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Pensar en Alfredo Guevara (1925-2013) es evocar al humanista intuitivo y abierto que nunca cesó de estudiar, al martiano sin dogmas, al entusiasta defensor de lo genuino y lo bello, al enemigo de los criterios estéticos deformes y excluyentes, al cantor de la diversidad...

Iluminado por el aura de lo controvertido, para él nada fue absoluto; todo era aproximación de la verdad, segmento de la realidad, porque nada será nunca meta como no sea también punto de partida.

Acaba de partir un impenitente y enérgico revolucionario, actuante de primera línea en el último medio siglo, integrante de una generación «inencerrable», esto es, que pese a haberse sentido seducido y atrapado por el socialismo, saber su ser enamorado del ideal marxista de transformación social y su ética humanista —lo que despejó horizontes y abrió brechas para interpretaciones pasadas y presentes y futuras—, esa especie de romance ideo-estético no se tradujo en barreras de contención (él las apodaría «murallas intelectuales») del pensamiento y la acción.
Su nombre comenzó a ganar resonancia pública hace casi setenta años, por la época en que, con solo 19 años, conoció en la Universidad a Fidel, el mismo que en el primer encuentro le arrancara aquella enunciación profética: será lo peor, o será José Martí.
Por aquel entonces, no era otro que «un joven que intentaba descubrirse, un buscador de su propia imagen», y al mismo tiempo «un místico inconfeso; (que se sentía) depositario de una misión y decidido estaba a cumplirla sin vacilación».
A ese desafío se entregaría este hombre, uno de los más lúcidos y valientes de todas las épocas, por instinto natural clarificante y, tal vez, por esa capacidad toda su vida arrojaría luz justiciera sobre capítulos —o mejor sería decir «incisos»— sombríos en nuestro devenir. Las manchas al descubierto, para mejor comprendiéndolas sepultar los yerros en lo más hondo. Lo inocente sería eludirlas, tanto como negarlas.
El creador-fundador avizoró los circunloquios y trasfondos, y con vehemencia no solo se mostró reticente, sino que prefirió elegir la senda de lo sempiterno, pues estaba convencido de que solo puede revolucionarse desde el amor.
Humanista intuitivo y abierto que nunca cesó de estudiar, martiano sin dogmas, entusiasta defensor de lo genuino y lo bello, enemigo de los criterios estéticos deformes y excluyentes, cantor de la diversidad... Más que simpatizante, fue un promotor del saber y, por ello, fustigador de la ignorancia y de la banalidad; un convencido de que con audacia todo se consigue: «La vida es cambio permanente y regulado; regulado por el ser. Si no es permanente y si eso no se manifiesta en el pensamiento, es la muerte. Pero si el pensamiento no se convierte en acción, es la muerte por partida doble», me confesó una vez.
Iluminado por el aura de lo controvertido, para él nada fue absoluto; todo era aproximación de la verdad, segmento de la realidad, porque nada será nunca meta como no sea también punto de partida.
En sus libros, testimoniales por antonomasia, queda dibujada la silueta de quien concibió y armó su proyecto y pudo realizarlo dentro de los límites de lo posible; la imagen de un soñador auténtico y tenaz, obsesivo no solo con su trabajo y no exento del errático proceder.
Pero ni siquiera en este caudal podrá formarse un retrato totalizante e inequívoco del personaje. Eso no. Están ahí, eso sí, las líneas esbozantes, caprichosas y rebeldes que se entrelazan e imbrican en una vida azarosa, productiva y apasionante, sin alardes ni remordimientos.
Por fortuna, la esencia de su ser centelleante, natural y convulsa, no podrá ser constreñida en abultados compendios.
Alfredo Guevara, que se ha marchado este 19 de abril a los 87 años de edad, más que una rara avis de nuestro tiempo constituyó un sujeto sumamente intranquilo y soñador, un caballero en extremo huidizo que se resistía a develar todos sus secretos. Y en esa cualidad tal vez residiera su encanto supremo.
Al evocarlo en la hora de la despedida, la interrogación —vocablo con el que le complacía autodefinirse— me persigue. Pero como ya él ha dicho que lo que «unifica y sostiene al hombre suele ser invisible, y a veces, por eso, invencible», no debo apuntar más. Quizá, para los incautos, vaya su propia sentencia: «no estoy de moda, sigo siendo un revolucionario. Eso me entusiasma; y me aplasta».

Mario Cremata Ferrán
Opus Habana