«A través de la pintura, no sólo podía contemplar la naturaleza sino revelarla, darla a conocer desde mis perspectiva y visión, con el deseo que el espectador pudiera experimentar también las mismas emociones que yo sentía cuando estaba parado frente a un paisaje. Era algo que no lograba con la simple fotografía».

Desde finales de los 90 del siglo XX, el movimiento paisajístico en Cuba ha cobrado un auge incuestionable, incorporando cada vez más a jóvenes creadores que, con formación académica o autodidacta, optan por ese género pictórico de profunda entraña identitaria.
A esa reciente hornada de paisajistas cubanos pertenece Ernesto Estévez García, de quien Eusebio Leal Spengler expresara en 2007: «Sabe captar la realidad circundante para hacer arte original y distinto... A la vez sostiene la paleta y de ella toma el secreto mágico de los colores y los lleva al lienzo para que perduren en el tiempo los idílicos parajes de nuestra tierra, apenas perturbados por la presencia del hombre: el pintoresco bohío, la Ceiba altiva, el valle esquivo entre nubes, la sierra que desciende en riscos hasta la orilla de la mar, el alba que disipa el manto de nubes sobre el monte misterioso y poético…».
Al recordarle esas palabras elogiosas para con su obra, tímidamente y casi como excusándose, Ernesto me confesó que nunca antes había sido entrevistado por la prensa escrita. «Sólo lo hizo en una ocasión un colega suyo de la emisora Habana Radio (Oficina del Historiador de la Ciudad), cuando en 2002 inauguré mi primera exposición personal “Metáforas del paisaje”, en la galería La Acacia», reconoce.
Nuestra conversación formal tuvo lugar un domingo de diciembre de 2010, en Santa Catalina y D´Strampes —en Santos Suárez, municipio 10 de Octubre—, donde tiene un pequeño estudio, muy próximo a la vivienda de su madre. En ese barrio ha vivido durante varios años; una zona que, aunque capitalina, cuenta con frondosos árboles en sus amplias avenidas y calles, por las cuales transita diariamente, recibiendo el saludo de vecinos y amigos.


... me complace más que el mar. (2007). Óleo sobre lienzo (120 x 80 cm). La loma del cimarrón. (2006). Óleo sobre lienzo (120 x 150).

Un poco entre sorprendida y orgullosa —pues no siempre se tiene el privilegio de ser la primera—, se me revela este «hacedor» de paisajes: un hombre más bien de pocas palabras, como suele suceder con los artífices que, al igual que él, manejan otros lenguajes. En su caso, el de las imágenes, tanto las captadas con ayuda del lente de una cámara fotográfica, como las de aquellas campiñas que transmuta al óleo, manipulándolas a su antojo: colocando brumas por aquí, añadiendo verdes por allá…  
Pero, ¿cómo sería su vida de pequeño? ¿Cuáles fueron las circunstancias que lo llevaron a convertirse en fotógrafo? ¿Por qué la fotografía pasó, de ser la actividad fundamental en su vida, a herramienta imprescindible de trabajo para su carrera de pintor? ¿En qué aspectos su poética paisajística se diferencia de las de sus contemporáneos? ¿De quiénes se considera deudor?... Fueron algunas de las interrogantes que comenzamos a dilucidar durante aquella mañana dominical.

