Sobre la antítesis del marido celoso: el despreocupado, quien «no encuentra nada malo y ni siquiera le acude al pensamiento la más ligera sospecha sobre la fidelidad de su esposa».

Tampoco a estos maridos les preocupa la forma en que se vista su mujer, por ligera y fresca que sea y por desvestido que sea el vestido...

 


La antítesis o reverso del marido celoso es el marido despreocupado.
Éste peca por menos, como el otro por más; hace el ridículo por omisión, como aquél por acción.
Si el celoso ve maldad, pecado y engaño en todo cuanto hace su mujer, el despreocupado no encuentra nada malo y ni siquiera le acude al pensamiento la más ligera sospecha sobre la fidelidad de su esposa. La deja entrar y salir y campar por sus respetos, sin averiguarle dónde va y qué hace.
En un matrimonio social, de esos que están de ponche de leche en todas partes, no perdiendo baile, recibo, función de moda ni fiesta alguna del samrt–set, es en el que puede apreciarse mejor la vida y milagros, con todas sus características interesantes y pintorescas, del marido despreocupado, principalmente cuando la esposa es bonita, simpática y de carácter alegre y divertido.
En esos casos el marido se verá siempre rodeado de un crecido número de amigos, que más que de él lo son de su mujer, número que aumentará por días, con gran regocijo de su parte; amigos que tratarán a su esposa con la mayor confianza y hasta de tú, flirtearán con ella por teléfono, en su presencia, la invitarán a paseos y comidas, sin que sea requisito indispensable el que la acompañe su marido. En los bailes se disputarán, acaparándola por completo durante horas, en que el marido ni siquiera sabrá dónde se encuentra o como se llama su nuevo compañero de esa noche. Recibirá regalos, que ella ostentará muy ufana y de los que el marido quedará encantado.
–¡Que buen gusto tiene tu amigo Alfredo!– he oído exclamar a uno de estos despreocupados, dirigiéndose a su señora y contemplando un alfiler que le habían regalado a ésta.
La despreocupación llega a veces al extremo de no llamarle la atención a alguno de estos maridos, cuyas entradas están reducidas a una cantidad fija: el sueldo que gana en el cargo o empleo que desempeñan, que su mujer lleve trajes y joyas que él tiene que suponer no son compradas con su dinero, porque éste, gracias que alcance para una vida sencilla y modesta.
–¡Tengo una suerte!– contaba a varios amigos un marido despreocupado. –Mi mujer se encuentra constantemente dinero en la calle, los automóviles, los tranvías. En ocasiones hasta 50 pesos. Y una vez se encontró una cartera con $ 300. Por cierto que le vinieron muy bien, pues ella quería comprarse una piel muy bonita que precisamente valía esa cantidad. Además, como tenemos muy buenas amistades y estamos tan bien relacionados, constantemente nos están convidando y haciéndole regalos a mi mujer. Miren como es la cosa, que Fulano, al que Uds. conocen, y es antiguo y excelente amigo de nuestra casa, al que debo muchos favores y una desinteresada protección , le regaló, hará un año, a mi mujer el automóvil que usamos, pues él quería comprarse otro y nos suplicó nos quedáramos con el suyo. Total, a él no le importaba nada. ¡Es tan rico!
Tampoco a estos maridos les preocupa la forma en que se vista su mujer, por ligera y fresca que sea y por desvestido que sea el vestido, no molestándose porque provoque las miradas codiciosas de los demás hombres en la calle o el teatro, sino regocijándose por ello, porque él lo interpreta como admiración que sienten por la belleza y buenas formas de su mujer y envidia que le tienen a él por ser el dueño de ese tesoro. Además, la sociedad impone ciertas reglas que es preciso guardar, y, ¡como no estar a la moda!
En nombre de la moda también acepta cualquier forma demasiado entrelazada que usen con su mujer sus compañeros de baile.
Si por casualidad sorprende algún flirt de su esposa o se da cuenta de que algún amigo la está fajando, él no se inmutará, pareciéndole la cosa más natural dentro de la vida y usos sociales. El es un civilizado y no le da importancia a esas distracciones y costumbres, propias de la gente bien. ¡No va a ponerse celoso como un campesino o uno de la clase media!
Y si llega a sorprenderla en ciertas intimidades –un beso, un abrazo– no se molestará por el hecho en sí, sino por la forma descuidada en que se ha realizado. ¿Escándalo? ¡Nunca! Eso no es elegante. ¿Recriminaciones a su esposa? Tampoco. ¡Ella qué iba a hacer! ¿Rechazarlo brutalmente? No sería correcto. Una mujer verdaderamente de sociedad debe siempre agradecer los galanteos; (él llama galanteos a los besos y abrazos), y considerarlos como homenajes a su belleza, y un marido distinguido debe aceptarlos como cualquier otro convencionalismo social, y hasta sentirse íntimamente orgulloso de ellos, ya que revelan que su mujer es deseada por los demás hombres. ¡Que mayor satisfacción para un marido! Desde luego que él tiene la seguridad de que su sabrá detenerse en el límite necesario, siéndole, como él está plenamente convencido, total y absolutamente fiel. Lo que sí tiene que tener cuidado la esposa es en no poner a su marido en situaciones en que se vea obligado a aparentar que se ha molestado por el galanteo (beso o abrazo) que sorprendió, evitándole un incidente que pudiera llevarlo a la ridiculez en que incurría un marido celoso:

