La abundante presencia de esta alfarería en el Centro Histórico reafirma el carácter cosmopolita de la Villa de San Cristóbal de La Habana, llamada a ser desde 1561 punto de encuentro de las Flotas de tornaviaje a España; refugio, descanso y aderezo de las naves antes de desembocar en el Canal Viejo de Bahamas con los alisios a popa.
El hallazgo de esta alfarería en sitios arqueológicos y pecios perdidos en las costas noroccidentales de Cuba, demuestra que formaba parte de la carga de los buques llegados a la Isla.

 Cuando en 1968, durante las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en la Casa de la Obrapía y en el otrora Palacio de los Capitanes Generales, aparecieron —por primera vez en La Habana— muestras de cerámica mexicana del siglo XVII, no se sospechaba cuán importante sería este hallazgo para descifrar muchas de las incógnitas que el proceso renovador de la antigua ciudad plantea a historiadores, arqueólogos y restauradores.
Gracias a sus condiciones físicas intrínsecas, proporción cuantitativa y distribución, la cerámica proveniente de la Nueva España constituye uno de los exponentes más importantes de la cultura material en los antrosoles de los contextos históricos de la Habana Intramuros.
Las tipologías halladas presentan una amplia gama de policromías, diseños y esmaltes de tradición milenaria. Según la tecnología empleada para producirlos, estos ceramios pueden clasificarse en prehispánicos e hispánicos.
Entre los primeros, se cuentan las producciones de origen azteca, por ejemplo. Desde el punto de vista tecnológico, se trata de tiestos levantados sin torno, cuyo acabado se logra mediante una depurada técnica de pintado (casi siempre en color rojo) y bruñendo, finalmente, la superficie hasta lograr un extraordinario grado de pulimento.
Las decoraciones se hacían a través de la incisión, el modelado y el sellado, usando valores cromáticos que varían en un espectro muy limitado: fondos rojos con decoraciones en negro, ocres y blancos. Dentro de este grupo, los tipos más abundantes en contextos habaneros son el México pintado de rojo y el Guadalajara polícromo, según la clasificación reconocida internacionalmente.
Estas tipologías sobrevivieron la Conquista y se mezclaron con la cerámica mayólica de tradición hispana.

CERÁMICA NOVOHISPANA
Las primeras cerámicas exportadas a México —y a toda América— provenían de la ciudad de Sevilla, donde radicaba la Casa de Contratación fundada en 1503 por Isabel la Cató1ica para favorecer a los comerciantes peninsulares, quizás en una temprana manifestación de proteccionismo.
Los artículos facturados en sus barrios alfareros —el de Triana, a orillas del Guadalquivir, fue el más representativo— tendrían una alta demanda entre las continuas oleadas de colonos.
Los españoles, de costumbres arraigadas, eran consumidores de una gran variedad de productos, desconocidos en el Nuevo Mundo. Sin embargo, estos enseres no llegaban siempre a tiempo ni en las proporciones necesarias desde la Península.
Éste será el motivo principal que impulsará el desarrollo de las producciones autóctonas y, también de los oficios imprescindibles para satisfacer necesidades de la población en crecimiento.
 A pesar de no estar contemplada entre los 23 oficios reconocidos en la Nueva España del siglo XVI, la alfarería esperaba su momento de esplendor a la sombra de los barrios de Tacuba y La traza, sustentada en el excelente conocimiento que acumularon los nativos sobre las bondades de los barros mexicanos, y en su nivel estético estilístico, que poco tenía que envidiarle al de los alfareros hispanos.
Quienes primero desarrollaron la cerámica mayólica en México fueron precisamente los inmigrantes sevillanos. Durante los primeros momentos del dominio español, el 32 por ciento de los colonos llegados a la capital del Virreynato de Nueva España procedía de Andalucía, en gran parte del barrio de Triana.(1)
Para 1559 esta cifra alcanzó más de la mitad de la inmigración, específicamente un 61, 4 por ciento.(2) Por supuesto, ello estimuló la proliferación y afianzamiento del artesanado; ya en 1537 y 1538 se registran los nombres de Francisco de la Reyna y Francisco Morales; respectivamente, considerados los primeros alfareros, y a quienes se les mercedaron solares para su labor en el barrio de la Traza.(3)
A partir de este momento, y de modo siempre ascendente, la cerámica novohispana pasará a desempeñar un papel protagónico entre las vajillas de la nobleza territorial, instalándose en el mercado de forma convincente, antes —incluso— que las de fábricas holandesas, belgas y francesas, famosas por sus niveles productivos y artísticos.
