Más allá de su consagración a la crítica sagaz de las artes y la literatura, su vocación de magisterio o sus aportes ensayísticos, esta intelectual cubana suscita hoy también respeto y admiración por su probado civismo en defensa del patrimonio habanero de todos los tiempos.
Mis estudios de historia del arte me enseñaron a descifrar claves de la arquitectura y del urbanismo. En el ambiente citadino, vida y cultura se entrecruzan, los distintos tiempos se yuxtaponen.

 Además de ser ensayista y profesora universitaria, su nombre aparece vinculado con la defensa de los valores arquitectónicos de nuestra ciudad. ¿Cuál considera el mayor reto enfrentado en esa labor? ¿Cree que ha habido avances?

Hace apenas 20 años, en unas breves vacaciones en Varadero, descubrí que la fruta bomba era un árbol. Hasta entonces, mi implacable racionalidad me había inducido a pensar que todo fruto grande debe crecer en planta rastrera. Durante mi estancia en el Escambray, observé sobre todo el paisaje humano. El mar me apasiona, pero el verde es un elemento complementario del panorama. La ciudad es mi ámbito. He vivido siempre en ella: París, Turín, La Habana... son mis referencias permanentes. México era todavía la región más transparente del aire cuando recorrí Reforma y la zona colonial. En urbes cubanas y europeas he andado por calles y plazas; observado el juego de los niños en los parques; soñado junto a las márgenes de los ríos despaciosos; examinado catedrales, palacios y también las urbanizaciones periféricas donde transcurre la cotidianeidad. Disfruto caminar sin rumbo fijo, flâner dirían los franceses. Mis estudios de historia del arte me enseñaron a descifrar claves de la arquitectura y del urbanismo. En el ambiente citadino, vida y cultura se entrecruzan, los distintos tiempos se yuxtaponen.
Me encanta La Habana que, acogedora y múltiple, alejada de la desmesura, había escapado al delirio desarrollista para conservar su dimensión humana. Las dificultades financieras han precipitado su deterioro, unido a que, lamentablemente, sus habitantes no reconocen sus valores. Por eso, al desgaste del tiempo se añade la depredación impuesta por los hombres; más intervenciones precipitadas, según falsas propuestas de modernidad, amenazan con destruir la visualidad de sus avenidas y la armonía del paisaje citadino. Hay que restaurar una cultura urbana y rescatar los oficios de la construcción. Porque la ciudad es la obra más compleja realizada por la mano del hombre. Es la casa grande que todos compartimos. Hay que valorar sus zonas emblemáticas. Pienso en el Vedado, en el Cerro, en la Calzada de Reina, Miramar y tantos otros sitios.
El deterioro del universo construido socava la calidad de vida y corroe valores identitarios. Destruye la memoria afectiva y el patrimonio heredado. Urbe, urbanismo, urbanidad —palabra olvidada— proceden de la misma raíz, al igual que ciudad y conciencia ciudadana. Esas razones me lanzaron al debate acerca de la defensa de mi ciudad desde que introduje el tema en el Congreso de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, celebrado en 1998. Había que extender al resto de la ciudad la conciencia ganada a través del rescate de la Habana Vieja. A poco del triunfo de la Revolución, me llegó un rumor callejero. Al parecer, nunca supe si fue cierto; algunos aspiraban a sustituir por números, los nombres tradicionales de nuestras calles. Me pareció un crimen, porque el imaginario contribuye a configurar la realidad. No podía concebir que se perdieran Amargura, Mercaderes, Oficios, Inquisidor, Aguacate, Tejadillo, Cuarteles, Sol y Luz, como tampoco debía desaparecer el territorio de las Virtudes, con la calle del mismo nombre, a la que se añadían Perseverancia y Amistad. Llamé entonces a Pablo Armando Fernández para solicitar un espacio en el periódico Revolución. Escribí un artículo sobre el tema. Todo quedó ahí. Quizás había sido una falsa alarma. Hoy día no se trata de salvar nombres, sino de rescatar un enorme universo tangible, amenazado por el desgaste del tiempo, por la falta de mantenimiento y por las intervenciones irresponsables. Esta emergencia se produce en momentos de grandes limitaciones financieras. En tan compleja situación, hay que tomar el toro por los cuernos; revisar y aplicar reglamentos; establecer áreas protegidas; determinar las construcciones requeridas de un salvamento inmediato; unir voluntades y crear conciencia popular, racional y afectiva en cuanto a los valores de esta ciudad. Algo se ha avanzado en el orden conceptual, mediante talleres, encuentros nacionales e internacionales de arquitectura. Se han elaborado propuestas para el Vedado y se han publicado estudios en distintas revistas culturales. Pero falta mucho por andar.

