Situada en la Avenida del Puerto, entre Sol y Santa Clara, la Sacra Catedral Ortodoxa de la Virgen de la Virgen de Kazán afianza la presencia de ese credo que comparte una decena de miles de personas en Cuba. En su mayoría son ciudadanos rusos y de otras naciones eslavas aquí residentes, así como descendientes de familias mixtas formadas durante 30 años de relaciones entre Cuba y la extinta Unión Soviética, incluidos muchos cubanos que estudiaron en sus otrora repúblicas.
Comedimiento —y, a la vez, amplitud de matices— debiera procurar todo aquel que intente adentrarse en la historia y cultura rusas.

 
Todo comenzó al pasar por Constantinopla, hoy Estambul, sin reparar siquiera en que nos asomábamos a la antigua capital del llamado Imperio bizantino: la «Nueva Roma» que —fundada en el año 330 por el emperador Constantino I el Grande, de ahí su nombre— se transformara en el centro intelectual y religioso del mundo cristiano del Oriente.
Sí. Creo que sí, pues al confrontar la recién consagrada Sacra Catedral Ortodoxa de la Virgen de Kazán en la ribera de la bahía habanera, cobra un sentido extrañamente actual aquel momento en que cruzamos el Estrecho de Bósforo a bordo del buque Rossía en rumbo hacia el Mar Negro y el puerto de Odessa.
Entonces éramos jóvenes ateos... o decíamos serlo. Sin embargo, aquella madeja de arquitecturas superpuestas durante siglos —donde sobresalían las iglesias-mezquitas a uno y otro lado del canal: a la izquierda, en Europa; a la derecha, en Asia— provocó nuestra primera experiencia vívida de un paisaje cultural diferente, algo así como la constatación física del carácter mistagógico del mundo, más allá de profesar algún credo religioso en específico.
Por supuesto, sólo ahora, desde la distancia de más de 20 años, puedo aquilatar aquella vivencia, a la cual se sumarían muchas más que me ayudarían a justipreciar ese sentimiento que Diógenes de Sínope denominaba kosmopolítës en abierto desafío a las normas instauradas: la idea de que su patria era propiamente el cosmos.
Sin embargo, lo que para el filósofo cínico griego era una de sus tantas bromas, cobra en la actualidad un sentido muy serio en su indefectible ambivalencia: por una parte, aquel que vive lejos de su patria puede consolarse con pretender ser ciudadano del mundo, pero, por otra... no podrá renunciar nunca a sus raíces ni aunque se lo propusiera a toda costa.
Quienes estudiamos en la desaparecida Unión Soviética, experimentamos tempranamente esa dualidad y, aún hoy, nos sentimos marcados por aquel antecedente juvenil. Al que se añade el haber vivido en un país que se desintegró, si bien tener que dominar el idioma ruso —entre otros factores— hizo que nos identificáramos más con la cultura eslava.1
Quiero decir: a fin de cuentas, todos pasamos de alguna manera por Rusia. Y es que, aunque alejadas geográficamente, nuestras naciones se unieron en la historia durante la segunda mitad del siglo XX. De ahí que, de este lado del planeta, quizás seamos los cubanos quienes tengamos la experiencia más vívida de aquella etapa... quienes mejor pudimos aquilatar la idiosincrasia y espiritualidad rusas como insondables arcanos que son.
Por lo que, al erigir aquí una catedral ortodoxa en honor al icono de la Virgen de Kazán, en el que se reconoce a «La Liberadora y Protectora de la Santa Madre Rusia», es como si aquellos vínculos fueran rememorados en su acepción más entrañable: la de haber compartido parte de nuestro destino a pesar de las enormes diferencias culturales que nos separan.
En ese gesto de embeber una cultura ajena sin renunciar a la propia, radica la belleza de esa inserción bizantina que refuerza el eclecticismo consustancial a la urbe habanera, su mezcolanza de credos, su sincretismo insertado en una globalidad que trasciende los mares y se convierte en imagen capaz de avivar el recuerdo, o reinventarlo a la postre, que es lo que siempre sucede.
Así, mientras oía la secuencia de himnos, salmos y letanías durante la consagración de la primera catedral ortodoxa rusa en el Caribe, me preguntaba una y otra vez: «¿En qué lugar de Moscú estaría el Monasterio Sretensky?», cuyo famoso coro de voces masculinas en ese momento escuchábamos.
Por fin pude encontrarlo en mi vieja guía moscovita de 1980, situado en la otrora calle Dzerzhinskaya, hoy Bolzhaya Lubianka, dentro del Anillo de los Bulevares (Bulvárnoe Koltsó), «que más que circular tiene forma de una herradura, y envuelve el centro de la ciudad, de tal modo que sus salidas desembocan en el río Moscova».2
Hojear guías de turismo ya caducas permite volver a recorrer imaginariamente el itinerario que dejaste señalado en sus páginas, tratando de conciliarlo con las pautas neurales de la memoria. Caminé muchísimo por aquella sucesión de bulevares que remarcan el perímetro de la derruida muralla de Kitái-gorod,3 pero por mucho que quisiera no podría recordar aquel monasterio.
Y es que entonces, de ese antiguo conjunto religioso, apenas quedaba su catedral, quizás ya ocupada por el Centro Científico de Restauración Artística con el nombre del académico I. E. Grabar.4
Nostalgia, nostalguía... pocas palabras son casi idénticas en los idiomas ruso y español como ésta, seguramente porque proviene del griego nóstos, que significa «regreso»... Si regresara a Moscú después de tantos años, no dudaría en llevar mi vieja guía de la Editorial Progreso. Con ella trataría de desandar lo andado para volver a sentir esa esencia que, inmanente a la convulsa historia de una de las naciones más grandes de la Tierra, se resiste a ser racionalizada y termina reconociéndose universalmente como el «alma rusa».

