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 Estudiosa de los procesos que han contribuido a conformar la nacionalidad cubana, la investigadora María del Carmen Barcia, Premio Nacional de Ciencias Sociales y premio Casa de las Américas, ambos obtenidos en, se empeña en lograr un discurso cognoscitivo que trascienda los límites de la historia como disciplina.
«En mis investigaciones me atengo a los métodos de trabajo de la historia social, pero me arriesgo al enfoque antropológico, ya que es una gran necesidad para mí entrar en la psicología de las personas y en la organización de su mundo».

 Usted es graduada de filosofía y letras, y se ha dedicado a la investigación histórica. ¿Cómo clasificaría la historia que realiza?

Más bien se trata de mis puntos de vista para abordar la historia. Por lo general, los historiadores somos imaginados como individuos inmersos en papeles viejos y apolillados, que viven en el pasado, pero lo cierto es que, como todos los científicos, pensamos mucho en el futuro.
En el ayer buscamos la integración y evolución de la población, la caracterización del desarrollo económico, las particularidades de la evolución política, la formación de la identidad cultural... Tratamos de comprender el modo de vida de los individuos, la manifestación de las mentalidades de las diferentes clases, capas, grupos y sectores de la sociedad..., además de otras cuestiones que harían esta relación demasiado amplia.
Todo eso lo vemos en continuidades y también en rupturas, en lo permanente y en lo eventual, en lo que queda y en lo que tiende a desaparecer, en lo esencial y en lo superfluo...
Tratamos de rescatar el pasado, para reconocer el presente y para construir un futuro mejor. Nadie puede revivir lo que ya ha acontecido, y en esa dirección toda historia es una construcción que debe ser lo más veraz posible. Para esto es necesario disponer de un volumen apreciable de información y, por supuesto, de la formación científica del historiador, que debe someter esos testimonios a una crítica profunda para poder utilizarlos adecuadamente.
La investigación requiere trabajar en un campo específico; algunos historiadores escogen el de la economía; otros, las relaciones internacionales; algunos seleccionan aspectos de la cultura material o de la producción intelectual; muchos eligen el estudio de las actividades políticas...
En estas necesarias definiciones, yo he optado por investigar aspectos de un campo que por lo general se particulariza como historia social. Se trata de un espectro muy amplio, que no todos definen de igual forma, en uno de cuyos espacios me inserto para abordar las organizaciones formales e informales, y las conductas de los individuos en sus capas, grupos y sectores.
Considero que todo análisis político de la historia debe sustentarse sobre un sólido conocimiento de la sociedad.

¿Cómo fue que de la Escuela de Arte Dramático llegó a la Facultad de Filosofía y Letras?

Creo que todo fue por casualidad, porque en realidad yo no tenía una inclinación especial por la historia.
Me gustaba declamar poesía y me encantaba pintar; o sea, considero que tenía una inclinación hacia las artes. Me pasaba la vida declamando; por eso estudié algunos años en la Escuela de Arte Dramático, y después comencé los estudios universitarios.
Cuando estaba en el bachillerato, sólo me interesaba en la historia de la antigüedad, más por fantasía que por otra cosa. Soñaba con ir a Egipto y conocer su cultura...
Comienzo a estudiar filosofía y letras en la Universidad hasta que en 1962, cuando todavía no estaba haciendo la especialización, comenzó el «plan Fidel» para formarnos como profesores.
Se esperaba que los estudiantes de mi carrera, así como los de derecho, impartieran letras y ciencias sociales: gramática, literatura, historia...
En una oportunidad llegué a Ciudad Libertad y entré en un aula en la que estaban explicando gramática, y cuando salí de allí, me dije: «Esto no tiene nada que ver conmigo».
Me fui a otra aula, donde estaban explicando ciencias sociales, que se avenía más con lo que a mí me interesaba, y allí me quedé. Comencé a dar clases en el plan Fidel, en la Secundaria Básica Julio Antonio Mella, durante un año, y de ahí pasé al Instituto Preuniversitario Ciro Redondo en Tarará.
Estando ahí, y siendo aún estudiante universitaria, comencé a impartir docencia también en la Universidad, tanto en la llamada Profesoral como en la Licenciatura; en un inicio, de historia antigua, y luego de historia de América.

En 1964 usted termina sus estudios de filosofía y letras en la Universidad de La Habana. ¿Cómo repercutieron esos años universitarios en su formación intelectual?