En muchas ocasiones, se ha referido a la significativa labor que realizara la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, creada en 1938 por Emilio Roig de Leuchsenring. ¿Cómo explica la posterior evolución y continuidad del trabajo —hasta nuestros días— de esta institución?

Emilito —así le decían todos— entregó al modesto y fundamental trabajo de la Oficina del Historiador de la Ciudad el saber acumulado durante años, junto a su prestigio como personalidad de la cultura. Vinculado al Minorismo y a la revista Social, desarrolló una capacidad de convocatoria que articulaba el mundo de las ciencias sociales, el de las artes y —sobre todo— el de las letras.
En tiempos difíciles, fue un armador de la resistencia en defensa de la soberanía conculcada por el imperio. Carente de un real apoyo oficial, fomentó en la Oficina un riguroso centro de investigación bibliográfica y documental. En los años 60 conocí en la Biblioteca Nacional a Juana Zurbarán, formada en esa exigente escuela. Emilito animaba también una sistemática labor de divulgación mediante la publicación de sus Cuadernos.
Frecuenté en la tranquilidad nocturna de la Plaza de la Catedral, las conferencias patrocinadas por la institución. Pero Emilito distaba mucho de limitar su actividad a la búsqueda erudita en archivos olvidados. Era un luchador apasionado: intervenía en la vida pública cuando lo consideraba necesario. Nunca olvidaré su arenga inflamada en la radio en repudio del ultraje cometido por los marines en la estatua de Martí; la ira le atragantaba las palabras en la garganta.
Restaurar la memoria en un contexto adverso, conservar la virtud en época de latrocinio, integraban una estrategia concebida para tender puentes entre un pasado heroico y un porvenir posible.
En su segunda etapa, fiel a esa tradición, la Oficina del Historiador ha podido diseñar proyectos de mayor alcance. Sin abandonar la acción cultural, la investigación histórica y una extensa línea de publicaciones, sin aferrarse a sectarismos estrechos, ha encontrado fórmulas eficaces para el rescate del patrimonio tangible. Lo ha hecho en términos de herencia viva, atenta a la dimensión social y a la participación ciudadana. Ofrece una respuesta eficiente a las demandas de la Revolución. Eusebio Leal nunca ha dejado de reconocer su fidelidad a la obra del maestro. No ha permitido que su nombre y su obra se sumergieran en el olvido.

En la década de los años 60, usted tuvo el privilegio de llevar la primera exposición de pintores cubanos a los entonces países socialistas de Europa. ¿Pudiera hacerme una valoración de las artes plásticas cubanas de aquellos años?

En los 60 cristalizó la utopía vanguardista de vincular arte y vida. Las artes visuales se volcaron sobre el ámbito de la ciudad y una nueva visualidad invadió las calles. Las espectaculares exposiciones del Pabellón Cuba, las losas vanguardistas en las aceras de La Rampa, las vallas políticas y los carteles del ICAIC y de otras instituciones culturales, la maestría de los fotógrafos, la renovación del dibujo humorístico y la ingenua creatividad de los murales populares caracterizaron el entorno de una época.
En el campo de la pintura, coexistían varias generaciones. Importantes retrospectivas mostraron el recorrido de los fundadores de la vanguardia histórica. Portocarrero, Mariano, Martínez Pedro... modificaron su modo de hacer. Los Once se movieron en direcciones diferentes. Llegada a la madurez de su obra abstracta, Raúl Martínez encontró en el pop art un estímulo para el viraje definitivo. Sin rupturas violentas, la obra de Servando Cabrera Moreno evolucionaba orgánicamente hacia sus milicianos y hacia el erotismo de su etapa final. Ángel Acosta León emprendía una breve, original y fulgurante carrera. Antonia Eiriz fracturaba máscaras con un sarcasmo implacable y, paradójicamente, compasivo. Con materiales arrancados a los restos de una cultura de la pobreza, Mendive reivindicaba una religiosidad popular de origen africano.
En los 60, la creatividad se desplegó en múltiples direcciones. Yo estaba involucrada en la elaboración de cursos para la licenciatura en literatura francesa; trabajaba en la Biblioteca Nacional; intervenía en los consejos de redacción de varias revistas y publicaba reseñas sobre artes plásticas.

Sin embargo, parece que siempre ha rehuido los límites estrechos de la especialización...

En circunstancias diferentes, Fernando Ortiz y José Lezama Lima me recomendaron concentrarme en un área delimitada de estudios. De haber seguido ese consejo, tendría una obra más extensa. La curiosidad insaciable me ha impedido hacerlo. Asumí de buen grado las tareas sucesivas impuestas por las circunstancias. Me gusta establecer relaciones entre las distintas áreas del saber. Sin desdeñar la indispensable investigación erudita, la especialización excesiva me aterra.