ENTRE MITOS Y LEYENDAS

«Tuve una infancia muy feliz», asegura el pintor, para añadir que, como casi todo niño, era inquieto, alegre, activo... Amaba la libertad, la aventura y las travesuras. Con sólo ocho años se escapó de su casa para ver el malecón habanero. «Por hechos como ésos, yo recibía castigos, y créame que no fueron pocos. Encerrado en mi cuarto, privado de juegos y de televisión, entonces, como única opción, recurría a los libros de aventuras e historias fantásticas. Junto a Julio Verne, Emilio Salgari y Jack London —mis autores preferidos— escapaba de mi tediosa prisión y emprendía nuevamente viajes. Libros como Oros Viejos, con sus llamativas estampas; Mitos y leyendas de la Antigua Grecia y Los conquistadores del fuego, entre muchos otros, sirvieron de inspiración para mis primeros dibujos; abonaron mis fantasías y sueños infantiles».
Fue temprana su afición a las cámaras fotográficas, porque nació prácticamente en el estudio de su padre, en los laboratorios de fotografía de los Estudios Fílmicos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Como residían en el mismo edificio, desde muy pequeño frecuentaba el lugar. «Siempre estaba metido en el cuarto oscuro. Me gustaba, sobre todo, aquella magia de ver cómo del papel en blanco salían las imágenes… Mucho papel que le eché a perder a mi papá por el instinto infantil de, en medio de la oscuridad, ver  la lucecita y encender la luz principal —¡tac!— en el momento en que él estaba trabajando…»
En la casa ocurría igual, pues su padre llevaba las cámaras y el pequeño Ernesto sucumbía ante su encanto: «Despertaban mucha curiosidad; quería cogerlas, palparlas, intentar tirar fotos, tratar de capturar mis propias imágenes…»  Por otro lado, el ambiente en general que se respiraba en el hogar resultaba propicio, ya que la madre era editora también de aquella dependencia de las FAR. Y se reunían los amigos del papá y de la mamá para conversar sobre  cine, fotografía… «Todo aquello formó parte de mis ideas y de mi visión del mundo».

La roca II (2007). Óleo sobre lienzo (100 X 150 cm).

Hacía 1985, cuando Ernesto tendría unos 18 años, el padre decidió llevarlo a trabajar con él. «Hubo un momento de mi vida que me “regué” un poco; me gustaba mucho la música rock; deambular con grupos de amigos… y me “descarrilé”. Entonces el viejo mío, que sabía de mi inclinación hacia la fotografía, cargó conmigo. Comencé a aprenderla de manera seria; pasé algunos cursos; busqué literatura... en fin, me prepararé hasta que, ahí mismo, en los Estudios Fílmicos de las FAR, enfrenté mi primera evaluación como fotorreportero».
Posteriormente cursaría un curso de fotografía con fines de investigación científica y, enrolado en un grupo de jóvenes que practicaban la Espeleología, iniciaría su periplo por cuevas en Matanzas y Pinar del Río. En tiempo de vacaciones se la pasaban hasta 15 o 20 días metidos en el monte, cocinando con leña, pescando en el río, comiendo frutos, casi en régimen de sobrevivencia. Ernesto asumía aquellas excursiones como aventura y pura curiosidad, sin sospechar realmente la connotación y los cambios que traerían a su vida.
«Desde el primer viaje quedé fascinado ante ese  mundo nuevo para mí, que desprendía un cierto misterio. Era como cruzar el inframundo o el reino de Hades. A cada paso corríamos peligros reales; había mucha adrenalina en todo aquello, lo que contribuía a darle más emoción. Era un vínculo fuerte; disfrutaba mucho ese ambiente; me sentía como parte de él y, después, al regresar a la ciudad, extrañaba el campo… ».
Siempre iba con su cámara al hombro, intentando documentarlo todo. Encontró en ese universo una verdadera oportunidad para poner en práctica lo aprendido. Era un verdadero reto, pues lo hacía en condiciones difíciles de luz, pero que, a la vez, le brindaban una oportunidad única. Ernesto se muestra más locuaz que de costumbre al rememorar aquella experiencia:
«De pronto podíamos encontrarnos en salones inmensos como grandes catedrales, entre corredores de imponentes columnas blancas como de mármol de Carrara o el más fino alabastro. Con trípodes, flash en mano, filtros de colores y uno o dos faroles chinos, me gustaba convertir el mundo de las tinieblas en un mundo de luz y color, salpicando las paredes, columnas, estalactitas y estalagmitas con flashazos de colores».
Lo que en principio era divertimento, se convirtió en algo muy serio, que él califica como una «verdadera experiencia espiritual, pues cambiaron mis conceptos y prioridades; empezó a formarse no sólo en mí, sino también en todo el grupo, una conciencia ecologista: queríamos proteger esos santuarios naturales».
En 1988, en respuesta a una convocatoria del Salón Nacional de Fotografía 26 de Julio, sin muchas expectativas, Ernesto se decidió a participar con un reportaje sobre el mundo de las cuevas y, para sorpresa suya, ganó el primer premio en la Categoría de color.
«Sería el primer reconocimiento a mi trabajo y definitivamente un gran estímulo para mi vida».

