Contrapunteo entre el ayer y el entonces presente que le correspondía al cronista, Roig retoma y presenta para sus lectores los enfoques de tres términos de época (primos, pollos y pollitas) según el parecer del cronista costumbrista Luis Victoriano Betancourt, quien «merece justamente ser leído por la gente de hoy que quiera conocer cómo era la gente de ayer».
Por la gracia e intención, por la facilidad con que percibe el lado burlesco de las cosas, y sobre todo, por la exactitud con que retrata con todos sus pelos y señales a los tipos de su tiempo, Luis Victoriano Betancourt merece ser leído hoy.

Nos proponemos rememorar, semana tras semana, en estas páginas, los tipos y las costumbres cubanas de la época colonial tal como fueron observados y recogidos por nuestros costumbristas que en sus artículos, perdidos muchos de ellos en periódicos y revistas, recopilados otros en libros, folletos y antologías, nos ofrecen la más expresiva y exacta pintura de los tipos, costumbres, vicios, defectos y virtudes de la sociedad cubana de antaño.
De esos tipos y costumbres, los lectores podrán anotar cómo unos han desaparecido por completo, otros subsisten, aunque transformados en mayor o menos grado, ya con resultado beneficioso para la sociedad, síntoma de su progreso y mejoramiento, ya por el contrario con balance adverso, señal de retroceso, de que no siempre, ni mucho menos, la civilización significa pasos de adelanto en el camino del perfeccionamiento social.
A los lectores, que por su edad, si bien nacidos en la colonia, sólo de ella conservan el vago recuerdo de los días de la infancia, ha de serles interesante y útil el descubrir a través de los cuadros y tipos que vamos a evocar, basándonos en el relato de nuestros viejos costumbristas, cómo era la sociedad criolla durante la colonia, la que vivieron sus padres, sus abuelos… Y para nosotros, los viejos, que conocimos y vivimos aquella época pretérita, han de tener esos cuadros y tipos en encanto y el atractivo que tiene el revisar recuerdos –cartas, documentos, flores marchitas, en un cofre familiar.
Entre los más notables de los costumbritas cubanos figura Luis Victoriano Betancourt, uno de los pocos que dejó recopilados en volumen sus trabajos (1867), y del que, este año último se publicó una nueva edición de sus Artículos de costumbres, avalorada con un estudio biográfico y crítico debido al joven y muy notable historiador Emeterio S. Santovenia.
Por la gracia e intención, por la facilidad con que percibe el lado burlesco de las cosas, y la habilidad que tiene en hacerlo resaltar, y sobre todo, por la exactitud con que retrata con todos sus pelos y señales, como suele decirse vulgarmente, con sus propios modales, con su peculiar lenguaje, los tipos de su tiempo, Luis Victoriano Betancourt merece justamente ser leído por la gente de hoy que quiera conocer cómo era la gente de ayer.
Entre los tipos retratos más gráficamente observados por Betancourt en la vida familiar de la colonia, figura el primo, que no tiene nada que ver con el primo de la República, o sea, el novio –motorista, conductor, dependiente, sirviente– de la criada española. El primo de ayer era otra cosa; era… pero demos la palabra al propio Betancourt.
«El primo –dice– es un hombre como cualquier otro puede serlo: come, bebe, duerme y ejecuta sus demás funciones vitales a las mil maravillas; canta, ríe y baila, si es alegre; trabaja, si no es haragán, y tiene, en fin, cuantas cualidades puede tener cualquier prójimo; salvo el goce de ciertos fueros en casa de la tía, y algunas confiancitas con las primas, que no gustan por cierto a la mamá, la cual está siempre atisbando las acciones del sobrino. Los hay de ellos feos y bonitos, rubios y morenos, elegantes y descuidados, pero todos condescendientes y de buenas intenciones, si no son algunos que validos del primazgo, hacen cosas que no debieran, introduciendo la desolación y el escándalo en su misma familia; pero son tan pocos, que no hacen número, y por tal motivo, prescindiré de ellos».
Y agrega:
