En este artículo el cronista trata de «explicar la razón de la sinrazón de la mala voluntad» que le profesan a los bodegueros los vecinos de la barriada en que tiene instalado su establecimiento.

Todo bodeguero, propietario de una bodega, para el público es, aunque sea cubano o de otra nacionalidad, o de otra provincia española, un farruquiño, que de jovencito vino a Cuba, como lo prueba de manera indiscutible la bodega que posee.

Ni la Comisión Nacional de Estadísticas ni a mi amigo el señor Miguel González Rodríguez, experto en estadísticas y director de la excelente revista Cuba Económica y Financiera, se les ha ocurrido todavía investigar quiénes son los dos personajes criollos más denigrados a diario en nuestra República, pero seguramente, de llevar a cabo esa ardua e interesantísima labor, descubrirían que merecen una abrumadora mayoría de críticas y maldiciones diarias los políticos y bodegueros.
Todo lo malo que pasa en nuestro país se les carga en la cuenta a los políticos. Ellos son los que desde el mismo 20 de mayo de 1902 están llevando la República al abismo. Así como en tiempos coloniales eran señalados Aponte y Caniquí, dos negros esclavos rebeldes a su triste condición, como símbolos representativos de la maldad humana —«es más malo que Aponte», «es peor que Caniquí»—, de modo análogo, en estos tiempos republicanos para ponderar el grave daño que ocasiona un individuo a sus semejantes, se le compara siempre con la influencia extremadamente nociva que al pueblo producen los políticos, todos, cualquiera que sea el partido en que militen o la época en que hayan actuado.
Pero de los políticos no voy a ocuparme ahora. Ya los he vapuleado de lo lindo en otras Habladurías, aunque es bueno dejar constancia aquí que, de la misma manera que ni Aponte ni Caniquí fueron tan malos como los pinta la leyenda popular, no todos los desastres de Cuba se deben, por cierto, y exclusivamente, a los políticos pues hay otros muchos ilustres personajes que contra los políticos claman todos los días, y a los políticos dejan chirriquiticos en eso de explotar al país y en aquello otro de hundir a la República. Muy buena prueba la tenemos —y con ella basta y sobra— en el caso de dictadura machadista: los máximos desafueros cometidos durante este régimen, tuvieron por sugeridores, autores y panegiristas, no a políticos profesionales, sino a conspicuos señores apolíticos, que en lugar de aconsejar el camino recto y la senda honrada en e l gobierno y la administración del país, pusieron su prestigio profesional, social o económico al servicio de sus propios intereses, induciendo unas veces, planeando otras, y aplaudiendo las más, la ejecución de la prórroga y la reforma constitucional, la mano dura y el componte, los financiamientos y empréstitos, los chanchullos y negocios... Y los políticos cargaron con toda la culpa, sin que las críticas y las maldiciones alcanzaran a estas eminencias criollas tabús.
En cuanto a los bodegueros, trataré de explicar la razón de la sinrazón de la mala voluntad que le profesan a cada uno de ellos los vecinos de la barriada en que tiene instalado su establecimiento, o sean sus marchantes.
Según las últimas y más fehacientes estadísticas —publicadas en la obra La colonia española en la economía cubana, de la que es autor J. M. Álvarez Acevedo, y colaborador en la parte estadística, Miguel González Rodríguez— existen en la República unas 13.300 bodegas, de las que cerca de 3,500 csrresponden a la provincia de La Habana, a sin la capital, y 2,500 a esta última.
De esas bodegas, unas 8,000 son de españoles; algo más de 3,000, de cubanos, y 2,000, de otros extranjeros. El capital colocado en cada uno de estos tres grupos de bodegas asciende, en los de españoles, a casi 5 millones de pesos; en las de otros extranjeros, a un millón doscientos y pico mil; y en las de cubanos, a un millón seiscientos mil.
Estas estadísticas nos descubren que las críticas y maldiciones contra los bodegueros no estriban en el hecho de ser ellos de nacionalidad española, y guardarles, por eso, viejo rencor patriótico los hijos de este país. Hay que buscar, pues, la causa de la  hostilidad existente contre los bodegueros en la forma en que éstos realizan su negocio y en el trato que guardan para el público consumidor.
