A propósito de los «grandes y radicales cambios y transformaciones que ha sufrido en estos últimos tiempos la organización política de potencias europeas de tan decisiva importancia en el desenvolvimiento de la humanidad civilizada», el articulista refiere la transformación sorprendente del pater de familia en el papi.

Como es lógico, la antítesis del padre de familia era el solterón, apriorísticamente juzgado como un ser egoísta, alocado, amoral, al que debía tenerse siempre sujeto a la vigilancia de la autoridad.

Mucho se habla de los grandes y radicales cambios y transformaciones que ha sufrido en estos últimos tiempos la organización política de potencias europeas de tan decisiva importancia en el desenvolvimiento de la humanidad civilizada como Alemania, Italia, Rusia, y es objeto de preocupación general, agudizada por el presente conflicto bélico mundial, la repercusión que en las demás naciones del Viejo Mundo y en las de América tienen ya, y pueden tener en lo sucesivo, esos nuevos regímenes políticos calificados de totalitarios, ultraconservadores y ultrarradicales, nuevo orden, etc.
Pero de lo que apenas se murmura y parece no interesar o atemorizar ni al hombre de la calle, ni al filósofo, el pensador y el sociólogo, es de otra transformación, no menos sorprendente y perturbadora, que ha venido manifestándose, en forma progresiva, al correr de las últimas décadas: la del padre de familia, convertida ya en papi.
Por siglos, el pater familias romano fue el eje, centro, señor, amo y rey del universo, que no sólo poseía en teoría todos esos títulos, cargos y preeminencias, sino que, en la práctica, usaba y abusaba de todos ellos y otros más, para su mejor provecho y regalo y para salud, tranquilidad, bienestar y engrandecimiento de pueblos y naciones. El padre de familia lo era todo, y para él era todo. Su título de tal le servía de salvoconducto para que se le abriesen todas las puertas, todas las cajas y todos los bolsillos. Para los padres de familia se hacían las leyes, cosa que no puede extrañar porque estaban redactadas por los propios padres de familia, y si es máxima de Cristo poner la otra mejilla al que nos ofende, máxima es también de muchos que se dicen hijos de Cristo, arrimar el ascua a su sardina.
Puesto que al padre de familia se le consideraba el fundamento, base, eje, principio y fin de la sociedad, sin el cual no hubiera existido la familia, y sin la familia, los pueblos, y sin los pueblos, la humanidad, en justa correspondencia, al padre de familia se le otorgaba cuanto necesitase y demandase. Y la condición de padre de familia llevaba implícita toda clase de méritos y virtudes, concedidos a priori; seriedad, capacidad, honorabilidad, moralidad.
Como es lógico, la antítesis del padre de familia era el solterón, apriorísticamente juzgado como un ser egoísta, alocado, amoral, al que debía tenerse siempre sujeto a la vigilancia de la autoridad.
De este tan diverso concepto social de que gozaba el padre de familia y padecía el solterón, resultaba que casi todos los humanos del sexo masculino -en Cuba, o mejor dicho, La Habana- apenas vestían pantalones largos, fumaban el primer cigarrillo, asistían a una función del teatro Alambra y a un baile de Carnaval del teatro de Tacón-señales todas evidentes de que ya se era -un hombre hecho y derecho- apenas, repito, se poseían todas o la mayor parte de esas cualidades demostrativas y características de la hombría, aunque no sea de bien, el hombre se apresuraba a ascender a padre de familia.
¿Cómo se realizaba esa metamorfosis prodigiosa?
Muy fácilmente, porque todo en la sociedad estaba preparado ad hoc para convertir rápidamente al hombre en padre de familia. Para lograrlo, siempre había dos familias consagradas exclusivamente a ese objeto. La de él y la de ella. Ella era cualquier mujer con ánimo y disposición para el matrimonio, o sea todas las mujeres. Cualquier mujer devota fervorosa de la sacrosanta religión de la moda -la saya de medio paso o por encima de las rodillas; los crespos, bucles, ahuecadores, moños o el pelo recortado, la melena a lo garcon
o la cabeza croquinolada; los polizones y malacoff o la menor cantidad de ropa encima; los
corsés, parecidos a armaduras medioevales o los sostenedores engañabobos o  empinapapalotes- dispuesta a sacrificar su libertad y perder su apellido en aras de la sagrada institución del padre de familia. Aliadas, aunque no se conociesen, la familia de él y la de ella, el matrimonio surgía en seguida, y con él, el padre de familia, y meses más tarde, los hijos, si varones, futuros padres de familia. Y así, per secula seculorum.
Ya tenemos al hombre transformado en padre de familia. De ahora en lo adelante, leyes y tribunales estaban a su disposición, y con ese preciado título, podía circular tranquilo por el mundo.
Cuando desease un destino, cuando solicitase protección y ayuda, y hasta cuando pidiese limosna, el argumento decisivo, el «sésamo ábrete», sería su título de padre de familia; y si era un padre de familia de primera categoría -cargado de hijos- entonces su éxito era completo. Entre dos individuos que aspirasen a un destino, uno de ellos soltero o solterón y el otro padre de familia, éste se llevaba seguramente el puesto, porque lo necesitaba más que el soltero o el solterón, porque infundía más confianza y porque se le suponía más serio, respetable y honrado. Cuando la pelea era entre dos padres de familia, la victoria la alcanzaba el que estuviese más cargado de hijos.