Más tarde, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, el papel hegemónico de la producción alfarera de Nueva España lo asumirá la ciudad de Puebla de los Ángeles, que llegó a dominar el mercado mexicano y se convirtió en centro manufacturador y exportador de ricas y polícromas cerámicas, tradición que pervivirá hasta nuestros días como testimonio más que elocuente de su grandeza.
La producción en México de cerámica mayólica (cerámica esmaltada que debe su nombre a la isla de Mallorca, punto nodal para la navegación marítima de la época) se caracteriza por la combinación de estilos que recogen lo mejor de múltiples tradiciones estéticas.
Los decoradores mexicanos asimilaron tanto el renacimiento italiano, trasladado por Nicolosso a Sevilla en el siglo XVI, como el gusto por la policromía y las representaciones humanas, típico de las producciones de Talavera.
Tampoco pueden eludirse las copias que realizaban los aborígenes mediante una verdadera labor de espionaje cultural, pese a los esfuerzos de los gremios de loceros para proscribir tales imitaciones, al extremo de no admitir a individuos de «condición turbada» o mestizos dentro de sus talleres.
De manera notable, también contribuirá el paso de las mercancías orientales —entre ellas, las famosas y codiciadas porcelanas—, durante su viaje transoceánico hacia la Metrópoli.
Llevadas a la costa del Pacífico y, desde allí, cargadas en recuas de mulos a través de todo el Virreynato, tocando la capital y la ciudad de Puebla, tales piezas influyeron —sobre todo— en las decoraciones de la cerámica poblana.
Así, en franco proceso mimético, los alfareros asumieron de aquellas porcelanas el azul de cobalto, las decoraciones fitozoomórficas, la paleta con un blanco impecable... hasta hacerlas parte importante de sus impresiones artísticas.
Además del azul de cobalto, emplearon una variada gama de colores, entre los cuales cabe citar los prescritos en las Ordenanzas: verde, amarillo, naranja y negro.
 DESTINO HABANERO
Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales, la villa de San Cristóbal de La Habana estaría llamada desde 1561 a ser el punto de encuentro de las Flotas de tornaviaje a España, lugar de refugio, descanso y aderezo de las naves antes de desembocar en el Canal Viejo de Bahamas con los alisios a popa.
El hallazgo de semejante alfarería en sitios arqueológicos y pecios perdidos en las complejas costas noroccidentales de Cuba, demuestra que estos artículos constituían parte de la carga de dichos buques.
Esta condición de centrum hará que La Habana sea una encrucijada donde confluirán mercaderías de diversa naturaleza, a lo que contribuiría el proceso de migración de fuente de trabajo mesoamericana —en algunos casos forzada y provocada por la escasez de mano de obra—, que traerá consigo parte de su menaje utilitario, siendo la alfarería una de las más representadas.
Desde la segunda mitad del siglo XVI, se asentará en el barrio habanero de Campeche una parte importante de inmigrantes. La alfarería traída por ellos circulará entre un sector de la población de bajo poder adquisitivo: esclavos, artesanos, indígenas..., quienes podían afiliarse a grupos mesoamerianos o de similar condición social.
Pero también esa alfarería aparece en las casas de la clase alta, donde formará parte de la vajilla no visible, destinada a contener agua y cocer ciertos alimentos. De ahí que se encuentre distribuida en casi todos los contextos arqueológicos de la Habana Vieja, yaciendo incluso junto a la vajilla más cara, empleada para servir los alimentos cocinados previamente en la cacharrería ordinaria.
Esto demuestra que el carácter distintivo de la alfarería como indicador de status económico, ha de ser manejado con sumo cuidado al nivel de registro arqueológico. La convivencia espacial no permite absolutizar ningún criterio en ese sentido, ya que piezas de procedencia y tecnología diversas pueden yacer en igualdad de condiciones, tal y como sucede a menudo en nuestras excavaciones.
Al perder su condición física, los ceramios iban a parar a los basurales domésticos, habilitados no sólo para contener excretas, sino también para recoger casi todo lo que se deterioraba en las casas.
De ahí que sea posible recuperar parte del menaje utilitario en basurales primarios y, además, en depósitos secundarios tales como los rellenos constructivos que se utilizaban para elevar los niveles de los pisos durante las transformaciones espaciales y morfológicas, tan frecuentes en sitios con casi cinco siglos de historia.
La ciudad, ciertamente, ha crecido en el plano horizontal, pero no debemos olvidar que en algunos sitios —como la Plaza de la Catedral— se reportan cambios de nivel cercanos a los cuatro metros.
