En 1946 vio la luz La Habana de Velázquez, volumen considerado como el mayor aporte realizado por el paleógrafo español Jenaro Artiles en el campo de la historiografía habanera. Es un libro que plantea aspectos sobre la fecha y el lugar de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana, cuestiones aún sin aclarar.
La conferencia referida a la fundación y sucesivos traslados de la villa de San Cristóbal, ampliada por su autor, Jenaro Artiles, sirvió de base a este texto que constituye un aporte útil a los historiadores.

«Acerca de su emplazamiento fundacional y los primeros tiempos corresponde incluir la obra de Jenaro Artiles titulada La Habana de Velázquez (...) que intenta con éxito situar los dos "pueblos viejos" que preceden a la ciudad portuaria actual, 1514 a 1519».

Julio Le Riverend. La Habana. Espacio y vida. (1992)


Si algo le sobra a San Cristóbal de La Habana en sus casi cinco siglos de existencia, es poseer una exuberante y fecunda tradición de estudios históricos. Entre un sinnúmero de textos que van desde los trabajos pioneros de Arrate, Urrutia, Valdés y Morell de Santa Cruz, pasando por las obras clásicas de José María de la Torre y Pedro José Guiteras en el siglo XIX, hasta las importantes contribuciones modernas y contemporáneas de Manuel Pérez Beato, Irene Aloha Wrigt, Francisco González del Valle, Emilio Roig de Leuchsenring, Julio Le Riverend y Eusebio Leal Spengler, no puede dejar de mencionarse el nombre y la obra de Jenaro Artiles.
Como es conocido, el canario Jenaro Artiles, destacado paleógrafo, bibliógrafo y archivero, era además un hombre de ideas republicanas, lo que explica su llegada a Cuba en 1939, como tantos otros emigrados de la gran diáspora que generó la guerra civil española. En La Habana tomó contacto de inmediato con lo más progresista de la intelectualidad cubana, dictó conferencias en la Institución Hispano Cubana de Cultura presidida por Fernando Ortiz, e impartió clases de biblioteconomía, contando entre sus alumnos a figuras de la talla de Lydia Cabrera, Fermín Peraza, María Teresa Freyre y Emilio Roig de Leuchsenring.1
Fue precisamente el Dr. Roig de Leuchsenring, quien en ese momento estaba inmerso en una amplia y fecunda labor de promoción cultural y de rescate de la historia patria, el que invitó a Jenaro Artiles a colaborar con la obra de la Oficina del Historiador, destacándose el intelectual canario como bibliotecario, paleógrafo, conferencista e investigador. Fruto de esta labor fueron sus estudios sobre los primeros tiempos de la colonia cubana y específicamente de La Habana, pues el dominio que tenía de la paleografía le posibilitó explotar con eficiencia y confiabilidad las fuentes primarias más antiguas de la historia habanera.
El aporte mayor realizado por Artiles en el campo de la historiografía habanera, fue un pequeño volumen que vio la luz en 1946 bajo el sello de los Cuadernos de Historia Habanera (No. 31) y que su autor tituló, paradójicamente, La Habana de Velázquez. Digo paradójicamente, pues él mismo afirma que el conquistador Diego Velázquez nunca había estado en La Habana, ni participó en sus actos fundacionales, pero el título obedeció, en mi opinión, a un ardid mnemotécnico para ubicar al lector en el tiempo del relato, es decir, en los inicios de la conquista y colonización de la Isla.
El origen de este libro, como explica el Dr. Roig en su «Nota preliminar», fueron las conferencias dictadas por Artiles en un «Cursillo para la Enseñanza de la Historia en la Escuela Primaria», uno de cuyos temas era precisamente la historia local de La Habana. La conferencia referida a la fundación y sucesivos traslados de la villa de San Cristóbal, ampliada por su autor, sirvió de base al texto impreso, el cual, en opinión de Roig, no solo abordaba temas no suficientemente tratados en aquel momento, sino que debía constituir «un aporte útil a los historiadores y lo suficientemente práctico para que lo puedan utilizar los maestros cubanos en sus enseñanzas y todos los habaneros en el estudio y conocimiento de las antigüedades de nuestra secular ciudad».2