Cuando pienso en esa época recuerdo a mis profesores, que eran muy capacitados, por lo general. Al abandonar algunos el país, llegaron otros que provenían de las escuelas secundarias como Fernando Portuondo, Hortensia Pichardo, Aleida Placencia, Olga López... Es decir, que contamos con un excelente claustro profesoral entre el antes y el después.
Fue un privilegio tener a Hortensia Pichardo, porque nos introdujo mucho en el trabajo de archivo, enseñándonos a manejar y a hacer la crítica de fuentes.
Entre los profesores jóvenes se encontraban, por ejemplo, Graziella Pogolotti y Adelaida de Juan. Por otra parte, estaban Rosario Novoa, Sánchez McGregor y Beatriz Maggi. Venían también muchos profesores del extranjero y permanecían un año o dos con nosotros; algunos se quedaron, como fue el caso de Manuel Galich. De modo que tuvimos la posibilidad de tener lo viejo y lo nuevo, lo formado y lo novedoso...
Era una época en que estaban confluyendo muchísimos acontecimientos. Teníamos que trabajar intensamente porque se intentaba introducir nuevos métodos para que no todo fueran las conferencias de los profesores, sino que los estudiantes prepararan intervenciones y seminarios.
Terminábamos las clases de noche y, entonces, empezaban los exámenes hasta las 2:00 o 3:00 am, y todo ese tiempo, los profesores se mantenían con nosotros.
Existía mucha cercanía con el profesor; empezábamos siendo un grupo muy grande, que luego se hacía menor, y aunque éramos bastantes alumnos al comenzar las especializaciones, aun así el trabajo era bastante tutorial; los profesores conocían a cada uno de sus estudiantes.
Yo digo, por ejemplo, que Portuondo fue el primero que confió en mí, el primero que me vio algunas posibilidades, y si lo hizo fue porque confraternizábamos alumno y profesor. Creo que vivimos una época muy privilegiada y con muchos deseos de hacer.

 ¿Cuándo es que comienza a impartir e investigar la historia de Cuba?

No es hasta la década de 1970 que yo comienzo a impartir la asignatura de historia de Cuba. Para ese momento, ya había comenzado a trabajar específicamente en el tema de la esclavitud, pues me sentía con una formación sólida desde el punto de vista teórico y había publicado mi primer libro: Primeras sociedades de clases y modo de producción asiático.
Para este análisis había leído mucho, y hasta traduje algunos trabajos que me permitieron comprender y analizar la esclavitud en la época moderna como una forma de producción secundaria, al no disponer el capitalismo de otra fuerza de trabajo.
Ello me permitió sostener el término de «burguesía esclavista», que había sido rebatido por diversos autores.

¿Sustenta ese presupuesto teórico su primer libro dedicado a la temática cubana: Burguesía esclavista y abolición, publicado en 1987?

Esta obra ofrece –como casi todos mis trabajos– dos líneas, una teórica y otra factual de demostración de esos elementos teóricos.
Para mí el término de burguesía esclavista no está relacionado con todos los propietarios de esclavos, sino con aquellos que utilizaban el trabajo forzado en esa industria altamente desarrollada que era la fábrica de azúcar mecanizada.
Aunque se dice que los esclavos participaban sólo en la fase agrícola, lo cierto es que tanto ellos como los negros libres estaban también en el ingenio.
Esa vía secundaria del trabajo forzado, como yo la denominé, no se sustenta en la relación burgués-obrero, sino que se mantuvo en tanto fue «posible» hacerlo. Y utilizo la palabra «posible», porque en contra de lo que se piensa, la esclavitud fue rentable, incluso todavía en 1878.
Lo que no resultaba provechoso era el sistema impositivo, las cargas de impuestos que elevaban el precio del azúcar en el mercado mundial. Pero realmente el proceso productivo del azúcar era rentable, si bien el uso de la mano esclava ya estaba fuera de época, rompía toda una lógica y presupuestos de una etapa.
La otra línea trata de demostrar factualmente, a través de documentos, la mentalidad de esas grandes figuras esclavistas en sus posiciones con respecto a la esclavitud, la abolición y el desarrollo de la industria azucarera.

Para realizar una historia de Cuba, ¿qué libros o autores escogería?