Por otro lado, la posibilidad de excavar intensamente una ciudad como La Habana, nos ha permitido esclarecer múltiples tópicos a partir de la relación entre los contextos y los ceramios. Por ejemplo, estamos en condiciones de cuestionar —con pruebas materiales— los límites cronológicos reconocidos de algunas tipologías, como es el caso de la Puebla azul sobre blanco. Aun cuando se conoce que ceramios de ese tipo se realizaban desde finales del siglo XVI, las publicaciones especializadas sólo registran exponentes fechados entre 1750 y 1850. Nosotros hemos exhumado piezas en contextos primarios bien cerrados que datan de los siglos XVI y XVII, lo que ha corroborado la existencia de ejemplares cien años más antiguos que los clasificados bibliográficamente.
Las excavaciones arqueológicas practicadas en el recinto intramuros nos han permitido visualizar, además, una sorprendente variedad de formas y diseños que no han sido recogidos en la literatura especializada. Por ejemplo, en exponentes del tipo Puebla azul sobre blanco se pueden aislar numerosas decoraciones sobre los fondos y marlis, muchas de las cuales no aparecen registradas.
En las Ordenanzas de Loceros —la primera de ellas dictada en 1653— se prescribían las decoraciones que debían usarse, pero los ornamentadores se las arreglaban para diversificar sus obras.
Numerosas piezas recuperadas en los antrosoles de las casas habaneras, burlan con sus diseños el afán tipologista de los arqueólogos. Tiestos con la típica tela de araña o encaje del tipo Puebla polícromo, lograda a partir de finos trazos negros, aparecen acompañados de los pequeños círculos de colores característicos del Abó polícromo.
Esta diversidad decorativa personaliza la obra, dándonos evidencias del hombre que se resiste a crear en forma mecánica y repetitiva. Su creatividad parece desobedecer las regulaciones de la época, pues no existen dos diseños absolutamente iguales, aunque se reconozca la mano de un mismo experto.
Las decoraciones zoomorfas, muy frecuentes, representan desde aves estilizadas hasta conejos, logrados con pinceladas que recuerdan el advenimiento del impresionismo, mucho antes de que Monet concibiera sus extraordinarias obras.
Muchas veces olvidamos que la tipologización es una herramienta de trabajo que no debe aislarnos de la riqueza pictórica y cultural enmarcada en cada tiesto, que no debe llevarnos a reducir el intento humano de prevalecer por encima de las formalidades legales postuladas a nivel cultural. Al tipologizar, debemos evitar las generalizaciones forzadas de lo empírico, pues igualmente trascendente es reconocer al artista su individualidad.
Por otra parte, el hallazgo de una tipología bien definida permite esclarecer secuencias evolutivas y cambios de uso espacial en los edificios, así como hacer —incluso— su reconstrucción cronoestratigráfica. La presencia de mayólica mexicana en los antrosoles de la casa que perteneciera a los Marqueses de Arcos, posibilitó corroborar la información documental sobre las transformaciones que sufrió ese inmueble durante el siglo XVIII.
Se sabía que el poderoso Tesorero del Rey, Diego de Peñalver y Cárdenas, hizo reformas capitales y compró las propiedades a ambos lados del callejón de Teneza, el que cerró para aumentar la superficie de su vivienda. Sin embargo, durante las excavaciones arqueológicas que se realizaron sobre las áreas ampliadas, en un principio sólo se encontraron evidencias materiales del siglo XIX. Posteriormente, cuando habían avanzado los trabajos, fue descubierto sobre los restos de este antiguo viaducto un fondo de plato del tipo Puebla azul sobre blanco, que sirvió para probar la actividad humana en aquella época anterior.
También pueden estudiarse las relaciones temporales entre ceramios de diferentes facturas y nacionalidades, así como entre ceramios y otros materiales, con lo que podemos llegar a conclusiones como la siguiente:
La ausencia de mayólica mexicana en los antrosoles de Oficios 12 (antigua sede del primer Colegio San Ambrosio), frente al abrumador predominio de la mayólica española de estilo morisco, nos permite inferir momentos históricos anteriores a 1600-1650 para ese contexto. Esto reafirma que, tal y como se conoce, los terrenos donde hoy se levanta el importante inmueble fueron urbanizados desde la segunda mitad del siglo XVI.
Se puede plantear como una generalidad histórico arqueológica validada en la práctica, que la cerámica novohispana predominó en La Habana desde la segunda mitad del siglo XVII hasta el último cuarto del siglo XVIII, cuando fue desplazada por la novedosa loza inglesa, que ya era fruto de los avances tecnológicos resultantes de la Revolución Industrial.


(1) Pérez Bustamante, C.: «Las regiones españolas y la población de América», Revista de Indias. Madrid, 1941.
(2) Boyd Bowman, Peter: La emigración peninsular a América México, 1963.
(3) Actas del Cabildo, 1871. Vol. 2, pp. 61-135.

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