En sus inconclusas Memorias, usted ha escrito: «La isla para mí siempre ha sido un puerto». Al definir a Cuba como tal, ¿sintió acaso que había llegado de Europa al país de su destino final?

Salir a la intemperie desde la cálida protección del vientre materno es una dolorosa experiencia compartida por todos. Irrumpen entonces los ruidos, las voces, las luces, la temperatura variable, el contacto con cuerpos extraños… Es un primer y definitivo viaje. En mi tránsito de Europa hacia Cuba, volví a romper el cordón umbilical que me ataba a un mundo de afectos, de costumbres, a las lenguas aprendidas en el frecuente paso de Francia a Italia… El canal del puerto de La Habana me acogió en un abrazo estrecho, como una pausa en medio de una aventura inconclusa.
El prolongado desgarramiento se había iniciado al cruzar caminando la frontera francesa, entre Bardonecchia (Italia) y Modane (Francia). Guerra, una palabra nueva, empezaba a cobrar sentido. Para los jóvenes británicos que llenaban el tren para responder al llamado a filas, las vacaciones habían terminado. Al anochecer, París asomaba como una informe mancha oscura, silenciosa ante la amenaza de un bombardeo probable. Con el llamado de las sirenas, corríamos hacia los refugios. Yo andaba con mi máscara antigás en bandolera, mientras recorríamos oficinas para tramitar el gran viaje. Luego vendrían las sacudidas de otro tren lleno de emigrantes despavoridos. De súbito, me deslumbraba la gran revelación: el mar infinito, apacible, hasta desembocar en el encierro forzoso de Ellis Island, las horas interminables en la gran sala de espera. Cuando las olas cedieron, el arco reverberante del Malecón anunciaba la llegada a un nuevo mundo.

 En sus primeros encontronazos con La Habana —ha escrito— se sintió agredida por ese «rumor que se convirtió en bulla», la misma que la recibió junto «al abrazo apretado de la ciudad…»

Desde el desconcierto y la intemperie, yo tenía que reconstruir, pacientemente, mi piel desgarrada. A partir del desembarco, la bulla me rodeaba, con el vocerío de los vendedores ambulantes y el ruido de la radio que atravesaba las paredes y las conversaciones de los vecinos, de balcón a balcón. Era un mar de voces sin palabras reconocibles. Poco a poco, el castellano me iba entrando por los poros, aunque en la intimidad de la casa siguiéramos hablando francés. De regreso al país natal, mi padre recibía a infinidad de visitantes.
A través de largos meses de silencio, me fui apropiando del léxico, de la sintaxis, de la compleja conjugación de los verbos.... En los parques de la Avenida del Puerto, a los que todavía nombraban relleno, empecé a memorizar rondas infantiles: «Mambrú se va a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena»; «Arroz con leche se quiere casar...» De repente, me decidí a hablar castellano con fluidez. De la bulla emergían palabras reconocibles. Algo diferente me impregnaba y empezaba a adquirir sentido.
El proceso fue lento y trabajoso. Ásperos y sensuales, los olores se sumaban al despliegue de las frutas tropicales: el mamey rojo con su semilla negrísima, el amarillo intenso de los mangos, la desafiante arquitectura de las piñas, el infinito violeta del caimito... componían una sinfonía de gustos refinados.
Empecé a asistir a la escuela, donde en ingenuos ejercicios de redacción, evocaba las efemérides de la historia de Cuba. Arrumbado en un rincón quedaba Corazón, de Edmundo de Amicis, donde con tanta insistencia releí «De los Apeninos a los Andes», el relato del peregrinar de un niño en busca de su madre, instalada en algún rincón de la Argentina.
Una mañana, al regreso de mis obligaciones de mandadera, caí inesperadamente al suelo. Los lentes se fracturaron sobre mi frente. La sangre manaba y una cortina roja me cubría los ojos. «La herida es muy espectacular», dijo el médico. «No tendrá mayores consecuencias, salvo la marca de una cicatriz», añadió. Recordé entonces mis lecturas de un libro donde Santovenia recogía anécdotas de los héroes de la guerra de independencia. «No importa», respondí. «Tendré una estrella en la frente, como Calixto García». Una piel nueva recubría mi cuerpo.
Con el cambio de piel, había puesto los pies en la tierra. El refugio se convirtió en destino. Renuncié a optar por la ciudadanía a que tenía derecho por nacimiento, la francesa. Europa siguió siendo para mí sólo un lugar en el recuerdo y en la cultura.

Al evocar a sus antecesores paternos (los Pogolotti), usted los describe como «emigrantes económicos» que salieron de su aldea para «edificar un porvenir y un espacio propios...»

