Seguramente fue ésta la última entrevista que concediera el reconocido periodista, a quien Opus Habana rinde homenaje póstumo con su publicación.

 

  
Juan Emilio Friguls (La Habana, 3/ VIII/1919 - 8/ VIII/ 2007) trabajó desde 1972 hasta su deceso como redactor-reportero en Radio Reloj. Fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo José Martí (1997) y Premio Nacional de la Radio (2003). También, entre otros reconocimientos, había recibido la Distinción por la Cultura Nacional y la Medalla Alejo Carpentier. Antes del triunfo de la Revolución en 1959, trabajó en Información y Diario de la Marina, así como en Unión Radio, además de colaborar con la revista Bohemia. Fue corresponsal en Cuba de la National Catholic Welfare Conference y decano del Colegio Provincial de Periodistas (1959-1960).
Puede suceder algún acontecimiento, un día cualquiera en La Habana, que ya no podremos escuchar tras la noticia: Reportó Juan Emilio Friguls. Y aunque tratemos de evitarlo, seguiremos notando el vacío de su nombre cuando, para cronometrar la jornada, sintonicemos «la emisora cubana que marcha junto al tiempo»: tic-tac-tic-tac... Radio
Reloj da la hora
...

Por más de 60 años, en su mayoría como reportero radial, Friguls se consagró al periodismo hasta que le sorprendió la muerte. El día anterior había visitado la redacción de Opus Habana para continuar esta entrevista a cuatro manos. Todo hace indicar que fue la última que concedió, a no ser que exista otra dimensión del tiempo y, entonces, seguramente seguirá «cubriendo» algún suceso diplomático o cultural.

Era tanta la dedicación de Friguls al oficio, como raigal su profesión de fe, como criolla su manera de expresarse, como peculiar su sentido del humor... que seguro nos permitiría cariñosamente imaginarle reportando los recibimientos de San Pedro a las difuntas dignidades o los conciertos celestiales de querubines, serafines y otros ángeles, siempre vestido de traje o impecable guayabera en su viaje inexorable hacia el más allá.

Como periodista, ¿tiene experiencia viajera?

Es mi mayor disfrute, junto con la filatelia. En 1930 tuve mi primera experiencia en un viaje de placer, como se decía entonces, hoy turístico, que incluyó Nueva York, París, Madrid y Barcelona, tierra natal de mi padre. Mi madre era cubana, de Guanabacoa, pero también de ascendencia catalana, de Mataró. Ese recorrido duró seis meses, con casi uno de travesía marítima, pues aún no había ni idea de los vuelos que unen en ocho horas la distancia Habana-Madrid. Tenía 10 años, pero fue para mi hermano y para mí un viaje de instrucción cultural, ya que un mes antes mi padre contrató a una profesora, Consuelo Pensado, maestra de la Escuela Varona Suárez, para que nos instruyera sobre los países y lugares históricos que íbamos a visitar. Recuerdo en la visita a El Escorial cuando mi hermano, ante el asombro del guía, gritó a mi madre: «Mami, ése es el flaco que me enseñó Consuelo».

Fue aquella jornada como una vacuna que me inoculó el ansia de viajar y saber. Unos años después tuve la suerte de recorrer países insospechados, como el desierto de Gobi, en Mongolia; buena parte de Europa con el Vaticano y Moscú, y una porción latinoamericana, incluidos Brasil, Colombia, México, El Salvador, Chile... En algunos casos, con estancias repetidas varias veces, como España. Tengo un recuerdo especial para el periplo que realicé siguiendo el itinerario del poeta Juan Ramón Jiménez, que me llevó a Puerto Rico, Moguer, Miami, Nueva York y otros sitios ligados a su vida y obra, como el sitio donde reposa Platero.

Un periodista que no viaja y no hace de la lectura un hábito diario, es como un hombre afectado de cataratas, que ve sólo a medias.

¿Sus viajes han sido por trabajo o de placer?

