Sobre los distintos aspectos y cuadros que presenta el ceremonial que rodea a la muerte: velorio, entierro, luto; y los negocios que se explotan alrededor de los fallecimientos, reflexiona Roig en este artículo de costumbres.

Cuando ocurre una de estas muertes de tiro rápido, las familias del difunto se ahorran dinero, molestias, malas noches y trabajos que ocasiona una larga enfermedad...

 Los actos naturales y sencillos de la vida humana: la unión entre hombre y la mujer, y la muerte, han sido convertidos por la sociedad moderna en dos comedias ridículas que se conocen con los nombres de la boda y los funerales, desnaturalizando por completo la verdadera esencia de aquellos actos con múltiples prejuicios, convencionalismo, hipocresía y artificiosas ceremonias.
De la boda o arte de cazar marido, hablé ya hace algún tiempo desde las páginas de nuestro colega Social.
Quiero empezar hoy a estudiar los distintos aspectos que ofrece y cuadros que presenta la otra comedia convencional de los funerales, pintando y analizando todo el ceremonial de que se rodea la muerte de un individuo: velorio, entierro, luto; negocios que se explotan alrededor de la muerte, bajas pasiones que se despiertan, mentiras y falsedades que envuelven el dolor y la desgracia...; cuadros todos que tomaré de la realidad, procurando con la sola presentación de ellos, más que con mi comentario, quitar la careta, desenmascarando todo el engaño que hay detrás de esas ridículas ceremonias y costumbres funerales, de esos llantos fingidos y lutos a la moda, de esa piedad y culto sectario a los muertos, que no son otra cosa que burdo negocio y usurera explotación...
Pero, empecemos, por lo que suele preceder a la muerte: la enfermedad o el accidente trágico.
En realidad, aunque los familiares no lo confiesen, la manera más cómoda de morirse, es por uno de esos accidentes, inesperados y rápidos, que dejan al protagonista en el punto: un choque de automóvil, un tiro, o una muerte instantánea, por ataque agudo al corazón, etc. Sale uno de su casa «sano y salvo» y vuelve frío y con los pies hacia delante, ya porque se haya «quedado en el accidente» o «al ponerlo en la mesa de operaciones» de la casa de socorros u hospital de emergencias.
Cuando ocurre una de estas muertes de tiro rápido, las familias del difunto se ahorran dinero, molestias, malas noches y trabajos que ocasiona una larga enfermedad, y hasta representan más fielmente su papel como personas de buenos sentimientos y cariñosos buenos parientes, ante conocidos y amigos: lloran mejor al muerto, y aparecen, por lo tanto, que lo han sentido y le querían mucho.
–¿Quién nos lo iba a decir?– se oye exclamar el día del velorio– ¡tan bien y alegre que estaba ayer cuando salió de casa! ¡Con la naturalidad que tomó su café con leche, que tanto le gustaba al pobre! ¡Qué pérdida tan horrible! Tenía su genio, su cuarto de hora malo, con bastante frecuencia, esa es la verdad, pero se le pasaba pronto y entonces era bueno, como el pan, aunque un poco agarrado y cicatero, eso sí. ¡Le daba más vueltas a un peso y era más duro para pagar! Pero bueno, bueno en el fondo, de muy buen fondo. ¡Quién nos iba a decir que muriera de esa manera, que se nos quedara entre las manos de la mañana a la noche!
De estas muertes rápidas, que desde luego son las que más me agradan y para mi deseo, a lo único que le tengo terror es a morir arrollado por una bicicleta. ¿Quieren ustedes nada más cursi y prosaico? Ni epitafio más aplastante que el suelto de ritual en los periódicos, entre los partes de policía: «Al atravesar ayer por la tarde la esquina de Cuba y Empedrado para dirigirse a su bufete, fue arrollado por una bicicleta que le causó lesiones de gravedad, el blanco conocido por el alias de EL Curioso Parlanchín. Llevado al Hospital de Emergencias, murió al ser puesto en la mesa de operaciones.» ¡Catastrófico! Toda la celebridad y gloria de que pudiera yo gozar en el mañana, quedaban completamente destruidas con esa muerte ridícula. ¡Qué historiador se iba a atrever a escribir mi biografía y hacer un elogio, si al hablar de mi muerte, tenía que poner: «murió arrollado por una bicicleta». No hay derecho ciertamente a pasar a la posteridad como hombre célebre, habiendo muerto en forma tan cursi, vulgar y ridícula.
En cambio si muere uno arrollado por un gran automóvil, la cosa varía: un Rolls Royce, por ejemplo. Casi pueden decir los familiares– habrá muchos que lo digan– comentando el accidente:
– mal que era una marca de lujo. Hasta se dio el pobre ese gusto, él que detestaba todo lo vulgar y le agradaban tanto los buenos automóviles.
La clase de accidente trágico de que se muera puede influir muchas veces en que se goce de cierta póstuma o apoteosis, efímera y convencional, por algún tiempo. Hay ciertos accidentes espectaculares que impresionan profundamente a los familiares y al público, por ejemplo, la caída de un aeroplano, y constituyen después, más que su vida o su obra mismas, timbre de gloria para el difunto, causa única de su apoteosis póstuma.
En cambio de todo ello, la muerte por una enfermedad larga o por vejez extrema, es aburrida, molesta; pesada, no solo para el desgraciado, que se le agota la vida lentamente, sino también para los familiares. Estos en su humana hipocresía no lo confesarán, pero lo sienten.
Pasan días y días y el enfermo, postrado en cama, sin poder valerse apenas, va de mal en peor, muriéndose poco a poco, como una vela que lentamente se consume. Los parientes se han ido turnando en la asistencia. Hasta ha habido que llamar a los más lejanos que no vivían en la casa. Las largas noches en vela se suceden unas a otras. A los primeros síntomas de gravedad, que produjo el que todos los familiares se reunieran creyendo el fin próximo y no se separaran un momento del lado del enfermo, ha sustituido ahora, al ver que pasan los días y «no se acaban de morir», el cansancio. Ya algunos familiares se hacen los bobos pretextando ocupaciones urgentes, para no quedarse a cuidar el enfermo.
Y un buen día, uno de los parientes más cercanos, exclama con aire compungido:
–¡El pobre! Para estar así, más vale que Dios lo llamara a descansar. Así dejaría de sufrir!
E1 que tiene ganas de descansar en realidad, es el pariente, y lo que desea es que el enfermo «acabe de una vez», para que los deje a todos tranquilos, porque ya están hasta la coronilla. Una muerte así, preparada con tanta anticipación, tiene, además, el inconveniente, de que se siente menos. Se mira como algo esperado y natural.
Lo más que se comenta es:
– El pobre. Al fin descansó. Casi hay un respiro de alivio entre familiares y conocidos, cuando reciben la noticia. No sorprende la desgracia. Al contrario, lo que extrañaba era que no hubiese ocurrido antes.
Se llora menos. Parte porque se esperaba la muerte; parte porque el cansancio de tantos días ha agotado ya físicamente a los familiares y se sobrepasa al dolor.
Y la noche del velorio, apenas dan las doce y se retiran las amistades de cumplido, los que se quedan van buscando donde acomodarse y echar su sueñecito. Unos y otros se dicen:
– un rato. Debes estar destroncada.
– a ti también te hace falta.
– nos recostaremos las dos, El pobre Emilio ya no necesita de nuestros cuidados.
Y el pobre Emilio pasa el resto de la noche acompañado solamente por las cuatro velas y por algún gato mimoso que se refugia en el tibio calor del cuarto mortuorio.

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