 
Caminante no hay camino/ se hace camino al andar... Los socorridos versos de Antonio Machado salen a colación porque ese gran poeta español escribió un texto que resulta muy útil para demostrar cuánto comedimiento —y, a la vez, amplitud de matices— debiera procurar todo aquel que intente adentrarse en la historia y cultura rusas.
Al publicar en 1937 el artículo «Sobre la Rusia actual », en vísperas de cumplirse el vigésimo aniversario de la «gran República de los Soviets» —que acoge con sincero beneplácito—, el autor de Nuevas canciones no puede sustraerse a la idea que se ha formado de esa «alma eslava, amplia y profundamente humana», gracias a sus tempranas lecturas de «Dostoyevski, Turguénef, Tolstoy [sic]», entre otros clásicos del siglo XIX:
«Aquellos libros que leíamos siendo niños, y que llegaban a nosotros, trasegados del ruso al alemán, del alemán al francés y del francés al español chapucero de los más baratos traductores de Cataluña, dejaban en nuestras almas, a pesar de tantas torpes decantaciones lingüísticas, una huella muy honda, nos conmovían más que nuestras mejores novelas contemporáneas».5
Al igual que la mayoría de los miembros de la Generación del 98, Machado amaba la literatura rusa, cuya presencia en España comienza a hacerse notable a fines del siglo XIX. Y si bien es cierto que son traducciones de traducciones, novelas como El idiota o El adolescente —por citar sólo dos obras dostoyevskianas— no pierden su monumentalidad gracias a sus personajes inefables, el dramatismo de sus conflictos, y lo que resulta acicate para el lector más sensible: su trasfondo místico, capaz de infundir desasosiego espiritual; en el caso del gran poeta sevillano —cristiano, pero antifascista y anticlerical—, las ansias de una religiosidad más prístina.
«Nunca olvidaré estas palabras de Dostoyevski, leídas recientemente, pero que coinciden con la idea que hace ya muchos años me había formado del alma rusa»,
afirma en su mencionado trabajo, y a continuación transcribe estas palabras del aristócrata Andrei Petróvich Versílov, padre del protagonista de El adolescente:
«Sí, hijo mío, te lo repito, yo no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el hombre que sufre por el mundo».
A partir de esa cita, Machado no tiene reparos en poner de manifiesto su eslavofilia: «el alma eslava ha captado, ha hecho suyas las más finas esencias del cristianismo. Sólo el ruso, a juzgar por su gran literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténticamente inquieto...»
Pero el objetivo principal de su artículo —como indica el título— es valorar positivamente «la Rusia actual, la Rusia soviética, que dice profesar un puro marxismo»... Y he aquí que, sin dejar de defenderla, el poeta propone una tesis desconcertante:
«Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga, en el fondo y a la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo, que es una fe materialista, una creencia en el hambre [sic] como único y decisivo motor de la historia. Pero el marxismo tiene para Rusia,  como para todos los pueblos del mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los pueblos occidentales (...)».
Según Laureano Bonet en su ensayo «Antonio Machado y el Cristo ruso», durante esa etapa de su vida (1936-1938), el bardo —devenido articulista de Hora de España— «intenta llevar a cabo una nada fácil síntesis entre el comunismo político y el “comunismo cristiano”, o sea, entre el materialismo dialéctico y una espiritualidad fraterna, llena de temblores emocionales ». Y acota: «Casi huelga decir que nuestro poeta se mueve en el terreno de las querencias, unas querencias literarias, utópicas, románticas, difíciles de asimilar por los ortodoxos de uno u otro pelaje».6
He usado con toda intención el epíteto «desconcertante » para referirme a la visión que tenía Machado sobre la Rusia de su tiempo. Porque evidencia la antinomia entre la interpretación esquemática del marxismo y el sentimiento nacionalista ruso que, exhalado literariamente, trasladó a Occidente sus preocupaciones de orden moral, ético... existencial, en fin.7
Sin dudas, hay que asomarse a los grandes clásicos rusos con cuidado para no pecar de candidez. Como cuando siendo adolescente, al terminar de leer Crimen y castigo, no pude aguantar las lágrimas porque Raskolnikov se había entregado en prueba de arrepentimiento.