Indistintamente. Como dirigente católico, por placer y como periodista. Mi padre me aconsejó que no me ganara el pan con el sudor sino con el placer de la frente. Es decir, que trabajara por vocación. Y así lo he hecho siempre. Estuve en Madrid en 1950 cuando el Año Santo; en 1946, en El Escorial, durante el congreso de Pax Romana en representación de Cuba en el movimiento internacional de intelectuales católicos; en 1949, con un programa que hacía para Unión Radio llamado «La palabra de España»... El triunfo de la Revolución, en 1959, me cogió en Suiza... Durante el gobierno de Batista me habían propuesto ser embajador en El Vaticano.

Ya entonces usted era uno de los católicos laicos más conocido de la Isla; incluso Pío XII le había otorgado la distinción Pro Ecclesia et Pontifice en 1946. ¿Por qué no aceptó, entonces, ser embajador?

Bueno, lo estuve sopesando mucho. No crean, fue una decisión dura. Yo hubiera ido con toda mi familia, pero entonces mis hijos estaban en edad escolar y finalmente decidí no romperles el ritmo. Luego de 1959, Luis de la Cuesta, el primer encargado de negocios que tuvo la embajada cubana en Madrid, también me pidió que lo acompañara; similares razones me impidieron aceptar. Años más tarde, en 1968, acompañé a los obispos cubanos a la visita de Pablo VI a Colombia.

Antes del triunfo de la Revolución ya tenía una carrera hecha e importantes premios de periodismo, como el Enrique José Varona de 1947.

Antes de la Revolución yo trabajaba en cinco frentes a la vez: en el Diario de la Marina; en Unión Radio, que era una emisora muy liberal, muy abierta; en el Canal 12 de la televisión en colores, primera en América Latina; en la sección «Cuba» de la revista Bohemia, que era la mejor de Cuba, y, por último, también asesoraba las publicaciones católicas nacionales.

¿Unión Radio era independiente del Diario de la Marina?

Sí. Unión Radio era una emisora de Gaspar Pumarejo. Yo tengo un guión escrito sobre él, que si se hace un serial, seguramente que en Cuba y España tendría mucha acogida.

¿Recuerda alguna anécdota en particular que nos pueda ilustrar cómo se hacía periodismo en esa época?

Había algo que se valoraba mucho: la exclusividad de la noticia. Te voy a poner un ejemplo personal de algo que reporté: la muerte de Eduardo Chibás, el 16 de agosto de 1951.

Yo estaba viendo una película a las 11 y pico de la noche en el cine 23 y 12. Cuando termina, le digo al chofer: «Chico, vamos a 27 y Paseo a tomarnos una cerveza y comernos una frita». Luego de eso, ya habíamos decidido irnos para la casa, cuando siento una corazonada de ir a ver a Chibás, que estaba ingresado a unas pocas cuadras. En el Centro Médico Quirúrgico —hoy Instituto de Neurología— no había ni un alma. No era como al principio, que la gente rezaba, pidiendo por su recuperación. Subo, y el doctor Trillo me pregunta: «¿Qué familiar tiene aquí, a qué viene?» «Se me ocurrió ver a Chibás, ver cómo estaba», le respondo. «Chibás está bien, hace rato le di un café con leche. Por cierto, le dije que no se lo tomara hasta que estuviera tibio y lo quiso tomar un poco caliente». «Pues nada, me voy».

Ya voy a irme, cuando suena el timbre de la habitación. «Ha estado muy inquieto. Le di una pastillita para que se duerma», dice Trillo antes de entrar en la sala, pero, cuando regresa, ya su rostro era el de otro hombre. Telefonea inmediatamente a Bisbé, enfermero personal, y yo oigo la conversación, y que este último responde: «Ahora mismo lo llamo». Se trataba
de localizar a Rodríguez Díaz, el cirujano que había operado a Chibás, para que se personara urgentemente en la clínica.

Entonces me comunico con el Diario de la Marina y digo: «Prepárenme la Oliver». Teníamos una pequeña máquina de escribir de esa marca, con papel especial, enrollado. Cuando yo buscaba una noticia y estaba sin medios, llamaba y decía: «Mándame la Oliver para acá».