Realizar una historia de Cuba es un proyecto tan ambicioso, que habría que tener en cuenta todo lo escrito al respecto; muestra de ello son los dos tomos de la Historia colonial de Cuba, editados por la Editora Política en 1994 y 1996, respectivamente, y cuyo grupo de redacción presidí.
No estoy eludiendo la pregunta, pues hay autores y determinadas obras que me parecen trascendentes.
Ha sido importante para mí un libro como La Habana, biografía de una provincia, de Julio Le Riverend; entre mis preferidos están los trabajos de Juan Pérez de la Riva: desde El Barracón hasta Los culíes chinos en Cuba, pasando por La correspondencia del general Tacón, sus prólogos a los diarios de viajeros y su estudio sobre la inmigración antillana.
El ingenio, de Manuel Moreno Fraginals, es otro de mis elegidos, por ser una obra sugerente, llena de ideas y de información.
Fernando Ortiz, tan actual, erudito y fascinante, es también una referencia permanente y obligada; su frase premonitoria «sin el negro no puede escribirse la historia de Cuba» es una sentencia que siempre tengo presente. De él prefiero su Contrapunteo..., Brujas e inquisidores y, por supuesto, todos sus trabajos sobre la esclavitud, que están escritos con la sencillez del sabio que fue.
Mucho he utilizado también a Pedro Deschamps Chapeaux y sus estudios sobre los negros libres. Podría seguir enumerando, pero creo que lo referido puede dar una idea de mis inclinaciones.

De los estudios historiográficos que en la actualidad se realizan en el país, en su consideración, ¿qué autores han logrado una concepción novedosa en la interpretación de la problemática cubana?

Creo que hay en estos momentos muchos historiadores cubanos de valía que, incluso, merecerían ser reconocidos más dentro y fuera de Cuba.
Sin priorizar uno antes de otro, mencionaría –por ejemplo– a Gloria García, quien se ha dedicado a los estudios en la historia económica, al igual que Oscar Zanetti y Fe Iglesias; a Eduardo Torres Cuevas, con sus trabajos sobre la masonería y la iglesia católica desde una perspectiva de la historia de las mentalidades; en los estudios martianos se destaca Pedro Pablo Rodríguez; en estudios regionales, Hernán Venegas; en los relativos a las guerras por la independencia, Francisco Pérez Guzmán...
Existen otros que han publicado menos, pero son profesores que han formado varias generaciones de estudiantes. Son los casos de Berta Álvarez, que ha trabajado mucho la historia de Cuba en la etapa de la República; Reinaldo Sánchez Porro, la historia de África; Sergio Guerra, la historia de América; Oscar Loyola, en historia de Cuba..., por sólo mencionar los que recuerdo en este instante.
A ese conjunto de historiadores que –pudiéramos decir– empezaron a rendir fruto en los años 70, se ha sumado una serie de jóvenes con trabajos muy interesantes. Muchos de ellos han obtenido premios en el concurso Pinos Nuevos con el tema de sus tesis de diploma, tutoriadas en la Universidad y que luego han proseguido hasta elevarlas al rango de maestría o doctorado.
De ellos quiero recordar especialmente a María Antonia Márquez, quien antes de morir nos legó una obra sobre las industrias menores, en la que demuestra cómo en Cuba no todo era el azúcar, y analiza la importancia de la burguesía no azucarera durante la República. De esa misma generación es Mercedes García, quien publicó el texto Misticismo y capitales.
Otros historiadores jóvenes destacados son Reinaldo Funes, Ricardo Quiza, Joel Cordoví, Yolanda Díaz, o Marial Iglesias, que analizó el imaginario durante los inicios de la República, o Pablo Riaño San Marful, con su libro sobre las lidias de gallos y toros en Cuba, publicado por la Fundación Fernando Ortiz...
Me contenta haber contribuido en alguna medida a poner un granito –tal vez una inquietud– en la formación de esos jóvenes, y me alienta saber que constituyen una cantera de profesionales capaces de relevar a los de mi generación.

A pesar de haber nacido en La Habana, ¿ha vivido en alguna otra ciudad dentro o fuera de Cuba?

Nací en un barrio de La Habana, en Marianao; viví buena parte de mi vida allí y el resto en Nuevo Vedado. Soy habanera y disfruto mucho el serlo. Fuera de La Habana viví, por un año, en 1968, en Santiago de Cuba.

¿Por cuestiones de trabajo?

