El articulista comenta cómo junto a los cartelones y las caretas carnavalescos, «han acudido también multiplicándose por centenares de miles, otros cartelones y otras caretas de otro Carnaval que igualmente se celebra en estos días: los pasquines electorales».

Este estudio comparativo de caretas y pasquines nos llevaría a pintorescas e interesantes conclusiones, de las cuales saldrían muy mal parados los aspirantes a padres de la patria, a tal extremo que muchos de éstos ni siquiera son merecedores de que se califiquen sus rostros de caretas, porque el adjetivo preciso, adecuado y justo que merecen es el de: caretudos.

 

 Nuestras calles y plazas han recibido en estos días la visita regocijada de los disfraces y caretas que constituyen los tradicionales atributos simbólicos de Carnestolendas. Grandes cartelones con máscaras grotescas, colocados en las farolas de nuestros principales paseos y avenidas, sirven de anuncio a los vecinos de La Habana y a los turistas extranjeros, de que, al menos oficialmente, nuestra capital está de fiesta, y es forzoso, por ello, divertirse a todo trance.
Pero este año no se encuentran, como en otros, solos los cartelones y las caretas carnavalescos, sino que a ofrecerles compañía han acudido también multiplicándose por centenares de miles, otros cartelones y otras caretas de otro Carnaval que igualmente se celebra en estos días: los pasquines electorales.
Y colgando de los postes, pegados a columnas y paredes de las casas, tendidos a lo ancho de las calles o tapiando las vidrieras y espejos de los establecimientos comerciales, pueden contemplar los vecinos de esta ciudad, como los de las demás poblaciones de la República, y los turistas visitantes, caras de todos tamaños, colores. Figuras y expresiones… de ciudadanos aspirantes a padres de La patria, que, dispuestos a sacrificarse por ella, demandan de los electores su voto a fin de poder ocupar un butacón en la Cámara de Representantes (a la izquierda del Capitolio más costoso e inútil del mundo).
En muchos casos, junto o cerca de una careta anunciadora del Carnaval, se encuentran varios retratos, anunciadores de las elecciones. Y si el viandante detiene su paso para contemplar ambos rostros, el que trazó el pintor exagerando los rasgos humanos a fin de plasmar la cara de un payaso, de un bobo, de un diablito, de un pirata, de una colombina, de una vampiresa, etc., etc., no difiere mucho del retrato o del dibujo que captó la efigie del candidato —de uno u otro sexo— aspirante a padre de la patria; con la agravante, en favor
del primero, de que en los retratos de los segundos, lejos de haberse exagerado o caricaturado los rasgos, fotógrafos y dibujantes han hecho gala de su arte y de su buen deseo de complacer al cliente, retocando, ocultando o disimulando mataduras faciales que denunciarían demasiado a las claras el alma y las torcidas intenciones que se esconden tras
esos rostros.
Este estudio comparativo de caretas y pasquines nos llevaría a pintorescas e interesantes conclusiones, de las cuales saldrían muy mal parados los aspirantes a padres de la patria, a tal extremo que muchos de éstos ni siquiera son merecedores de que se califiquen sus rostros de caretas, porque el adjetivo preciso, adecuado y justo que merecen es el de: caretudos.
Yo me temo que no faltaran caretas carnavalescas, de sentimientos sencillos, modestos, honrados o ingenuos, que se avergüencen de haber sido colocadas en la compañía de esos caretudos; y en las altas horas de la noche, cuando ya no sufren la mirada inquisitiva o burlona de los transeúntes, maldigan la hora nefasta en que se hizo coincidir en este año la época carnavalesca con el período electoral, y hagan esfuerzos tan extraordinarios como inútiles, para libertarse de las amarras que las aprisionan en los postes del alumbrado público, e ir a refugiarse en algún apartado rincón de la manigua cubana donde no han podido llegar en su propaganda política tantos caretudos aspirantes a padres de la patria.
Y, por el contrario, algunos de los retratos de éstos contemplarán con envidia las caretas vecinas, en un insatisfecho anhelo de cambiar sus rostros caretudos por la faz carnavalesca que le sirve de compañera en esta doble farsa que actualmente celebra la República.
No es secreto para nadie que estas elecciones constituyen la más despampanante de las farsas políticas realizadas en nuestro país desde 1902 a la fecha; solo comparable a aquella otra, no menos desconchinflante, que tuvo lugar cuando la reelección y prorroga de poderes de Machado y sus cúmbilas.
Todos saben que el pueblo no cuenta en esta farsa; que no intervinieron absolutamente los afiliados de los diversos partidos políticos, en las postulaciones de candidatos, sino que fueron las camarillas de los Comités Ejecutivos las que se despacharon a su gusto conveniencia en designar de dedo  a los candidatos, obedeciendo así a simpatías o intereses
personales o a la recomendación, con carácter de mandato imperativo, de los altos figurones políticos y gubernamentales.
Se conoce perfectamente que es inútil que el pueblo vaya a votar, porque saldrán electos aquellos que cuenten con más influencias o con más guano para conseguir votos… marcados en las boletas y relaciones de escrutinio.
Y como el pueblo está totalmente enterado de todo esto, cuando el ciudadano o la ciudadana con derecho de sufragio pasa por delante de estos pasquines electorales, se limita a mirarlos, sonreírse, y exclamar: ¡qué caretudos!