Me decido a entrar al quirófano, pero un individuo, que no sé quién es todavía, me coge del brazo y me dice: «Póngase la bata, si no, no puede entrar». Y después, alguien conocido me vuelve a tirar del brazo: «Acuérdate que tú no vienes como periodista». Bueno, asisto al momento en que Rodríguez Díaz, quien tenía fama de ser el cirujano más rápido de Cuba, hace una expresión fatídica con las manos.

¿Por qué explico estas cosas? Porque al día siguiente, a las 5 de la mañana, junto a la noticia que publiqué en el Diario de la Marina, todos los periódicos sacaron la muerte de Chibás. Habían guardado fotos suyas desde que había caído en estado de gravedad, también
su biografía. Lo único que tuvieron que agregar fue la información que yo había dado también a Unión Radio en calidad de primicia.

Muy pocos de sus colegas de hoy imaginan que usted fue un reportero estelar.

La realidad es una, con toda modestia: muy pocos conocen hasta dónde yo he hecho trabajos importantes dentro del periodismo. En primer lugar, porque no he querido hacer gala de eso, por un problema de conciencia. O digo la verdad o no la digo. Anoche, por ejemplo, me decía Alicia Alonso: «Friguls, yo recuerdo, cuando mi primera operación, que el primer trabajo periodístico que a mí me encantó fue el tuyo. ¿Tú no has vuelto a escribir?»

Una de las grandes alegrías que he tenido es que numerosos estudiantes universitarios han hablado conmigo, sobre todo a la hora de trabajar sus tesis. Y yo siempre les digo: «Te voy a decir mi verdad. Después, si tú quieres, la pones o no. Aunque te recomendaría que no la pusieras, pero quiero estar libre de conciencia de que te digo mi verdad de cómo ha sido».

Por ejemplo, en el Diario de la Marina aparezco como cronista de libros. Y es verdad, pero muchas informaciones de primer nivel las hacía yo, aunque no aparecían firmadas en su mayoría. ¿Por qué? Porque si eras un periodista que cubrías la agricultura y el periódico quería tirarle al Estado por la mala situación agrícola, como eras el reportero del tema y cobrabas cheques por ello, decías: «Óigame, yo no puedo hacer eso». Entonces le tocaba a Friguls.

¿Cómo nació su vocación por el periodismo?¿Cuáles fueron sus maestros preferidos?

Desde niño leía mucho, incluso los periódicos, sobre todo el Diario de la Marina. Mi libro de cabecera era Corazón, de Edmundo de Amicis; también había leído La Edad de Oro, y seguía una revista contemporánea con el mismo nombre que influyó sobre mí en el reconocimiento de los valores patrióticos. A ello contribuyó también la educación que recibí en los Maristas y Escolapios, cuyos maestros —aun cuando no eran cubanos— me transmitieron todo lo positivo de la historia de Cuba, incluida la grandeza de José Martí. De hecho me gustaría conversar un día con monseñor Carlos Manuel de Céspedes para conocer su opinión sobre la siembra patriótica en aquellos colegios de religiosos.

Cuando entré en 1943 en la Escuela Profesional de Periodistas Manuel Márquez Sterling  —fundada ese mismo año—ya yo dirigía publicaciones católicas. La carrera duraba cuatro años, y su primera graduación fue en junio del 47. El fundador y primer director de esa escuela se llamaba Víctor Bilbao, quien dirigía el periódico El País.

Mira, le agradezco a Dios todos los días por los profesores que tuve, porque todos eran eminencias, pero no solamente por ser grandes periodistas, sino porque se esforzaban en transmitir el conocimiento aunque no contaran con métodos pedagógicos. No había un profesor que faltara a clases. Ramón Vasconcelos —por ejemplo— vivía al lado de la escuela y, cuando terminábamos a las seis y media, a veces nos decía: «Si quieren seguir conversando, vamos a casa a tomar café».

Recuerdo a José Zacarías Tallet, quien me dio las primeras lecciones verdaderamente con conocimiento de causa sobre lo que representaba el imperialismo yanqui para Cuba.

A partir de ese momento, empecé a meditar y a cuestionarme algunas cosas; como que iba naciendo en mí la convicción de que en Cuba había un bien y un mal. Me desconcertaba que mi padre, que era un industrial a quien yo consideraba una persona magnífica, tuviera más conexiones con el mal, entre ellas que no se opusiera en nada a los americanos.