Audaz y aventurero, mi abuelo precedió a sus hermanos en el viaje a América, tierra de promisión. Después fueron llegando los restantes. Eran ocho en total. Algunos se instalaron en Estados Unidos, pero la hembra permaneció en Turín, como un ancla a la que siempre regresaban. Los que se establecieron en California y Oregón —Ignacio, Augusto y Miguel— conservaron los antiguos oficios de panaderos y granjeros. Nunca tuvimos contacto, hasta hace unos años, cuando la casualidad puso en mi camino a mi prima Jessica, descendiente de italianos y judíos, norteamericana por los cuatro costados, sensible a los temas sociales y a los grandes conflictos latinoamericanos. Ha sido un reencuentro prodigioso.

Hábleme de su abuelo, a quien los habaneros identifican por haber sido el fundador del capitalino barrio de Pogolotti, en Marianao…

De Dino, mi abuelo, sólo conozco su imagen legendaria, que todavía andaba por las calles en los días de mi infancia. Era el aventurero exitoso, colonizador de Marianao. Fundó repartos y tejares. Construyó el primer barrio obrero de América Latina, nombrado Redención en su origen, denominado siempre por el pueblo Pogolotti. Edificó cines, un acueducto, la tienda de víveres —actualmente una panadería— Cuba-Italia... Instaló en su territorio la caseta para el experimento de Finlay sobre el mosquito transmisor de la fiebre amarilla. Con el ingeniero Mario Calvino, investigador de la estación agronómica de Santiago de las Vegas y padre del eminente escritor italiano del mismo apellido, hizo excursiones para implantar la uva en nuestro país y para dar empleo utilitario al cangrejo de la tierra. Había estudiado la carrera sacerdotal, tocaba piano y dominaba las lenguas clásicas. Me contaba el poeta Tallet, su secretario durante un tiempo, que en ocasiones, agobiado por papeles y negocios, agarraba textos de Horacio y Ovidio para traducirlos a simple vista. Mujeriego empedernido, al terminar sus estudios no hizo los votos definitivos y quedó sin oficio. Atesoró una fortuna considerable, volatilizada por la crisis económica y por su proyecto delirante de hacer la fábrica de muebles más grande de América Latina. Instalados en su inmensa casa del reparto Larrazábal —ya desaparecida— sus hermanos censuraron sus actitudes de cazador de mujeres y trataron de compensar el abandono de mi abuela anglonorteamericana, Grace George. En el ambiente familiar se hablaba poco de él.

¿Y de sus tíos-abuelos…?

Los hermanos de Dino siguieron sus pasos en el mundo de los negocios. Frustrado en sus ambiciones, Luis murió joven. Basilio fundó familia en Cuba y regresó a la aldea natal después de la guerra. Graduado de ingeniería en Tulane, Frank intentó desarrollar una horticultura moderna, con vistas a la exportación, en una finca pinareña llamada Sepultura. Hizo un bohío moderno con piano de cola para satisfacer los gustos de su mujer. Arruinado por la gran crisis del 29, se vinculó al emporio norteamericano International Harvester y terminó radicando en México, entre su apartamento de la calle Lerma y su casa de Ixtapan de la Sal.
José se mantuvo solitario en la inmensa casa construida por mi abuelo. Al cabo de más de medio siglo en La Habana, sus coetáneos sobrevivientes en la aldea natal le resultaban verdaderos desconocidos. Rescataba con dificultad los restos deshilachados de su lengua materna. Preservaba su fidelidad al origen campesino, con la atención al huerto en el descanso dominical. De fornida estampa y elegante vestir, los ojos azules iluminaban su rostro marcado por un bigote con guías a lo káiser. Desde la Víctor Mendoza Co., empresa dedicada a la importación de maquinarias en la que se mantuvo hasta el final de sus días, conoció el crecimiento impetuoso de la industria azucarera en el amanecer de la República.
Cunagua, Delicias, Jaronú... eran nombres que volvían con frecuencia en sus conversaciones, junto a anécdotas de hacendados y colonos, de la vida cotidiana de los centrales y de la Cuba rural de la época.
En el gran comedor de los domingos, junto al comedor pequeño del desayuno, reunía los restos de una familia progresivamente empequeñecida. El ritual siempre era el mismo: el vermú en el portal rodeado de verde, la reunión alrededor de la mesa según un ordenamiento estricto, y el café servido en la sala rodeada de ventanales, donde los hombres encendían los deleitosos habanos. Poco afecto a saraos y celebraciones, José separaba cuidadosamente la vida privada de los indispensables almuerzos de negocios. Mientras vivió su esposa, frecuentó el Country Club para el té de las cinco. Luego, antes de la cena en el restaurante Miami, asistían a la función de cine en el América. Arraigado en Cuba, donde reposan sus restos, nunca renunció a su pasaporte italiano.