 
La cultura occidental debe a esos grandes novelistas rusos —entre los que no puede olvidarse a Nikolái Gógol— la teodicea del hombre que se debate entre las antípodas del alma: el abandono de Dios con el pecado, y la armonía en Dios.
Así, como un medio para tratar de armonizar con el Padre encarnado en Cristo, su Hijo, debe percibirse ese destello dorado del «alma rusa» que también forma parte del acervo universal: el icono.
Aunque la posibilidad de una imagen divina germina en la cultura cristiana desde sus inicios, la iconografía se desarrolló junto a la instauración de la liturgia y la dogmática. No en balde la fecha en que fue ratificado definitivamente el dogma de la iconología —tras casi un siglo de enconadas luchas en el campo teológico— se celebra anualmente como la fiesta del Triunfo de la Ortodoxia.
Sucedió en marzo de 843, durante el primer domingo de Cuaresma, y desde entonces «la Iglesia Ortodoxa reconoce en el icono no sólo una de las formas del arte eclesiástico, sino la principal expresión visible de la fe ortodoxa».8
Ello es refrendado teológicamente porque el primer icono es Cristo: «Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación», según la certeza del apóstol Pablo (Colosenses, 1:15).
Pero... ¿cómo se produce la adopción del cristianismo por los eslavos? ¿De qué manera se fue aproximando la Rusia precristiana a ese hito histórico que es el bautismo? ¿Qué peculiaridades de su estado espiritual, de su vida interna y exterior, contribuyeron
a esa conversión?
Para responder estas interrogantes hay que comenzar por dilucidar el «nacimiento de Rusia en carne y hueso», tal y como se propone el arcipreste Lev Lébedev a partir de los resultados acumulados por varias generaciones de estudiosos que ahondaron en la más remota fuente histórica sobre esos orígenes: Leyenda de los tiempos idos, recopilación de crónicas hecha por el monje Néstor en el segundo decenio del siglo XII.
En su libro Bautismo de Rusia, publicado en 1988,9 el citado arcipreste expone las principales conclusiones que confirman —tras procesar múltiples datos históricos, etnográficos y arqueológicos— cuál era el territorio llamado Tierra Rusa o Rus, además de adjudicar su génesis eslava como Estado y nación a la tribu de los polianes, quienes habitaban en la región del curso medio del río Dniéper y tenían a Kíev por centro.
De acuerdo siempre con Lébedev, aquella tribu conservaba —en cuanto era posible dentro del paganismo— la natural pureza moral que le permitió evolucionar hasta la idea de «la multiforme criatura (naturaleza) fructificante y fructífera, criatura que se percibe como una divinidad única y que lo abarca todo».10
Superadas las formas primitivas de religiosidad como el culto fetichista y los ritos mágicos que prometían obtener un poder especial sobre la naturaleza y la persona, los polianes debieron afrontar una crisis espiritual y sintieron necesidad de optar por una fe monoteísta.
Entonces a las colinas de Kíev debió llegar predicando el apóstol Andrés, uno de los doce discípulos de Jesús de Nazaret, en su largo peregrinar por la parte oriental del Imperio romano: desde Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, y de Tracia a las regiones del Ponto Euxino, o sea, a orillas del Mar Negro.
Así, gracias a esa tradición, san Andrés —quien, se dice, fue el primer obispo de Bizancio— es venerado como la cabeza de la Iglesia Ortodoxa Griega, además de ser santo patrono de Ucrania, Rumania y, por supuesto, Rusia.11