También recibí clases de Herminio Portell Vilá, autor de un libro imprescindible: Historia de Cuba en sus relaciones con Estados Unidos y España. Lo recuerdo junto a Emilio Roig de Leuchsenring, cogidos fraternalmente del brazo, bajando por la calle Obispo hacia el Hotel Ambos Mundos, donde solían almorzar.

 {mospagebreak}

 
Arriba, Friguls en el Vaticano, en presencia del Papa Pío XII. Abajo, junto a un grupo de revolucionarios en la sede del Diario de la Marina.
¿Conoció personalmente a Roig de Leuchsenring?

Impartió una conferencia en la Escuela de Periodismo y, en algún momento, dijo: «Voy a hablar con completa libertad sobre mi pensamiento religioso, aunque aquí hay un alumno que se apellida Friguls, pero yo sé que él me lo va a permitir».

De hecho, participé en el II Congreso Nacional de Historia, celebrado en 1943, gracias a mis relaciones con monseñor Eduardo Martínez Dalmau, quien, junto a Emilito —así le decían a Roig de Leuchsenring—, inauguraron ese encuentro con sendas conferencias sobre «historia y cubanidad». Hay que destacar los empeños de Dalmau para revalorizar la figura del Padre Félix Varela como patriota y sacerdote.

Pero el Diario de la Marina lo atacó furiosamente, ¿no? Incluso fue tachado de comunista.

Sí, así fue. Yo conocí a Dalmau porque entonces me desempeñaba como vicepresidente de la Juventud de Acción Católica y comisionado en Las Villas y Camagüey. Desde que había sido nombrado obispo de Cienfuegos, ya él sentía preocupaciones por las cosas de Cuba.

Monseñor me cogió mucho afecto, al extremo que cuando va a nacer mi hija, me dice: «Dame un motivo de gozo, déjame bautizar a tu hijo».

En aquel momento, mi mujer y yo estábamos como ahora en Cabocla, la novela brasileña: no sabíamos si iba a ser hembra o varón. Al final fue María Rosa, mi hija, a quien Dalmau bautizó.

¿Cuándo y dónde comienza a trabajar como periodista profesional, ya titulado?

Cuando faltaba un año para que terminara la carrera, en una clase de organización, otro destacado periodista de aquella época, B. Jiménez Perdomo, dice: «Un buen periodista no es el que domina las técnicas sino también el que tiene conocimientos del sector que va a cubrir».

Por él me entero que el director de Información estaba loco buscando algún periodista que le cubriera el sector religioso, no para reseñar las misas, comuniones…, que para eso ya había un reportero, sino un poco para tratar el tema desde el punto de vista sociológico, teológico... Les estoy hablando de Santiago Claret, quien era el director de ese diario vespertino (su hermano Joaquín era el administrador).

No digo nada. Salgo de la escuela y le pongo un telegrama pidiéndole audiencia. Al otro día tenía otro telegrama en mi casa, citándome para las cinco de la tarde. Fui allá. La primera impresión fue muy mala por parte de Claret; parece que pensaba ver a una persona de mayor edad, o le pareció que yo todavía era un muchacho. He hecho este cuento otras veces, y creo que Ciro Bianchi lo recoge en la entrevista que me hizo para su libro La oreja de Dios.

Llama Santiago a su secretario personal —que por cierto era hermano de Juan David, el después famoso caricaturista, quien trabajaba como tal en ese periódico— y le ordena: «Dale a este muchacho una máquina de escribir». Luego me dice a mí: «Óigame, hágame un comentario, una crónica o un editorial sobre una actividad importante del sector ese que usted dice que domina, como si se fuera a publicar mañana».

Me voy para la redacción, hago el trabajo y se lo llevo, yo todo nervioso. Entonces, me dice Claret: «No está mal, no está mal, pero dele una vuelta. Repita el trabajo sobre esto mismo más o menos, pero dele un giro». Hago el cambio, se lo vuelvo a dar, me dice lo mismo, y estuve al punto de levantarme e irme, pero me aguanté. Miró las tres versiones, y me preguntó: «Dígame, ¿cuál quiere que salga mañana?» «Bueno, ésta». «Pues, ésta sale mañana».