–Debías haberte fijado, hijita, que yo estaba cerca de Uds.; ¡figúrate que situación la mía si Fulano se entera que yo lo vi! ¡Que pena para mí! Hubiera tenido que tomar una actitud que hubiera lamentado profundamente, porque él es muy buen amigo mío. Otra vez ten más cuidado. ¿Sabes?

¡Eso se llama un hombre civilizado, chic, elegante, correcto, distinguido, bien, y lo demás son cuentos de camino!
¡Ah! En esto los hay de una civilización que por lo avanzada no sabemos cuantos centenares de siglos aventaja a la época presente.
Conozco algún caso de una esposa que le dio las quejas, muy ofendida, a su marido –un marido despreocupado– del atrevimiento– ella lo calificaba así –que había tenido con ella uno de los más íntimos amigos de él.

–¡Figúrate –le dijo– que llegó en su descaro a querer darme un beso.

–¿Y tú qué hiciste?– le preguntó el marido.

–¿Qué iba a hacer?– le contestó ella. –Le dí un sopapo, rechazándolo, y lo amenacé de contártelo a ti, como volviese a tener otro atrevimiento conmigo.

–¡Qué horror! –exclamó éste. –¡Qué has hecho, hijita; ¡por Dios! Me has puesto en ridículo. ¡Qué va a decir Fulano! Seguramente a estas horas está creído que soy un marido celoso y un hombre ordinario que no sabe desempeñar su papel en sociedad. Tienes que rectificar. Así no proceden las personas bien. Eso no tiene importancia. Son galanteos propios de la sociedad. ¡Qué pensará de mi Fulano! ¡Que horror!

Hace algún tiempo ocurrió en La Habana un caso trágico que revela hasta dónde puede llegar despreocupación, confianza ilimitada e ingenuidad de los maridos despreocupados.
Un buen día los periódicos publicaron, a grandes titulares, la noticia de que en una casa de mal vivir había aparecido muerto por arma de fuego, un hombre, souteneur de profesión, y cerca de él, empuñando un revólver, una mujer, muerta también, de un balazo en el corazón. Daban a conocer las informaciones periodísticas, que se trataba de la persona X, esposa de Z de Z, de la que era voz pública engañaba a diario a su marido, llevando, además, una vida de crápula e ignominia. Parece que ella, ante la brutalidad de su amigo, y encontrándose en el cuarto de una posada, le pegó un tiro y después se suicidó.
¿Saben Uds. Cuál fue la exclamación del marido de esa mujer, al enterarse de la tragedia?
Pues... sujétense para no caerse de espaldas. El marido, muy emocionado, casi lloroso, exclamó:

–¡La pobrecita! ¡Tan buena como era y tan buen fondo que tenía! ¡Prefirió suicidarse antes que continuar en la vida que llevaba!
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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