EL SALTO A LA PINTURA
En 1990 pintó su primer óleo —que todavía conserva—, con el tema de Charlot, el emblemático personaje de Charles Chaplin. Ya para ese momento era fotógrafo en la Casa Central de las FAR, y había llegado a la pintura motivado por el favorable ambiente para la creación existente en esa institución. Allí conoció a varios artistas, entre ellos al escultor y pintor Leo D’Lázaro, quien impartía un taller y le proporcionó los conocimientos básicos: cómo dominar los soportes del óleo, cómo mezclar los colores, cómo preparar un lienzo…
Pero en lo adelante, de una forma u otra, apareció siempre la naturaleza, lo que él justifica con la huella tan favorable que le dejó la Espeleología. «A través de la pintura, no sólo podía contemplar la naturaleza sino revelarla, darla a conocer desde mis perspectiva y visión, con el deseo que el espectador pudiera experimentar también las mismas emociones que yo sentía cuando estaba parado frente a un paisaje. Era algo que no lograba con la simple fotografía. También tenía la oportunidad de modificarlo, de hacer más énfasis en uno u otro elemento, quitando o añadiendo lo que deseaba, manipulando las luces, las brumas y los colores, dándole dramatismo o alegría, según quisiera».
De esa manera, la fotografía dejó de ser en Ernesto Estévez un fin para convertirse en un medio, en una herramienta necesaria que le permite acumular cientos de imágenes, hacerse de un rico archivo que, a la hora de componer y estructurar un cuadro, le posibilita incrementar elementos en el proceso creativo. «Puedo traer el paisaje al taller, más allá de las inclemencias del tiempo, la lluvia, el viento, el polvo, el sol abrasante…»
Por no tener formación académica alguna, considera que fue muy duro el proceso de aprendizaje; incluyó tanto el ensayo como el error, y, en la práctica, cada pieza se convertía en una verdadera escuela. «Fueron tiempos de estudio y de mucha consagración, pero también de perfeccionamiento y satisfacciones».
Tuvieron que pasar diez años desde el momento en que apostó por la pintura, hasta que pudo realizar su primera exposición personal: «Metáforas del paisaje» acogida por la galería La Acacia, en 2002. Entonces, el galerista y crítico de arte Toni Piñera escribió: «Penetrar en los paisajes de Ernesto Estévez resulta una experiencia repleta de bucólicas reminiscencias y familiares impresiones, con las que el creador habanero regala una muestra de su vocación y búsqueda constante. Estos paisajes suyos, cubanos, tropicales, idílicos… son pequeños fragmentos de una monumentalidad de formas y detalles que se presentan en la opacidad y contrastes cromáticos, en la elaboración de los planos y la equilibrada verticalidad en su conjunto».
POÉTICA PAISAJÍSTICA
Quien no esté al tanto de la pintura cubana más reciente, pudiera extrañarse de que un creador nacido y criado en la ciudad —en este caso, en la capital— apueste por el paisaje rural, en vez de cultivar, digamos, el urbano o las marinas.
Sin embargo, hay muchos jóvenes creadores cubanos que se inspiran en el campo para materializar su arte poética. Son tantos y tan similares en sus propuestas que, a veces, resulta difícil distinguir el quehacer artístico de uno u otro.
El crítico Jorge R. Bermúdez sostiene en La bella estrategia del paisaje, un texto que mantiene aún inédito: «Sin escapar de los esquemas que caracterizan al género, el paisajismo de Estévez tiene su sello más personal en los primeros planos de sus composiciones, así como en las atribuciones esteticistas que le concede en los mismos a aquellos valores propiamente cromáticos y dibujísticos, en aras de una atmósfera natural más intimista, donde lo humano no se ve, pero se siente».  
Otros opinan que el procedimiento para las luces, es lo que hace distinta su obra. A propósito, en el catálogo a la exposición  «Nueve artistas cubanos en Mónaco» de agosto de 2005, el crítico e investigador cubano Rafael Acosta de Arriba refiere: «Cuando Tomás Sánchez vio por primera vez sus cuadros, exclamó: “¡La luz! ¡Es la luz lo que los hace diferentes!” Y por supuesto, ese gran paisajista cubano sabía lo que decía.  Ernesto Estévez García dota a sus composiciones de un tratamiento muy particular de la luz y de una mística y una atmósfera que son auténticamente suyas».
¿En qué crees que se diferencia tu poética paisajística de la asumida por tus contemporáneos?, pregunto tajantemente al joven pintor.
«Fue un sentimiento ecologista —que permanece en mí— lo que despertó mi preferencia por pintar paisajes. Quería eso, motivar que el espectador pudiera también impresionarse, de la misma manera que yo, al ver un paisaje. Pero no me he propuesto concebir una obra diferente. Creo que mi paisajismo es el tradicional, el de siempre. Sólo que cada quien le imprime un sello en la pincelada, en la forma de resolver los colores, a la hora de dar los matices, de difuminar, de darle ese ambiente velado… En la mayoría de mis obras se pueden ver brumas densas, que representan a la naturaleza en su estado más puro, virgen y natural. Como el velo en la novia».
A Ernesto le hubiera gustado estudiar en una escuela de Arte. Hubo un momento en que hizo el intento: se presentó a un examen de ingreso en San Alejandro, pero no clasificó. «No me preparé, como hacen ahora los aspirantes, que hasta tienen profesores repasadores. Después ya estaba casado, tenía muchos problemas personales, y la responsabilidad de mantener un hogar».
Como el fotógrafo que nunca ha dejado de ser, viaja al campo en busca de imágenes, pero lleva una concepción previa de lo que quiere. «Después, voy extrayendo elementos y componiendo de acuerdo con lo que pretendo. Trato de no usar fríamente la fotografía, sino de escudriñar en los elementos con los cuales voy a trabajar en el taller; compongo esa idea que tengo y quiero expresar a través de mi obra».
Para lograr, por ejemplo, esas brumas que son tan frecuentes en sus lienzos, se levanta muy temprano y sale en busca de lugares altos hasta encontrarlas. «Siento una satisfacción profunda, tremenda cuando las encuentro… Eso para mí es tan idílico, bello…. Pero cuando no las hay, cuando no lo logro, de todas maneras las incorporo al trabajo; siempre trato de dar esas neblinas, esos ambientes...».
Su zona preferida son los campos de Pinar del Río, cuna de diversas generaciones de paisajistas cubanos, entre ellos, Tiburcio Lorenzo y Domingo Ramos. Antes, simultaneaba esos recorridos con el territorio matancero, particularmente sus cuevas, para hacer fotografías con fines espeleológicos.
«Le reitero que empecé a ir a la más occidental provincia cubana mucho antes de dedicarme a la pintura como oficio.  Me quedé como prendido a esa tierra tan linda, a esa zona que es la Sierra de los Órganos. Aunque también voy a la del Rosario; prefiero la primera. Siempre ha sido mi lugar de expediciones, el escenario donde me muevo. Y con el tiempo, allá he cosechado muchas amistades, sobre todo en el Valle de Viñales».
Esa fruición por la naturaleza tiene un trasfondo espiritual, pues a pesar de haberse criado en un medio ateo, siente que «la Naturaleza no es resultado de la casualidad y, por ese razonamiento, desde muy joven, llegué a Dios. Un poco trato de expresar esa presencia en todos los elementos que incluyo en mis cuadros. Mi credo religioso también influyó en mi preferencia por el paisaje. A través de mi obra pretendo dar a conocer la creación divina que está en cada piedra, arroyo, cielo, árbol…».

ESPÍRITU Y ESENCIA
En cuanto a la deuda que tiene con figuras del paisajismo en general, Ernesto Estévez confiesa que se ha nutrido de múltiples fuentes. Incluso, de alguna manera se siente parte de ese movimiento romántico que tuvo sus bases a principios del siglo XIX y que se caracterizaba por expresar —a través del paisaje— determinados estados de ánimos, sentimientos muy intensos o místicos.
«Creo que en Cuba este movimiento ha logrado sobrevivir al paso del tiempo, reinventándose, renovándose y redescubriéndose. No va a morir nunca, ni debe, porque mientras exista una belleza natural, siempre habrá un artista que se inspire en ella, que quiera atesorar ese momento único para develar la sustancia, el espíritu y la esencia».  
A la hora de particularizar, si de alguien se considera deudor, es de Tomas Sánchez. Sin embargo, confiesa que no supo de la obra del notable paisajista villaclareño hasta principios de la década de los años 90. «Hasta aquel momento no la conocía. Tampoco yo hacía paisajes, pero sí estaba vinculado a la naturaleza. Y me cautivó descubrir su visión novedosa del paisaje. Realmente estaba acostumbrado a otro, muy bucólico, a la escuela de Esteban Chartrand, del propio Ramos, Tiburcio…»
Pero Ernesto Estévez abre más el diapasón y en la relación incluye, además, a paisajistas rusos como Iván Shishki e Iván Aivazovsky, de quienes —recuerda— tuvo referencias cuando a Cuba llegaban desde la antigua Unión Soviética diversos materiales culturales para exhibirlos por la televisión y/o venderlos en las librerías.

Ernesto Estévez (La Habana, 1967). En la foto aparece en la Sierra del Infierno, parte de la cadena montañosa de los Órganos, en la provincia de Pinar del Río. Obras suyas integran colecciones privadas en Estados Unidos, Guatemala y España.

Tampoco exceptúa al movimiento artístico estadounidense de la Escuela del río Hudson (mediados del siglo XIX), o al inglés Joseph M. William Turner… «Creo que sí, que me siento deudor de todos, porque de todos aprendí, tomé algo, pues he tratado de estudiar la obra de cada uno».
En cuanto a contemporáneos suyos, no olvida a Raymundo López,  su amigo de juventud, de la vida, de la fotografía…, a quien conoció como espeleólogo, aunque también pintaba. «Su obra era ecologista, preciosa…; fue para mí una fuente de inspiración. Con él aprendí mucho...»
Estévez se integró al grupo de jóvenes paisajistas «Nuevos horizontes» en sus inicios, ya que —según explica— se sintió motivado por esa propuesta de juntarse para fortalecer al renacido movimiento paisajístico cubano, tan injustamente subestimado, a su juicio.
«Lo hice, por aquello de que en la unión está la fuerza y porque, quizás, como colectivo, podíamos asumir el montaje de exposiciones y reunir medios financieros para hacer nuestros propios catálogos. Todos teníamos inquietudes ecologistas y queríamos, además de hacer nuestra obra como un homenaje permanente a la naturaleza, ir al campo, sembrar árboles… en fin, tener alguna participación activa y no sólo decir somos ecologistas, sino demostrarlo».
Para Ernesto, una pieza nunca está acabada. A veces siente dolor porque sabe que debe terminarla, pero tiene permanentemente la sensación de que nunca concluye. Y le pasa con todas, por esa insatisfacción infinita que le hace, incluso, pensar que quizás no llegue, que no pueda entregar más. «Porque todavía considero que me falta mucho por aprender. Siempre las veo inacabadas, no estoy conforme. No hay un cuadro ante el cual yo haya dicho: “Esto era lo que soñaba; hasta aquí llegué; es todo lo que yo quería lograr y expresar”. Es una batalla campal; a veces, mi familia, mis amigos, las personas que me rodean consideran que la pieza ya está bien. Y yo les respondo: “No, no me gusta este color”… Creo que es parte de esa inconformidad del ser humano en busca de la  perfección».
Y también es permanente el propósito de que su obra propicie un diálogo con el espectador, de trasmitir una idea o su visión del mundo. Para eso, explica, se vale de la mayor cantidad de recursos posibles: «Elementos que incorporo, efectos cromáticos, luces, perspectiva o una elaborada y rigurosa factura en los primeros planos, buscando una sensación sugestiva,  para que cualquier persona pueda sentir y palpar el paisaje».
Quizás por ello en muchas de sus obras hay un camino o una abertura en el bosque por donde se discurren las fugas, las líneas y la perspectiva, que invitan al espectador a entrar, a explorar, a ver qué hay más allá... hasta perderse en lo recóndito.
Porque coincide con lo que él considera la esencia de las ideas que se ha propuesto expresar en su quehacer artístico, es que Estévez califica de muy preciso el juicio de Jorge R. Bermúdez, cuando escribe: «Su sombra, siempre propicia a la luz, al cromatismo más altivo, comparte los primeros planos con la humedad de los helechos y las ramas más rastreras… justo allí, donde el agua del arroyo se sosiega, luego de su habitual carrera loma abajo».
Ya sea en el gorgotear del agua o tras el vapor de la neblina, el paisajismo de este joven pintor invita a superar lo fotogénico para atisbar lo divino. He aquí su singularidad.

María Grant
Editora ejecutiva de Opus Habana.

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