Acompañaba a mi esposo, que estudió medicina y al cual conocí mientras estudiábamos en la Universidad; incluso nos casamos antes de graduarnos. A él lo enviaron a Santiago de Cuba, y a mí el director de la Escuela de Historia me permitió trabajar un año en la Universidad de Oriente, pues ya para ese momento yo era profesora.

De los sitios históricos de la Habana Vieja, ¿cuál es su lugar favorito?

La Habana es una ciudad excepcional y creo que me ha gustado cada vez más, a medida que ha pasado el tiempo. Recuerdo que, cuando mis hijas eran pequeñas, salíamos en el automóvil y yo siempre quería pasar por la Avenida del Puerto. «Éste es el lugar más lindo de La Habana», les decía, pues me encanta caminar por esa vía, viendo la ciudad hacia afuera y hacia adentro...
Otro de mis sitios favoritos es la plaza de la Catedral, porque es pequeña y cerradita, muy acogedora, sobre todo cuando no hay sol. También me gustan algunos pequeños rincones: casitas antiguas, parquecitos, patios interiores...
Cuando vivía en Marianao, nuestra casa tenía un patio central al que daban todas las habitaciones, y ese patio era mi lugar preferido, con las lositas y los canteros, donde mi mamá siempre tenía sembrada gardenias, picualas… A esa casa fui a vivir cuando tenía siete años y allí permanecí hasta que era una joven y ya iba a la Universidad.

A propósito del Centro Histórico habanero, ¿cuál es su opinión de lo que en él se hace para restaurar el patrimonio edificado?

Disfruto, día a día, todo lo que se hace para recuperar la Habana Vieja, y estoy muy al tanto pues una de mis hijas es arquitecta y trabaja en la Oficina del Historiador de la Ciudad.
Admiro profundamente la obra de Eusebio Leal, no sólo por su labor con respecto al patrimonio edificado, sino por tratar de preservar una identidad digna para los habitantes de la ciudad, porque se trata de un proyecto que nos valoriza socialmente.
Los espacios que se rescatan contribuyen a la educación de los niños y también al bienestar de los ancianos, y eso los hace sentir ciudadanos útiles y partícipes de ese proyecto.

¿Qué repercusión tuvieron en la conformación de la sociabilidad y los espacios públicos, las fiestas del Día de Reyes que se celebraban durante la época colonial en las calles y plazas de la villa de San Cristóbal de La Habana?

En el imaginario sobre los negros libres y esclavos, la Fiesta del Día de Reyes ha sido la celebración que más ha trascendido, porque ese día los cabildos de nación eran autorizados a salir a la calle y bailar, además de recibir limosnas de los criollos ricos y hasta del Capitán General, en cuyo palacio estaban autorizados a efectuar sus toques de tambor y también a danzar.
Pero en la conformación de la sociabilidad de los negros y de los mestizos, probablemente tuvieron mayor repercusión las fiestas de cada uno de los cabildos, las llamadas escuelas de baile, e incluso las cofradías vinculadas a iglesias y parroquias.
Tras la abolición de la esclavitud hubo sociedades que tuvieron una apreciable trascendencia para la sociabilidad de los negros y mulatos cubanos. Algunas eran populares como La Unión Fraternal o El Centro de Cocheros, y otras, elitistas, como el Club Atenas en La Habana, o el Aponte, en Santiago de Cuba.

En sus investigaciones sobre grupos populares, espacios públicos y familia, ¿qué métodos le permitieron encontrar «las voces de los esclavos» en las fuentes documentales?

Creo que la esencia está en la otra mirada; o sea, en ver los documentos de otra forma, con una visión que puede ser la de la época en que éstos fueron realizados y buscar en ellos la evidencia de la gente.
Esta manera de visionar me surge cuando trabajaba en el libro Élites y grupos de presión. Cuba 1878-1895 (Ciencias Sociales, 1998), al percatarme cómo esas élites manipulaban –no en el sentido peyorativo, sino en una relación causa-efecto– a las capas populares. Entonces me decidí a estudiar estas últimas.
Yo vivo mucho lo que hago. Cuando estoy trabajando, me enajeno, me aparto de la vida real y como que me traslado a la época y contextos del pasado que abordo. Entonces, tal vez lo que ocurre es que, en los documentos que otras personas sólo encuentran los aspectos más formales, yo hallo otras lecturas, y esas lecturas me llevan a otras, y así sucesivamente, por lo que a veces me encuentro haciendo un tejido como Penélope.
Desde luego que me atengo a los métodos de trabajo de la historia social, pero me arriesgo al enfoque antropológico, ya que es una gran necesidad para mí entrar en la psicología de las personas y en la organización de su mundo.
Claro que esto te va llevando no sólo al espacio público, sino también al privado, que es el espacio en el que la persona se manifiesta tal como es y no como quiere que la vean.
De ahí quizás mi preferencia por la historia social, la cual –considero– tiene todavía mucho por hacer, sin que ello quiera decir que no se puedan tener visiones desde la historia política. Pero, sin dudas, la historia política pasa obligatoriamente por la historia social.

