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 Uno de los exponentes de la pintura posmedieval, el artista Jorge Luis Ballart, ha expuesto algunas de sus obras en la muestra «A dos luces», que ha acogido la galería de la Casa Carmen Montilla, en la calle Oficios.
La posmedievalidad de Ballart, como la de otros pintores, viene dada por la crisis de los megarrelatos. Sus apropiaciones son asomos a un mundo inacabado, donde el Hombre espera, a resguardo de lo bello, entre la utopía y el absurdo.

 La realidad tiene sus lindes en la condición natural de las cosas vivas e inanimadas que la pueblan. El arte, en salirse de esa realidad; en poblar otra más libre, al dictado de un acto de desobediencia o de inquietud espiritual, que sólo acierta a ordenarse, expresándose con honestidad. La exposición «A dos luces» (Galería Carmen Montilla), del pintor Jorge Luis Ballart, es ejemplo de ello. Su obra, aun con un buen camino por andar, tiene ya esa voluntad de estilo que la distingue de las de otros artistas, de todas las edades y tendencias, que llenan las galerías capitalinas.
En esta coyuntura pluralista, la obra de Ballart busca dialogar con su realidad a distancia de las producciones populares en las que se asienta la indagación del otro cauce de la pintura profesional cubana finisecular. La suya, es sustento de una sensibilidad en que lo histórico trascienda, se manifieste en nuevas circunstancias, a sabiendas de que en arte –hoy por hoy– también lo marginal se canoniza, y lo canónico se margina. Esta suerte de inversión tiene su anclaje en la diversidad, apela a aquellos momentos del arte del pasado moderno occidental que mejor se avienen a su discurso visual; es decir, a la eficacia de la representación artística de su tiempo y sociedad, desde la exaltación de otro estadío y otra lectura de la cultura. Una sólida composición y el contraste de las texturas visuales más que el de la luz, refrendan este acierto. El asunto, también. Pero, sobre todo, su creciente capacidad para sugerir iniciativas referenciales y apropiaciones inacabadas desde el detalle. Esta pintura no acierta a erigirse sobre una estética de lo efímero. Su esfuerzo fragmentador, que genera ciertas ansias de inclusión en algo estable, llámese arte o individuo, identidad o cuerpo, y que hace del detalle el todo de la obra –y no la parte–, es su mejor estrategia discursiva. Un pie, un brazo... sugieren un universo visual entretejido de referentes ilustres, particularmente renacentistas y barrocos. La apropiación se consuma en el fragmento, en un número impar de signos visuales que, aunque desgarrados de sus respectivos contextos, contienen aún aquellas verdades sentidas y expresadas como bellas en todos los tiempos. Designar esta pintura como neobarroca, neohistoricista o neoacademicista, es mutilarla. Recordamos más los nombres que nos nombran labios extranjeros, que los propios. La falta de memoria nos obliga a nombrar las cosas. La posmedievalidad de Ballart, como la de otros pintores, viene dada por la crisis de los megarrelatos. Sus apropiaciones son asomos a un mundo inacabado, donde el Hombre espera, a resguardo de lo bello, entre la utopía y el absurdo. Fragmentos: huellas; fragmentos: señales. Un manto púrpura cierra la escena sin concluir el drama; una langosta del golfo de Guacanayabo, sirve de testa a un caballero del siglo XVII; sobre las pulimentadas losas –¿de un burgui?–, la poderosa pierna derecha del Dios del Juicio Final de Miguel Ángel, o de Diana Cazadora de Watteau... La transitoriedad es el espacio-tiempo de estos cuadros; lo inconcluso, su estado de gracia.