Si damos oído a los marchantes de las bodegas, todo ciudadano o extranjero con su carnet correspondiente, o sin él, que en ellas entra, lo hace con la plena convicción que ha de ser explotado y atropellado por el bodeguero, tanto en el precio, como en la calidad y peso de las mercancías que compra. ¿En qué se funda este prejuicio? ¿Conocen los marchantes el precio razonable y justo de cada mercancía? ¿Son expertos en calidades de mercancías alimenticias y domésticas? Seguramente que uno de cada mil marchantes podría contestar afirmativamente estas preguntas.
Pero hay un hecho que influye de manera decisiva para que los marchantes de las bodegas formulen ese juicio adverso contra los dueños y dependientes de las mismas. Todo bodeguero, propietario de una bodega, para el público es, aunque sea cubano o de otra nacionalidad, o de otra provincia española, un farruquiño, que de jovencito vino a Cuba, como lo prueba de manera indiscutible la bodega que posee. Y los dependientes son dueños en potencia, que apenas reúnan unos cuantos cientos de pesos se convertirán en propietarios o consocios de aquella misma bodega o se establecerán por su cuenta en la esquina de enfrente o en otro barrio de la población ¿ Cómo ha podido hacer dinero el bodeguero? Para los marchantes, a costa de los centavos acumulados a fuerza de sobreprecio, falta de peso y mala calidad de cada venta al menudeo: por lo tanto, a costa de los marchantes. Un centavo en la libra de arroz, otro en la de frijoles, dos o tres en la manteca o el aceite; media onza de menos en unas mercancías, una o más, en otras; calidad de segunda o tercera al precio de calidad de primera o mezclas de calidades malas con buenas para ofrecerlas como superiores… van produciendo reales, pesetas, pesos y centenares y miles de dólares acumulados, mes tras mes, y año tras año, en el banco o enviados a la Península, a la familia residente allí.
Además, el marchante considera al bodeguero un ente tacaño y avaro. Mientras el marchante criollo se gasta lo que tiene y lo que no tiene en un flus, en el cine y las diversiones, en el radio y el frigidaire, en la bolita, la charada y los terminales, el bodeguero viste mal todo el año, teniendo, cuando más, un flus negro o azul marino para ir a la Lonja o al entierro de algún pariente, colega o merchante rico; no sale de noche, ni se regala con expresiones que alegran la vida; es inabordable a las picadas en metálico de los marchantes…
Por último, el público contempla casos a granel de ricachos que hoy poseen lujosos palacetes en el Vedado y los repartos, arrastran espléndidos maquinones viajan todos los años a los estados Unidos y a Europa, mantienen a sus familias en un tren de deslumbrante boato. Y esos ricachones empezaron de mozos de bodega y de bodegueros comenzaron a hacer fortuna…
Este es el anverso de la medalla. Veamos ahora el reverso. El bodeguero —el tipo clásico del bodeguero colonial— es verdad que llegó a Cuba cuando era pequeño, y se transformó en dueño de bodega. Pero ese lapso —que a veces se extiende a más de una o dos décadas— hay que llenarlo con una vida de privaciones, de luchas, de ahorros, de duros trabajos, para, al fin, cuando ya ha empezado a perderse o se ha perdido por completo la juventud, llegar a ser dueño de una bodega. Mala comida, dormir en el catre de tijera respirando el nada saludable olor de las mercancías acumuladas en la trastienda de la bodega, ausencia de diversiones. Y cuando ya se ha empezado a recoger el fruto de esos años de duro bregar, la salud quebrantada, de una parte, y el sostenimiento de la familia criolla, de otra, le impiden en muchos casos al odiado bodeguero disfrutar debidamente las ganancias fabulosas que le achacan sus marchantes.