Con La otra familia (parientes, redes y descendencia de los esclavos en Cuba) usted obtuvo el Premio Casa de las Américas 2003 en la categoría de ensayo histórico. ¿Cuál fue la génesis de esa obra y qué representó haber obtenido con ella tan codiciado lauro?

 Yo había comenzado a trabajar un proyecto de historia de familia, que es parte de un seminario iberoamericano que tiene su sede en el Centro Cultural Juan Marinello. Había concluido un libro que todavía no se ha publicado, pero que debe salir pronto, y que está dedicado a la sociabilidad de los negros, mulatos e inmigrantes españoles.
En ese texto trabajé la sociabilidad formal de las asociaciones, pero también analicé formas de sociabilidad informal, como la familia. Y gracias a esta investigación, tenía la certeza de que entre los negros y mulatos existía una incidencia familiar muy fuerte, basada en tradiciones, costumbres, hábitos... y que eso los había marcado por mucho tiempo, aunque tal vez en años anteriores se haya perdido algo, que últimamente se está rescatando.
Cuando se comenzó a definir qué trabajaba cada cual dentro de aquel proyecto, yo decidí dedicarme a los negros esclavos, no porque quisiera limitarme a la familia esclava, sino porque me permitía hurgar en las raíces del problema.
Fue un trabajo difícil, porque tienes información cuantitativa a través de los censos y los padrones, pero esa información se refiere al matrimonio y no a la familia como tal. O sea, tenía que llegar a un concepto de familia, pero... ¿de qué familia se trataba?
De ahí que el libro se titule La otra familia…, en contraposición al hecho de que en Cuba se usan mucho los modelos de familia de la escuela de Cambridge.
Esa investigación me llevó mucho tiempo, pues tenía que buscar expedientes en escribanías y protocolos. Hasta que al cabo de los dos años de estar acumulando información, me dije: «Tengo que parar, porque yo no puedo seguir en esto infinitamente».
Ya tenía suficientes elementos como para hacer un ensayo, y es precisamente cuando comienzo a escribirlo que me llega un correo de Casa de las Américas convocando al Premio, y entonces pensé: «Bueno, si me tengo que poner una meta, debía ser ésta: terminar el ensayo para presentarlo al concurso».
Aunque yo nunca había participado, me habían comentado que –por lo general– los jurados no sólo otorgan el premio, sino que hacen comentarios de los trabajos presentados, lo que de alguna manera yo necesitaba, pues mi ensayo rebasa los presupuestos históricos y maneja elementos antropológicos y sociológicos.
Prácticamente se estaba cerrando la convocatoria, cuando hice la revisión total y me di a la tarea de concebir un prólogo que, en siete u ocho cuartillas, incentivara a los lectores.
Yo realmente no esperaba que me premiaran, sino que lograra atrapar al jurado para que me diera su opinión.

En La otra familia (parientes, redes y descendencia de los esclavos en Cuba) usted analiza el sentido de otredad al mostrar la complejidad del entramado social y personal en que se establecieron las relaciones familiares de los negros en Cuba. ¿Qué conceptos y prejuicios historiográficos tuvo que afrontar?

Aunque en el libro me refiero a los «mitos historiográficos» sobre el tema y a los conceptos sobre consensualidad, brutalidad, torpeza... y muchos otros que, reiteradamente, se manejan con respecto al negro, mi propósito no fue afrontarlos, sino enriquecerlos y demostrar que la vida social no es dicotómica, sino que resulta mucho más compleja. Para esto me valí de las voces de los esclavos y de la reproducción de sus conductas y su modo de vida.

¿Cuál o cuáles fueron, entonces, las tesis fundamentales que rigieron esta investigación?