Eso fue el 13 de febrero de 1945. Salió publicada la tarde siguiente, el Día de los Enamorados. Por eso yo digo que, al cabo de tantos años, sigo fiel a mi vocación y a mi profesión.

Hemos visto en algunos recortes de Información conservados en la colección facticia de Emilio Roig de Leuchsenring que usted tenía su columna propia, con caricatura personal incluida.

Ahora les cuento. Ya aceptado, ese mismo 13 de febrero, me advierte Claret: «Hay cuatro cosas que usted no puede tocar nunca en este periódico; apúntelo bien:

»Primero: no se meta con los comunistas, pues son los especialistas en formar problemas sindicales y huelgas. No se meta con ellos, ¿me entiende?

»Segundo: no se meta con los judíos, pues los judíos tienen mucho dinero. ¿Usted ve este periódico? Aquí hay una infinidad de anuncios de los judíos. Si me quitan los judíos el dinero, a pasar hambre.

»Tercero: Dentro de su columna no se meta con los protestantes. Usted defienda lo suyo al máximo, pero no se meta con los protestantes. ¿De acuerdo?

»Por último: no se meta con los masones. Yo soy grado 33, por lo que usted comprenderá que no voy a atacar a los masones en el periódico». Todo esto dicho con una seriedad tremenda.

Como les dije, eso fue el 13 de febrero, y el 24 estoy jugando tenis en el Vedado Tenis Club cuando viene un conserje y me dice que me están llamando. «¿De mi casa?» Enseguida pienso en algo malo. Es mi mujer: «Oye, dice el director del periódico Información que vayas a verlo inmediatamente». Recuerdo que mi padre me había traído de Londres una raqueta y la perdí en el carro de alquiler en el corre-corre.
Cuando entro en el despacho, me dice Claret: «Muchacho, con la esperanza que tú me diste. Mira lo que ibas a publicar. ¿Qué te dije yo, mi hijo? ¡Coño, pero qué te dije yo! ¡Qué no te metieras con los protestantes!»

Me estaba hablando del artículo que iba a salir el día siguiente, porque lo revisaba todo. Llegaba a las tres de la tarde, se quitaba el dril cien, se ponía una camisita y hasta las nueve de la noche. Iba a comer y regresaba para el cierre. Una verdadera vocación.

«¿Cómo en este momento le vas a decir a tus contrincantes que son un rebaño? ¿Cómo le vas a llamar rebaño?»

Entonces le expliqué: «Mire, es que yo estoy haciendo unos trabajos en los que tengo que usar, digamos, palabras técnicas. Rebaño, dentro de la iglesia, es grupo de fieles, por eso a sus líderes espirituales le llaman pastores, pastores del rebaño».

Como si se hubiera sacado mil pesos en la lotería, ese hombre cambió el rostro de una manera total. «Es verdad, hijo, espérate». Llamó a su secretario para que llamara a Juan David, a quien le ordenó: «A partir de mañana, la caricatura de Friguls sale diaria en el periódico». Le pregunta David: «¿Tan joven?»

Dentro del periódico tuve tres grandes consejeros: Rafael Suárez Solís, Luis Amado Blanco y Gastón
Baquero. Al trabajar con ellos, me sentía que no me podía pasar nada. De ahí nació una relación estrecha con Baquero, quien, al ser nombrado jefe de redacción del Diario de la Marina, me pidió que fuera con él cuando se despidió de nosotros.

Pero en aquel momento, aunque casi aprendí a leer con el Diario de la Marina, su política editorial no me gustaba dada la posición política que yo ocupaba en el seno de la Iglesia. Pero hubo tanta influencia después, que en 1947 pasé a trabajar allí, junto a Baquero.

¿Cómo ha sido para usted el ejercicio de la profesión a partir de 1959?

La intervención del Diario de la Marina, en mayo de 1960, me sorprendió en Madrid, a donde había llegado procedente de Suiza. Baquero, primero, y después Francisco de Pando, que había sido presidente de los hacendados, con quienes había cenado esa noche, me llamaron de madrugada al Palace para darme la noticia de que habían intervenido el periódico y para sugerir que esperase unos días antes de regresar a La Habana hasta saber bien cuál era la realidad. Les respondí que tenía pasaje y deseaba estar junto a mi familia.