Durante la primera etapa de su vida en Cuba, su familia residió en un «apartamentico de la calle Peña Pobre», esa estrecha y corta vía ubicada en el mismo corazón de la Habana Vieja...

Peña Pobre fue el lugar donde se produjo mi cambio de piel. Sus tres cuadras enlazan la Avenida del Puerto, sitio privilegiado para el aprendizaje de los juegos, los paseos nocturnos con mi padre, el café de las tertulias, y la Avenida de las Misiones, donde los patines corrían con más suavidad y se producían, frente a la terraza norte del Palacio Presidencial, acontecimientos significativos de la vida pública. El barrio me acercó a una perspectiva sociológica del país. La pequeña casa de cuatro apartamentos ofrecía un muestrario inicial. Hijos de emigrantes españoles, los vecinos colindantes eran dependientes de tiendas, la droguería Sarrá y la sastrería J. Vallés. Ajustaban su vida a los modestos recursos disponibles. Ama de casa, la hermana se consagraba a la atención de los varones. Desde el balcón-observatorio, dominaba los movimientos de la calle y contemplaba a los enamorados que seguían «pelando la pava» junto a las ventanas enrejadas.
Cada domingo, todos escuchaban las arengas inflamadas de Eduardo Chibás y terminaron por enrolarse en la ortodoxia. En los bajos, una prostituta por cuenta propia alternaba las madrugadas de escándalo ante clientes incumplidores con el estruendo de la radio y, algo más tarde, de la televisión. Otro griterío se desataba por los resultados, favorables o desfavorables de la bolita. Con la dictadura de Batista, se vinculó a los esbirros y promovió acusaciones contra nosotros y contra nuestros vecinos ortodoxos. Profesora de ruso, mi madre fue tildada de agente de Moscú. Por los alrededores se congregaban trabajadores manuales, empleados públicos, profesionales frustrados... Pero la otra vecina de los bajos me enseñó los turbios manejos que sustentaban las llamadas maquinarias políticas. Allí se efectuaba la compra-venta de cédulas electorales a cambio de favores y de unos pocos centavos. Para garantizar la inversión, se implementó «la cadena de las palomas mensajeras». El votante recibía una boleta marcada de antemano. Para recibir el pago, tenía que entregar una limpia.

¿Qué significó para usted mudarse para varios lugares de un barrio capitalino —tan diferente de aquel de Peña Pobre— como es el Vedado?

Cuando nos mudamos al Vedado, una etapa de mi vida había concluido. Pasada la época de las residencias fastuosas de las vacas gordas, esa zona empezó a operar como centro de gravitación de la vida cultural. En el Lyceum se multiplicaban exposiciones y conferencias; en su biblioteca pública circulante, nuestra generación encontró una diversidad de libros de publicación reciente. En el Auditorium se presentaba la Filarmónica, los domingos, a la once menos cuarto de la mañana. Pro-Arte traía reconocidísimos intérpretes extranjeros y siempre había modo de conseguir, con alguna asociada indiferente, las entradas para la ocasión. En la Escuela Valdés Rodríguez, la renovación teatral se había iniciado con el grupo ADAD, punto de partida para las salitas que se multiplicaron luego. Por lo demás, la Universidad se encontraba en sus bordes.
Dos grandes terrazas alegraban el apartamentico de la calle J, en el que, por estar encaramado sobre una azotea, la luz y la brisa del mar entraban a raudales. Supe muchos años más tarde que, instalado en la calle Calzada, Miguel Barnet me observaba en mis andanzas por los alrededores junto a mi padre. En la atmósfera ligera de la terraza principal, las tertulias proseguían. Venían viejos y nuevos amigos, los de mi padre y los míos. En sus breves visitas a la ciudad, Carlos Enríquez subía penosamente las altas escaleras; su antigua compañera Eva Fréjaville, protagonista de tantos escándalos, aparecía a otra hora con su marido, el psiquiatra Enrique Collado, casado luego con Giannina Bertarelli, la novedad del momento. La italiana, que había llegado a la Isla en busca de un puerto, de un remanso, procedía de un medio de escritores y periodistas. Con gustos literarios refinados, tenía un agudo sentido del humor, cualidad que compartía con Collado. Los tres acabaríamos por armar una familia adoptiva. Mis compañeros de estudio en la Universidad y en la escuela de periodismo también eran visita frecuente. Mi existencia había dejado de pertenecer al barrio. Se proyectaba hacia horizontes más anchos, como ese mar abierto a la violencia de las olas.
 ¿Cómo ha sobrellevado su condición de ser heredera de un cubano escritor y pintor —«autoritario, exuberante, conversador…», según sus propias palabras— y de una «madre, crecida en la inmensa y continental estepa rusa»?

