Palabras del Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal Spengler, al prólogo del libro Artículos de Costumbres, de Emilio Roig de Leuchsenring, publicado en 2004, por Ediciones La Memoria, del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, y la Editorial Boloña (Oficina del Historiador).

Nacido en la calle de Acosta número 40, no lejos de la iglesia y del Real Colegio de Belén, que sería luego su casa de estudios, la infancia de Emilio Roig de Leuchsenring  transcurrió en el seno de uno de los barrios populares de La Habana.
Con esa gracia y forma de vivir tan nuestra, las familias que como los Roig de Leuchsenring disfrutaban de un status acomodado, no se distanciaban de los que tenían menos recursos en esa especie de promiscuidad que fue un sello característico del antiguo patriciado.
Coinciden en él dos tradiciones: la primera, la de los Roig —rojo en lengua catalana—, sólida en cuanto a sus conocimientos del comercio y en la que, según su propio testimonio, se habían desempeñado por largo tiempo hasta que ya en Cuba tomaron otro camino. El más privilegiado, sin dudas, fue el que llevó a su tío Enrique al exclusivo ámbito del foro habanero, donde brilló por su sabiduría y elocuencia.
Y la segunda, la de los Von Leuchsenring, que adquirió notoriedad por tener sobre el dintel de la puerta de su casa el escudo de la ciudad libre de Hamburgo que integró la hansa, importante asociación de ciudades-estados en tierras germanas. Precisamente en la calle del Obispo número 39 se hallaba la farmacia de Hermann Leuchsenring, sitio en el que pasaba tantas horas.
Siendo un niño amable y gentil, debió esencialmente este rasgo de su carácter al de su madre, quien cuidó de los hijos con ternura.
La plazuela de Belén fue el lugar propicio para sus juegos, llamando poderosamente su atención el arco y la torre. En lo alto de esta última, el sabio padre jesuita Benito Viñas estudiaba por aquel entonces las leyes naturales que regían uno de los más temidos y frecuentes fenómenos de la naturaleza tropical: el ciclón.
El primer artículo de Roig de Leuchsenring para El Fígaro vio la luz el 4 de agosto de 1912. Este trabajo era ya un atisbo de lo que sería su quehacer periodístico futuro en el que él asume, con la vertiente costumbrista, uno de los signos de identidad del carácter cubano.
Y no podía ser de otra manera. Desde su hogar, adonde llegaban a golpear la aldaba de la puerta vendedores que pregonaban los más disímiles productos, podían percibirse claramente los toques de tambor con que los miembros de los Cabildos solemnizaban sus fiestas; el paso de los cofrades en su andar al vetusto templo, el mismo en que la eximia Gertrudis Gómez de Avellaneda había depositado la áurea corona de laureles con que la intelectualidad había querido ceñir su frente al volver de su prolongado alejamiento.
Tal y como los había juntado Víctor Patricio de Landaluce, allí, estaban con su facha desaprensiva, los guapos de Belén con su atrabiliario y gracioso andalucismo; las mulatas de rumbo o los chinos cantoneses a quienes se apodaba de Manila.
Con su incipiente vocación, se grabaron en forma indeleble las figuras de los novios de balcón y de ventana; las travesuras de los mataperros y de los bufones modernos; las peripecias del conocido joven; los infortunios del médico de los muertos; las penurias de los maridos carceleros; los atributos de la niña precoz; las infinitas variedades de pesados, como los rompegrupos; el muy abundante tipo de familia distinguidísima… Ahí está la génesis de su acierto.
Lector insaciable, creyó sin embargo en la virtud de la memoria popular y dejó constancia en sus artículos y escritos posteriores de la utilidad de lo uno y de lo otro.
Gran conversador, escuchaba con paciencia y gozo a todos aquellos que contribuyeron de manera notable a forjar tan fascinante imaginario. De ahí que siendo muy joven pareciese que hubiese sido testigo de otras vidas.
Su afición por lo universal jamás limitó su ardorosa y militante cubanía.
Nacido en 1889, muy temprano colocó sobre su escritorio aquella pequeña torre de Eiffel con que, al decir de Martí, la modernidad se había erigido su propio movimiento. Y es que ambos emergieron al unísono. La réplica del monumento fue como su temprana consagración a las luces del humanismo.
Admiró las crónicas y pasajes de José de Armas y Cárdenas, José Victoriano Betancourt, el Conde Kostia… y escogió para sí diversos seudónimos como el de Hermann Leuchsenring, Unoquelovio, Unoquelosabe, Cristóbal de La Habana, Juan Matusalén Junior, El Curioso Parlanchín
Los artículos de costumbres modelaron su tan agradable y directo estilo y quedaron para siempre en el acervo de su inagotable creatividad.
Agradezco al Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau y a mi incansable amigo Víctor Casaus la publicación de este libro y a las autoras, cuya devoción por la obra de Emilito bien conozco, sin poder evitar que, al escribir esta letras breves, aparezca ante mí la imagen amada del maestro sin cuya vida y obra la nuestra habría sido imposible.

 

 

Eusebio Leal Spengler
Historiador de la Ciudad de La Habana

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