Hay que contar, además, con las quiebras y los contratiempos inherentes al negocio, bodegueril. Cada marchante, poseído del prejuicio de que el bodeguero va a robarle o a timarle, procura a su vez ponerle rabo al bodeguero, no pagándole. Las libretas y los vales de mercancías despachadas al menudeo y de fiado, y no cobrables, representan respetables sumas de las que, por muy humano sentido de propia conservación, el bodeguero ha de resarcirse mediante los sobreprecios, la falta de peso y la mala calidad. El que paga, tiene que pagar por él y por el que no paga. Y no son, precisamente, el obrero o la lavandera etc., , los que con más frecuencia, de entre sus marchantes, dan el mico al bodeguero, sino que abundan las familias que presumen de acomodadas, y deja de pagar la cuenta mensual de la bodega para asistir a fiestas, comprarse trajes y hasta casar a alguna de las niñas de la casa. Y es difícil que un bodeguero cobre la cuenta de una familia que se ha mudado del barrio, pues a ésta ya no le interesa quedar bien con aquel bodeguero, pues necesita abrir cuenta en la bodega del nuevo barrio y lograr que el bodeguero de éste le fíe.
La numerosísima prole de los empleados públicos constituye otra de las más graves preocupaciones de los bodegueros: unas veces porque en la oficina se han demorado los pagos, otras por las cesantías, siempre está el bodeguero expuesto a sufrirles consecuencias de la inestabilidad económica de los empleados públicos. Si se retrasa el pago, o si surge la cesantía, ¿cómo ha de suprimirle el crédito al empleado? Si se le suprime, nos cobra lo atrasado; y en espera del nuevo nombramiento, que siempre aparece ofrecido para la semana próxima, pasan las semanas y hasta los meses, y lo probable es que el bodeguero pierda todo cuanto fió, y que la pequeña cuenta inicial se centuplique, yendo a parar al cajón de las cuentas incobrables.
Si de estos casos particulares y de índole privada pasamos a las crisis generales de carácter nacional o local, la situación del bodeguero se agrava a límites extremos, y pone a prueba la dureza de su corazón, su egoísmo, su avaricia, su tacañería, su afán de lucro desmedido, su explotación de los vecinos de la barriada. Durante estas crisis, el bodeguero se transforma en el ángel tutelar de su barriada. O cierra la bodega o fía a todos; y fía a todos. La barriada vive porque el bodeguero la sostiene; y de no hacerlo, moriría de hambre o tendría que pedir limosna. Las hojas de las libretas se abarrotan de números y lo a vales se multiplican hasta lo infinito. Termina la crisis. La situación del país o de la localidad mejora o se normaliza, y vuelven los vecinos a cobrar sus sueldos, sus jornales; pero no todos se acuerdan del bodeguero que los estuvo sosteniendo durante semanas y meses. Muchos, con la renaciente prosperidad, se convierten en seres tan egoístas, avaros, tacaños, explotadores, para con el bodeguero, como ellos acusaban que lo era el bodeguero con sus marchantes. Y no faltará quien, como medio de justificar su ingratitud, se dedique a criticar y maldecir  una vez más al bodeguero de su barrio.
Ultimamente pasó la República agudos períodos de huelgas y desórdenes públicos, durante los cuales el bodeguero fue la cabeza de turco de huelguistas y policías. Los primeros los conminaban a cerrar sus establecimientos y los segundos a abrirlos, en ambos casos, la falta de obediencia traía aparejado el castigo a su persona o a sus intereses. Y los bodegueros pasaron las de Caín para quedar bien con los huelguistas y con las autoridades.
Los impuestos los abruman. Los inspectores sanitarios, fiscales, municipales, los acosan, Y el bodeguero tiene que pagar impuestos y sobreimpuestos, multas y sobremultas que ha de cargárselos también a los marchantes.
Después de tantas calamidades, todavía el bodeguero no se ve libre de dar a sus inconformes y maldicientes marchantes la contra de sal, galleticas, especias…
Ni Aponte ni Caniquí eran tan malos como los pinta la leyenda, ni los políticos son los únicos responsables de las desgracias de la República, ni los bodegueros merecen todas las maldiciones y críticas de sus marchantes, aunque han de seguirlas recibiendo hasta el día en que se decidan a vender, no al fiado, como hasta ahora, sino al contado… Y ese día marcará el inicio de la desaparición del tipo criollo del bodeguero, una de las columnas del anacrónico y ruinoso edificio en que se alberga nuestra precaria economía nacional.

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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