Sólo la madurez de los años me ha permitido reconocer los valores de una herencia privilegiada. En la infancia, mientras se operaba mi cambio de piel, reprochaba a mis padres que me hubieran arrancado, contra mi voluntad, de un verde paraíso. Luego, en mi adolescencia afiebrada, luché con denuedo por constituir una identidad autónoma. Me molestaba el apellido, fácilmente reconocible en cualquier parte; el anonimato me parecía una conquista liberadora. Ahora empiezo a tratar de entender. Pero me resulta difícil descifrar el monto de mis deudas. Somos una amalgama, pasada por la batidora, de herencias asimiladas y de experiencias vividas…
Mi padre asumió el papel de Pigmalión. Cuando intentaba ejercer un magisterio formal, su autoritarismo lo conducía al fracaso; provocaba la resistencia pasiva. En nuestros paseos nocturnos, en cambio, la conversación fluía con toda libertad. Con su sistema de preguntas, despertaba mi espíritu crítico. Me enseñaba a pensar. Desde muy temprano, tuve que desempeñar a su lado funciones de lazarillo. Visitábamos librerías y exposiciones; asistíamos a conferencias. Por propia iniciativa, intentaba sustituir con la palabra su carencia de visión. Me divertía convertir a las personas en personajes, describir su comportamiento. Lo hacía también con las obras de arte. Desarrollé así mi capacidad de observación y empecé a contemplar el mundo como un espectáculo. A la hora del desayuno, se revisaba la prensa y mis padres comentaban las noticias. En un mapa de Europa colocado junto a mi cama, debía marcar con alfileres el sitio de las batallas durante la guerra mundial. Con semejante entrenamiento, creció en mí una curiosidad ilimitada, de la que no he podido curarme.
Mi madre intervenía sutilmente, a través de los intersticios dejados por la omnipresencia paterna. Puso en mis manos la gran tradición literaria rusa, desde Pushkin a Chejov. Pero su influencia operaba sobre todo en el plano de los sentimientos; se empeñaba siempre en desentrañar el fondo bueno de cada cual; limaba asperezas en las confrontaciones más agudas. Al despertar una mañana, advertí una conversación animada entre mis padres y presté atención. Descubrí que una discusión con Luis Felipe Rodríguez había desembocado en que mi padre agarrara a su contrincante por la camisa y, con un sentido espacial admirable, le largara un puñetazo. Ella le reprochaba la acción. «Es un hombre viejo», decía. A lo cual, colocado a la defensiva, él replicaba: «Me ofendió». Como muchos personajes de la narrativa rusa, a mi madre la movían la compasión, pasión y dolor compartidos. Desde la penumbra, se verificaba su entrega absoluta a los demás.

Usted se graduó en 1959 de la Márquez Sterling, pero —según ha explicado recientemente— el nacimiento de su inclinación hacia la letra impresa surgió años antes cuando visitó la rotativa del periódico El Mundo junto a un amigo de su padre: el periodista Alberto Riera. Allí —ha dicho— sintió por primera vez «ese olor inconfundible de la tinta»...

Es cierto que el descubrimiento de la rotativa del periódico El Mundo me vinculó para siempre con la maravilla de la letra impresa. Hace algún tiempo, visité la aldea italiana de mis mayores; quise volver a la tipografía donde Bruno, un muchacho algo mayor que yo, me había mostrado los principios del proceso de impresión. Allí hacían tarjetas de visita, obituarios, invitaciones para bodas y bautizos. En un espacio pequeño y silencioso, las antiguas máquinas —entonces—dormían para siempre.
Empecé a escribir a los 15 años, movida por la necesidad de pensar en alta voz. Fueron reseñas de teatro que publiqué en algunas revistas. José Manuel Valdés Rodríguez –el Chema— me ofreció un espacio en su página de crítico teatral y cinematográfico. Envié algunas corresponsalías desde Europa y, poco a poco, me fue cediendo los comentarios sobre teatro. Creo —hoy día— que esos textos tienen sobre todo un valor testimonial; corresponden a la etapa de la proliferación habanera en las salitas de bolsillo. Por otro lado, desde siempre, había frecuentado con asiduidad las exposiciones. Mis artículos se atuvieron a la oralidad de las visitas dirigidas y a la presentación de algunos artistas. Preparé un curso sobre arte para la Sociedad Nuestro Tiempo, que publicó luego, con los modestos recursos de la institución, un folleto mimeografiado con el título de Cien años de pintura. Con ese aval, cuando fue necesario, me lancé al ejercicio de la crítica.

En 1952 usted terminó sus estudios de filosofía y letras en la Universidad de La Habana. ¿Qué importancia para su formación intelectual y política le confiere a los años universitarios?

