Apelando al lirismo de los poetas decimonónicos y el legado espiritual de Federico García Lorca, puede entenderse la evolución de esta bailarina cubana como directora, maestra y coreógrafa desde que creó su propia compañía en enero de 2012

Cuando vemos a Irene Rodríguez bailar en vivo, nos preguntamos con García Lorca: «El duende... ¿Dónde está el duende?», sabiendo que siempre aparecerá, aunque ella difícilmente sea descendiente de una de «las bailarinas de Cádiz, elogiada por Marcial».

Viendo a Irene Rodríguez congelada toda de blanco, tras los flecos del mantón que, movido al ritmo frenético de la soleá, ha terminado convirtiéndola en una suerte de caracola marina, uno vuelve a rendirse ante el temple de la bailarina flamenca y se solidariza con aquellos poetas que trataron de revelar su secreto. Es el caso del andaluz Salvador Rueda Santos y su poema «El mantón de Manila», una de cuyas estrofas parece haberse escrito mirando esa foto de la joven artista cubana:
Tú con la bailaora vas ondulando,
ceñido al cuerpo suelto como serpiente,
y tus flecos parecen al ir flotando,
rayas de un aguacero resplandeciente...1

El fotógrafo italiano Alfredo Cannatello, quien bellamente ha documentado la más  reciente promoción del ballet cubano, logró una colección de instantáneas que, si miras de un golpe, te hacen sentir la potente gestualidad de la solista. El flamenco se baila en dos dimensiones: a tierra y a cielo, siendo la cintura la frontera de ambos. A tal presupuesto parecen responder dichas imágenes, porque captan gestos del braceo y maneo como símbolos femeninos de ese baile por excelencia. Asimismo, logran registrar los movimientos del cuerpo magro y flexible: ondulaciones de caderas, quiebres de cintura... o, de pronto, Irene Rodríguez se queda estática, dando suaves palmadas, antes de desprenderse a taconear en remate, trasladando sus energías al suelo con una expresión de firmeza y consistencia, de posición ante el mundo. Tratando de unir la tierra y el cielo, explaya tan fuerte temperamento que su cara muchas veces se torna «fosca» (hosca), como el de la bailarina española que impresionó a José Martí:
Baila muy bien la española,
Es blanco y rojo el mantón:
¡Vuelve, fosca, a un rincón
El alma trémula y sola!...2

Excelente retratista, Cannatello captó el influjo de esa fuerza interior que singulariza a la bailaora de recio carácter, haciéndola demasiado apolínea y seria en este caso, por ser cubana. Hasta que esboza una sonrisa de rumbera y aparece el duende, esa figura que no es ángel ni musa, como explicara Federico García Lorca en su celebérrima conferencia que dictó por primera vez en Buenos Aires, el 20 de octubre de 1933: «Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa formas (Hesíodo aprendió de ella). Pan de oro o pliegue de túnica, el poeta recibe normas en un bosquecillo de laureles. En cambio, el duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre».3
A Martí lo inspiró el duende de la gallega Agustina Otero Iglesias, más conocida como Carolina Otero o La Bella Otero, cuando la vio bailar una noche en el teatro El Edén Museé en la calle 23 de Nueva York en 1890. Mientras casi todos se fijaban superficialmente en la mujer de rarísima hermosura e impresionantes proporciones corporales: 1,70 metros de estatura con 51 kilogramos repartidos a razón de 97-53-92 centímetros (busto, cintura y caderas), el poeta también escrutó a la artista en forma gradual, pero tratándose de asomar a los habitáculos interiores de su ser. Como un intento de atrapar la imagen del duende puede considerarse ese poema martiano que describe a la danzante, empleando el recurso del hipérbaton para acentuar con los verbos de movimiento la gestualidad del baile andaluz:
Alza, retando, la frente;
Crúzase al hombro la manta:
En arco el brazo levanta:
Mueve despacio el pie ardiente.