La anterior aseveración nos pone sobre la pista de que se trataba de un libro de divulgación, escrito en un lenguaje asequible a las grandes mayorías y sin pretensiones eruditas o académicas. Pero ello no obsta para que el rigor expositivo, la mirada analítica y la polémica revisionista sean las claves de este volumen. Por ello desde la introducción se nos advierte: «Vamos a pasar, pues, a considerar una serie, no de hechos, sino de cuestiones: no una exposición narrativa y minuciosa de elecciones, riñas personales, acuerdos de los cabildos y resoluciones de los gobernadores, sino una discusión de problemas de menos brillo quizás, pero no menos interesantes que aquellos».3
Aquellos «problemas de menos brillo» a que se refería Artiles eran nada menos que la densa madeja de incertidumbres y confusiones que rodeaban un hecho histórico capital: las repetidas fundaciones de La Habana en las primeras décadas del siglo XVI. Aplicando una lógica rigurosa, ya en el capítulo II aparecen planteadas las tres grandes interrogantes a responder: a) la fecha de fundación de la ciudad; b) quiénes la fundaron y dónde fue ese primitivo asiento y c) cuándo y hacia dónde tuvieron lugar los sucesivos traslados. Para la primera de estas preguntas, Artiles propone, siguiendo a Irene Wright, que la fecha de fundación del «pueblo viejo» del sur debió ser 1514 y no 1515, y añade este comentario, aunque sin ahondar en el porqué de su propuesta: «No se fundó el 25 de julio, ni lleva el nombre de San Cristóbal porque esta fuera la fecha de conmemoración del santo, sino en los primeros meses, probablemente en febrero o marzo del año indicado».4
 En cuanto al prístino asiento, Artiles sugiere que debió ser en las proximidades de Batabanó, para lo cual se apoya en el testimonio de los cronistas de Indias, aunque reconoce que para dilucidar esta cuestión con certeza haría falta «una cuidadosa exploración, mediante excavaciones arqueológicas que nos suministraran restos de enterramientos por lo menos, hogares, herramientas y utensilios domésticos, algún vestigio de una población que, si no muy numerosa, permaneció allí el tiempo suficiente (cinco años por lo menos) para dejar trazas duraderas de su paso».5 Las aproximaciones modernas a esta materia, planteadas por Cesar García del Pino y Ovidio J. Ortega Pereyra en sus hipótesis extremas, a saber, la del río Onicajinal al oeste, y la de la ensenada de la Broa al este, nos dice cuan actual es todavía la discusión propuesta por Artiles y cuan poco hemos avanzado en esta elusiva cuestión.6
Sobre el traslado de la villa primitiva hacia el norte, Artiles descarta lo que considera explicaciones fabulosas o simples leyendas, como aquella que atribuye la mudanza a una plaga de hormigas. Causas «más lógicas y más normales» debieron contribuir a la trashumancia habanera, destacando el historiador el desplazamiento de intereses que generó la conquista de México, y el subsiguiente abandono de Tierra Firme, la mejor disposición natural de su puerto y las facilidades que brindaba para la navegación hacia Europa. Con todo, enfatiza en el carácter lento y progresivo del alejamiento de la costa sur, estableciéndose los vecinos principales en sus haciendas situadas al norte, como es el caso de las estancias en la ribera del río Casiguaguas, perteneciente a la familia Rojas-Madrid.
De tal modo, sus conclusiones apuntan a que, en principio, no hubo un traslado de una vez del pueblo viejo del sur hacia la ribera norte, y de hecho ambas poblaciones siguieron coexistiendo en el tiempo durante algunos años. Por otro lado, Artiles niega la posibilidad de una fundación de lo que llama la nueva Habana el 16 de noviembre de 1519, al no existir documentación que respalde este aserto, y por consiguiente duda también de la celebración de una misa en la actual Plaza de Armas oficiada por el padre Las Casas debajo de una Ceiba. En su opinión «una tradición muy posterior, y no anterior a la mitad del siglo XVIII, en que fue recogida y perpetuada oficialmente, nos transmitió noticias imprecisas y desde luego poco o nada fundadas, de tales acontecimientos, que no abonan ninguna razón histórica».7
Otro asunto que mueve la reflexión de Jenaro Artiles en su discurso revisionista, es lo relacionado con el emplazamiento del segundo «pueblo viejo», es decir, el asentamiento a orillas del río Casiguaguas o Almendares. A ello dedica la segunda parte del texto, dejando establecido antes la hipótesis de que dicho asiento no tuvo lugar en la desembocadura del cauce, sino en la margen derecha y en la cercanía de los actuales Puentes Grandes, que era entonces la llamada Chorrera o cruce del río por la estancia de los Rojas. Como apoyo a esta tesis, además de numerosas citas documentales, Artiles se refiere al hecho de la presencia allí de agua dulce, algo que no sucedía en la desembocadura, donde era salada, por lo menos hasta los meandros que se hallan más arriba de la actual calle 23. En su opinión: «Si admitimos la tesis de los Puentes Grandes, el agua era dulce en el pueblo y tan del agrado de los vecinos, que fueron más tarde a buscarla allí mismo para llevarla a La Habana por la Zanja Real, que sigue, por cierto, aproximadamente el mismo trazado del viejo camino de la Chorrera en su desviación por el Cerro».8
Los capítulos finales del libro tienen una intención arqueológica, en el sentido de establecer con precisión el lugar donde estuvieron emplazadas las estancias de la Chorrera, a saber, la de Juan Sánchez y la de Alonso de Rojas. La del primero, unas veces llamada hato y otras corral, era una gran extensión de tierra que abarcaba la parte sur y el curso alto del río, y que luego fue repartida en estancias y sitios entre los vecinos de la villa, pues el crecimiento del número de pobladores no toleraba la existencia de una tierra sin uso. El otro hato o corral, perteneciente a Alonso de Rojas, no fue desmembrado, explicándose este privilegio por la influencias del clan Rojas-Soto en el cabildo de la villa y por encontrarse separado de la población por la zona boscosa conocida desde entonces como monte «vedado».
Para terminar, un sabor arcaizante se desprende de los capítulos dedicados a recuperar la memoria de los antiguos caminos que recorrían La Habana, específicamente el de los Puentes Grandes y el de la Chorrera. Así, con una declaración nostálgica (y una crítica explícita a la modernidad descontrolada de la ciudad) finaliza este libro, devenido referencia imprescindible para todos los estudiosos de la historia habanera: «Nos quedaba a nosotros, a los amantes de las antigüedades habaneras, la tarea de reivindicar los viejos caminos y de sacarlos del olvido y a la superficie desde el fondo del obscuro (sic) en que los tiene sepultados el tráfico loco y la suntuosidad vertiginosa de las calles y avenidas de La Habana cosmopolita de hoy».9



1 Para más información sobre su biografía y estancia en Cuba ver de Jorge Domingo Cuadriello: «El exilio en Cuba del historiador Jenaro Artiles», en: Españoles en Cuba en el siglo XX. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2004, pp. 259-283.

2 Jenaro Artiles: La Habana de Velázquez. Cuadernos de Historia Habanera 31, Municipio de La Habana y Oficina del Historiador, La Habana, 1946.

3 Ibídem, p. 8.

4 Ibídem, p. 17.

5 Ibídem, p. 21.

6 Ver de César García del Pino: «¿Dónde se fundó la villa de San Cristóbal?», Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, No. 1, 1979, y de Ovidio J. Ortega Pereyra: «Aproximaciones al primitivo emplazamiento de San Cristóbal de La Habana», revista Gabinete de Arqueología, La Habana, No. 4, 2005.

7 Jenaro Artiles: op. cit., pp. 28-29.

8 Ibídem, p. 38.

9 Ibídem, p. 69.
Félix Julio Alfonso López
Historiador

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