Una mañana de octubre, subí por primera vez la escalinata. La bulla me acogió otra vez. En el estreno de las clases, los estudiantes pululaban por todas partes; tijera en mano, algunos se disponían a ejecutar las novatadas: dejaban horrendos agujeros en la cabellera de los varones. Los viejos se acercaban para aleccionarnos. Frente a la escuela de entonces, el edificio de Ciencias Comerciales al costado de la calle L, las oficinas de la FEU y el Salón de los Mártires, atraían muchachos y muchachas de todas partes. La insuficiencia de los programas se compensaron con una nueva dimensión de la vida. En un ambiente estudiantil en ebullición, la política dejaba de ser objeto de interés intelectual y se transformaba en acción participativa. Estuve en manifestaciones callejeras; intervine en contiendas electorales, donde fracasé de manera estrepitosa. Integré varios comités. Lionel Soto presidía la asociación de estudiantes de Filosofía y Letras. Alfredo Guevara era secretario de Relaciones Exteriores de la FEU. Los temas latinoamericanos estaban a la orden del día. Entrábamos en contacto con compañeros de otros países. Allí encontrábamos a luchadores por la independencia de Puerto Rico y a jóvenes guatemaltecos involucrados en el movimiento de Arévalo. A través de ellos conocimos fascinantes proyectos de cambio social. La posibilidad de contribuir a modelar un país nuevo me fascinó. Era como respirar la vida a plenitud.

¿Podría referir su visión de la Universidad de La Habana desde la posición de la catedrática que inauguró en la propia Escuela de Letras la licenciatura en Lengua y Literatura Francesas? ¿Qué recuerdos guarda de algunas contemporáneas en esas lides como Vicentina Antuña, Rosario Novoa... y de ciertos alumnos suyos devenidos notables intelectuales?

La Reforma universitaria me ofreció la oportunidad de dar cuerpo a mis sueños y contribuir, desde mi pequeño espacio, a la modernización de los estudios superiores. Desde siempre, para conciliarme con el pasado, había dedicado atención preferente a la literatura francesa. Ahora se trataba de fundar una licenciatura orientada hacia la lengua y la cultura francesas. Mi paso por la Sorbona, mi ascenso por escaleras polvorientas hasta la mansarda del edificio, las horas transcurridas en la Biblioteca Santa Genoveva, me permitieron sistematizar conocimientos dispersos. París reencontrado fue una experiencia intensa y estimulante en el campo del teatro, de las artes plásticas, en el apasionante debate de las ideas, en medio del complejo reajuste de la posguerra.
Esa experiencia de vida atravesaba mis lecturas literarias. Pero el francés no se confinaba a su espacio europeo. Frantz Fanon había estremecido las conciencias. Su voz inducía a reivindicar la literatura que se había ido forjando en nuestra vecindad caribeña, en conexión secreta con nuestra propia cultura.
Vicente Revuelta me comentó hace años que el discípulo escoge su maestro. Fui alumna de Vicentina Antuña durante cuatro años. Estudié con ella latín, literatura latina e historia de la lengua española. Muy pronto formé parte del grupo de fieles que, después de las clases, la acompañaba junto a una tacita de café. Así adquirí el vicio, puente ideal para el disfrute de una buena compañía. Allí se hablaba de todo, de los acontecimientos del día, de los libros recientes, de los males de la República y de la Universidad. El ímpetu juvenil me volvía implacable. Sin abandonar la sonrisa, en un diálogo de igual a igual, ella moderaba nuestros excesos. Magistra, le decía, siguiendo la tradición establecida por las generaciones que me precedieron. Con ella, como antes con mis padres, adquirí mi formación ética y un arraigado sentido de la justicia.
Al graduarme, el diálogo se mantuvo ininterrumpido. En los febriles 60, etapa fundacional de la Escuela de Letras y Arte, día a día, trabajamos juntas. Embargada por su responsabilidad en el Consejo Nacional de Cultura, Vicentina llegaba puntualmente por la noche a la Universidad. Despalillábamos papeles, buscábamos soluciones para los problemas imprevistos. Su autoridad inmanente la liberaba de cualquier tentación de autoritarismo y la dotaba de una amplia capacidad de convocatoria, gracias a esa peculiar combinación de firmeza y tolerancia. Estuve junto a ella poco antes de su muerte. Sus ojos, enturbiados por las sombras, se detuvieron en mí. Era la despedida.
Conocí a Rosario Novoa desde muy atrás, cuando mi padre pintor visitaba el Departamento de Historia del Arte. Al principio sus grandes ojos claros acentuaban mi timidez invencible. Al fin, salté el obstáculo para pedirle, en nombre de mis compañeros de estudios más allegados, un curso especialmente diseñado para nosotros. Accedió de inmediato y emprendimos una feliz aventura de indagación y descubrimiento. Por primera vez el arte latinoamericano entraba en la Universidad. Los datos dispersos en catálogos y artículos de revista, servían de base para un ordenamiento de los procesos, desde el prehispánico hasta la vanguardia. Con la Reforma Universitaria cayó sobre sus hombros la articulación de una licenciatura en Historia del Arte. Fiel al cumplimiento de todos los deberes, se mantuvo en el aula hasta el último momento. Frágil en apariencia, le robaba horas al sueño para disfrutar la vida a plenitud. Cuando se iniciaron los trabajos de investigación sociocultural y andábamos albergadas en condiciones rudimentarias, nos recibía al despertar con una tacita de café caliente. Apenas nos desperezábamos y ya ella había recorrido un buen trecho. Por las noches nos íbamos durmiendo y ella seguía conversando. Dejaba correr su palabra rápida. En tiempos de ley seca, descubrió en Manicaragua alambiques secretos.
El aula se complementa con una enseñanza peripatética. Empecé muy joven a ofrecer cursos universitarios. Los estudiantes, entonces, eran mis coetáneos. Después de las clases, salía con Ricardo Alarcón y Margarita Perea a excursiones nocturnas. Nos sentábamos en una cafetería y charlábamos hasta el infinito. Nancy Morejón ya era poeta y compartía las polémicas literarias con la vida estudiantil. En las celebraciones, cantaba textos de Prévert. Se iniciaba en el estudio de Aimé Césaire.
Uno de los mayores placeres de mi vida consiste en observar el crecimiento de los jóvenes que conocí en su iniciación a la vida. En sus éxitos, que muchas veces sobrepasan cuanto he podido realizar, reconozco algo mío. A algunos nunca los tuve sentados en el aula. Recuerdo a Luisa Campuzano —Luisilla, le decía Vicentina— desde que se preparaba para ingresar en la áspera licenciatura en Letras Clásicas. Más que una enseñanza formal, hemos compartido una experiencia de vida. Así ha ocurrido con muchos otros. Me ocupé del trabajo de investigaciones en la rama de estudios cubanos. Una suerte de tutoría me vinculó a Llilian Llanes, a Pilar Fernández. En el Escambray, el diálogo era permanente. Allí se fortaleció mi amistad con Helmo Hernández y con Margarita Mateo. Muchos otros fueron creciendo en el Instituto Superior de Arte. Quienes han construido una obra de creación me enorgullecen, pero la cultura de mi país se hace también con todos aquellos que conforman su entramado en las instituciones —editoriales, museos— y en la docencia universitaria. De aquel departamentico artesanal de los 60, surgió la Facultad de Lenguas Extranjeras. Germinaron allí los estudios caribeños.

