Luego de unos quince años sin exponer en Cuba, Moisés Finalé acaba de irrumpir en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana con la muestra «Herido de Sombras», que remite a la más pequeña de las obras expuestas: una tela 100 x 73 cm, pintada en acrílico.
Entrevista concedida por Moisés Finalé a Argel Calcines, editor general de la revista Opus Habana, durante una visita a su exposición personal en el tercer piso del edificio de Arte cubano, del Museo Nacional de Bellas Artes.

 En la introducción al catálogo de esta muestra, Yolanda Wood acierta en afirmar que has hecho de tu pintura «un espacio de convivencia de todos los espíritus (...), una geografía donde cohabitan los mitos de las más diversas procedencias en un nuevo contexto de significados (...)» ¿De qué modo se inserta en ese espacio el fuerte espíritu de Wifredo Lam? ¿Cómo conviven los elementos afrocubanos con las esfinges egipcias, por ejemplo?

 

Para comenzar, la pregunta es un poco extensa. Pero podría decirte que, más allá de los elementos afrocubanos, a mí la pintura de Lam me entra sinceramente a partir —vamos a decir— del plano espiritual. Es como si él estuviera siempre en mi estudio... Lo otro que me interesa de Lam es cómo logró conseguir un lenguaje mucho más universal, capaz de hacer llegar su obra a un público diverso y variado como puede ser el público europeo, que aceptaba sus propuestas aunque entendieran poco o nada de africanía.
Eso por una parte; por la otra, yo pienso que lo afrocubano entra en mi obra de una manera espontánea —digamos que hasta ingenua— cuando en los años 80 me dediqué a estudiar, a perseguir el arte popular cubano de la época. Éramos un grupito de pintores motivados con ese tema, que yo recupero después —de una forma más pensada— cuando llego a París y empiezo a identificarme directamente con lo que representa la cultura africana, el arte de Lam y toda la pintura contemporánea en general, empezando por Picasso.

Recuerdo que en la exposición de Lam que se hizo en el Musée Dapper (París, 2001), se mostraron objetos de su colección personal como algunas esculturas indígenas —creo que había algunas hasta de la Isla de Pascua—, y uno como que reconocía en sus cuadros las reproducciones de esos objetos, formando parte ya de la propia imaginería del artista. En tu caso, esas figuras tridimensionales que incorporas a tus lienzos, ¿tienen algún origen fetichista, o sea, objetual?

No, ningún origen de ese tipo; son formas creadas expresamente por mí. Puede suceder —como es el caso de Los guardianes (1997)— en que esos guerreros representados a ambos lados de la figura escultórica sí tienen un origen y una representatividad dentro de una tribu africana. Pero las esculturas siempre salen de mi imaginación... son como una adoración mía personal. No hay influencia de ningún lado.

 Además de esos elementos escultóricos que incorporas a los lienzos, ¿haces escultura puramente?

 

Esa idea comenzó en 1984, durante la Primera Bienal de La Habana, cuando yo ponía cosas infladas en los cuadros, y desde entonces la he seguido hasta llegar al metal en 1995. Pero ahora también estoy haciendo esculturas —puramente, como tú dices— que tienen hasta uno y dos metros de altura. Las hago, grandes y pequeñas, en materiales diversos.

¿Qué materiales usas en las esculturas? ¿Y para pintar?

Uso diferentes aleaciones de latón, y ahora estoy trabajando el barro, el bronce... En cuanto a las pinturas, uso indistintamente óleo y acrílico.

Retornando al problema de los mitos. ¿Estás de acuerdo con que se hable de una suerte de influencia egipcia en tu obra?

Yo no sé cómo el arte egipcio viene ni cómo entra en mi obra, pero muchas personas lo dicen ver. Yo más bien pienso que, de una forma u otra, en mí hay una recuperación de todos los elementos de diferentes culturas que he ido acumulando en mis viajes: del andar europeo, por México, por Perú, por diferentes lugares... Uno como que va recibiendo todo ese lenguaje, y te va entrando en una forma ingenua, y a veces no tan ingenua, porque terminas estudiando profundamente.
En cuanto a la influencia del arte egipcio, en ningún momento me he identificado con ella, en ningún momento. Ni siquiera he cogido un libro para tratar de reproducir un dibujo, una imagen, o averiguar su significado.

 Al referirte a las apropiaciones o influencias en tu pintura, usas desprejuiciadamente el calificativo de «ingenuas». ¿Aceptarías que tu obra fuera calificada de «neobarroca» en el sentido de que asimila todo a un mismo nivel de profundidad para conformar un tinglado meramente visual?

 

Ya desde los años 80, Gerardo Mosquera hablaba de mi obra como barroca; también Aldo Menéndez y otros críticos se referían a ella en esos términos. Incluso en París se ha hablado de ese barroquismo... Y yo pienso que sí (sonríe), estoy perfectamente de acuerdo... A veces está ese barroquismo; a veces, no, pues el lenguaje es mucho más simple... De todas formas, ese es el resultado de lo que somos nosotros mismos acá, en Cuba.

Hacía ya unos quince años que no exponías en Cuba. ¿Cuánta diferencia hay entre esta exposición y aquella de 1988?

Con toda esa arrogancia que a veces tenemos los pintores, podría decirte que aquella exposición era de un pintor mucho más joven, buscando cosas, tratando de encontrar distintos asideros tanto en el plano individual como en el plano colectivo, que en aquella época era muy importante aquí.
Esa muestra se titulaba «Alto, medio y bajo», y era mucho más conceptual, tal vez porque respondía a un problema de moda, y yo quería estar también a la moda. Partía de un libro de Umberto Eco —Apocalípticos e integrados—, que yo interioricé mucho, y mis pinturas recreaban el tema de El Zorro. Fue de esa serie que el Museo Nacional me compró, por primera vez, un cuadro.
De modo, que aquella exposición no resiste ninguna comparación con «Herido de Sombras», la cual ha sido pensada en París, muy lejos de Cuba, pero pensando en Cuba hasta cierto punto... Y es que las diferencias son abismales pues yo me siento más seguro conmigo mismo, o porque quizás ya yo estoy también más viejo.

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