Este abril se cumplen 61 años de aquella memorable muestra realizada en la galería La Rampa que le otorgó visibilidad pública (y nombre) al grupo Los Once, también en este abril Agustín Cárdenas habría cumplido los 87. No estamos, pues, ante uno de esos aniversarios «cerrados» que muy bien se prestan a magnas conmemoraciones. Sin embargo, esta exposición, «El silencio de las formas», bajo ningún concepto merecía postergarse: el público cubano ha esperado demasiado tiempo para que pudiera producirse, al fin, el encuentro cercano —y a solas— con el más universal de sus escultores.

La exposición «Las formas del silencio», del destacado escultor cubano Agustín Cárdenas, se exhibe en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam hasta el 13 de mayo.


Este abril se cumplen 61 años de aquella memorable muestra realizada en la galería La Rampa que le otorgó visibilidad pública (y nombre) al grupo Los Once, también en este abril Agustín Cárdenas habría cumplido los 87. No estamos, pues, ante uno de esos aniversarios «cerrados» que muy bien se prestan a magnas conmemoraciones. Sin embargo, esta exposición, El silencio de las formas, bajo ningún concepto merecía postergarse: el público cubano ha esperado demasiado tiempo para que pudiera producirse, al fin, el encuentro cercano —y a solas— con el más universal de sus escultores.
Cárdenas salió de las aulas de San Alejandro en 1949. Durante el primer lustro de labor creadora pudo mostrar puntualmente sus obras en su natal Matanzas y en La Habana, las más de las veces compartiendo espacios —la Central de Trabajadores de Cuba, el Lyceum, el Palacio de Bellas Artes— con jóvenes artistas que, como él, se revelaban promisorios para nuestra escena plástica (René Ávila, Raúl Martínez, Rafael Soriano); y, como quiera que integró la nómina fundacional de Los Once, expuso con ese colectivo entre 1953 y 1955 hasta que, a finales de ese último año, se marchó a París. Allí se radicó, y desde allí desplegó a lo largo de más de cuatro décadas una imponente obra que nos enaltece y nos prestigia pero de la cual, justo es admitirlo, conocemos muy poco.
La crítica nacional apenas tuvo tiempo para avistarlo. Guy Pérez Cisneros, quien desde el decenio anterior ya celebraba el excelente baño de depuración que comenzaba a aplicarse la escultura cubana, no alcanzó a confrontarlo. Y es una pena, porque quien tuvo el tino de advertir tan tempranamente la necesidad de ahondar algún día en la formidable interpretación del trópico —ese trópico preñado de magia— que nos ofrecía un Wifredo Lam recién regresado de Europa (1944), sin duda hubiese sabido aquilatar la prodigiosa contribución que significaba, desde sus comienzos en Cuba, la escultura de Agustín Cárdenas. La Escuela de París, en cambio, lo reconoció enseguida. André Bretón lo convidó a participar en la exposición colectiva que entonces se gestaba en la galería de Etoille Scellée (1956); tres años más tarde, fue el Padre del Surrealismo en persona quien respalda la presentación del cubano en la galería Le Cour d'lngres (1959), en la que sería su primera muestra individual en Europa. En breve, el nombre de Agustín Cárdenas quedó inscripto en los importantes diccionarios de escultura moderna que por esa fecha empezaron a editarse en Francia y en España.
Es un hecho que el joven que arribó a la capital francesa con solo 28 años era un escultor sólidamente formado en el dominio del oficio y, lo que es mejor —sobre todo si se cumple lo primero— un artista con intereses y rumbos certeramente identificados. El ejemplar magisterio de Juan José Sicre lo había entrenado para afrontar sin titubeos los rigores y riesgos de la talla directa. De Sicre debió haber aprendido, también, lo útil de colocarse en el momento moderno, después de estudiar bien de cerca a los clásicos. Mas, los clásicos, obviamente, con el paso del tiempo dilatan su nómina, de modo que a las lecciones de Rodin, Bourdelle y Maillol, sumó el joven Cárdenas la pertinaz curiosidad por Jean Arp, Henry Moore y, por supuesto, Brancusi. En La Habana conoció de sus obras a través de fotografías; en París, las contrastó frente a frente.
Al inicio de su trayectoria incursionó en la forja con unos pocos trabajos en hierro, pero la técnica que definitivamente lo sedujo fue la talla, en específico, la talla en madera. Coinciden los estudiosos de su obra al señalar que en Cárdenas la madera es permanencia y es base; base fundamental, diría Javier Giroud, más grave incluso que el metal o que la piedra. Luego, en Europa, aprendió a chamuscarla, a regular los abrasadores efectos del fuego para indagarla en el proceso y descubrir las estrías, las vetas, las venas del material, consiguiendo, al cabo, esa luminosidad inherente a su personalísimo sello. Tan vital e insondable es la relación de Cárdenas con la madera que aún sus bronces y sus mármoles participan de ese recóndito aliento vegetal, perceptible no solo en las flamantes texturas que adquieren, sino en las ondulaciones, las protuberancias y los hundimientos que más que resultantes de una humana voluntad estética, parecieran orgánicas creaciones de la naturaleza.
