La exposición personal «Alma dura», de Verónica Guerra, fue inaugurada en la tarde de hoy, viernes 24 de enero, por Argel Calcines, Editor general de Opus Habana, en la galería exterior del Palacio de Lombillo. Al hablar, la joven artista confesó que una de las motivaciones principales de su apropiación del graffiti fue justipreciar el arte de aquellos creadores que en otras partes del mundo no son considerados como tales, por el hecho de no haber cursado estudios académicos y carecer de medios económicos para hacerlo.

Conformada por once obras de gran formato, la exposición «Alma dura», de Verónica Guerra incluye la pieza titulada Cool, portadilla del Breviario del más reciente número de Opus Habana (Vol. XV, No. 2, jul./oct. 2013), que será presentado el viernes 7 de febrero.

Si un concepto es cercano al arte de Verónica Guerra es el de post-graffiti,1 pero entendido como un juego de equívocos: sus obras parecen arrancadas de esas galerías anónimas que son los túneles subterráneos, las graderías de los estadios, los muros de contención..., mas es solo el pretexto. Ella aprovecha el encuentro del arte académico con el graffiti y otras formas de cultura popular para afianzarse en la autorrepresentación o autorreferencialidad. Por eso hay siempre en sus lienzos una intención especular: Veronik —este es su nombre artístico— se representa (refleja) a sí misma como un icono de la hibridez. Aunque sus pronunciados rasgos caucásicos delatan su ascendencia eslava por vía materna —nació en la otrora Unión Soviética en 1980—, ella es cubana, habanera, desenfadada y libérrima. En todo caso, de proponérselo, podría ser elegida como la musa de los graffiteros que embadurnaron, antes de su caída, el Muro de Berlín.
La alusión a ese símbolo de la Guerra Fría es solamente con ánimo provocativo. Derribada aquella barrera ideológica, quedaron y emergieron muchas otras, porque la historia no tiene fin. Y la prueba son esas infinitas murallas de hormigón que, demarcando por doquier, sedimentan consignas, lemas, signos... desde lo político hasta lo escatológico, desde lo colectivo a lo individual... Es esa carga de «historicidad» que expresa el grafismo espontáneo, transfronterizo, lo que incita a Veronik en su búsqueda de un referente: «Como si mi iconografía ya hubiese sido producida anteriormente en otro lugar del mundo y, al decodificar el mensaje secreto de los graffiteros, sintiera que ellos me ayudan a interpretar mi historia personal».
 Aquí es preciso aclarar algo: graduada de la Academia Nacional de Artes Plásticas de San Alejandro, adonde ingresó gracias a la preparación del escultor René Negrín —según ella misma reconoce—, Verónica Guerra es una artista académica per se. Incluso pudiera aducirse que su más reciente tendencia pictórica constituye una apropiación y/o descontextualización del graffiti para, destilándolo académicamente, traerlo de vuelta al lienzo con fines expositivos, museables, mercantiles... Al respecto, durante su más reciente estancia en Ecuador, debió encarar que se le recriminara por esa disyunción (arte callejero/arte académico) durante las conferencias que acompañaron la muestra de sus obras en varias galerías de ese país. Esta polémica es bastante vieja, pues se remonta a 1983 cuando en la Sidney Janis Gallery, de Nueva York, fue expuesta la muestra colectiva «Graffiti/PostGraffiti». Entonces se acuñó esta dicotomía, introduciéndose el prefijo post para significar que el grafismo transitorio o callejero ya formaba parte de la tradición del arte contemporáneo y debía ser reconocido como un movimiento válido existente.2 
Parecida es la explicación de Verónica cuando, replicando a las críticas —tanto de puristas como de iconoclastas—, otorga a su cultivo del post-grafitti una función redentora: «Supongamos que yo vaciara en lienzos aquellos graffitis que, realizados bajo el signo de la urgencia en los lugares más inhóspitos, terminarán perdiéndose por estar abandonados a su suerte, a la intemperie, sin posibilidad alguna de trascendencia. Llevarlos a la galería o el museo puede entenderse como un acto de redención que trata de perpetuar, aunque sea un ápice, de ese arte callejero»

Sobre estas líneas: la artista Verónica Guerra (Veronik) junto a Argel Calcines, Editor general de Opus Habana, durante la inauguración de la exposición «Alma dura». Imágenes de la derecha: vistas de la galería exterior del Palacio de Lombillo, donde es exhibida la muestra hasta el 24 de febrero.


Cemento, polvo de ladrillo, acrílico..., entre otros materiales que conforman su técnica mixta, reafirman esa intención redimidora, de ahí que sus lienzos parezcan no ya paredes «arrancadas» —como hemos dicho antes—, sino «salvadas» de la faz urbana más recóndita: de los arrabales del municipio Playa, por ejemplo, alejados de sus lujosas zonas residenciales. Allí creció Verónica, aquella «rusita» que se enzarzaba con cualquiera de sus congéneres, no importa que tuvieran la tez bien oscura, y por ello terminó siendo respetada en su escuela y barrio. Aquella niña algo estrábica que logró subsanar ese defecto físico, entrenándose ella misma frente al espejo a entrecerrar un párpado, como una francotiradora que convierte en fusil una de sus piernas y apunta a través de la horquilla de sus dedos. Si la autorrepresentación es, a fin de cuentas, el verdadero sustrato de su obra, bastaría ese icono suyo de disparadora en solitario para singularizar a Veronik entre las demás artistas de su generación.
El verdadero arte siempre aparece donde uno menos se lo espera, pero para encontrarlo es necesario el ojo experto de una francotiradora. Tal vez esta máxima explique mejor esa pretendida función redentora que, a instancias de los críticos, Verónica Guerra reclama para su más reciente creación. ¿Acaso ella anda por el mundo recogiendo graffitis, desde Berlín hasta Quito, que respondan a sus concepciones ideoestéticas? ¿O es que esta artista ejerce primeramente el graffiti y, luego, traslada su propia figuración del cemento al lienzo? ¿O ambas cosas a la vez? Son preguntas baldías. Su obra es única porque es genuina y polisémica. Buscándose siempre a sí misma, perdida entre las galerías laberínticas del ser autobiográfico, Veronik aprovecha el eco de su voz bajo los puentes para encontrarse. Le ayudan los graffiteros de todo el planeta, dejándole mensajes que solamente ella ha aprendido a decodificar.

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1Por post-graffiti (street art, en inglés) se entiende aquella manifestación gráfica que, aprovechando los espacios públicos, ha devenido modo de expresión artística, desarrollando sus propias técnicas, lenguajes y estilos, como es el caso de Bansky, exponente del street art británico. A diferencia del graffiti, que es repetitivo en sus códigos, casi siempre crípticos, el post-graffiti apela a la complicidad entre artista y espectador. Ver F. J. Abarca Sanchís y A. Martín Francés: El postgraffiti, su escenario y sus raíces graffiti, punk, skate y contrapublicidad, Universidad Complutense de Madrid, 2010.
2Cfr. Natalie Hegert: «Radiant Children: The Construction of Graffiti Art in New York City», en Rhizomes, No. 25, 2013. Veáse también Luke Dickens: «Pictures on walls? Producing, pricing and collecting the street art screen print», en City: Analysis of Urban Trends, Culture, Theory, Policy and Action, No. 14, 2010, pp. 63-81.

 

Argel Calcines
Editor general de Opus Habana

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