A propósito del vigésimo aniversario de la desaparición física del escritor y poeta cubano Eliseo Diego, publicamos esta crónica, en la que su autor expresa su admiración por la obra de quien es considerado uno de los grandes poetas de América Latina.

 «Del viejecito negro de los velorios» presenta lo que podría verse como la relación vida-muerte a través de una situación: la del velorio, un personaje: el viejecito negro…, en un espacio: el de la noche, como circunstancia extraordinaria.

Antes de que la luz y el polvo de una calzada materializaran una definitiva presencia en las letras cubanas, había concebido «Del viejecito negro de los velorios», entre otros textos, en un libro escrito así, como puros Divertimentos.
En este, como en cualquiera de los cuentos del libro, es esencial el detenimiento inevitable de todas las nociones y categorías básicas de la vida estructurada, para participar en lo insólito de una realidad en la que todo se condensa y sublima lo cotidianamente intrascendente. Al final muda de tiempo, no hacia un tiempo común, muda hacia un tiempo consustancial al significante «viejecito». Aparecen las figuras del cierre y da un sobrepasamiento, que alza a la historia y a su protagonista hacia un ámbito definitivamente inusitado. Declara líquida la noche, y la noche como medio de lo onírico. Alcanza un efecto envolvente que proporciona a la narración la consonancia barroca de la obra de Eliseo, con la que se relaciona el interés por la forma más lo que ella contiene, el tratamiento irreal del tema y la connotación simbólica que cobran el personaje y la noche. Resulta la estructura monolítica de las obras de Eliseo que impone una difícil fragmentación sin pérdida de sentido. Resulta, tras el punto final, no el conocimiento de una historia, sino una imagen global: la rara emoción de una pintura.
«Del viejecito negro de los velorios» presenta lo que podría verse como la relación vida-muerte a través de una situación: la del velorio, un personaje: el viejecito negro…, en un espacio: el de la noche, como circunstancia extraordinaria. Entre situación, personaje y espacio no hay elementos contradictorios explícitos; vida y muerte operan reflexivamente. Tenemos entonces que no hay polos, no hay conflicto, no hay dialéctica y, por tanto, una experiencia emocional que no implica progreso ni cambio. De manera que si la noche y el viejecito son agua, esta agua es estanca. El único movimiento que realiza el personaje es de desplazamiento, mecánico, cuando se escurre; y es de notar que en ese punto la narración presenta en una breve secuencia de imágenes fijas (…se escurre entre los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se pierde luego…), como fotogramas, manteniendo la estaticidad envolvente. La manera de construir las más importantes figuras y tropos, alargando, entretejiendo (…se está callado y tranquilo entre las coronas, hecho un cirio de repuesto… o … estará, hasta que le toque velar la tierra calva, muerta de su vejez y de la enfermedad de sus grandes huesos), trasmite una percepción dilatada del tiempo que deja ver un trasfondo metafísico. El mismo relato es una gran imagen que alcanza una profundidad insondable de tiempo enrarecido en unos brevísimos cinco párrafos. Mucho aporta a redundar en la inmovilidad, el uso de verbos que refieren estados más que acciones, el predominio de sustantivos y la adjetivación abundante. Cabe la pregunta: ¿existe el tiempo?
Amén de toda relación con la literatura del siglo XVII, la pintura de esa época nos pone frente al pequeño formato de unos pintores que en Delft recrearon los hogares holandeses como interiores de sus habitantes: detallada la carta que se lee, el vidrio colorido de la ventana, que abre a la luz la leche tibia de un cántaro, el aguamanil brillante, todo bien descrito y silencio inmóvil, revelador y generador, contrapunteando la eclosión vibrante de las grandes mitologías de Rubens: poetizando lo común. Así la recurrencia de Eliseo a encontrar poesía en el interior del hogar, el entorno de la mesa, la casa que envejece como el alma; a menudo un poema a Bella. La pintura del siglo XVII nos pone al lado de lo inmenso inapresable, frente al bodegón, cuajado, protagónico. Junto a lo abierto y lo extenso cobran valor por sí mismos la alacena, los higos, las hojas que se marchitan y las arrugas de los viejos, la suciedad y el polvo como figuras de una profunda reflexión sobre la vida. Dice Eliseo: Voy a nombrar las cosas (…) / los portales profundos, las mamparas / cerradas a la sombra y el silencio. (…) la madera del hombre, la nocturna / madera de mi cuerpo cuando duermo.
Nunca antes del siglo XVII la minucia había tenido tanta importancia; como si el hombre, a un tiempo, hubiese descubierto el mundo infinito y cercano de objetos naturales y producidos y la infinitud del universo, todo en una gran vibración que se percibe divina y material. Cómo entender (cabe) al viejecito, sino como la fruta perenne que ha pasado ya, y está, y presencia todos los finales hasta el final del tiempo y, aún entonces, parecerá que perdura en el cuadro cuando ya del resto no quede el recuerdo. La obra de Eliseo retoma una sensibilidad que ha tenido a través del tiempo un despertar cíclico en la conciencia colectiva.

Alfredo José Bravo Bauzá

Eliseo Diego (La Habana 1920, México D.F. 1994) escribió, entre otros, los libros Divertimentos, Ediciones Orígenes, 1946; Noticias de la quimera, Ediciones Unión, 1975, y las obras contenidas en Poesía y prosa selectas, editado por la Biblioteca Ayacucho. 
 




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