Nacido de la jerga flamenca, síntesis de concepto y metáfora, el «duende» siempre se esfuma ante la imposibilidad de definirlo racionalmente. Por eso, García Lorca decide acudir en su texto a una frase de Goethe refiriéndose al violinista Paganini: «Poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica». Tener duende podría asimilarse como una manifestación espontánea del ser. Es el sentimiento primario que, transido de emociones fuertes —ante la ontología de la muerte, por ejemplo—, transmuta en experiencia estética radical, cuando el artista logra que su resultado sea percibido como genuino. Explica la hipersensibilidad hacia la música barroca de la vieja bailarina gitana La Malena, quien «exclamó un día oyendo tocar a Brailowski un fragmento de Bach: ¡Olé! ¡Eso tiene duende! (...)».4
Considerada una de las archimaestras del baile flamenco, Magdalena Seda Loreto no por gusto es citada por el gran poeta andaluz en «Juego y teoría del duende». Las respuestas de La Malena a una entrevista publicada en el diario La luz (17 de junio de 1933) derrochan espontaneidad al explicar cómo la afición por el flamenco (cante, toque y baile) es una relación emocional que, partiendo de lo individual, se establece con el fin de asegurar la identidad colectiva basada en la tradición. Así, refiriéndose a las jóvenes, se lamenta la gitana, quien ya envejecida —dicen— aún tenía de bruja y princesa, alternativamente:
« (...) hay chiquiyas de éstas que les chorrea el “ange”
por la cara pa beberlo. Pero no tienen afisión. Y pa ser
algo en este arte hay que entregarse a él con los ojos
cerraos, no pensá en los sacrificios, ni en el dinero.
La artista —si lo es— es porque ha nacido así, como
se nace bizco o lisiao. Es una enfermedá que no se
puede una curá por más emplastos que se ponga; un
caló que no se apaga nunca… Grasia, lo que se dice
grasia, tienen las muchachas de ahora en Andalucía.
[…] Pero no sé qué les pasa a las chiquiyas de ahora
para aprendé el baile flamenco. ¡Son más flojas que el
tabaco inglés!».

A la cubana Irene Rodríguez esa enfermedá se le manifestó de una manera peculiar, según me contó al preguntarle cómo se inició en el flamenco:
«De niña era muy inquieta, extrovertida y feliz. En mi casa me decían “la campanita”; siempre sonriente. Desde muy temprano me encantaron las manifestaciones artísticas: el canto, la poesía, la danza… menos la pintura; nunca me quedó bien ni siquiera una casita. Eso sí, me demoré en caminar. Al año aún no quería dar ni un paso (creo que estaba guardando las energías para lo que vendría después); tanto fue que preocupé a mi madre y hasta me llevaron al ortopédico.
»En mi casa siempre se respiró la cultura española, pues mis abuelos son naturales ibéricos, así que yo me sabía las canciones de Lola Flores, los Chavales de España, Pedrito Rico... Figúrese que me ponía en las manos los llaveros de mi mamá y mi abuela como si fueran castañuelas y los hacía sonar por toda la casa.
»Problemas familiares impidieron que yo comenzara a recibir clases de danza a temprana edad. No fue hasta los diez años que me apuntaron en clases de ballet en los talleres del Gran Teatro de La Habana con la maestra Clara Margarita Martínez, Clarita, quien había sido compañera de mi mamá cuando eran niñas en Pro Arte Musical. ¿Qué cree? Un día la maestra del salón contiguo, Andrea Méndez, que impartía clases de  Danzas Españolas, bajó conmigo de la mano y preguntó quién era mi mamá, a lo que esta respondió asustada. Entonces la maestra, con el tono pausado que la caracteriza, le dijo: “Mamá, usted me debe pagar dos meses de clases de danzas españolas de su niña”. A lo que mi mamá, sonriente, le respondió: “No, maestra, usted está equivocada, mi niña lo que recibe son clases de ballet”. “No, mamá, la que está equivocada es usted”. Y es que yo me escapaba todos los días a mitad de clase hacia el salón de al lado, pues el flamenco me apasionaba. Recuerdo que esa noche, de regreso a la casa, mi mamá me estuvo peleando todo el camino y la razón fundamental era que ahora cómo iba a  conseguir, en pleno Período Especial, castañuelas, zapatos, abanicos, mantones... Menos mal que, como siempre, igual me apoyó».