Ya en el aeropuerto, a las siete de la mañana, el coronel Barquín, agregado militar cubano en Bruselas y Madrid, me ofreció mantenerme en esa ciudad unos días más y alojarme en su casa. Le repetí lo mismo que a Baquero y Pando, y tomé el vuelo de Cubana de Aviación.

Al regresar a La Habana, el 16 de mayo, apenas llegado a casa, dos milicianos universitarios, que se distinguían por las boinas rojas, tocaron a la puerta y, tras preguntar por mí, exigieron que los acompañara. La escena no la olvidaré: mi madre llorando, mi mujer nerviosa tratando de llamar a mi padre, pero, nada, todo fue en vano. Tuve que seguirles y me condujeron al despacho que había sido del director del Diario de la Marina: Ignacio Pepín Rivero.

Allí, sentado, estaba Armando Hart, entonces ministro de Educación. Contra lo que creía iba a ser un posible juicio, fue todo lo contrario. Me anunciaba que los trabajadores de ese diario me aceptaban sólo a mí para cubrir la jefatura de personal de la nueva Imprenta Nacional de Cuba.

Argüí que era decano del Colegio Provincial de Periodistas de La Habana y que carecía de méritos revolucionarios, salvo el haber podido asilar a varios combatientes en embajadas, dada mi conexión profesional con la Secretaría de Estado, objeciones que no fueron aceptadas.

Es cierto que nunca tuve que ver nada ni con el régimen de Batista ni con el de Prío. Incluso, en mi condición de católico, me llevaba muy bien con los comunistas de verdad, sobre todo con los que tenían prestigio intelectual: Juan Marinello, Nicolás Guillén...

Fueron meses de mucho trabajo, pues cada día cerraba una publicación o era intervenida.
La nómina llegó a más de tres mil trabajadores que cobraban por la Imprenta. Recuerdo el día en que cerró la revista Reader’s Digest en español, con secretarias jóvenes, casi todas hijas de la alta sociedad y vestidas a la última moda y con dominio del inglés. Las fui distribuyendo como podía, pero desempeñaron sus cargos por poco tiempo, pues la mayoría renunció a sus plazas. Fueron los días de la publicación masiva de El Quijote, edición conmemorativa que permitió adquirir esa obra cumbre de Miguel de Cervantes por un precio módico.

Yo trataba de mantener a toda costa mi vínculo con la prensa, por lo que vi el cielo abierto cuando al fundarse la Editora Nacional —que muchos hoy confunden con la Imprenta Nacional—, Alejo Carpentier, nombrado su director, me designó jefe de la redacción juvenil, labor que no me complacía mucho pues carecía de los conocimientos pedagógicos necesarios.

Como la labor editorial no me desagradaba, acepté; sin embargo, la vocación me hizo solicitar mi pleno reingreso al periodismo, que logré al designárseme para atender la cultura en Radio Habana Cuba, emisora de onda corta. Allí estuve hasta el día en que se me pidió pasar como jefe de turno a la CMQ, Radio Liberación, donde se habían presentado algunos problemas. Fueron unos años felices pero de gran actividad, con la guerra de Vietnam, la primera Tricontinental y otros acontecimientos.
Llegado 1970, el Instituto Cubano de Radio y Televisión adoptó una nueva estructura informativa y se creó la llamada Dirección Central, en la que pasé a Radio Reloj como redactor-reportero, posición que ocupo actualmente.

{mospagebreak}

 
En esta foto, Juan Emilio Friguls pronuncia el discurso de graduación del curso 1943-1947 de la Escuela Profesional de Periodistas Manuel Márquez Sterling.
¿Por qué, a diferencia de otros intelectuales católicos, decidió quedarse en Cuba al igual que José Lezama Lima, Cintio Vitier, Walfrido Piñera...?

Éramos católicos formados. Porque aunque seas buena persona, a quien no está formado llega un momento en que la fe le resulta un obstáculo para comprender la existencia. Tú coges la Biblia y los conceptos de la Revolución cubana y ves una gran identidad de valores.