Lo primero de todo era demostrar que en Cuba sí había una familia esclava con una tipología distinta; o sea, el análisis no tuvo como premisa ningún modelo, los cuales responden a otros contextos específicos.
No me circunscribí a una visión tradicional y traté de analizar qué era lo que pasaba en aquel momento en la Isla. Recopilé muchas anécdotas e informaciones, pero tenía que estar deconstruyéndolas, porque se ha hecho mucha historia de la familia en el Caribe y, sin embargo, se sigue repitiendo la idea que entre los negros las relaciones consensuales son más corrientes, porque la heredan de África y de la esclavitud.
Además se intenta relacionar la consensualidad con el hecho de que, para estar constituida, la familia tenía que estar legalizada por un sacramento y un convenio matrimonial.
Mi hipótesis es que, dentro de las familias negras y mestizas, existía una serie de normas éticas, costumbres y tradiciones que sólo podían haberse sustentado en vínculos muy fuertes, cuyas raíces había que buscar.
Tras cotejar censos y padrones, aparecieron indicadores tales como que en 1827 la tercera parte de los matrimonios eran de esclavos; o sea, que los mismos estaban bastante establecidos en Cuba.
A partir de esa evidencia, tenía que buscar en dos dimensiones: en la de los individuos, en el sentido de lo que ellos buscaban como estabilidad, y en las relaciones que establecían en el seno de la sociedad, de modo que pudiera desentrañar la influencia de los vínculos del poder sobre el funcionamiento de esas familias.
Para ello recurrí a la legislación y me percaté cómo se iba de la familia real a una familia sustentada por un modelo de convivencia, que se establecía sobre todo en la plantación. Otra cuestión que me llamó la atención era que la legislación se dirigía fundamentalmente a la pareja; establecía cómo o dónde podía vivir, y estipulaba que el matrimonio debía ser entre esclavos, aunque también podía ser entre un libre y un esclavo, pero nunca entre un blanco y una negra, aunque a ella se le hubiera concedido la libertad.
Es notorio que la relación de pareja procuraba la estabilidad, porque el esclavo no tendía a sublevarse. En la legislación no se tenía en cuenta a los hijos, pues eran un bien material de los dueños. Mientras menos dinero poseía el dueño de los esclavos, peor era la situación del hijo del esclavo porque lo alquilaban para determinados oficios y lo querían vender pronto para hacerlo dinero.
En las plantaciones, cuando la trata negrera fue disminuyendo, la reproducción entre los negros se hizo más importante y se establece ese otro modelo de familia, pues se mantiene al criollito en la casa para cuidarlo porque representaba en un futuro la fuerza de trabajo.

¿A partir de qué momento es constatable en Cuba una familia de sustrato negro?

Desde el siglo XVI puede constatarse la existencia de familias negras en Cuba. Esto puede apreciarse en las actas del cabildo, y también en los protocolos notariales.

¿Qué repercusión usted considera han tenido los estudios de los «otros» (familia, mujer, relaciones de género, vida cotidiana, esclavitud, migraciones, marginalidad...) para las ciencias sociales en Cuba?

En muchos casos diría del «nosotros» y no de los «otros». Hay algunos campos, como el de la esclavitud, o las migraciones, con aristas muy trabajadas.
Los estudios más recientes inciden en el sujeto, en su vida familiar y social, y en su presencia individual y colectiva.
Todo nuevo conocimiento, si es asimilado adecuadamente, repercute en la ciencia y la enriquece. Hacemos un esfuerzo porque las ciencias sociales en Cuba estén a la altura del desarrollo científico y metodológico alcanzado por éstas a nivel mundial.
Toda ciencia requiere de acumulación de conocimientos y del aprovechamiento de las nuevas metodologías; la historia no es una excepción.

De sus libros publicados, ¿cuál considera el más importante?

Esa pregunta es muy difícil de contestar; es como decir que un hijo se quiere más que otro, lo cual es imposible. Por otra parte, la importancia de una obra la marcan los lectores con sus preferencias, y no los autores.
La otra familia... es un libro escrito con mucho amor, que se complementa con ese otro, escrito antes, pero que aún no ha sido publicado: Capas populares en Cuba, 1880-1930 (Inmigrantes, negros y mestizos en la sociedad cubana).
También hay mucho trabajo de investigación en Élites y grupos de poder en Cuba, que algunos prefieren, pues mezcla la sociedad y la política. Está muy dirigido a los profesionales de la historia, al igual que Burguesía esclavista y abolición y Mercado de esclavos en Cuba.
Aunque Una sociedad en crisis: La Habana a finales del siglo XIX, requirió un esfuerzo de investigación profundo, está escrito para un público más amplio.
En fin, no puedo seleccionar; es más objetivo que otros lo hagan.