Es menester insistir en que esa intimidad con la madera cuajó en suelo cubano puesto que, como se sabe, la apelación a la talla directa y el privilegiado empleo de este material han sido factores ineludiblemente asociados a la vocación de reconocimiento identitario que distinguió a la vanguardia escultórica cubana. Sucede, sin embargo, que Agustín Cárdenas a diferencia de sus antecesores y contemporáneos, no se limitó a esgrimirlo en favor de la representación figurativa de aristas temáticas de franca intención nacionalista (las raíces aborigen y africana, lo mestizo, lo popular), ni se conformó con convertirlo en dúctil soporte de audaces interpretaciones abstractas de motivos más o menos asidos a un referente exterior. Desde su etapa habanera, Cárdenas optó por exploraciones mucho más complejas e intrincadas a cuyos propósitos no les estaba permitido ningún tipo de anexión. Así, los primeros tótems, figuras y formas no intituladas convivieron con las parejas, las maternidades, las formas verticales, las columnas de fuego y las plantas antillanas que llegaron después, participando por igual de ese espíritu irredento ante toda suerte de intelectualizaciones. En ese sentido habría que coincidir con Michel Troche cuando sostiene que nada es menos «abstracta» que la escultura de Cárdenas.1 Paradójico aserto, entre nosotros, si es que acaso nos empecináramos en seguir equiparando las nociones de modernidad y de abstracción en la historia de la escultura cubana.
Más sensato sería tratar de explicarnos la acogida inmediata, la ascendente carrera, la admiración que despertó internacionalmente su obra a lo largo de la segunda mitad del siglo xx (la que todavía despierta) a partir del desprejuicio y de la inclusiva avidez de aprendizaje con que el artista cubano comprometió su existencia. Tamaña fascinación y respeto obedeció, asimismo, a la universalidad de sus búsquedas y a la manera genuinamente personal con que logró expresar sus hallazgos. De seguro, Cárdenas tomó conciencia y posesión de ese bien común que es la memoria reunida en el continuo del trato del hombre con la naturaleza. En tanto escultor, supo escudriñar en ella, en su riqueza vegetal y mineral, los secretos de ese universo de formas que escapan totalmente a la voluntad humana; formas que no son abstractas porque, visibles o no para nosotros, están ahí, y han precedido o sucedido desde siempre a todos los diluvios, a todas las glaciaciones...2
La condición afroantillana del artista lo situó, por demás, en una posición de enlaces, de confluencias de etnias, culturas, tiempos y, en consecuencia, de estéticas que se revelan hoy extraordinariamente actuales, vigentes, imperecederas. Como atestigua Édouard Glissant3, el silencio con que el artista viste a sus esculturas nos contagia, nos ofrece cardinales respuestas, a la vez que estimula nuevas preguntas y meditaciones que felizmente se encauzan en introspectivo diálogo con el paisaje interior que nos convoca. Este encuentro a solas que tenemos, por fin, con un valioso segmento de la obra de Agustín Cárdenas nos ayuda a conocerlo mejor y a (re)incorporarlo. Tal es el supremo valor de «Las formas del silencio».

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1Troche, Michel. «Cárdenas droit á l´ independence», en Cárdenas sculpteur (Catálogo). París, Fondation Nationale des Arts Graphiques et Plastiques, 16 de junio-30 de septiembre de 1981.

2Jouffroy, Alain. «Cárdenas et le fond des temps», en Cárdenas. Sculptures et oeuvers sur papier (Catálogo). Géneve. Galerie du Chateau, octobre-novembre.décembre, 1992.

3Glissant, Édouard. Sept paysages pour les sculptures de Cárdenas. Texto escrito en Fort de France, Martinica, marzo 1979.

 

María de los Ángeles Pereira
Especialista en Historia del Arte

 
Arriba: Los enamorados (1982). Escultura en mármol rosado de Portugal. Sócalo negro de Carrara (H. 34.5 x L. 40 x P. 21.5 cm.). Imagen inferior izquierda: Forma vertical (1975) Bronce con pátina carmelita (H. 50 x L. 14 x P. 9 cm.). Imagen inferior derecha: La mano (1965) Bronce con pátina carmelita (H. 32 x L. 83 x P. 12 cm.)

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