¿Cómo jugaba con los demás niños y, a la misma vez, desarrollaba el alto poder de concentración y aislamiento que exige el baile flamenco?
No era de jugar con otros niños. Siempre fui muy de mi casa y cuando comencé a bailar dejó de existir todo lo demás. Hasta dejé mis clases de piano, que ya iban bastante avanzadas, pues lo que quería era taconear y tocar las llaves-castañuelas todo el tiempo, en vez de sentarme al piano. Desde mi primera lección supe que la danza era mi verdadera vocación.

¿Todo tipo de danza?
A mí la danza clásica me fascina; quien me conoce y conoce mi estilo sabe la importancia que le profeso, pero la pasión y la entrega con que son interpretadas las danzas españolas, siempre han tenido más que ver con mi temperamento. En tres ocasiones durante mi carrera, en los que estuvieron en balanza un estilo u otro, ya fuerapor decisión propia o por azares del destino, siempre el género español fue mi camino, hasta dedicarme por entero al flamenco.

Cuando vemos a Irene Rodríguez bailar en vivo, nos preguntamos con García Lorca: «El duende... ¿Dónde está el duende?», sabiendo que siempre aparecerá, aunque ella difícilmente sea descendiente de una de «las bailarinas de Cádiz, elogiada por Marcial». Esta referencia lorquiana remite al poeta latino del primer siglo después de Cristo y sus descripciones de la Puellae gaditanae: las danzantes andaluzas que excitaban a las huestes romanas con sus provocativos cuerpos, ondulándolos muellemente, al tañido de sus crusmata baetica (castañuelas de metal). De origen incierto, el flamenco podría haber tenido ese antecedente, junto a otros que terminaron sincretizándose a lo largo de los siglos, incluyendo la ascendencia africana.
Diferente del ángel y de la musa, porque «quema la sangre como un trópico de vidrios» —siempre al decir de Federico—, el duende puede irrumpir de pronto cuando la bailaora cubana empina lentamente las caderas a la usanza de las negras rumberas en su contoneo de seducción. Es apenas un guiño de espaldas al espectador, pero sorprende la gracia con que aprovecha el toque a compás binario para ralentizar esa sensación de movimiento adelantado, resultante de la anticipación rítmica, síncopa, acento y dinámica. Sintetiza en un gesto lo que hizo decir a García Lorca en otra de sus conferencias más conocidas, cuando evocó su llegada a La Habana desde Nueva York, el 7 de marzo de 1930: «Y salen los negros con sus ritmos que descubro típicamente del gran pueblo andaluz, negritos sin drama que ponen los ojos en blanco y dicen: Nosotros somos latinos”».4
Fue su primera y única estancia en Cuba, noventa y ocho días en total hasta que zarpó hacia España, el 12 de junio de 1930. Habiendo publicado Libro de poemas y Poema del cante jondo, ambos en 1921, ya era conocido entre los cubanos por la revista Social, en la que había aparecido una muestra de esa primera etapa en 1926. Un año después de ver la luz su famoso Romancero gitano (1927), esa publicación habanera reprodujo «Romance de la luna, luna» y «La casada infiel », este último dedicado a Lydia Cabrera y su negrita, una referencia un tanto jocosa a la doncella de esa raza que acompañaba a la autora de El monte.
Aunque «Juego y teoría del duende» fue leída por primera vez en Buenos Aires en 1933 —como ya se ha dicho—, es muy posible que García Lorca haya utilizado ese «concepto-metáfora» en alguna de las cinco conferencias que dictó exitosamente en La Habana, en el desaparecido Teatro Principal de la Comedia, para los socios de la Institución Hispano Cubana de Cultura. Pudo ser al disertar sobre «La arquitectura del cante jondo», el 6 de abril, pues resulta conjeturable de una carta que escribió a sus padres desde Nueva York: «Y me enviáis también, si tenéis, la conferencia del cante jondo. No para darla como está, sino para recoger las sugestiones de ella, ya que es un asunto muy importante, y que yo voy a presentar en polémica, no sólo en Cuba».5
A la tal polémica contribuye la bailarina flamenca —entiéndase, Irene Rodríguez— cuando cimbrea sus caderas con una expresividad rítmica que sublima la tradición afrocubana en el simple acto de recogerse la falda, como evitando el «vacunao». Es un gesto mínimo, imperceptible —posiblemente ni ella misma se da cuenta—, pero apunta a Mongo Santamaría y su tesis de que el guaguancó nació cuando los afrocubanos trataron de cantar flamenco.6 «Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende», afirma García Lorca que oyó decir a Manuel Torre. Y si escuchamos a este cantaor gitano y a aquel percusionista cubano, ambos al unísono, sus opiniones tributan a que las culturas gitana, andaluza y afrodescendiente comparten un mismo origen misterioso y sincrético. Como eternas y ancestrales «sugestiones », los espíritus del cante jondo y el toque de tambor impulsan a que la gestualidad de la bailaora cubana sea marcada por ese homúnculo de la sangre, que no es musa ni ángel: el duende lorquiano.

