«Así, botelleros son todos aquellos que viven y medran a título de sabrosones y bravucones lo mismo el político prominente que el infeliz picador, el que ocupa una Secretaría o un alto puesto sin tener capacidad alguna para desempeñar aquélla o éste como el que logra entrar gratis en un espectáculo o asistir de guagua a alguna fiesta».
Al origen y evolución de los términos botella, botelleros, bravucones y sabrosones, Roig dedica esta crónica que remonta su génesis a los tiempos mismos de la colonia.

Aunque Constantino Suárez en su recomendable Vocabulario Cubano define la botella como «sinecura, sueldo que se cobra del Gobierno sin trabajar», y explica que «es modismo nacido durante el Gobierno del general Menocal», ya vimos en otras Habladurías publicadas hace meses que Fernando Ortiz remontaba el origen de la botella a los tiempos mismos de la conquista y colonización castellanas en la América, señalando como el primero de los botelleros hispanocubanos a don Fernando Colón, el hijo predilecto del Descubridor, a quien el rey le asignó una pensión de quinientos pesos anuales sobre la isla de Cuba. Como se ve, ya en tan lejanísima fecha comenzó a sufrir esta ínsula los estragos y malandanzas de los botelleros, que en los tiempos republicanos se han transformado en plaga más nocivamente destructora que aquella de hormigas, que según la leyenda motivó el traslado de la villa de La Habana de la costa sur a la norte de la región india de ese nombre.
Si la fecha en que aparece en Cuba el primer botellero es muy anterior al desgobierno menocalista, las actividades botelleriles no se han limitado al simple y a veces casi inocente disfrute de un puesto público, sin dar un golpe, sino que se extienden a todas cuantas formas, maneras, cosas, etc., etc., sean susceptibles de ser convertidas en dinero efectivo, o en objetos, granjerías o esparcimiento que no supongan la inversión de cantidad alguna.
Así, botelleros son todos aquellos que viven y medran a título de sabrosones y bravucones lo mismo el político prominente que el infeliz picador, el que ocupa una Secretaría o un alto puesto sin tener capacidad alguna para desempeñar aquélla o éste como el que logra entrar gratis en un espectáculo o asistir de guagua a alguna fiesta.
Ese calificativo de sabrosones y bravucones lo aplicó ya en 1604 Agustín de Rojas, en su Viaje Entretenido, a los que entraban sin pagar en el teatro y después hablaban mal de la comedia. Los faranduleros de esa divertidísima loa se quejaban amargamente de esos botelleros, exclamando: «¿Pues si eso no fuera, había otra para la comedia como Sevilla? Porque de tres partes de gente, es la una, los que entran sin pagar, así valientes como del barrio. Y estorbárselo, no tiene remedio». Y entonces, como ahora, llegó a considerarse un honor, señal inequívoca de distinción y poderío, el ser botellero, aunque no fuese más que en los espectáculos: «No sólo quien no paga se contenta –hace decir Rojas a los cómicos– con hacernos tan sólo un solo daño, sino que quien lo escucha se deshonra, y toma el no pagar por punto de honra. Pero lo que espanta en Sevilla es que haya tanta justicia, y no tenga remedio esto de la cobranza. Muchas diligencias se han hecho y no han aprovechado, porque el hombre se acostumbra a entrar de balde, si le hacen pedazos, no han de poder resistirle. Muchos autores lo han querido llevar con rigor, y no es posible. Antes si riñen con uno es peor. Porque ha de entrar aquel con quien riñen y otros veinte que a hacer las amistades se ofrecen». Como bien dice Fernando Ortiz, al ilustrar con este ejemplo de Agustín de Rojas, su definición de la botella en Un catauro de cubanismos, «han pasado más de tres siglos, y en Cuba seguimos como en Sevilla».
Si Fernando Colón fue el primer botellero hispanocubano, después, durante la colonia, padecimos centenares de millares de funcionarios y empleados civiles y militares que vivieron regaladamente a título de sabrosones y bravucones, que esta maltratada hija tenía que soportar a su ex madre, la España monárquica de los generalotes Vives, Tacón, Concha, O'Donnell, Weyler, y tantos otros. Y nuestra República, colonia superviva, lejos de acabar con los sabrosones y bravucones, los endiosó, estableciendo para ellos y para sus parientes, amigos y correligionarios, toda clase de garrafones, botellones, botellas y botellitas, sobre todo a partir de la administración del General José Miguel Gómez, cuya época marca, en realidad, el inicio del apogeo botelleril, cuya esplendorosidad lograron Zayas, Menocal y Machado, sin que haya decaído, ni mucho menos, en nuestros días.