Frente a estos privilegios del padre de familia, hacíanse notar las discriminaciones del solterón. Si un solterón cometía un delito, ya fuese contra las personas o la propiedad, o la más ligera falta o insignificante .Infracción municipal, ¡ah!, en seguida se le anatematizaba: ¡Claro! ¡Tenía que ser! ¡La clase de vida que llevaría! ¡La de todos los solterones! Con seguridad que era un corrompido, un .inmoral, un disoluto… ¡sin haber constituido un hogar, formado una familia! ¡Un egoistón!»
Y jamás se tenía en cuenta lo muy frecuente: que el vilipendiado solterón mantenía a numerosos parientes y hasta a algunos padres de familia, y por ello, precisamente, no había podido abandonar, su forzada soltería y ascender a padre de familia.
En cambio, cuando el delincuente era un padre de familia, por abominable que fuese «su delito, siempre tenía excusa: ¡El pobre, Dios sabe los apuros que pasaba, las necesidades que tenía, los conflictos que se le presentaban! ¡Es padre de familia!» Y a un padre de familia se toleraba, se hacía la vista gorda, se explicaba, se justificaba y casi se aplaudía que hurtase, estafase, robase, atropellase o matase a otro, mucho más si ese otro era un solterón.
Las obligaciones inherentes a una familia, el compromiso, el deber, la -carga de sostener una familia, hacían de los padres de familia personajes sagrados de la farsa social, seres tabús sobre los que estaban vedados- comentarios y críticas.
Hasta los mendigos profesionales invocaban el título de padres de familia para conmover mejor y hacer abrir la mano o vaciar el bolsillo a sus víctimas. A ningún pordiosero se le ocurrió jamás pedir limosna invocando que era un pobre solterón. Todos hubieran pasado de largo sin socorrerlo y hasta llamado a un vigilante para que lo condujese a la estación policíaca por presunto delincuente.
En cambio, para un limosnero, era más eficaz que ser ciego, cojo o manco, el ser ¡padre de familia!
-¡Una limosnita, señor, para este pobre padre de familia, cargado de hijos!
¿Quién se resistía ante esta razonada y conmovedora demanda?
Efectivamente, ese pobre padre de familia tenía, puede decirse, más que el derecho, el deber de exigir a los demás que lo socorriesen, que lo ayudasen a sostener a su familia, aunque los demás no hubiesen tenido parte en ella: era ¡padre de familia!, base y fundamento de la sociedad. Y todos, llenos de conmiseración, socorrían al pobre padre de familia, y pasarían de largo al que hubiese invocado ser un pobre solterón.
En política, casi todos los crímenes, atropellos y abusos cometidos, ya desde la oposición, ya sobre todo desde el gobierno, lo eran por padres de familia, y llevados a cabo por ser tales padres de familia.
Los chivos, los negocios sucios, las botellas, los atracos, todo ello no ha tenido entre nosotros más explicación y justificación que ser un buen padre de familia, porque si bien es verdad que se robaba al Estado, se hacia por algo muy santo: la familia, el bienestar de los hijos (aunque se les quitase a otros hijos o a otras familias, pero la caridad bien ordenada empieza por si mismo). De las trapisonderías habituales de los políticos se ha culpado a la politiquería y a la misma condición de politiqueros o politicastros, y es lo cierto que agazapado en el cerebro y el corazón de cada político trapisondista, ha habido siempre un padre de familia.
Si un solterón hacía negocios o tenía botellas se le consideraba un sinvergüenza, un perdido, porque ese dinero lo empleaba en parrandas y vicios; pero en cambio, ¡cómo se le iban a negar tantos por ciento, participaciones y botellas a un padre de familia? La carestía de la vida, las necesidades a cubrir de la familia y los hijos, hacían que toda protección resultase siempre poca, cuando se trataba de un padre de familia.
Así vivieron, por siglos, los padres de familia, bienaventurados entre los bienaventurados, porque para ellos creó Dios el mundo, y por ellos y para ellos se inventaron constituciones, códigos, leyes, decretos, tribunales de justicia, policía, ejército, marina, chivos, botellas…
Y por siglos, los padres de familia poseyeron la tierra y alcanzaban el reino de los cielos, donde gozaban la gloria máxima, premio y recompensa excepcionales, de sentarse a la diestra del Padre de los padres de familia de todos los tiempos y todos los hombres, el Padre Eterno.

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¡Pero, qué cambio más horripilante, qué transformación más catastrófica! Aunque sea  tristísimo y dolorosísimo el confesarlo, no me queda más remedio, a título de costumbrista honrado, que declarar la desaparición, total y absoluta, del padre de familia. y su sustitución
Por… el papi.
Aquel dueño y señor del hogar y la familia, de la sociedad y el Estado, de la tierra y el cielo, se ha convertido en algo menos que un cero a la izquierda: en papi.
¡Poder simbólico y taumatúrgico de una palabra!
¿Sabéis lo que es un papi?
¡Bien que lo saben los papis, para su pesadumbre y desgracia; y bien que lo conocen, para su alegría y provecho, la esposa del papi y los hijos del papi!
(Y para detalles y especificaciones, remito al lector a las próximas Habladurías).

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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