En este artículo Roig hace a sus «parientes y amigos, especiales recomendaciones para el día de mi muerte, rogándoles encarecidamente las guarden y cumplan al pie de la letra, como mi última y solemne voluntad».

El luto no sirve más que para que los parientes maldigan del muerto, sobre todo si es en verano o hay fiestas de carnaval en esa época.

Hoy – 2 de noviembre– que el rebaño humano, en su carnerismo cada día más agudo, se consagra a recordar a los muertos, me ha parecido oportuno dedicarlo a escribir estas breves notas, en las que hago a mis parientes y amigos especiales recomendaciones para el día de mi muerte, rogándoles encarecidamente las guarden y cumplan al pie de la letra, como mi última y solemne voluntad.
Elevo ruegos vehementes a santos y médicos, de mis deseos de morir de alguna enfermedad rápida y poco dolorosa; mientras más rápido mejor, y si es instantánea y el papel del galeno, llamado con urgencia, se puede limitar a certificar la muerte, encantado de la vida, o mejor dicho, de la muerte. También son agradables las defunciones por accidente, siempre que la pérdida de vida sea instantánea. A lo único que tengo terror es a morir atropellado por algún vehículo, sobre todo si es una bicicleta, y al día siguiente sale en los partes de policía un suelto q. diga: «Arrollado por una bicicleta». Ayer, en la esquina de las calles Cuba y Empedrado, fue arrollado por una bicicleta el blanco Emilio Roig. El hecho se considera casual y el Juez de Guardia dejó en libertad al blanco Zutano de Cual, dependiente de bodega, que montaba la bicicleta, entregando a sus familiares el cadáver de la víctima, con la obligación de llevarlo mañana al Necrocomio para la práctica de la autopsia. ¿Quieren Uds. muerte más ridícula?
Si la enfermedad es larga e incurable, suplico a parientes y amigos apresuren mi muerte; así me ahorrarán sufrimientos y se evitan ellos molestias. Esos casos en que el enfermo está postrado en la cama durante meses, produce, poco a poco, en sus parientes el deseo de descansar, aunque lo disimulen hipócritamente, exclamando:
–¡El pobre! ¡Cuánto sufre! Para seguir padeciendo así Dios le haría un favor llevándolo a descansar. – que en realidad quieren decir es: –¡Qué lata nos está dando! ¡cuándo nos dejará tranquilos!
Hay otros casos en que los parientes, aunque tienen la afirmación de los médicos de que el enfermo no se salva y el desenlace es cuestión de días, le prolongan artificialmente la vida, no para agotar los recursos de la ciencia, sino para darse el gusto de tener a su amado pariente unos días más contemplándolo. Es el mismo deseo que a veces se manifiesta de tener el cadáver en la casa mayor tiempo posible, y que hace que casi todos los entierros salgan mucho después de la hora señalada.

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Quiero que me tiendan con la caja tapada. Así evito la curiosidad malévola de los conocidos que van a rascabuchear al difunto, para exclamar, después de contemplarlo un rato: –¡Ya cumplió! ¡Qué desfigurado está! ¡Cómo se le nota ahora lo feo que tenía la nariz!, – otras cosas por el estilo.

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Suprímanme las velas y las flores.
¿Para qué necesita luminarias un cadáver? Además las luces dan calor y la cera, mal olor. El que alumbren a uno que ha sido guarapeta, pase, porque resulta simbólico, pero en los demás casos, no adivino la necesidad de aclararle ni iluminarle algo al difunto.
Las flores, solo sirven hoy día para que los jardines de La Habana se anuncien a diario en las crónicas sociales. ¿No han visto Uds. esa sección o capítulo de las crónicas que se suelen titular «Los últimos duelos»? Pues no hay tal sentimiento ni pena por la muerte del difunto. Este importa poco para el caso, solo sirve de pretexto para lo interesante, que es: decir que las coronas, ramos, etc., fueron confeccionados en tal o cual jardín.
Háganse, pues, parientes y amigos, el cargo de que he muerto en la carretera, y no me manden flores.

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Supriman el velorio. Ya que no me puedo divertir en él, no quiero que los demás se diviertan a costa mía. Váyanse al cine o al Malecón a pasar el rato. Para cumplir con los reglamentos sanitarios, que exigen transcurran 24 horas desde la muerte al enterramiento, enciérrenme en un cuarto o deposítenme en cualquier sitio, durante ese tiempo. Así se evitan también la mala noche. Duerman tranquilos, que yo no me correré.
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Al entierro llévenme en automóvil y por buenas calles, pues los baches me molestan mucho. ¡Por Dios, no cojan por la Calzada de Zapata: está intransitable!
A los que asistan, les relevo de vestirse de negro; vayan como estén, en la seguridad de que no me molestaré, y ellos me lo agradecerán.

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No se pongan luto. Lo prohíbo terminantemente. El luto no sirve más que para que los parientes maldigan del muerto, sobre todo si es en verano o hay fiestas de carnaval en esa época. Para que Uds. se den cuenta de lo que significa en realidad el luto, voy a contarles este caso curiosísimo.
En una temporada carnavalesca se trató de organizar, para asistir a un baile, una comparsa de jóvenes y muchachas. Estas debían ir vestidas de capricho. Se empezó a discutir entre ellas el traje. Quien decía que de Pierrete, quién de aldeana, etc; y entonces saltó una de las muchachas y declaró:
– clase o modelo del traje me importa poco; lo único que me interesa es el color, porque yo solo podré asistir al baile, si el tono de los disfraces es negro o lila, pues Uds, saben que tengo luto de mi abuela.

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Como pertenezco a varias sociedades culturales, aunque no a tantas como mi amigo Marinello, que es Secretario de 45 de ellas, me preocupa extraordinariamente el peligro que me amenaza de sufrir las veladas necrológicas en mi honor.
¡Colegas y amigos!: si les es posible suprímanme los elogios fúnebres. Si no pueden, recomiéndele al panegirista, que sea breve y no de lata. Sobre todo no vayan a hacerme la jugarreta de encomendarle el elogio a algunos de esos consagrados q. yo he satirizado en estos artículos. ¡Eso sería peor que rematarme después de fallecido!

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De los sueltos en los periódicos y de los artículos necrológicos, no se ocupen. Yo haré un modelo de cada uno, con copias abundantes. Así les evito el trabajo a mis compañeros del periodismo y amigos, y estoy más seguro de lo que vayan a decir de mí. Es un sistema cómodo y práctico que usa un orador amigo mío, cada vez que pronuncia un discurso.

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Suprímanme los bustos y estatuas. No quiero que me pase lo que con los de Varona y Sanguily, que están encajonados desde hace meses en la Aduana. Ni que me ocurra lo que a Maceo, que después de ser en vida un héroe, le han puesto, como adornos, ranas, que es el símbolo de la cobardía, y tinajones, como si se tratara de la estatua de algún camagüeyano ilustre, como la Avellaneda o el Coronel Zayas Bazán.

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