¿Por qué se fueron tantos católicos entonces?

Se dio la circunstancia de que la alta burguesía que se decía católica y los jerarcas de la Iglesia se inclinaban hacia el depuesto gobierno de Batista. Durante los tres primeros años de Revolución hubo un choque entre la Iglesia y el nuevo gobierno. Yo tuve la suerte de recibir los consejos de César Sacchi, «El Nuncio Rojo», quien fue el hombre que durante esos años trató de mantener la unidad entre católicos y no católicos.

¿La decisión de quedarse no le afectó en sus relaciones con otros católicos?

Sin exagerar, puedo afirmarte que fueron tiempos difíciles, que me hacían recordar que la fe es siempre, dentro de la existencia humana, un gran aliento devenido de la misma providencia, pero también muchas veces ocasión de sacrificios.

Muchos creyentes no comprendieron nunca que quien fuera toda su vida dirigente de Acción Católica pudiera estar con la Revolución. Ellos me negaron el saludo, recibí ofensas y correspondencia con críticas del exterior.

Como anécdotas puedo contar que un día de 1961, al llegar al aeropuerto de Madrid, una mujer exiliada me dio un carterazo en el rostro y dos jóvenes me propinaron una buena paliza, gritándome traidor, en medio del natural escándalo de Barajas. Los tres, ese mismo día en la noche, eran expulsados de España.

En realidad, fue mayormente de cristianos de quienes recibí desprecios, más que de los enemigos que tenía en el Diario de la Marina, donde trabajé durante 15 años, o de los sectarios que se decían comunistas.

Claro que, por otra parte, me dolió cuando en un principio la Constitución de la Revolución calificó de «atea» a la sociedad cubana, sustituida después por el más justo de «laica». Una alegría grande fue la reincorporación del 25 de diciembre, día de Navidad, a la lista de fiestas nacionales.

¿No se arrepiente a estas alturas de haberse quedado en Cuba?

Su pregunta me persigue aún hoy, a más de 40 años, aunque la respuesta es bien sencilla: me vi atado por mi compromiso de fidelidad a la patria y a la Iglesia, una resolución que en ningún momento —ni en los períodos críticos por los que he pasado— me ha movido al arrepentimiento.

Como cubano, percibí desde el primer instante que la Revolución del Primero de Enero —aunque, como toda obra humana, no es perfecta— era el primer camino que se abría para el logro de una auténtica soberanía e independencia nacional.

Como cristiano, sentía que era el momento de serle fiel a la Iglesia, la cual afrontaba un éxodo de sacerdotes por diversas razones, en tanto el mismo Episcopado enfrentaba una situación de desconcierto y confrontación. Desde adolescente sentí el deber de difundir la doctrina cristiana, labor que cumplí durante muchos años como catequista. Con el triunfo de la Revolución vi la oportunidad de redoblar ese deber, y tampoco me arrepiento.

¿Considera que su testimonio es importante a la hora de hacer un recuento de la historia de la Iglesia católica en Cuba durante el socialismo?

Se ha publicado en tres ediciones, la tercera en Brasil, con prólogo de Walfrido Piñera y mío, el libro La Iglesia católica duranta la construcción del socialismo, de Raúl Gómez Treto, en el cual se describen las cuatro etapas que —hasta 1985— vivimos todos los católicos cubanos en mayor o menor grado: la etapa de Confrontación (1960-62); de Evasión (1963-67), con el éxodo; el Reencuentro (1968-78), y el Diálogo (1979-85).

Nosotros, con el jurista Gómez Treto al frente, integramos la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en América Latina, Capítulo de Cuba, cuyos fines son similares a las que funcionan en países de América Latina y en Canadá.

Se trata de un proyecto novedoso, pues no pretende escribir una historia de la Iglesia al estilo apologista tradicional ni al crítico de los anticlericales. Durante años laboró con carácter ecuménico. Hoy día apenas funciona, entre otras cosas porque Gómez Treto falleció de un infarto en pleno vuelo Río de Janeiro-La Habana.