¿Es posible la fusión entre lo flamenco y lo cubano? ¿Su escuela de baile ya está enrutada a lograr esa mezcla? ¿Ha pensado en una pedagogía propia?
La identidad aparece en todo lo que hacemos. A pesar de que mi técnica de pies, de manos, etc., es exactamente la misma que se enseña en los conservatorios de España, es imposible expresarme a través del movimiento sin que afloren esos rasgos sensuales y de carácter que nos identifican como nación. Al principio fue un proceso inconsciente y muchas personas, incluso afamados bailarines españoles, me hicieron notar lo sui géneris de mi estilo, que a la vez de verse la técnica y la expresión más genuina de las danzas españolas, también se veía implícita en mí la cubanía.
Estoy muy enfocada en crear nuevas tendencias que hagan evolucionar el género ibérico, que también —por qué no—, después de tantos procesos de ida y vuelta, es nuestro. Me interesa fusionarlo con todo aquello que amplíe su vocabulario escénico, como pueden ser las artes dramáticas, la danza contemporánea y, por supuesto, muchas veces, nuestros ritmos nacionales.
Un ejemplo es mi más reciente estreno coreográfico, que presenté en la gala de clausura del 26 Festival La Huella de España. Con el título El último gaitero de La Habana,  representa un homenaje a Eduardo Lorenzo, quien fuera el último gallego gaitero que echó raíces en nuestra isla, transmitiendo los secretos de la ejecución y la confección de icono de la cultura española que es la gaita. Decidí unir ese instrumento tan  característico de la música del norte de España con la guitarra flamenca y con los tambores batás. Estoy convencida de que es la primera vez que se abrazaban las voces de estos tres instrumentos. Cualquiera pensaría: ¡qué dispar!, pero para nada. Si usted los escucha cantando juntos, no osaría volverlos a separar.
¿Pedagogía propia? Por supuesto. Creo mis propios ejercicios y enseño a mis estudiantes según mis preceptos artísticos y técnicos, aunque siempre respetando los estudios que anteceden a la formación de las diferentes técnicas; eso sí, intentando imprimir mi propia huella. Intento con mi estilo hacer confluir la tradición y  modernidad de este género tan español y a la vez tan nuestro, a través de mi manera, muy cubana, de afrontarlo.