«El primo es el demonio familiar de la casa de su tía. No bien se cuela por las puertas, alborota a las muchachas, va a la cocina, enciende un cigarro, se come un plato de dulces que hizo una de sus primas, pellizca a la cocinera, abraza a la mulatita costurera que está en el cuarto, vuelve al comedor, si ve flores, se apodera de ellas a pesar de la oposición tenaz que se le sostiene, y se dirige a la sala. Allí se sienta entre cinco o seis angelitos sin alas, le quita el bordado a la una, el libro a la otra, las mortifica a todas, incomoda con sus gritos a la vieja, que se levanta, las manos en la peluca, diciéndole: Vete, demonio, espiritado. ¿Qué vienes a hacer aquí entre las muchachas? Esta no es hora de visitar. Pero él tenacem propositi, más grita, y más emborracha con su charla, hasta que la vieja se retira para el cuarto, renegando de los primos y del diablo, y él, dueño entonces del campo entre tantas palomas, hace de las suyas, y las primas se ponen bravas por alguna libertad demasiado libre y él sale peleado con ellas; pero cuenta que al siguiente día vuelve a la casa, y hacen las paces, y se repiten las escenas del día anterior».
Otro tipo de familiar interesante, que pinta Betancourt, es el pollo:
«El pollo es un ser que presenta a primera vista las formas de hombre; pero que examinado con un microscopio adecuado a sus proporciones, antes parece un individuo del sexo femenino, robándoles los pantalones y la casaca a los barbudos, y ataviándose con ellos como el grajo de la fábula con las plumas del pavo. Pertenecen a esta clasificación los mocitos que tienen de doce a quince años; época propia para aprender una carrera o un oficio lucrativo, y no para andar en bailes y billares y reuniones, donde se absorbe en toda su fuerza el nocivo juego de la corrupción.
«Tiene el pollo muy desarrollado el órgano del baile. Siempre anda como hormiga loca o como corredor intruso, dando carreras en pelo de amigo en amigo, inquiriendo dónde hay una rumbita buena; cuándo hay ensayo de cuadrilla en casa de Pepe el Largo; si las Melchorizos van a seguir aprendiendo los lanceros. O bien se dirige a algún café conocido y pregunta al mozo que para quién son esos ramilletes que están encima de la mesa, y allí donde el mozo le designe se dirige a eso de las ocho para entrar solo si es conocido de la casa o ser presentado por algún amigo, si no lo es; y entra, y baila, y come dulces, aún cuando hubiera tenido que andar a mojicones por ello. No se da punto de reposo en cuanto a diversiones y meneo de piernas. Ya baila los lanceros en la casa de Fulanita, ya la cuadrilla en la de Menganita, ora una danza en la de Esperenceja. Tan pronto culebrea desaforadamente con una ninfa en una escuelita, dando más latigazos que un papalote en manos de un pillo de playa; como hace un cangrejo con una Travista en Tacón; o estrecha la delicada cintura de una pollita, y escobillea con ella en otros salones de medio pelo o de pelo entero al sabroso y marcado compás del Cochino y de Apaga la vela».
Junto al pollo, coloca Betancourt a la pollita.
«La pollita es una mujer en miniatura, en menor escala, en pequeño, con malacoff, sayas, invisible, castaña, quillas, quiquiriquí y otros tantos perifollos como pueden contener las tiendas. Cuando veo a una de esas niñas tan peripuestas se me acuerda de esos baratillos humanos, que por no dejar las prendas en casa se abruman el cuerpo bajo el peso de cadena, leontina, leopoldina, reloj, relicario, cordón para las gafas, alfiler de pecho, alfiler de corbata; y luego, eche usted dijes; allí hay llaves de todos tamaños, carretoncitos, locomotoras, barcos, anteojos, pitos, panoramas, bolas del mundo y otras mil zarandajas.
«La pollita toma este nombre desde los doce a hasta los catorce años. A los doce menos diez meses empieza a amar y a bailar, sino antes, de modo que a los veinte está fastidiada de ambas funciones y tiene el corazón gastado de tanto como herido en este mundo. Se sabe de cabo a rabo las novelas de Alejandro Dumas (padre) y sobre todo las del hijo, pero sus favoritas son la Dama de las Camelias y la Dama de las Perlas novelas admitidas en la sociedad por su conocida y saludable influencia en la educación de la mujer, y con las cuales muchos padres dejan que sus niñas pasen un rato divertidas y nutran su alma angelical. Lástima que no reviva aquella moda que invadió a nuestros padres, la del romanticismo, que hacía consistir la belleza en la palidez, en el histérico y en todo lo que fuera afectación».
Así pensaba Betancourt contemplando las pollitas de 1867. ¡Qué diría si conociera las pepillitas de nuestros días!


(Esta crónica fue publicada por el semanario Carteles en la edición correspondiente al 8 de mayo de 1931).

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