En lo adelante, la evangelización de los pueblos eslavos tendría como protagonistas a los hermanos Cirilo y Metodio, quienes tradujeron los libros del Nuevo Testamento a la lengua vernácula, cuyo alfabeto —«cirílico »— se adjudica al primero de esos santos.
Pero habría que esperar a que se bautizara la santa princesa Olga y, años después, el santo príncipe Vladimir —en 988, en el Quersoneso—, para que por orden de este último pudieran hacerlo los kievitas en la ribera del Dniéper y se cumpliera el bautismo de la Rus.
Lébedev explica que, tras la conversión al cristianismo, el pueblo ruso adquirió personalidad espiritual, y su patria, un carácter estrechamente ligado con la Madre de Dios, con los iconos de la Virgen y la creación de templos a ella consagrados:
«La imagen de la Madre de Dios con el Niño Preeterno puede ser percibida también como imagen de un alma humana (en nuestro tema, rusa) que admite y guarda el Verbo de Dios (Hijo de Dios)».
Hay que apreciar este relato —leyenda, dirían algunos— en su justa valía, con la misma perspectiva espiritual que nos hace pensar cuál es el motivo de que todo amante de la belleza, sea creyente o no, se conmueva ante el icono de la Santísima Trinidad, de Andréi Rubliev, por ejemplo.
Una respuesta pudiera ser: a pesar de que se propugnara el ateísmo, esa obra maestra nunca perdería su condición sublime para cualquier espectador, como si noblemente esos tres ángeles preguntaran al unísono: ¿Acaso no es lícito que tratemos de simbolizar a ese ser abstracto, eterno y omnipresente que llaman Dios uno y trino?
Esa misma pregunta, en otros términos, se la hace Alain Besançon en su ensayo: La imagen prohibida: una historia intelectual de la iconoclasia,12 contraponiendo la función sacramental del icono como objeto divino que se consuma en la liturgia ortodoxa, al de objeto de interés estético para la cultura occidental.
«Llenos de agradecimiento, contemplemos el icono con ojos benévolos, sin ceder a la menor tentación iconoclasta o iconólotra, incluso si nos sentimos provocados por los indiscretos ríos de tinta que ha hecho correr», afirma ese historiador francés, refiriéndose a los fundamentos teológicos que —en torno al misterio de la Encarnación— enjuiciaron la validez de la imagen sagrada creada por el hombre. Desde los emperadores iconoclastas León III el Isáurico y su hijo Constantino V Coprónimo hasta los defensores del icono (iconódulos) san Juan Damasceno, san Nicéforo y san Teodoro.
Y aunque pretende establecer un parangón con el arte sacro occidental —o sea, el católico—, Besançon no puede dejar de reconocer la singularidad de los grandes exponentes de la iconografía rusa:
«Sí, de acuerdo, son imágenes divinas. Sí, son epifánicas. Pero son divinas porque el arte las ha hecho tales. No lo son en sí: hay que tener en cuenta la experiencia, el saber, el trabajo y el misterioso talento del artista».
Conservada fuera del espacio litúrgico, en la Galería Tetriakov de Moscú, la Santísima Trinidad es una prueba de esa sentencia. Sin saber entonces qué significaban aquellos tres personajes —sentados alrededor de una copa, con las bocas cerradas—, me sobrecogió ese famoso cuadro cuando visitamos por primera vez el museo a insistencia de nuestra profesora de idioma ruso.
Gracias a esa buena mujer, Irina Davídovna, adquirí las nociones primarias sobre el arte de «escribir» iconos. Así se dice en ruso —en vez de «pintar» o «dibujar»—, pero no en el sentido de identificar el nombre de la imagen con un texto, sino en referencia a toda la enseñanza que el icono contiene, comparable a la de las Sagradas Escrituras.