(Conste que estas apreciaciones y cuantas más se hacen en el presente articulo acerca de los señores candidatos a representantes en las inmediatas elecciones, no significan —libera nos Domine— ofensa alguna particular a los mismos, sino tan sólo un juicio de conjunto sobre la farsa electoral que se esta desenvolviendo, y de la que no es posible emitir otra opinión mas favorable, ni siquiera por los propios candidatos, que son, sin duda, los más enterados y convencidos de lo que en estas Habladurías se refiere y declara).
Y como prueba de que a cuanto aquí afirmo hay que ponerle el cuño, por ser verdad de verdad, lanzo el siguiente reto a los actuales aspirantes a padres de la patria: ¿hay entre éstos quién se atreva a sostener bajo su firma que espera salir triunfante de las urnas porque cuenta con las simpatías populares? Me comprometo a publicar en unas Habladurías próximas sus declaraciones autógrafas, y su careta… digo su retrato.
La mayoría de estos aspirantes de hoy está integrada por representantes a los que, por su mala suerte, les tocó el período corto de dos años en el reciente sorteo celebrado por el Congreso. Los congresistas, tanto senadores como representantes, pusieron en juego toda la triquiñuelería política a su alcance para no llevar a cabo dicho sorteo, aunque así lo ordenaba la Ley Constitucional y aparecía determinado en las propias boletas electorales; pero fueron muy pocos los congresistas que tuvieron el valor cívico de mantener la necesidad legal de ese sorteo, pues los más no se resignaban a perder dos o cuatro años de los cuatro u ocho que constituyen, respectivamente, el período normal de representantes y senadores, y algunos de éstos, si fueron muy sonrientes al sorteo, importándoles poco el resultado del mismo, dicen malas lenguas, y la mía que no es muy buena, que se debió al previo cambalache llevado a cabo con algún colega espléndidamente generoso que le había asegurado perder. . . ganando. Y otros sabían de antemano que de tocarles La mala del período corto, serían repostulados en estos inmediatos comicios, tal y como ha ocurrido.
Los candidatos que no se encuentran en esas condiciones, y por primera vez figuran en la boleta electoral y en los pasquines callejeros, no son menos autocandidatos que los repostulados, por las razones antes expuestas.
Nuestra política ha ido degenerando de día en día hasta llegar a la macarrónica farsa cien por ciento que hoy padecemos. En los primeros días republicanos abundaban los candidatos de positivo prestigio por su actuación revolucionaria o por sus méritos intelectuales, que tras reñida lucha en las asambleas de su partido lograban la postulación Y más de una vez se dio antaño el caso de ser postulado a la fuerza algún ciudadano apartado de la política, a fin de que su nombre diera mayor realce a la candidatura y sus servicios pudieran utilizarse, para bien del país, en el Senado o en la Cámara de Representantes.
En aquella época, que parece tan distante, existían partidos políticos —buenos, malos o regulares— pero verdaderas agrupaciones de ciudadanos que movidos por ideales patrióticos o por simpatías hacia determinadas figuras del veteranismo o de la política, hacían pesar, efectivamente, su opinión y su voto en las asambleas y en los comicios. Y el
Congreso fue escenario en esos primeros tiempos republicanos de debates de altura, dignos de parangonarse con los verificados en algunos de los más famosos Parlamentos europeos.
Después, poco a poco, nuestro Parlamento fue precipitándose hacia el abismo en que hoy yace sumido, no por culpa precisamente del pueblo, sino por obra y desgracia de los hombres que en todo tiempo se han erigido en rectores de la cosa pública. Los partidos políticos perdieron su heterogeneidad; de opinar en ellos quedaron desalojados los ciudadanos, y los Comités Ejecutivos se convirtieron en dueños y señores de horca y cuchillo, prestos siempre sus miembros a no perder las posiciones que ocupaban en los mismos, para mejor continuar disfrutando de actas, puestos, botellas, colecturías, negocios y chanchullos.
Y hoy, porque no existen —que no existen— partidos políticos, sino camarillas, por no decir, pandillas, de políticos y gobernantes, los candidatos carecen de todo arraigo popular, y a las urnas van, de a porque sí… de caretudos.
Esta caretudez presenta a veces aspectos de una comicidad rayana en farsa vodevilesca. Me refiero a aquellos señores que dan batallas campales por ser postulados en partiditos de a dos por medio, a sabiendas de que, no ellos, sino ni siquiera el partido logra sacar factor apreciable en la provincia. Poco importa: estos señores no aspiran a padres de la patria. Sólo anhelan que su retrato aparezca en algún pasquín político, por pura lija, por darse el pisto de ser candidatos a representantes; candidatos, por cierto, inofensivos, pues todos tenemos la completa seguridad —como la tienen ellos también— de que no llegarán a ocupar ningún butacón en el ala izquierda del Capitolio más costoso e inútil del mundo, y por lo tanto no producirán daño alguno a la República como legisladores. Lejos de ello, estos candidatos de pura lija realizan una encomiable labor de beneficencia pública, pues
se gastan la plata en carteles, pasquines, circulares, propinas y picadas, beneficiándose, con ello, numerosos ciudadanos que de esta manera pueden llevar unas cuantas pesetas para aliviar el hambre de sus barrigones.
Así va desenvolviéndose en este año de 1938 la doble farsa político-carnavalesca, entre caretas y caretudos…
Y mientras tanto, Jalisco, nunca pierde, y si pierde… ¡arrebata!

 

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
 

Escribir un comentario


Código de seguridad
Refescar