La historia recoge y guarda, como típicos del primero de dichos períodos presidenciales, a aquellos pintorescos y aprovechados personajes que fueron conocidos por los motes de paúles de Gobernación, inspectores de baches, cafeteristas imaginarios de Sanidad, y disfrutadores de los gastos secretos de Gobernación y Palacio. Y fue también en aquella época cuando nació la Renta de Lotería, que más tarde iba a convertirse en Gran Fábrica Nacional de Botellas, y se creó uno de los más jugosos garrafonesque se han conocido en los anales botelleriles de Cuba: el cargo de Historiador Oficial de la República con el sueldo de $500.00 mensuales, cargo que desempeñó cerca de ocho años el doctor Alfredo Zayas, sin haber escrito durante todo ese tiempo mas que dos o tres capítulos de la Historia de Cuba.
Cuando las tres letras simbólicas del lema que como gancho electoral llevó el general Menocal a la presidencia –H. P. T. – se convirtieron, de Honradez, Paz y Trabajo, en Harina Para Todos, llegamos al pleno apogeo de la botella, en el cual vivimos todavía. Entonces, en todas nuestras clases sociales se produce una fiebre loca, un frenesí, por vivir a costa del Estado, sin trabajar. Los políticos no se conforman con ocupar altos y pequeños puestos, sino que necesitan y exigen, además, botellas para completar y redondear sus entradas mensuales y para repartir entre sus parientes y amigos; los periódicos reciben crecidas subvenciones para sus directores, y entre los redactores y reporteros se establece un verdadero pugilato para ver quien logra reunir mayor número de botellas, conseguidas en las distintas Secretarías y oficinas públicas; y hay periodistas que llegan a acaparar seis, siete, diez botellas, que a veces representan hasta mil pesos mensuales. Las familias se lanzan también en pos de la botella, y no solo las familias pobres, sino asimismo las ricas, porque hay botellas que sirven para comer y otras que se emplean para alfileres. En los días de santos de amigos o amigas, en lugar de objetos, regalan los políticos y gobernantes, botellas. Y la moda impone como el más exquisito y refinado regalo de bodas, una botella para el novio, o una comisión que permita a los recién casados realizar sabrosamente su viaje de bodas a los Estados Unidos o a Europa.
Durante el Gobierno de Zayas la botella y sus ramificaciones llegaron a adquirir caracteres tales de inmoralidad y desbarajuste que dieron motivo a ingerencias e intervenciones norteamericanas de todas clases y a la demanda formal del Gobierno de Washington, a través de su representante diplomático en La Habana, para que el Presidente Zayas saneara las Secretarías, arrojando de ellas a los secretarios que las ocupaban y sustituyéndolos por otros que fueron denominados popularmente «el Gabinete de la Honradez», aunque no a todos les cuadrara justamente dicho calificativo.
Y Machado, grande, inmenso, egregio… en barbaridades, llegó a límites inconmensurables a lo que a la botella se refiere. Eso sí, los sabrosones y bravucones machadistas se repartieron monstruosos garrafones de centenares y millares, y hasta de millones, de pesos, camouflageados por fantásticas obras públicas, tales como la carretera central, el Capitolio, etc., etc., que luego han pesado sobre la economía nacional en forma de empréstitos y financiamientos.
A costa de ríos de oro fue que pudo sostenerse –apuntalada– la tiranía machadista. Unos malgastaban el dinero, viviendo sabrosamente al día, y otros, más listos, supieron guardar para el mañana, y gracias a eso viven hoy espléndidamente en el extranjero, o han regresado a Cuba disfrazado de pordioseros, para inspirar lástima y ver si se les tolera y se olvidan sus latrocinios del pasado, hasta que puedan ponerse en el mismo tren de vida rumbosa que antes llevaron. Otros, más bravucones y sabrosones, continúan haciendo ostentación del dinero que robaron al Estado, y hasta lo han acrecentado con nuevos puestos y negocios actuales.
Que hoy los sabrosones y bravucones no han disminuido, sino que, por el contrario, se han multiplicado, lo prueban bien a las claras las estadísticas que publiqué hace tres semanas, de los actuales, elevadísimos, presupuestos burocráticos de la República.
El sistema botelleril contemporáneo se ha perfeccionado. A unos nombres han sucedido otros; pero el dinero del Estado –o mejor dicho del pueblo– siguen distribuyéndose, sin que el pueblo lo disfrute, entre los sabrosones y bravucones de nuestros días. Estos no se conforman ya con puestos y negocios, sino que aspiran –y lo logran– a que la vida los resulte totalmente gratis o sea, que no les cueste un solo centavo de su bolsillo, ni siquiera el desembolso de los sellos de correo, ni de los muebles para su casa o de los aparatos y mercancías para el desenvolvimiento de sus negocios. En efecto, no hay funcionario o ciudadano con algo de autoridad que no goce de franquicia postal y telegráfica utilizada, desde luego, para franquear su correspondencia privada y política y la de sus amigos y correligionarios. Y amparándose en el precepto que establece el no pago de derechos arancelarios por parte del Estado, las Provincias y los Municipios, ¡cuántos efectos y mercancías de todas clases entran libres en nuestras aduanas, con el pretexto de que son destinados a utilizaciones oficiales, pero que después podrían fácilmente ser halladas en casas y negocios particulares! Y así, ayer como hoy, seguimos mal viviendo bajo el imperio de los sabrosones y bravucones botelleriles.

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