 
 Santísima Trinidad (1410), de Andréi Rubliev. El misterio de Deus trinus et unus —como una esencia indisoluble— ha sido representado en este icono a partir del episodio de la prefiguración de Jehová mediante los tres ángeles que visitan a Abraham, cerca de la encina de Mamre (Antiguo Testamento. Libro del Génesis, Capítulo 18).

Sólo con respeto puede hablarse de la Santa Rusia, con la boca cerrada si es preciso, porque —tal y como nos enseñan sus iconos— «en el mundo de la gloria todo es visión y silencio».
Que los cubanos hayamos levantado con nuestras propias manos un templo ortodoxo ruso en La Habana Vieja, es una muestra de ese respeto. Es, a la vez, una demostración de que la espiritualidad puede ayudarnos en tiempos difíciles. «Sólo la belleza salvará al mundo», dijo Dostoyevski... la auténtica belleza.
Habrá quien nos acuse de ser utópicos, de ser ilusos, de parecer construir una suerte de Cosmópolis. Lo increíble es que, por razones que sorprenderían al mismísimo Diógenes de Sínope, esa idea suya sigue siendo actual, pues forma parte de las intensas reflexiones urbanísticas que tienen lugar en la era postmoderna, como puede inferirse del excelente ensayo escrito por Leonie Sandercock: Towards Cosmopolis: Planning for Multicultural Cities.13
Para esa socióloga, «Cosmópolis» es una utopía diferente, que nunca llega a realizarse, sino que hay que construirla continuamente: «Una ciudad/región en la que se establece una conexión genuina con —y respeto y espacio para— el Otro cultural, y la posibilidad de trabajar juntos en asuntos con un destino compartido, un destino como reconocimiento de que nuestros signos están entretejidos».
Quizás, aunque no lo parezca de inmediato, a esa utopía «cosmopolita» contribuyen gestos como la erección de la Sacra Catedral Ortodoxa de la Virgen de Kazán en la ribera de la bahía habanera.
Al menos quisiera creerlo cuando digo a mis hijos —nacidos en la Unión Soviética como tantos otros—, que son tan rusos como cubanos y fueron bautizados en la fe ortodoxa:
—Aquí, si así lo desean, pueden venir a profesar la religión de sus antepasados.
Como hoy suelen hacerlo católicos, evangélicos, judíos, musulmanes, santeros… que ya tienen sus espacios de culto en La Habana Vieja.
Y es que si hasta ahora perviven la fe, la esperanza, el amor… es porque, a fin de cuentas, quiérase o no, todos los caminos conducen al templo.
 
Argel Calcines
Editor General de Opus Habana
 
Fotografías de Lisette Zolórzano 
 
Notas:

1En el momento de su desintegración en 1991, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.) estaba formada por 15 repúblicas o estados, aunque solía ser
identificada impropiamente como Rusia por ser su estado constituyente más grande y dominante.
2Em. Dvinski: Moscú y sus alrededores. Editorial Progreso, Moscú, 1980.
3Cercano al Kremlin, este sector fue amurallado entre los años 1536 y 1539. Aquí se concentró hasta mediados del siglo XVIII todo el comercio de Moscú.
4En 1991 este edificio fue devuelto a la Iglesia Ortodoxa Rusa, la cual reconstruyó el antiguo monasterio.
5En Hora de España, IX, sep. 1937, pp. 5-11. Disponible en: ttp://er.users.netlink.co.uk/biblio/iirepubl/rusia.htm
6Laureano Bonet: «Antonio Machado y el Cristo ruso», en: Antonio Machado, el poeta y su doble. Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo, 1965, p. 52. Aquí la palabra «ortodoxos» está empleada en su acepción más amplia, sin referencia explícita al tipo de credo religioso.
7Sobre este tema recomiendo el estudio de la investigadora serbia Tamara Djermanovic: Dostoyevsky: entre Rusia y Occidente. Herder, Barcelona, 2006.
8Irina Yasikóva y Igumen Luka: «Fundamentos teológicos del icono y la iconografía», en Historia del icono (en ruso). Editorial ART-BMB, Moscú, 2002.
9Dos capítulos de este libro fueron publicados en la revista Literatura Soviética (No. 7, 1989), pp. 164-176.
10Citado por Víctor Kapitanchuk: «La Ortodoxia rusa: nuevas páginas», reseña del libro antes mencionado, publicada en el mismo número de Literatura Soviética, pp. 159-163.
11 De este modo, san Andrés sería para la Iglesia Ortodoxa Griega, lo que san Pedro para la Iglesia Católica Romana, y san Marcos, para la Iglesia Ortodoxa Copta de Egipto.
12 Alain Besançon: La imagen prohibida: una historia intelectual de la iconoclasia. Ediciones Siruela, Madrid, 2003.
13Leonie Sandercock: Towards Cosmopolis: Planning for Multicultural Cities. John Wiley, Chichester, 1998.

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