Cuando usted habla su discurso es muy coherente, casi listo para ser publicado. ¿Es una capacidad innata o desarrollada y pulida a través de los años?

Me acostumbré a la expresión oral a través de la docencia. Como suele hacerse, llevaba fichas bien organizadas, con la estructura de la clase, los datos precisos y la localización de los textos que habrían de analizarse. En otros espacios, me atenía a leer conferencias escritas de antemano. A mediados de los 60, después de algunas operaciones fallidas, empecé a tener serias dificultades para la lectura. Con la ayuda de una lupa, a corta distancia de los ojos, descifraba lentamente una página escrita. Había que encontrar otra fórmula. Me pidieron entonces una conferencia sobre Romain Rolland. No es uno de mis autores favoritos, aunque respeto profundamente su conducta de intelectual comprometido con la defensa de la paz. En ese entrenamiento inicial, redacté el texto, a fin de grabar en la memoria el orden de las ideas y la estructura general. Fue una prueba de fuego y salió bien. Poco a poco, me fui desprendiendo de los comodines, iba anotando los puntos esenciales en un papel desechable. Ahora, lo sigo haciendo en ocasiones, cuando alguna circunstancia me resta concentración. Lo más importante —creo— es tener nítidas las ideas centrales para que las palabras vayan penetrando a través de los intersticios.

Luego de quedar definitivamente privada de la visión, ¿qué fórmula ha conseguido para mantenerse actualizada sobre el quehacer cultural contemporáneo?

No ha habido una sola manera, por lo que no tengo una fórmula. La idea es que, gracias a la generosidad de muchos colaboradores, puedo «leer» cada día, asistir a eventos y exposiciones, consultar distintas fuentes de información...
Para hacer mis trabajos —e, incluso, responder tu cuestionario— sigo utilizando mi vieja máquina de escribir, porque las computadoras y yo no hemos logrado llevarnos muy bien.

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