La relación entre Irene Rodríguez y el legado espiritual de Federico García Lorca se hace más sugestiva si atendemos a su evolución como directora, maestra y coreógrafa desde que creó su propia compañía en enero de 2012. No es una casualidad que, ese mismo año, por su obra El crimen fue en Granada, inspirada en el poema homónimo de Antonio Machado, obtuviera el Primer Premio en el VIII Certamen Iberoamericano de Coreografía Alicia Alonso, «por reunir, de manera original, el flamenco, la danza española, la danza contemporánea y la interpretación», según el acta del jurado.
Juego y teoría se conjugan en el plano poético cuando Irene Rodríguez concibe por sí misma su espacio de actuación, supeditando el toque y el cante a una praxis performativa que obedece al dictado de su propio yo: una bailaora cubana que desafía los límites de la tradición clásica flamenca, pero amándola, comprendiéndola y respetándola. Para ello recurrió a un elemento que resignificó como símbolo en su espectáculo «Aldabal», presentado en el XXIV Festival Internacional de Ballet de La Habana. El acto de aldabear —o sea, de golpear repetidamente con las aldabas— era recreado con «la ejecución de las castañuelas, tan típico de la danza española, pero que últimamente las compañías lo están obviando un poco y he querido rescatarlo en su forma más virtuosa», según explicó entonces.
El ojo avezado de Cannatello también supo captar a esa niña que solía «poner en las manos los llaveros de mi mamá y mi abuela como si fueran castañuelas». Haciéndolas sonar precozmente por toda la casa, con esa iniciación infantil se repetía el misterio del instrumento idiófono, cuyo chasquido al vibrar por acción de las bailarinas flamencas inspiró estos versos incluidos por Federico en Poema del cante jondo:
Crótalo
Crótalo
Crótalo.

Escarabajo sonoro.
En la araña
de la mano
rizas el aire
cálido,
y te ahogas en tu trino
de palo.

Crótalo.
Crótalo.
Crótalo.
Escarabajo sonoro.

Recuerdo aquellas jornadas del Teatro Martí —viernes 6, sábado 7 y domingo 8 de marzo de 2015—, cuando Irene Rodríguez retornó a ese escenario para conmemorar un año de haberse restaurado como «coliseo de las cien puertas». Precisamente Entre estas puertas se llamó el espectáculo, significando «la incertidumbre en la toma de decisiones en la vida de un ser humano, los diferentes caminos que pueden cambiar diametralmente nuestro futuro». Tres noches seguidas levantó al auditorio con sus soleá; tres noches seguidas en las que me solidaricé con aquellos cronistas decimonónicos que, como testigos invaluables, tuvieron a bien dejar sus impresiones en rima y metro, cuando no había manera de conservar la imagen en movimiento, salvo con esos recursos de la lírica.
¿Cómo animar a una bailarina extenuada?, sería la última pregunta de mi cuestionario. Pero no me atreví a hacerla, por aquello de ¡Vuelve, fosca, a un rincón/ El alma trémula y sola!... Me bastó que Irene Rodríguez me enviara por correo electrónico la foto en que parece una caracola marina. «El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena», asevera García Lorca en su texto de marras y advierte: «Pero  imposible repetirse nunca. Esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite nunca, como no se repiten las formas del mar en la borrasca».

Argel Calcines
editor general de Opus Habana


1 Salvador Rueda Santos: «El mantón de Manila», en En tropel. Madrid, Tipogr. M. G. Hernández, 1893.
2 José Martí: «La bailarina española», en Versos sencillos. Nueva York, Louis Weiss & Co., Impresores, 1891.
3 Federico García Lorca: «Juego y teoría del duende», en Conferencias (dos vol.). Madrid: Alianza Editorial, 1984. Esta conferencia se ha publicado también con el título de «Teoría y juego del duende», pero nos atenemos al criterio del hispanista estadounidense Christopher Maurer, quien la recopiló con ese nombre.
4 Federico García Lorca: Conferencia-recital sobre Poeta en Nueva York, en Poeta en Nueva York y otras hojas y poemas. Madrid, Tabapress, Fundación García Lorca, 1990.
5 Federico García Lorca: Epistolario completo. Ed. Christopher Maurer y Andrew A. Anderson. Madrid: Cátedra, 1997.
6 Esta idea fue refrendada por el musicólogo Odilio Urfé en su trabajo «Presencia africana en la música y la danza cubanas» (África en América Latina, compilación de Manuel Moreno Fraginals, Siglo XXI, 1977), cuando afirma: «En la danza del guaguancó hay que reconocer una cuota hispánica (más bien flamenca) superior a la africana».

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