cosas que a mí no me gusta mucho hacer o que se me olvidan, o para que me calle o para que no opine o para que sea más discreta.
Sé que ella censuraría lo que voy a decirte ahora: que a estas alturas de la vida el trabajo me proporciona mucho placer porque cualquier placer me da mucho trabajo...

Como mujer, ¿alguna vez ha sentido que ha desafiado los cánones establecidos para la mujer?

Sí y no. Depende de qué cánones. Para mi abuela el que yo saliera de noche «disfrazada» —decía ella— de miliciana era un escándalo. Para mis compañeras de batallón el desafío hubiera sido quedarme en mi casa. Las guajiras de Moa o del Escambray encontraban muy natural que me encaramara en camiones cuando no llegaba la guarandinga. Mis compañeras de colegio o las amigas de mi madre lo habrían considerado una transgresión. Pongo estos ejemplos por su carácter simbólico, no porque me guste andar por las lomas o hacer guardia. Para mí aquél fue el momento del corte: ser o no ser revolucionaria, y si lo eres, tienes que serlo en todo..., y, en primer lugar, en la lucha contra la más antigua opresión, la de la mujer.
El año próximo, en febrero, tenemos un coloquio en la Casa sobre las mujeres y el tiempo, uno de cuyos temas es el de las nuevas generaciones. Porque hay entre muchas jóvenes del mundo la tendencia a pensar que la relativa —aunque precaria—igualdad de que disfrutamos algunas mujeres en algunas zonas del planeta, es algo que ha existido siempre... Y nos interesa indagar cómo tratan este tema las escritoras y artistas...

En su trabajo «Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios...», usted se refiere al riesgo «de naufragar en un archifemenino océano de sentimentalismo(...)» Al cabo de cerca de dos décadas dedicadas al estudio de la producción cultural femenina, ¿cómo ha sorteado las trampas que esperan a quienes se dedican a tan —a veces— maltratada, manida y manipulada temática?

En primer lugar, estando consciente de que se trata de un trabajo político, porque lo personal es político, tremendamente político, y claro, en ocasiones como ésa a la que te refieres, puedes hacer uso tácticamente de lo que se ha llamado «las tretas del débil».
Estando consciente, además, de que biológicamente se nace hombre o mujer, pero la sociedad y la cultura —no de siglos, sino de milenios— han construido los géneros y decidido qué es femenino y qué masculino: temperatura, pelo, astros, juguetes, emociones...
Entonces, si te metes en esto, tiene que ser en serio, comprometidamente... Pero si no estás clara, si no estás dispuesta a pensarlo todo desde otro lugar —sin caer en esencialismos, ni ignorar que también hay mayores articulaciones culturales, sociales, políticas—, mejor dedícate a otra cosa...
Y déjales estos temas a quienes creen que la construcción de un mundo mejor pasa por la emancipación, en todos los órdenes, de las mujeres.