Como profesora y fundadora de la Escuela de Historia, ¿cuál es su valoración sobre los actuales planes de estudios de esa carrera? ¿Cree necesaria una restructuración? ¿Qué asignaturas, contenidos o criterios metodológicos incluiría?

La Escuela de Historia se fundó hace 42 años como parte de la Reforma Universitaria; fue un desprendimiento –como también lo fueron Artes y Letras, Filosofía, Geografía y Psicología– de la antigua Facultad de Filosofía y Letras, y ha transitado desde entonces por diversos planes de estudios, tanto para cursos regulares, como para trabajadores.
Considero que la historia, como las ciencias sociales en su conjunto, se ha enriquecido mucho –sobre todo metodológicamente– durante estos años. En la actualidad, un historiador –como cualquier otro científico– necesita conocer muchas disciplinas y trabajar con el instrumental teórico de éstas; requiere utilizar técnicas provenientes de la antropología, de la sociología, de la etnología...; en algunos casos, incluso, debe emplear modelos matemáticos, y en otros, hacer análisis políticos.
También ha variado el sistema académico, cuyos estudios universitarios disponen ahora de cursos de maestría y estudios de doctorado; en tanto los preuniversitarios son mucho más generales que antes.
Todo esto aconsejaría pensar en una carrera de Ciencias Sociales, con un sistema de maestrías y doctorados, para formar historiadores, sociólogos, antropólogos, politólogos...
Son cuestiones que, ciertamente, requieren de una larga meditación, pero en educación, parafraseando a Martí, «el hombre tiene que estar por encima de su tiempo para que flote sobre él, y no debajo de su tiempo, con lo que no podrá salir a flote».

En la historiografía cubana ¿qué nombres de mujeres destacaría, sobre todo, durante la República?

Me has hecho pensar pues, si tenemos en cuenta las obras publicadas, no queda otro remedio que aceptar que la historiografía cubana fue esencialmente masculina hasta el triunfo de la Revolución.
Incluso Hortensia Pichardo, Estrella Rey y Aleida Plasencia, que pertenecen a generaciones formadas antes de 1959, publicaron sus obras después de esta fecha.
No obstante, hubo un desempeño muy destacado en la docencia de profesoras como Dolores Breuil y Olga López, que aunque no dejaron obra escrita, influyeron extraordinariamente –junto a las ya mencionadas– en la formación de los historiadores e historiadoras cubanos.

Por último, ¿qué significado tiene para usted haber obtenido el Premio Nacional de Ciencias Sociales 2003?

Para mí tiene un significado muy especial. Concursaban muchas personas que yo conocía. Por eso nunca pensé que fuera yo la seleccionada. Me sorprendió mucho, y me dije: «Bueno, estoy en una racha de premios, ¿qué me va a pasar, que todo viene a la vez...?»
Desde luego que uno obtiene los premios como individuo, pero –al fin y al cabo– lo asumo como un premio a los científicos sociales de mi generación; o sea, no como un lauro solamente personal, sino como el reconocimiento a un esfuerzo generacional por tener un nivel académico y profesional.
En realidad, muchas personas que me felicitaban lo sentían así; e igualmente sucedió con el Premio de Casa de las Américas.
Me dio mucha satisfacción constatar los estudiantes que recordaban mis comienzos, porque yo empecé a dar clases siendo muy joven y, por lo tanto, tuve alumnos que eran mayores que yo, y otros a los cuales les llevaba apenas tres o cuatro años.
Creo que sí, que los premios lo marcan a uno, establecen compromisos, porque te preguntas: «¿Qué me queda por hacer?, ¿qué esperan de mí profesionalmente?, ¿cuáles son las expectativas que aún debo cumplimentar?...»
Y si llega el momento en que no puedes responder a esas expectativas, significa que concluyó tu etapa creadora y es hora de finalizar tu trabajo. En fin, trato de expresarte lo que, desde el punto de vista afectivo, yo realmente sentí.