De todos modos quedaron trabajos sobre el Padre Félix Varela, sobre el sacerdote paúl Hilario Chaurrondo, una cronología sobre la Iglesia en tiempos de la colonia y los años 1902-1959, y el libro ya mencionado. Con este último se prueba que, cuando las aguas vuelven a su nivel, las cosas se clarifican.

También es muy importante el libro escrito por el sacerdote dominico brasileño Fray Betto: Fidel y la religión, en el que el presidente cubano aclara muchos aspectos dela relación entre el gobierno socialista y la Iglesia.

Para usted, nacido y residente en La Habana Vieja, ¿cuál o cuáles lugares de esta ciudad prefiere?


Mi fe de bautismo está fechada en La Habana, el 3 de agosto de 1919, día en que nací a unos metros de la Universidad, en una clínica privada. Pero más que el papeleo documental, mi ficha de habanero la confirma mi apego a la claridad, el bullicio, el sello tropical de una urbe que durante cerca de un siglo, día a día, me ha formado como con una doble naturaleza, más allá de la recibida del seno materno, y que hace que me sienta como un ser extraño, inhóspito, no importa en qué sitio viva, por atrayente que sea, cuando no piso las calles habaneras ni respiro su atmósfera.

La capital cubana es, además, para mis sentimientos, el lugar donde se ubica la misma casa en que, desde mis 12 años de edad, ha transcurrido mi adolescencia, mi juventud, mi mayoría de edad, mi ancianidad. El mismo amplio apartamento convertido en querencia espiritual, de riqueza incalculable cuando un domicilio toma jerarquía de hogar. Amo ese apartamento ubicado en la calle Teniente Rey, esquina a Cuba, porque ahí ha transcurrido gran parte de mi vida, nacieron mis hijos, murieron mis padres, hice mis estudios, viví acontecimientos trascendentes de la historia...

¿Y cuando de recorrer se trata la parte antigua?

Siento predilección por la Plaza de Armas, sitio de reunión familiar con mis hijos pequeños en los días festivos; la rejuvenecida Plaza Vieja, casi colindante con mi hogar, y —desde hace años— mis paseos en solitario por la Alameda de Paula, tantas veces acompañado de un libro, especialmente en los días sin lluvia, beneficiado por la brisa marina, la salida y entrada de los grandes trasatlánticos.

¿Qué opinión le merece la obra restauradora del Centro Histórico de La Habana Vieja, liderada por la Oficina del Historiador de la Ciudad?

Como periodista que atiende el sector cultural por la emisora nacional Radio Reloj y como antiguo residente de La Habana Vieja, en calidad de vecino agradecido, he seguido día a día la gran obra de restauración y de rescate del Centro Histórico, tan justamente reconocido por la UNESCO con el título de Patrimonio de la Humanidad.

Una obra aún hoy en pleno desarrollo y ampliación, bajo la dirección de Eusebio Leal Splenger, Historiador de la Ciudad, el digno heredero de Emilio Roig de Leuchsenring. La obra restauradora del Centro Histórico de La Habana Vieja, por otra parte, no puede mencionarse sin tener presente la obra educativa, formadora de nuevas generaciones, que se lleva adelante como parte de sus programas sociales.

Esta conversación con Friguls no había concluido. Bastaba ponernos de acuerdo para que, según su agenda, llegara puntualmente por las mañanas al Palacio de Lombillo, sede de Opus Habana.
Quedaban todavía muchos temas pendientes que revelaban aristas muy polémicas y un sinnúmero de vivencias que él desgranaba siempre alertándonos: «Yo también he conocido anécdotas en favor y en contra mía, sin tener nada que ver con el asunto».
Apenas hacía unos días había cumplido 88 años, y aún se mantenía reportando para Radio Reloj. «Es mi manera de vivir con lucidez, porque yo no sé lo que me pasará mañana», fue la última frase que le escuchamos, el pasado 7 de agosto.
El decano de los periodistas cubanos se había despedido.

Tate Cabré
Periodista catalana


Argel Calcines
Editor General de Opus Habana

Tomado de Opus Habana, Vol. XI, no. 1, julio-octubre 2007, pp. 16-25.

 

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar