Con motivo de la exposición colectiva «Abanicos para siempre» —compuesta por obras de 48 artistas cubanos de diferentes generaciones y exhibida en Miami, Estados Unidos— Opus Habana reproduce un trabajo realizada por la escritora Nancy Morejón, sobre la muestra.

Estos abanicos –recopilados por Gustavo y su hermana Ester, en una entrega poco común– no solo revelan el misterio que anunciaban las palabras de Dulce María sino la posibilidad de que el lenguaje del arte sea una necesidad imperiosa y que, mediante sus alcances, el artista logre una acabada expresión personal unida al sentido útil que toda creación lleva a cuestas.

Por razones imposibles de explicar ahora mismo creo en el azar concurrente; frase común entre los más jóvenes poetas, en particular aquellos para quienes frecuentan la obra de Jose Lezama Lima. Ese azar se ha vuelto palpable al poder visitar, en tránsito casi fugaz a través de la ciudad de Miami, una curiosa y esplendida exposición de abanicos, curada con amor y oficio por Gustavo Orta. Su nombre lo dice todo: «Abanicos para siempre» (Fans forever).
Inspirada a su vez, en una hermosa reflexión de la poetisa Dulce María Loynaz, Premio Cervantes 1992, la amplia muestra de cuarenta y ocho artistas cubanos ha sido concebida como un acontecimiento irreversible de eso que el martiniqueño Edouard Glissant llamara «una poética de la relación» que nos permite a los caribeños mirarnos, reconocernos, disfrutarnos, a través de nuestros actos y realizaciones, por encima de los territorios y las aguas en donde hayamos decidido establecernos y es el signo más relevante de esta exposición auspiciada por el MDC, es decir, el Museum of Art + Design, enclavado en un antiguo edificio donde radica el Miami Dade College.
Las sabias palabras de la Loynaz dicen: «El abanico no es un accesorio sino un todo perfecto, una obra de arte en miniatura y como tal hay que respetarla». Un gusto por las cosas pequeñas, por todo lo que pueda parecer evanescente ante nuestros ojos –a veces empañados por los excesos de una modernidad que avanza sin control sobre nosotros mismos–, es lo que marca la gran diferencia de estas joyas de la plástica cubana. El arte es tiempo aunque suele vencerlo sin tregua alguna. Los isleños conocemos la significación de los vientos en verano. La pintura de Cuba así lo ha demostrado. El arte y la comunicación de sus esencias pueden caber también en un grano de maíz, en un soplo de hierbabuena, o en la plata grabada de las yagrumas. Gracias siempre a la poesía siempre delante de las mejores causas.
Estos abanicos –recopilados por Gustavo y su hermana Ester, en una entrega poco común– no solo revelan el misterio que anunciaban las palabras de Dulce María sino la posibilidad de que el lenguaje del arte sea una necesidad imperiosa y que, mediante sus alcances, el artista logre una acabada expresión personal unida al sentido útil que toda creación lleva a cuestas.
Cuenta Gustavo mientras andamos de un lado a otro del largo salón por el que caminamos que solo el afán de aunar voluntades en favor de la historia pictórica cubana, pudo empujarlo a trabajar por mucho más de un lustro, coleccionando aquellos abanicos que algunos artistas de la época (Mario Carreño, Mariano Rodríguez, Carlos Enríquez) habían realizado con el fin de recaudar fondos en favor de la reparación de la Iglesia de Santa María del Rosario, edificada durante el siglo XVIII. Es corta esta visita pero su resonancia vibra todavía. Orta, Ester y yo, nos despedimos con una suave sonrisa compartida, seguros los tres de que estos abanicos traerán aires mejores, tan nobles como el acto mágico que acaba de nacer.
Con la mirada de hoy, puesta sobre la evidente trascendencia de un grupo de objetos tan bellos como útiles, estos abanicos vencen al tiempo y, también, a la primera razón de su existencia. Fueran concebidos para alguien opulento o para una sencilla habanera, estos abanicos se abren también a los estereotipos generacionales porque aquí pude apreciar el trazo intransferible de Antonio Vidal y Pedro de Oraá junto al de Jose Luis Fariñas. La gracia del abanico de Manuel Mendive parece dialogar con las esencias de una pintura que ha tenido en su compatriota y maestro Wifredo Lam su máximo esplendor. Por eso me parece importante destacar el sitio primordial que ocupa en esta muestra. Lam es un símbolo de vanguardia, de cubanía raigal y cosmopolita a la vez. De René Portocarrero a Flora Fong, de Cundo Bermúdez a José Bedia entran como en un círculo estos artistas y, como en un juego de arte y civilidad, entre niños, nos invitan a bailar la eterna danza del arte lo cubano en su diversidad y permanencia.

 

Nancy Morejón
Escritora y periodista

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